Cuando el juez Turpa dio la señal de Tahedo-hin, Derguín peleó con sangre fría, reservando la ira que había acumulado durante todo el examen para descargarla en los golpes definitivos. Sus técnicas fueron precisas y contundentes. Al primero de sus rivales, cuyos nervios eran los menos templados, lo alcanzó debajo del diafragma con un mandoble que le cortó el aliento. Mientras boqueaba buscando aire, Derguín se abalanzó sobre el segundo rival, lo manejó con fintas y juego de piernas para interponerlo entre él y Deilos, le amagó un par de tajos por la izquierda y luego le descargó un golpe de arriba abajo con tal fuerza que le encajó el yelmo en el cuello y dio con él de rodillas en el suelo.
Ahora estaban solos Derguín y Deilos. «Rápido, rápido —le jaleó Kratos entre dientes—; acaba con él antes de que los otros dos se recobren.» Hubo un intercambio de palabras entre ambos. Kratos no logró captar qué se decían, pero era evidente que entre ambos existía alguna vieja rencilla. Derguín tomó la iniciativa y se arrojó sobre Deilos. Recorrieron la palestra de un extremo a otro, el Ainari retrocediendo y Derguín ganándole terreno. Kratos temió que su pupilo se dejara llevar por la acometividad y abriera alguna fisura en su defensa, pero Deilos había renunciado a toda táctica de ataque y sólo procuraba guarecerse de la lluvia de golpes que se le venía encima. Derguín insistió en sus acometidas hasta que le obligó a clavar la rodilla en el suelo, y entonces le fintó un tajo a la cabeza. Deilos interpuso su arma. Derguín olvidó toda prudencia, levantó la espada hacia la derecha, por encima de sus hombros, y luego proyectó toda la fuerza de sus brazos y sus caderas en un golpe demoledor. El codo de su rival se rompió con un crujido de ramas tronzadas, y Deilos se desplomó con un aullido de dolor.
Habían quedado los tres tendidos en la palestra, y aún pasó un rato antes de que el primero de ellos pudiera ponerse en pie. Mientras Deilos se retorcía en la arena, Derguín alzó la espada ante el tribunal, desafiando a quien aún dudara de él.
—No hay nada que deliberar —anunció el Citan Maestre, levantándose por fin—. Has derrotado a los tres en lucha limpia. Mereces la séptima marca, y digo —añadió, mirando con severidad a Turpa— que no será la última que obtengas.
Kratos interpretó que aquella mirada presagiaba represalias. Sin duda, Turpa había convencido al Gran Maestre de que Derguín no tenía calidad suficiente para pasar la prueba. El viejo ya le pasaría la minuta por aquello.
Fue así como Derguín consiguió su anhelo de convertirse en Tahedorán. Aunque tan sólo había sido su maestro durante unos días, Kratos May se sintió orgulloso del muchacho. Sin duda era un natural, pero era él quien al encauzar su talento y corregir sus defectos lo había llevado hasta allí. Aquel mismo día cumplieron los rituales debidos en la propia academia. Primero sacrificaron a Anfiún un cabrito sin mácula, cuya carne compartieron con los miembros del tribunal. Un poco antes, mientras la víctima se desangraba sobre las cenizas del ara y Derguín aguardaba arrodillado ante la estatua del dios, el Gran Maestre le entregó un diente de sable engastado en una empuñadura de madera.
—Ahora tienes derecho a llevarlo, como tah Derguín.
Después se agachó junto a él y le susurró al oído la fórmula de Mirtahitéi, la segunda aceleración. Pero añadió que si se la revelaba a alguna otra persona sería reo de muerte, y la sentencia la podría ejecutar cualquier Tahedorán.
—No te apresures a utilizar Mirtahitéi —le aconsejó Kratos mientras regresaban a la posada—. Cuando te desaceleres, experimentarás un hambre y una sed exageradas, y sentirás que te caes de sueño. Si no comes y bebes en abundancia y descansas unas horas, puedes sufrir un colapso.
