Casi a media tarde, Kratos y Derguín salieron de Koras. Al ser el primer día del mes, las lunas se pusieron poco después de anochecer. Durante dos o tres horas, aprovecharon el resplandor plateado del Cinturón de Zenort. Pero el cielo no tardó en cubrirse y empezó a llover cuando caminaban por una senda de tierra, al sur de la calzada principal. Buscaron refugio en una finca. Un perro empezó a ladrarles. El dueño salió cubriéndose la cabeza con un capote y armado con una hoz. A su lado venía uno de sus hijos, un muchacho de unos quince años con un farolillo. Al ver que eran guerreros, torcieron el gesto. Kratos les dijo que sólo querían alojamiento para esa noche y que no los molestarían. Derguín añadió que podían pagarles bien. Unas monedas ahora, y otras por la mañana.
Los dejaron dormir en una pequeña cuadra, donde había también un pollino y un caballo viejo. A duras penas lograron meter sus dos monturas y acomodarse ellos en un rincón. Despertaron encogidos, pero secos. Le compraron al campesino un queso, una perdiz y unos cuantos huevos cocidos y se marcharon de allí.
Un viento frío arrastraba las nubes y despejaba poco a poco el cielo. Había llovido fuerte durante la noche: las acequias y regatas corrían rebosantes de agua y el suelo estaba tan embarrado que los caballos avanzaban a duras penas.
—No nos vendría mal encontrar una calzada.
—Es peligroso —recordó Kratos—. Mejor perder algo de tiempo ahora que la cabeza después.
Conversaban poco. De vez en cuando se contaban historias que les habían sucedido a ellos mismos o que habían escuchado de otros, pero la mayor parte del tiempo permanecían entregados a sus propios pensamientos. Evitaban hablar de la Espada de Fuego; como mucho, comentaban lo que harían hasta llegar al mar, pero más allá se abría un silencio.
Durante todo el día marcharon por caminos que corrían entre huertos, fincas y tierras de labor. A menudo se encontraban con tapias y cercados que les impedían seguir hacia el oeste. Aquellos obstáculos impacientaban a Kratos, como si en vez de estar allí de siempre los hubieran puesto sus rivales, a los que imaginaba cada vez más cerca de aquella misteriosa isla de Arak. Derribaron más de una barda y cruzaron a caballo más de un sembrado; en un par de ocasiones los campesinos les tiraron piedras desde lejos e incluso les azuzaron a sus mastines.
A media tarde llegaron a un terreno abierto, de pastizales verdes en los que pacían rebaños de vacas que contemplaban su paso con la apariencia de sabiduría que da el no tener nada en que pensar. Soltaron riendas y aceleraron la marcha, contentos de ver un horizonte más despejado. Llegaron ante un cerro al que Kratos se empeñó en subir para otear el panorama. Dejaron los caballos atados a media ladera y terminaron la ascensión a pie, para rebajar sus siluetas y evitar que se perfilaran contra el cielo. Allí arriba el viento soplaba aún más frío. Al oeste los esperaba otra zona de cultivos, aunque allí los campos se veían más extensos; en medio crecían bosquecillos y también se vislumbraban aldeas, borrones oscuros entre el manto verde. En lontananza se divisaba una línea de elevaciones, azuladas por la distancia. Derguín consultó el mapa y comparó los meticulosos trazos de Tarondas con lo que se veía.
—Las Kremnas.
—Así es —contestó Kratos.
Volvieron la mirada al este, por donde habían venido. A lo lejos se veía a un jinete solitario. Ambos se hicieron visera con las manos; Derguín, cuyos ojos eran más jóvenes, creyó descubrir quién era.
—La mujer.
—¿Quién? ¿Tylse?
—Sí. Parece que nuestra amiga nos sigue. O tal vez sea casualidad.
Kratos soltó un bufido.
—No creo en las casualidades. Si es ella, nos está siguiendo. Tendremos que andar con cuidado y dormir por turnos si hace falta.
