El puente de la hoz

Entre los fértiles campos de la comarca de Gharrium y la Sierra Virgen se extienden las Kremnas, un país de montes, barrancos y quebradas, landas, breñas y bosques inaccesibles. Dos ríos la cruzan: el impetuoso Arlahén, que baja desde el norte, y el Feluis, que marca el límite entre las Kremnas y la región de Bhaitar, al sur.

Hace décadas, las Kremnas eran el feudo del clan Ashobda, señores de la guerra que se jactaban de ser libres como las águilas porque sólo de tarde en tarde enviaban los tributos debidos al emperador de Koras. Durante generaciones, los campesinos roturaron los montes de las Kremnas y lograron abrir grandes extensiones de cultivos y pastizales, pese a lo fragoso de su relieve. Aquella comarca llegó a conocer cierta prosperidad. Pero el poder de los Ashobdas se derrumbó por culpa de su crueldad, su codicia y sus propios errores. Al principio de su reinado, el emperador Mihir Barok estaba decidido a terminar con el poder de los nobles, y empezó por mandar un ejército a las Kremnas. Merkos Ashobda, el señor de la guerra, en lugar de aprovechar lo escabroso del terreno, pretendió enfrentarse a las tropas imperiales en una batalla campal. Merkos había adquirido ínfulas de gran caudillo porque aterrorizaba a los campesinos y a los leñadores de sus propias tierras. Un consejero que había leído el Táctico de Bolyenos le recomendó que luchara en terreno llano, donde podría desplegar mejor sus unidades. Para desgracia de Merkos, las fuerzas imperiales superaban a las suyas en una proporción de tres a uno, por lo que tuvo que estirar el frente de su ejército hasta que el murallón de lanzas y escudos que había planeado levantar se convirtió en una fila delgada y quebradiza como un papiro. Comprobó además que no era lo mismo sentarse junto a la chimenea y leer el consejo «es necesario enviar unidades de refuerzo al ala más castigada» que llevarlo a la práctica en medio de un griterío infernal, mientras el enemigo machacaba sin piedad el ala derecha, la izquierda, el centro y toda unidad que se le pusiese por delante. Sus hombres, más acostumbrados a incendiar aldeas y violar campesinas que a entrenarse, confundían las órdenes, se atropellaban unos a otros, se dispersaban, huían, se rezagaban o se dejaban matar sin más.

Merkos fue capturado por el general Koratán, y enviado a la capital, donde lo castraron, le sacaron los ojos y lo encerraron en una celda en la que no podía tumbarse ni estar de pie. Cuando se supo que el señor de las Kremnas había sido capturado y que de sus perros de presa no quedaban vivos ni la cuarta parte, los campesinos se sublevaron en decenas de aldeas y marcharon contra el castillo de Armenca. La ira acumulada en años de opresión estalló sin freno; los campesinos asesinaron a todos los habitantes de la fortaleza (al hijo varón de Merkos, que tan sólo tenía ocho años, lo descuartizaron y arrojaron sus pedazos desde el torreón más alto) y saquearon todo lo que pudieron. Para su desgracia, en su furia provocaron un incendio antes de vaciar los silos, con lo que los frutos de sus propios esfuerzos, confiscados por Merkos, se convirtieron en cenizas.

Tras la muerte de Merkos Ashobda, el emperador concedió aquellas tierras a otro señor de la guerra, del clan de los Zorpoy, pero aquel noble se retiró a la ciudad norteña de Xionhán, donde vivía de las rentas que aún recibía y se quejaba, entre banquete y banquete, de que era imposible tratar con los habitantes de las Kremnas. Éstos se organizaron en un ejército rebelde y se dedicaron a saquear las comarcas vecinas, mucho más fértiles que la suya. El vigoroso señor de Bhaitar, que gobernaba las ricas regiones del sur, irritado por la audacia de aquellos forajidos, envió a sus mesnadas contra ellos y los aplastó. Pero aunque su consejero le propuso subir a las tierras altas de las Kremnas y apoderarse de ellas, el señor de la guerra se negó a entrar en aquella comarca salvaje e ingrata de la que nada bueno podía salir.