Kratos no añadió nada más, aunque se estremeció al recordar la consunción que casi lo había matado cuando recurrió a la tercera aceleración para huir de Mígranz y cabalgó leguas y leguas inconsciente y atado al caballo con sus propias bridas. Derguín aún tardaría mucho tiempo en conocer el secreto de Urtahitéi, si es que alguna vez llegaba a serle revelado.
En La joya de Kilur, el posadero les entregó una caja de madera. La había traído un ganapán; de parte de quién, no lo dijo. En la habitación abrieron la caja. Dentro encontraron una pulsera de oro cruzada por siete estrías rojas. Derguín se apresuró a ponérsela. Había pensado en llevar su viejo brazalete de Ibtahán a un orfebre para refundirlo, pero aquel regalo inesperado lo hacía innecesario.
Junto al brazalete había un espejito redondo de metal bruñido. Kratos lo examinó por delante y por detrás, sin comprender la razón de tal obsequio. Pero cuando Derguín se asomó por encima de su hombro y los rostros de ambos se reflejaron juntos, sus imágenes se borraron y en su lugar apareció un rostro alargado, con un parche en el ojo derecho y una blanca trenza cruzada sobre el hombro.
—¡Linar! —exclamó Derguín.
«No intentéis hablar conmigo, pues no soy más que el eco de un reflejo. El brazalete que veis es el que llevó el propio Minos Iyar cuando se convirtió en Tahedorán. Lo he hecho estrechar para que se ajuste a tu brazo, Derguín. Hónralo.»
El muchacho admiró la joya con ojos brillantes de emoción; mientras, Kratos lo observaba a él con el temor de que esa muestra de honor significara una elección para el futuro. Pero el reflejo seguía hablándoles.
«No podré acompañaros en vuestra empresa, pues han surgido dificultades. Tengo enemigos muy poderosos que obran a favor de Togul Barok y que intentarán perjudicaros. No mencionéis mi nombre ni el de Mikhon Tiq, aun cuando habléis en privado. Ni siquiera penséis en nosotros. Viajad lo más lejos posible del príncipe, y también de los demás candidatos. No confiéis en nadie, aunque pretenda hablaros en nombre del Kalagor. Hay en liza poderes más temibles que los maestros de la espada.»
«Viajad juntos y ayudaos el uno al otro. Si os mantenéis unidos, tal vez todo termine bien. Cuando llegue el momento, decidiré. No desfallezcáis.»
Linar calló. Su rostro se convirtió por un segundo en el de Mikhon Tiq, que sonreía y musitaba una sola palabra. «Suerte», creyó escuchar Derguín; pero el espejo perdió su encanto y tan sólo quedaron en él sus propios reflejos.
Derguín volvió a mirarse el brazalete. El oro brillaba lustroso, aunque le parecía advertir en él la pátina de los siglos. Kratos le apretó el hombro.
—Nunca he tenido un discípulo como tú, tah Derguín.
El muchacho le estrechó la mano; pero los ojos se le humedecieron y se apartó, azorado.
—Gracias a ti, tah Kratos. Gracias a ti… —susurró.
La última noche de Bildanil, víspera del día en que los Pinakles revelarían el paradero de la Espada de Fuego, recibieron una visita. Era Amorgos, el oficial que había tratado de retenerlos a la entrada de Koras. En tono jovial, les explicó que quería invitarlos a cenar para compensar aquel malentendido, pues sería un honor para él compartir la mesa con dos maestros mayores. Kratos aceptó, pero dijo que pagaría él la cena, pues era quien debía pedir disculpas por haber estado a punto de cortarle la cabeza. Y Derguín insistió en que invitaba él para celebrar que se había convertido en Tahedorán. Tras una discusión tan escenificada como un ritual sagrado, decidieron que era el muchacho quien tenía más razones para agasajar a los demás.