—¿Crees que será capaz de atacarnos mientras dormimos?
—Ya sé que esa hembra tiene unos pechos espléndidos, pero trata de pensar con la cabeza y no con la entrepierna. Es nuestra rival. Desea la Espada de Fuego tanto como tú o como yo. Olvídate de las cervezas que compartimos, y si la tienes al alcance de tu espada procura ser más rápido que ella.
Pero, aunque no lo reconociera, al propio Kratos le parecía una lástima rebanar ese precioso cuello. Lo mejor para todos sería que la brava Tylse se mantuviera a distancia.
Aquella noche durmieron sólo unas horas, en un refugio que improvisaron parapetando con piedras una fosa natural. El día siguiente, tercero de camino, amaneció con un cielo bajo y pesado. Por la tarde empezó a llover cuando atravesaban una zona recorrida por hileras de suaves lomas entre las cuales se extendían llanos cultivados. Toda aquella región estaba sembrada de aldeas, pues Gharrium era una comarca muy poblada. Caía el sol cuando divisaron desde un cerro la mancha pardusca de un pueblo, recostado sobre la larga pendiente de una colina, casi al borde de las elevaciones de las Kremnas.
—Debe de ser Oetos —concluyó Kratos, tras examinar el mapa.
Llegaron a la aldea al anochecer. Subieron por una calle embarrada. Las casas eran de adobe y techos de paja; las más lujosas estaban cubiertas por tablones de madera. Los postigos estaban cerrados y no se veían luces. Al final de la cuesta llegaron ante un edificio de piedra, de dos pisos, que en aquel lugar destacaba como un palacio. Un cartelón roto del que se habían borrado las letras se balanceaba sobre la puerta, rechinando a los hostigos del viento. Aunque la puerta estaba cerrada, por debajo del umbral se veía una luz amarilla. Llamaron una, dos, hasta tres veces. A la tercera, se entreabrió un resquicio por el que asomaron un par de ojos. Por fin, la puerta se abrió del todo y un hombre gordo, vestido con un mandil sucio, les preguntó qué querían.
—¿Qué podemos querer en una noche como ésta? —preguntó Kratos, de mal humor—. Comida caliente y una cama seca.
Pasaron al interior, casi empujando al posadero. Pero el fuego de la chimenea estaba ya en los rescoldos, los faroles apagados y las mesas vacías. Sólo quedaban tres clientes, que los examinaron con gesto de temor.
—Aquí no hay sitio.
—¿Cómo que no? No me dirás que tienes la posada llena a rebosar.
—¡Oh, no, señor, no es eso! Hay tres cuartos ocupados, y los otros tres que tenía están inservibles. Hace dos noches se me vino abajo el techo de la parte oeste. No lo podré reparar hasta que deje de llover, y además el albañil que me…
—Basta, basta. ¿Hay algún otro sitio donde podamos dormir?
El posadero intercambió extrañas miradas con sus clientes, y por fin contestó:
—Siguiendo esta calle, tengo un establo vacío.
Derguín resopló e hizo un comentario sobre las delicias del estiércol. Kratos lo miró con severidad y se dirigió de nuevo al posadero. Siempre que estuviera seco, les parecería bien. Oh, claro que lo estaba, protestó el posadero, frotándose las manos; y había sitio de sobra para ellos y para sus monturas, e incluso forraje.
—Llévanos entonces. Si te parece, te pagaremos por adelantado.
El tabernero se humedeció los labios, se rascó la nariz y escupió a un lado antes de contestar, sin mirarlos a los ojos.
—Con cuatro ases me conformaré, si os place pagármelos. Ahora, si queréis acompañarme, os llevaré.
El tabernero tomó un candil y, una vez que salieron todos, le echó la llave a la puerta. Los tres parroquianos, alumbrados con otra linterna, los acompañaron mientras bajaban por un callejón que se perdía entre las sombras. Las luces proyectaban halos fantasmales en el suelo, que hervía bajo la lluvia. Nadie hablaba. Derguín resbaló en una rodera marcada en el barro y se agarró a la brida del caballo para no caer. El posadero y sus compañeros respingaron asustados.