Los abusos de los Ashobdas, la anarquía posterior y la desastrosa batalla contra el señor de la guerra de Bhaitar dejaron las Kremnas casi despobladas. En pocos años, la naturaleza volvió a apoderarse de lo que los hombres le habían arrebatado con tanto trabajo. Sobre los antiguos pastizales y los campos de cereales brotaron pinos que ahogaron a las demás hierbas. Después, cuando los pinos empezaron a crecer, a su sombra aparecieron renuevos de arces y robles, castaños, fresnos y nogales que poco a poco tejieron frondas inextricables. En aquellos bosques habitaban cazadores, tramperos y leñadores que de cuando en cuando roturaban algún monte; pero preferían hacer incursiones en las tierras bajas del sur o del este para llenar sus graneros, y en años malos incluso lanzaban razias contra la comarca de Xionhán. Escarmentados por los desastres anteriores, los hombres de las Kremnas no intentaron oponerse a las tropas regulares Ainari. Cuando el emperador o algún señor de la guerra enviaban sus fuerzas a las Kremnas en expediciones de represalia, ellos recogían sus alimentos y sus enseres, se refugiaban en las espesuras más recónditas y lo único que le dejaban al enemigo eran sus míseras chozas, de las que hasta las puertas y los tejados arrancaban. De vez en cuando tendían emboscadas a las retaguardias o aprovechaban los pasos estrechos para atacar convoyes y acémilas. Siempre ganaban más de lo que arriesgaban, y así, poco a poco, las expediciones contra las Kremnas se hicieron más raras y aquella comarca agreste, que de nombre pertenecía a Áinar, se convirtió en una astilla clavada en el corazón del imperio que pretendía volver a gobernar el mundo.

Sobre el punto donde confluían los ríos Arlahén y Feluis se alzaba una elevación, conocida como la Garra por los cuatro picachos de piedra rojiza que se levantaban en su cima. Entre ellos se extendía una plataforma inclinada hacia el norte, y sobre la cual tenía su campamento El Mazo, el más célebre y temido de los Gaudabas, los salvajes caudillos de las Kremnas.

Aunque El Mazo disponía de tres campamentos más, el de la Garra era su favorito, pues desde él dominaba la parte oriental de las Kremnas y también controlaba la llanura de Gharrium. Todos los días se levantaba antes del amanecer y desayunaba de pie, una hogaza de pan y medio queso que regaba con un pellejo de vino, mientras contemplaba cómo el sol alumbraba poco a poco sus dominios. Él no había nacido en las Kremnas, sino más al este, una tierra lisa como una tabla en la que lo único vertical eran las arboledas que los nobles acotaban para sus monterías. Desde niño había doblado el espinazo, como lo hicieron sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos, para arar, sembrar y segar, para avenar el terreno y desatascar las acequias, para cargar pacas de forraje sobre las espaldas. Como pasaba la mayor parte del día inclinado hacia el suelo, casi no se dio cuenta de que se había convertido en un gigante que le sacaba la cabeza a la mayoría de sus vecinos. Sus hombros eran tan anchos que se giraba de costado para entrar por la puerta de la cabaña, y tenía unas manos tan fuertes que partía nueces y avellanas entre el pulgar y el índice.

Una noche (tendría entonces unos veinte años), un corueco bajado de las Kremnas atacó su aldea. Mientras los demás huían, él se enfrentó a la bestia, y aunque ésta le rompió un brazo que nunca se volvió a enderezar del todo, consiguió destriparla con una hoz. Después colgó la calavera del corueco sobre el dintel de su puerta y con su fémur se hizo una maza. Los huesos de los coruecos son muy pesados y tan duros que al golpear resuenan como metal, e incluso atraen a la piedra imán. Los hombres más fuertes de la aldea apenas podían levantar aquel fémur con ambas manos, pero El Mazo, que se ganó entonces aquel apodo, la blandía tan sólo con la derecha mientras esperaba que su brazo izquierdo, entablillado, recobrara las fuerzas. Su hazaña corrió de boca en boca y le hizo muy popular entre las muchachas de la aldea, y también entre las de los pueblos vecinos. Él eligió a Tarbe, una chica de mirada tímida, tan menuda como gigantesco era él, y todo el mundo hizo bromas con que la reventaría en la noche de bodas. Pero lejos de reventarla, parece que le daba placer, pues una noche sí y otra también se oían gemidos que salían de su cabaña, así que muchos hacían chistes con «el mazo de El Mazo». Delante de ella El Mazo no juraba ni escupía, procuraba dulcificar su voz de oso y cuando acababa el invierno le regalaba coronas trenzadas con las flores más tempranas. Estaba esperando a su primer hijo cuando ocurrió la desgracia que lo convirtió en jefe de fugitivos.

Era una partida de caza; el noble local y no más de diez sirvientes. Pero aquel día no quedaban en la aldea sino ancianos, mujeres y niños, pues los varones se hallaban a más de una hora de camino, talando un bosquecillo por orden del propio señor. Los cazadores irrumpieron en el poblado borrachos y dando alaridos, agarraron a tres muchachas, las montaron a la grupa de sus caballos y las violaron a orillas de un riachuelo cercano. Al atardecer, las jóvenes volvieron a la aldea sucias, doloridas y humilladas, y los hombres de la aldea juraron vengarse. No era la primera vez que sucedía, y aquella revancha jamás llegaba. Sin embargo, una de las tres jóvenes era Tarbe. La muchacha se había resistido a mordiscos y arañazos, hasta que el propio noble la ató con las riendas de su caballo y le azotó las piernas y la tripa antes de violarla. Tarbe traía el rostro tan hinchado por los golpes que el ojo derecho no era más que una rendija por la que ni la pupila se le veía. Aquella noche empezó a sangrar y abortó. A la mañana siguiente estaba muerta. De nuevo se oyeron juramentos de venganza en la aldea. Pero esta vez era El Mazo, matador de coruecos, quien los profería.