Cenaron en la habitación de Kratos, atendidos por el posadero y una muchacha de ojos negros que de cuando en cuando dejaba caer lánguidas miradas sobre Derguín. Amorgos les confesó que había pensado en invitarlos a su propia casa, pero al final no le pareció seguro. De hecho, había llegado a La joya de Kilur casi de incógnito, sin uniforme, con el embozo del capote alzado y un sombrero de ala ancha sombreándole el rostro. Cuando le preguntaron a qué obedecía tanto misterio, les explicó:
—Sé que los dos vais a participar en el certamen por la Espada de Fuego. He venido a daros algún consejo.
El interés de ambos Tahedoranes se avivó. Amorgos les explicó que en los últimos días se habían producido extraños movimientos entre las tropas de Togul Barok.
—¿Cuántos hombres tiene? —preguntó Kratos.
—Cerca de mil. Se distinguen de las tropas imperiales porque visten uniformes negros y su estandarte es un terón. El príncipe ha despachado cuatro destacamentos de unos doscientos hombres cada uno.
—Cuatro destacamentos…
—Han salido de Koras hacia el norte, el sur, el este y el oeste. No ha descuidado ninguna dirección.
—No sabe dónde está Zemal, pero no quiere descartar ninguna posibilidad —dedujo Kratos—. Me imagino que su intención es apostar a esos hombres en los caminos para servirse de ellos llegado el momento.
—O para tendernos emboscadas a los demás —intervino Derguín—. ¿Las normas del certamen no son que cada candidato sólo puede llevar diez hombres?
Amorgos se encogió sobre la mesa y bajó la voz.
—Su Alteza no es persona que respete demasiado las normas. Todo lo que se interpone en su camino termina aplastado. Pero, cuidado, yo no os he dicho nada…
Después cambiaron de tema. Tras la cena, dieron un paseo hasta una taberna cercana, bebieron un par de vinos y se despidieron de Amorgos. El oficial les prometió que al día siguiente sus caballos estarían preparados al pie de la ciudadela. Y ni siquiera insinuó la posibilidad de un soborno. Mientras volvían a la posada, Kratos y Derguín hicieron cabalas sobre el significado de aquella visita.
—Creo que ha sido sincero, aunque no del todo honrado —dijo Kratos—. Tras este soplo veo la mano de alguna facción del palacio imperial que no quiere que Togul Barok se convierta en el Zemalnit. O tal vez esa mano sea la del propio emperador.
No parecía una trampa, pues Amorgos no había pretendido que bajaran la guardia, sino despertar aún más su cautela. Además, el oficial no sabía nada del paradero de Zemal; ni siquiera conocía las pistas que Tarondas había dejado caer.
—Si lo que te dijo el geógrafo se confirma y la Espada se encuentra más allá de la Sierra Virgen, tomaremos un camino menos transitado —dijo Kratos—. Si es necesario, viajaremos monte a través. No me fío de Togul Barok, pero tampoco de Aperión.
Kratos temía que Aperión hubiera conseguido introducir en Áinar un destacamento de la Horda y que se comunicara con ellos mediante aves mensajeras en cuanto supiera el paradero de la Espada de Fuego. (Más tarde, ya prisionero, comprobaría que su temor estaba fundado, pero también sabría que el príncipe había previsto y abortado la jugada de Aperión.)
Antes de retirarse a dormir, se estrecharon las manos y juraron por Anfiún y Manígulat seguir juntos hasta que Linar decidiera lo contrario o hasta que sólo quedaran ellos dos. Kratos apenas pegó ojo aquella noche; y supuso que Derguín no había dormido mucho mejor.