—Esos tipos empiezan a parecerme demasiado nerviosos —comentó Kratos, utilizando el idioma Ritión para dirigirse a Derguín.
—Somos guerreros, Kratos. No olvides que nos temen. Saben que si se acercan demasiado a nosotros, les podemos cortar la cabeza en un segundo.
Kratos no entendía que Derguín sintiera tanto remordimiento por la muerte de aquel labriego. Había sido un accidente, y además aquella vida tenía escaso valor: un campesino era igual que cualquier otro. Un auténtico Tahedorán debía acostumbrarse a derramar sangre. Se preguntó cómo reaccionaría Derguín cuando tuviera que luchar por su vida, no contra hojas embotadas, sino contra kishas bien cortantes.
Se detuvieron ante una casa derruida a cuyo costado se apoyaba el establo. Estaba menos sucio y más seco de lo que habían esperado, y había forraje en abundancia. Envueltos en sus mantas y cubriéndose de paja podrían dormir calientes.
—Si todo está a vuestro gusto, me iré a casa —les dijo su anfitrión, ya de retirada.
Kratos salió a llamarle y le avisó que se dejaba la linterna, pero el posadero se apresuró calle arriba junto a los otros tres hombres.
—Qué raro —comentó Derguín—. Parecía tan asustado como si hubiera visto a un fantasma, y sin embargo ahora nos deja su candil y se vuelve a oscuras en una noche como ésta. Y además se ha olvidado del dinero.
Kratos trató de cerrar la puerta del establo. Al hacerlo casi se le vino encima, pues estaba desquiciada. Como pudo, la encajó en el hueco y trató de rellenar con paja las grietas que quedaban para evitar que el viento se colara dentro. Los resultados fueron tan desalentadores que se dedicó a almohazar a Amauro mientras Derguín hacía lo propio con su montura.
—Podríamos buscar leña para asar algo de panceta —propuso el muchacho.
—¿Vas a buscar un dragón para que te prenda la madera mojada? Si lo consigues, dile de paso que me seque las botas.
En la pared frontera a la puerta había un ventanuco. Derguín abrió el cuarterón para asomarse al exterior. Se veían un par de edificios con los techos derrumbados, fueran casas o corrales, y después empezaba el bosque, una masa apelmazada y oscura bajo la lluvia. Kratos le pidió que cerrara el postigo y no dejara escapar el calor.
—Este sitio no me acaba de gustar. Huele raro —protestó Derguín.
El Ainari olisqueó un poco. Debajo de los olores del heno, la ropa mojada, las monturas y el estiércol, había otro que le resultaba familiar. Era vagamente metálico, y quería despertar en él algún recuerdo lejano; pero Kratos no tenía el olfato demasiado fino y en cuanto aspiró un par de veces la nariz se le saturó y no fue capaz de distinguir nada más.
—A mí tampoco me gusta mucho, pero es peor dormir bajo la lluvia. ¿Vas a dejar de dar vueltas y ayudarme un poco? Podrías intentar que el aire no entrara por la puerta.
Derguín puso las alforjas apoyadas contra la pared, de forma que tapaban el hueco por el que se colaba el aire. El establo, que no era muy grande, no tardó en calentarse con los cuerpos de los hombres y los caballos. Kratos y Derguín se quitaron las botas empapadas, sacaron las provisiones y el vino, y una vez tuvieron el estómago repleto y los pies calientes se les disipó el mal humor y dejaron de regruñirse. Kratos incluso se explayó y le habló a Derguín del invierno más frío eme había sufrido, en las tierras de los hombres Mahík, al norte de Ainar.