Y por fin había amanecido el día I de Kamaldanil. Muy altos en el cielo flotaban unos cirros blancos, pequeñas borlas lanudas que presagiaban mal tiempo. Kratos y Derguín se encaminaron al templo de Tarimán. Al pie de la ciudadela, se les presentaron dos sirvientes de las caballerizas que traían a Amauro y al caballo de Derguín, junto con una breve nota de Amorgos en la que les deseaba suerte. Les pagaron para que los esperaran allí y subieron a Alit. Esta vez se les permitió llegar a la ciudadela a través de una de las pasarelas que atajaban por encima de la espiral de murallas. Mientras caminaban por ella, escoltados por dos centinelas cuyas capas verdes ondeaban al viento frío de la mañana, oyeron tras ellos una llamada alegre. Era Tylse, la Atagaira. Esperaron a que llegara a su altura y la saludaron con sendas inclinaciones. De día, la mujer vestía una capa cerrada y se tapaba la cabeza con una capucha que dejaba ver tan sólo un estrecho óvalo de su rostro. Las manos estaban cubiertas con unos finos guantes de muselina que le dejaban mover los dedos con libertad, pero impedían que el sol rozara su piel albina.
—Hoy es el gran día —dijo la Atagaira.
No hablaron mucho más mientras entraban en la ciudadela. Caminaron por la avenida principal, bajo la ingente presencia de la Torre de los Numeristas, y cuando se hallaban a unos doscientos metros de ésta, giraron por un caminito sembrado de grava que los llevó ante el templo de Tarimán.
Era un santuario más pequeño y antiguo que otros. Estaba construido en madera y tenía dos pisos, cada uno con su propio tejado a cuatro aguas. En el exterior ya esperaba otro Tahedorán, un hombre delgado, de mediana estatura. Vestía con ropas holgadas de color pardo; su tez era olivácea, los cabellos lacios y muy negros le caían sobre los hombros, la barba estaba recortada en dos puntas untadas con fijador. En la frente llevaba tatuados tres círculos negros entrelazados que dibujaban un triángulo invertido. Kratos se acercó a él y lo saludó con una inclinación:
—Mi nombre es Kratos May.
El otro hombre se guardó las manos en las mangas y correspondió a su saludo con una sonrisa.
—Yo soy Darnil-Muguni-Rhaimil, hijo de Binarg-Ulisha-Rhaimil. Es un honor para mí conocer al mayor Tahedorán de Tramórea.
A Kratos le cayó bien. Según le habían contado Linar y Mikhon Tiq, Darnil-Muguni-Rhaimil era seguidor de una peligrosa religión que no admitía a otros dioses. Pero aquella mañana le pareció un hombre cortés y no más peligroso que cualquier otro Tahedorán.
Poco más tarde llegó Krust. Lo primero que hizo fue darle a Derguín un abrazo de oso y felicitarlo por su éxito en la prueba de maestría. «Ya estamos cinco miembros de la Jauka de la Buena Suerte», se dijo Kratos; los dos que quedaban por aparecer eran quienes más le preocupaban.
Aperión llegó poco después de Krust, se quedó a diez pasos y los saludó a todos con una breve inclinación de cabeza. A Kratos la sangre se le retiró del rostro. Advirtió que Derguín le miraba de reojo. Debía de vérsele blanco como una mortaja. Pensó en desenvainar a Krima y acabar con todo ello. Estaban en los días de la Espada: si agredía a otro candidato, cometería un sacrilegio que le privaría de Zemal y lo convertiría en reo de muerte. Pero a cambio obtendría su venganza.
Sin embargo su mano no fue a la empuñadura. En aquel momento deseaba más convertirse en el Zemalnit que matar a Aperión. La venganza podía esperar. Se limitó a mirarle a los ojos. El jefe de la Horda esbozó una sonrisa y no dijo nada.
«Te arrancaré los párpados como le hiciste a Shayre —juró Kratos entre dientes—, y antes de matarte te echaré sal en los ojos.»