—Salíamos de las tiendas cubiertos de pieles hasta arriba; y lo poco de rostro que dejábamos al descubierto nos lo untábamos de sebo para protegernos de la ventisca. Había que escupir y orinar contra el viento. Aquel invierno encontramos hasta a un corueco congelado al borde de un camino, y eso que…
Sus propias palabras lo dejaron pensativo. Derguín creyó que se trataba de un recuerdo doloroso y relacionado con la cicatriz de su cuello, pues Kratos había arrugado el ceño y se había palpado bajo la oreja; pero lo que hacía era oliscar de nuevo de un lado a otro. Por fin se levantó y echó mano a la espada.
—¡Qué me rebanen la nariz si esto no es olor a corueco!
—¿Aquí, en pleno Áinar? —preguntó Derguín.
Para él aquellos ogros eran personajes de historias de terror contadas a la lumbre.
Kratos se calzó las botas, se incorporó y empezó a dar vueltas por el establo, olfateando como un perdiguero que hubiese perdido el rastro. Derguín se alarmó al verlo tan inquieto y también se levantó. Ambos callaron y trataron de descifrar los sonidos de la noche; pero sólo se oía la respiración de los caballos y el repiqueteo de la lluvia en el exterior.
—Ojalá me equivoque —musitó Kratos—. Dime: ¿no te parece que huele a sangre, como en un matadero?
Derguín venteó el aire.
—No sé. Sí. O no. ¿Cómo puede haber un corueco por aquí?
—Aún quedan algunos en las Kremnas, aunque pocos, porque les cuesta mucho reproducirse. Alguno podría haberse aventurado a buscar carne en las tierras bajas.
—¿Carne? ¿Qué carne?
—La nuestra, por ejemplo.
Derguín miró a Kratos con la esperanza de que tratara de asustarlo, como suelen hacer los veteranos con los novatos. Pero el Ainari estaba pálido y giraba el cuello de un lado a otro como un pájaro nervioso.
—¿Es que has oído algo?
—Nada —susurró Kratos—. Maldita sea, si hay un corueco merodeando ya entiendo por qué la aldea está tan oscura y silenciosa.
—¿Crees que ya habrá atacado a alguien?
—No sé qué creer. Apaga el candil.
—¿No ahuyenta la luz a los coruecos?
—Sólo si junto a esa luz hay un ejército. Que no es el caso.
Derguín apagó el candil y se acercó a la puerta. Los caballos se estaban inquietando. El repiqueteo de la lluvia era más intenso, o tal vez lo parecía en el silencio.
—Si de verdad aparece un corueco —susurró Kratos—, recuerda que hay que herirlos en el abdomen, donde no tienen huesos. Su esqueleto es duro como el bronce.
—El abdomen… —repitió Derguín.
—Pero las costillas les llegan muy abajo, así que el golpe tiene que ser en el bajo vientre. Además, son bestias muy rápidas, y si te ponen la mano encima…
Kratos se señaló el cuello. Aunque en la oscuridad Derguín tan sólo vislumbró el gesto, comprendió que se refería a la cicatriz triple que le bajaba desde la oreja.
—¿Cómo escapaste de aquel corueco?
—No escapé. Me salvó Yatom.
—¿El brujo amigo de Linar?
—Ese mismo.
Derguín no volvió a preguntar nada durante unos minutos. Pero la espera crispaba sus nervios, y sugirió que salieran de allí, para luchar en lugar abierto si se veían obligados.
—No. Si viene ahora y pasa por la calle tal vez no repare en nosotros; y si lo hace, tendrá que entrar por aquí, y mientras se encoge para pasar podremos sorprenderlo.
—¿Quieres decir que no entra por esta puerta? —se alarmó Derguín.
—¡Chssss! Escucha.
Pegaron la oreja a la puerta. Entre el redoble de la lluvia, distinguieron un chapoteo que se acercaba. Contuvieron la respiración. Eran pasos que se acercaban. Ambos buscaron las empuñaduras de sus espadas. Se oyó un suave relincho. Derguín suspiró de alivio, pero Kratos le advirtió de que siguiera quieto. Había más enemigos, no sólo los coruecos. El caminante y su montura se alejaron hacia la derecha, al interior del pueblo. Derguín sugirió que lo siguieran, pero Kratos se negó.