El último en llegar fue el príncipe. Lo escoltaban seis de sus hombres, adustos, con capas negras y un alto estandarte en el que aleteaba la silueta roja de un terón. También lo acompañaba un hombre alto y enjuto, de nariz prominente y ojos apagados. Kratos pensó que debía de tratarse de Kirión el Serpiente, el represor de la revuelta de las fronteras orientales. Los demás aspirantes se inclinaron ante el príncipe, y él correspondió a su saludo con palabras amables. Ahora que veía a Togul Barok a su mismo nivel, Kratos se hizo idea de su verdadera estatura. Debía de medir al menos dos metros diez, pero sus proporciones eran perfectas y se movía con tanta coordinación como cualquiera de ellos. Al imaginar que tuviera que bloquear los golpes de aquel gigante, le empezó a doler el hombro derecho. Trató de alentarse recordando que él era el único de los siete que conocía el secreto de Urtahitéi. Al menos, esa ventaja tenía sobre Togul Barok.
Un sacerdote vestido con una túnica blanca salió del templo y les dijo que pasaran. Los siete candidatos desfilaron uno tras otro. Subieron cuatro peldaños de madera, traspusieron una cortina de gasa y entraron en una sala cuadrada sumida en la penumbra. En un extremo, sobre una tarima elevada, había una estatua del dios Tarimán. No era la original, pues ésta había sido de madera y, deteriorada con el tiempo, la habían sustituido por otra de bronce. El dios herrero aparecía de pie, inclinado en su sagrada cojera y a punto de descargar el martillo. Sobre el yunque adivinaron todos la presencia invisible de la Espada de Fuego. Los ojos de Tarimán eran dos cuentas de vidrio, y en cada una había dos pupilas negras. Kratos miró de reojo al príncipe y se estremeció al comparar sus ojos con los de la estatua.
Los sacerdotes del templo sacrificaron una oveja blanca. Después de examinar sus entrañas, la quemaron sobre el altar y repartieron pequeñas porciones de carne entre los siete candidatos, que aguardaban de pie formando un semicírculo, sin apenas mirarse entre ellos. Tras el sacrificio, los tres Pinakles entraron por una puertecilla que hasta entonces habían ocultado las sombras. Vestían negros mantos que dejaban al descubierto uno de sus hombros; en sus cabezas calvas se advertían las venas, como sogas palpitantes. Era poco lo que se sabía de ellos. Había quienes decían que eran hermanos, e infinitamente viejos, pues se habían encargado de custodiar la Espada de Fuego desde los tiempos del propio Zenort. Otros aseguraban que se trataba de un linaje y que los hijos sucedían a los padres llegado el momento; pero nadie podía asegurar este extremo.
Los Pinakles se quedaron en pie bajo la estatua del dios, silenciosos, escudriñando a los candidatos con ojos de cuervo. Los dos sacerdotes que habían hecho el sacrificio entregaron a cada uno de los candidatos una corteza de sauce y una tiza, y les indicaron que escribieran su nombre. Después introdujeron las cortezas en una vasija de barro. Uno de ellos las extrajo y fue leyendo los nombres: Tylse, Kratos, Krust, Aperión, Darnil-Muguni-Rhaimil, Togul Barok y Derguín. Después, les señaló un reloj de arena.
—Nobles Tahedoranes, Alteza: cada uno de vosotros escuchará el paradero de Zemal cuando le toque su turno. En primer lugar, tah Tylse. Después, cuando la ampolleta de abajo se haya llenado, acudirá el siguiente, tah Kratos. Aquel a quien se le revele el lugar donde está la Espada podrá partir ya; los demás esperarán. Así lo quiere la suerte.
Kratos se inclinó hacia Derguín y le susurró que él iría con los caballos a la posada y le esperaría allí.
Tylse se acercó a los Pinakles, que formaron un círculo alrededor de ella y le hablaron en susurros. La Atagaira asintió y no tardó en salir del templo; antes le dedicó un rápido guiño a Kratos y Derguín. Los demás esperaron, sentados en el suelo, mientras la arena blanca se deslizaba cansina de una ampolleta a otra.