Al cabo de un rato, escucharon pisadas que venían de nuevo desde la izquierda; pero esta vez venían solas y el chapoteo se sentía más pesado. Pronto les llegó un sonido silbante y fuerte, como un fuelle, y comprendieron que era la respiración del merodeador. Los pasos se acercaron hasta el establo, pasaron de largo, se detuvieron. La respiración se convirtió en un poderoso resuello y los pasos volvieron atrás. «Chof, chof.» Dos chapoteos más y un nuevo resuello. «Chof.» Fuera lo que fuese aquello, los había olfateado, a ellos o a los caballos.
Se apartaron de la entrada y desenvainaron las espadas con cuidado para que no rechinaran. Al otro lado de la puerta se sentía una presencia enorme y ahora silenciosa. Luego, algo duro rascó la puerta. Kratos y Derguín se miraron.
De pronto sonó un bramido que helaba la sangre, y la puerta voló de sus quicios como si la hubiera arrancado un huracán. Una sombra enorme apareció en el hueco, tapándolo todo, y una mano palpó la pared. Los nervios traicionaron a Derguín, que descargó su espada contra aquel brazo. La hoja de Brauna se hundió en la carne superficial y chocó contra el hueso con un ruido metálico. La mano se retiró como una culebra, y Derguín, perdida ya la calma, saltó para colocarse frente a la puerta y atacar. Antes de que tuviera tiempo de acelerarse, una garra enorme apareció de la nada, lo levantó en vilo y lo catapultó contra la pared del establo.
Kratos escuchó el crujido de los huesos de Derguín al estrellarse contra la pared, y un instante después el rugido de la bestia. Entró en Mirtahitéi y le lanzó un tajo al vientre. El monstruo aulló y retrocedió, y Kratos salió del establo tras él. Lucharon bajo la lluvia, una sombra contra otra. Aquel corueco era un ejemplar enorme; erguido, sin duda habría medido dos metros y medio. Y sin embargo se movía rápido, incluso para Kratos, que estaba en aceleración. Esquivó uno de sus zarpazos por poco y volvió a buscarle las tripas con la espada. Las costillas de la bestia, más bajas de lo que había esperado, detuvieron el golpe. Kratos había apoyado aquel tajo con toda la fuerza de sus caderas, y al no terminar la técnica como tenía previsto, trastabilló en el barro. Aquella vacilación fue suficiente para que la manaza del corueco lo agarrara por la ropa. En un segundo Kratos se vio levantado a tres metros del suelo. Pero cuando esperaba que la bestia le reventara la cabeza contra el suelo, algo silbó en el aire y golpeó con un sordo impacto el vientre del corueco. La bestia bramó de dolor y soltó a Kratos. El Ainari rodó por el barro y se revolvió sin soltar la espada. Otra flecha volaba en busca del abdomen del monstruo. A Kratos le pareció que iba floja, como lanzada por un arco de juguete, pero era efecto de la aceleración que le hacía ver los movimientos lentificados. La saeta se clavó a medio palmo de la primera, en el escaso espacio vulnerable que dejaban los huesos, y toda su punta se hundió en la carne. El corueco rugió y se giró a todas partes, buscando el lugar de donde venía aquel enemigo invisible. Kratos volvió a cargar contra él, pero esta vez su golpe fue preciso, una estocada de abajo arriba buscando las vísceras. Dejó la espada hundida hasta la empuñadura, la soltó y se apartó de los zarpazos del monstruo con una voltereta. Su golpe debió alcanzar el corazón, porque el corueco cayó fulminado boca arriba. Kratos se desaceleró, acudió junto al cadáver y, con cierta dificultad, le arrancó la hoja del cuerpo. Después clavó una rodilla en tierra y respiró hondo.
—¿Estás bien?
Kratos se volvió hacia la voz. Era Tylse, que venía hacia él con una flecha en el arco y dispuesta a tensar la cuerda. El Ainari se apoyó en su propia rodilla con los brazos y empujó para ponerse en pie. No se sentía con ánimo para empezar otra pelea, pero puso la espada en guardia. Tylse quitó la flecha del arco y volvió a guardarla en la aljaba.
—No te he ayudado para ponerme a pelear ahora contigo —le dijo Tylse.
—Mejor. Gracias por tu ayuda —respondió Kratos, envainando a Krima—, ¿Te ha traído aquí nuestra buena suerte o…?
—Os he seguido desde que salisteis de Koras. No conozco Áinar, pero sé seguir un rastro, y me pareció menos peligroso venir tras vosotros dos que juntarme con los demás. ¿Y Derguín?
—¡Derguín! —recordó Kratos—. No sé si aún…
—¡Alto en nombre de Áinar!
Se volvieron hacia la parte norte de la calle. Tras las luces de cuatro candiles bajaba un grupo de hombres. Sus ropas eran oscuras y bajo ellas resonaban hierros y aceros. Iban a pie, pero tras ellos se oían relinchos y se vislumbraban bultos de caballos y jinetes. Delante venía un oficial; junto a él, un portaestandarte llevaba en alto un pendón. Pero la bandera caía lacia bajo la lluvia y en las sombras no se veía qué criatura flameaba en ella, si el dientes de sable del emperador o el terón del príncipe.
—¡Prestadme atención! —dijo el oficial—. Debéis desceñiros las espadas, dejarlas en el suelo y apartaros de ellas seis pasos.
—¿Por qué? —respondió Kratos—. Habéis dicho «en nombre de Áinar», pero nosotros no hemos quebrantado ninguna ley y si llevamos nuestras espadas es con derecho.
—¿Vendréis por propia voluntad o tendremos que recurrir a la fuerza?
Kratos y Tylse cruzaron una mirada y desenvainaron las espadas. Entonces de la calle abajo llegó un nuevo chapoteo. Por allí venían más jinetes armados con arcos. Los habían rodeado.
—Estoy un poco cansado —susurró Kratos—, pero puedo volver a entrar en Mirtahitéi. Cargaremos contra los de abajo, a las patas de los caballos.
—De acuerdo.
Algo, un vago temor que se apoderó de ellos, un extraño vacío entre latido y latido, les hizo demorar el ataque. Los soldados de la parte norte de la calle abrieron sus filas y dejaron pasar a un jinete. Era un hombre delgado, que montaba un caballo tan negro como Amauroy pero de más alzada, pues no mediría menos de dieciocho manos hasta la cruz. Su jinete se echó atrás la capa con un gesto teatral. Por un momento Kratos creyó que era Linar, pero enseguida se dio cuenta del error. Aquel hombre también llevaba una larga trenza sobre el hombro, pero negra y no blanca, y el ojo que le faltaba era el izquierdo. Aunque seguía lloviendo, tanto él como su cabello estaban secos, como si los rodeara una invisible campana de cristal.
—Es inútil que luches, Kratos May.
La voz del jinete era suave, pero llegaba a todas partes y escondía un filo de acero bajo su terciopelo.
—¿Quién eres tú, que sabes mi nombre? —le desafió Kratos.
—No necesitas saberlo. Entrégame tu espada.
—¡Ven tú por ella!
Kratos sintió que algo quería tirar de su espada y apretó la empuñadura. Pero aquella fuerza invisible dio otro tirón, más violento, y Krima salió volando de sus manos. La espada trazó un arco en el aire y acabó en la mano del desconocido, que la cogió por la hoja. Cualquiera que hubiera hecho eso habría perdido los dedos, pero él ni siquiera sangró. Después, cerró la otra mano junto a los gavilanes y empezó a hacer fuerza. La hoja se dobló como una V y se partió en dos trozos que el jinete arrojó a un lado con un gesto despectivo.