Por fin llegó el turno de Kratos. Cuando se acercó al altar, los Pinakles lo rodearon; se le antojaron buitres sobre un cadáver futuro, el suyo. Dos de ellos se inclinaron para hablarle en los oídos, y le dijeron:
—Zemal está en la isla de Arak. Habrás de cabalgar hacia poniente y cruzar la Sierra Virgen en dirección al mar Ignoto. Allá donde confluyen las desembocaduras del Moin y del Haner, embarca y navega hacia el oeste, y a menos de un día, con ayuda de los dioses, encontrarás la isla. Busca el lugar alto y que tu entendimiento te guíe hasta Zemal. Cúmplase la voluntad de Tarimán.
Al pasar junto a Derguín, Kratos asintió con la barbilla. La suposición de Tarondas había demostrado ser cierta.
La espera en La joya de Kilur se le hizo eterna. Los equipajes de ambos ya estaban hechos desde el día anterior. Todo aquello que les sobraba se lo habían entregado al posadero, con la consigna de que lo guardara hasta su regreso.
—Si tardamos más de tres meses en volver, puedes quedártelo. Será que estamos muertos.
—¡Oh, no lo quieran los dioses! —se había horrorizado el posadero.
Mientras aguardaba a Derguín, Kratos consultó una y otra vez los mapas. Cuando ya había pasado el mediodía, el muchacho apareció como una tromba en la puerta. Al ver a Kratos pareció sorprendido.
—¿Creías que me iba a marchar solo? —le dijo el Ainari—. Tenemos un pacto, no lo olvides.
—Es una mala señal que me haya tocado el último en ese maldito sorteo —se quejó Derguín—. Ya llevamos retraso.
—El viaje es largo. Es mejor planearlo bien que apresurarnos antes de tiempo.
Kratos desplegó el mapa que representaba la zona occidental de Áinar y señaló con el dedo un camino que subía desde Koras hacia la izquierda.
—La ruta más normal es ésta. Supone desviarse hacia el noroeste, pero la calzada es buena, y hay posadas y casas de postas a lo largo del camino. Además, todo el territorio está controlado y sería raro toparse con bandidos. Después, de Xionhán parte otra calzada que se dirige hacia la Sierra Virgen por aquí, al sur de los pantanos de Purk. De esta manera llegaríamos al Paso de Rania, por donde cruzaríamos las montañas. Al llegar al otro lado, tendremos que descender por aquí hasta encontrar el río Haner hasta llegar al mar. Según señala el mapa, es una región de bosques y selvas.
—Tarondas confesó que nunca había estado allí —dijo Derguín—. No sabemos qué podemos encontrar en esas tierras.
—Tampoco lo sabe nadie más. ¿Qué opinas de esa ruta?
—Supongo que es la mejor. Al haber calzada y casas de postas, podríamos hacer jornadas más largas y rápidas. Pero…
—Pero todos van a seguir este camino, en efecto. Y están además esos hombres que Togul Barok despachó por todas las calzadas. No, no. No creo que sea seguro tomar esta ruta. El camino que vamos a seguir es éste.
Kratos señaló una línea recta que iba de Koras a la Sierra Virgen. Pero en el camino se interponía una extensa comarca señalada como «breñales» y «espesura»: las Kremnas.
—Atravesaremos por aquí.
—¿Cómo? Ese lugar está infestado de forajidos y de bandas de rebeldes.
—Los Gaudabas —asintió Kratos—. Mejor será que no caigamos en sus manos. Pero es el camino más corto, y no creo que Togul Barok ni sus hombres se atrevan a entrar en las Kremnas.
—Es salir de la sartén para caer en el fuego.
Kratos le miró a los ojos.
—Estamos ya en el certamen, Derguín. Nuestros rivales se hallan fuera de Koras y ahora mismo cabalgan hacia la Espada. No la conseguiremos sin arriesgarnos. Hay un camino fácil, que será el que tomen los demás. Nuestra opción es elegir otra ruta más peligrosa, viajar rápidos y discretos y confiar en que dos hombres solos les pasen desapercibidos a los Gaudabas. Así, no tener escolta se convertirá en una ventaja.
Derguín asintió y tragó saliva. Se acababa de dar cuenta de dónde se había metido.
—Ten valor. Ahora eres tah Derguín. No lo olvides.