Kratos aulló y se lanzó hacia delante, entrando de nuevo en Mirtahitéi. Aunque fuera con las manos desnudas, no pensaba más que en vengar aquella afrenta. Pero de pronto notó que su peso se doblaba, y luego se triplicaba. Cayó de bruces en el barro y trató en vano de levantarse, pues las manos, los brazos, las piernas y todo el tronco se le habían convertido en plomo. Se quedó allí tendido, sin poder girar el rostro para levantar la nariz del charco en el que había caído. Junto a sus ojos apareció una bota negra. Era el desconocido, que había bajado del caballo y se acercaba ahora a Tylse para pedirle la espada. A Kratos le costó un esfuerzo sobrehumano, pero torció una pulgada el cuello y pudo ver cómo la mujer envainaba su arma, se desceñía el talabarte y dejaba caer todo, espada y correaje, al suelo, para retroceder después con el temor pintado en el rostro.
Dos soldados se arrodillaron junto a Kratos y tiraron de sus brazos para juntárselos a la espalda, pero pesaban tanto que no pudieron movérselos. El desconocido se acercó a Kratos, le plantó la bota encima de la mejilla y apretó.
—No te moverás.
Kratos notó que el peso que lo aplastaba sobre sus propios huesos se aligeraba, pero no se atrevió a moverse. Se sentía humillado, pero era aún peor el miedo, un pavor que no había sentido nunca. Mientras el desconocido, sin duda un mago, le seguía pisando el rostro, los dos soldados le ataron las muñecas. Sólo entonces la bota se apartó de su mejilla. El oficial, al que luego conocería como Landas, se acercó a él y le ayudó a levantarse.
—Lo siento, tah Kratos —susurró.
Mientras tanto, otros dos soldados salieron del establo con gesto de desconcierto. «No está», informaron a su oficial. Kratos se dio cuenta de que se referían a Derguín y el corazón se le aceleró con una insensata esperanza.
—¿Cómo que no? —preguntó el mago de mal humor.
—Dentro hay dos caballos, señor, pero nadie más.
El mago bufó y les arrebató el candil de las manos. Después, con la otra mano, agarró el nudo que ataba las dos manos de Kratos y lo empujó, obligándolo a entrar con él al establo.
—¿Dónde está tu amigo?
En la cuadra sólo se veía a los dos caballos. Pero la ventana que había en la pared contraria estaba abierta, y por ella se colaba el viento y hacía golpear el cuarterón contra un poste de madera. Kratos sonrió. Derguín no debía de estar malherido cuando había conseguido salir por aquel hueco.
—Hijo de mala madre… —masculló el mago, y sacó a Kratos de otro empellón.
Durante unos minutos, los soldados buscaron en los alrededores del establo, pero no encontraron a nadie. El mago permanecía apartado de los demás, cerrado su único ojo y pellizcándose el puente de la nariz como si se concentrara en algo o le doliera la cabeza. De vez en cuando maldecía y hacía gestos de frustración, y una vez Kratos le oyó murmurar «Por qué demonios no puedo verlo».
—Parece que se te ha escapado una de las tres perdices —se burló de él, recobrando algo de su temple—. Tu amo el príncipe no te lo va a perdonar.
El mago clavó en él la mirada. Su ojo, inyectado en sangre, parecía el de un perro rabioso. Kratos se arrepintió de sus palabras.
—¡Amo, amo! ¡Sólo uno puede llamarse amo de Ulma Tor, y es el dios dormido!
El mago hizo un floreo y desapareció bajo la negrura de su propia capa. Kratos miró hacia su izquierda y vio cómo una sombra alada se alejaba de allí, pero fue tan fugaz que no llegó a distinguir sus formas. Calado bajo la lluvia, se estremeció, y no fue de frío. En ese momento se le acercó Landas, el oficial, con una banda de tela.
—Lo siento, tah Kratos, pero no debes saber adonde vamos.
Y así empezó un largo viaje en la oscuridad.