El culpable no era más que un noblezuelo local al que el título de señor de la guerra le venía grande. Su castillo era un edificio de madera de dos pisos que se levantaba sobre un montículo de tierra en el centro de una pradera. Una empalizada de troncos formaba toda la protección exterior, pues en aquella comarca no abundaba la piedra. Dos noches después de la muerte de Tarbe, bajo la tenue luz de Shirta, aprovechando que el señor celebraba un banquete y los guardias estaban tan borrachos como los demás, campesinos reunidos de cuatro aldeas rodearon el fortín. El edicto que prohibía a los aldeanos poseer armas era reciente; la mayoría de ellos aún guardaban arcos con los que se arriesgaban a la caza furtiva para rellenar sus magras despensas. Tras rodear las puntas de las flechas con estopa o con trapos empapados en aceite, les prendieron fuego y dispararon andanadas contra el tejado, que estaba cubierto de ripias de madera. La fortaleza no tardó en arder por los cuatro costados. Los soldados del señor local salieron empavorecidos, muchos de ellos con las ropas y los cabellos ardiendo, tan sólo para encontrarse con una granizada de flechas, piedras y jabalinas. Uno de los últimos en salir fue el propio noble, montado en el mismo alazán que le había servido para raptar a Tarbe. Una flecha certera derribó al caballo por el talud del montículo. El señor quedó atrapado, con la pierna izquierda aplastada bajo el costado del animal, y ni siquiera pudo desenvainar la espada cuando El Mazo se acercó a él, amenazando con sus rugidos a todo aquel que se atreviera a ponerle la mano encima a aquel hombre. «¡Es mío!», les recordó a todos. Después lo agarró por los cabellos y lo arrastró entre los árboles, lejos de los demás. Sus alaridos se oyeron durante toda la noche.

Aunque el sol se levantaba, las últimas sombras se resistían a abandonar las quebradas de las Kremnas. Hacia el noroeste se extendían hileras de montes, estrujados y retorcidos en tiempos lejanos por fuerzas más allá de la comprensión humana, como revelaban las líneas curvadas y a veces rotas de los escarpes y laderas que aún no había cubierto el bosque. Entre las elevaciones, en las grietas y barrancas, se agazapaban grisáceos bancos de niebla que aún tardarían horas en despejar. Rodeadas por aquellas brumas, las colinas parecían un archipiélago de islas verdes. Entre ellas, un profundo tajo que se dirigía hacia el norte revelaba el curso del río Arlahén, una barrera casi infranqueable para los pocos ejércitos Ainari que aún se atrevían a acercarse a las Kremnas.

El Mazo acarició casi con ternura la lampiña frente de la calavera que colgaba de su cinturón. Cuando él no estaba delante, sus hombres discutían quién habría sido el dueño de aquel cráneo. Los más sostenían que era el noble cuya muerte convirtió a El Mazo en un forajido; unos pocos creían que podía tratarse de un antepasado, o incluso de su mujer, por la que tanto apego sentía que ni después de muerta habría querido despedirse del todo de ella. Fuera como fuese, con el cráneo a la cintura, el corpachón de oso, la barba negra y retorcida en apelmazadas trenzas, las cejas hirsutas, el brazalete erizado de pinchos en su antebrazo izquierdo y el fémur del corueco colgado a su espalda, El Mazo ofrecía un aspecto de ogro que a él le complacía cultivar.

—Hoy hará calor, Faugros —le dijo al cráneo. Nadie sabía por qué lo llamaba así—. Todavía no se nota, pero lo hará. Bueno para nuestros huesos.

Uno de sus hombres, un joven menudo y de ojos vivarachos llamado Aunoxos, le entregó un mensaje escrito en tela. Lo acababa de traer una paloma en su pata. El Mazo examinó las apretadas líneas de tinta roja con el ceño fruncido y resoplando de vez en cuando, como si en verdad comprendiera lo que allí estaba escrito. Después le pasó el mensaje a Aunoxos y le ordenó que lo leyera.

—El príncipe Barok está cerca del puente de la Hoz. Anoche intentaron atraparlo y mató a dos hombres.

—¡Estúpidos! ¡Es una locura acercarse a un maestro de la espada! No se les habrá ocurrido dispararle con los arcos…

—Aquí no dice nada de eso, Mazo.

—¡Mejor será que no le hayan hecho un rasguño, si no quieren que les arranque la piel para embutir salchichas con sus tripas!

El Mazo empezó a moverse por el campamento agitando los brazos y voceando como una bestia enorme y feroz. Los hombres que aún no se habían despertado lo hicieron sobresaltados, aunque allí no era raro que las amanecidas fueran bruscas y ruidosas. Uno de ellos quiso encender un fuego para desayunar caliente y El Mazo le dio un pescozón que casi le arrancó la cabeza. Había prisa, rugió. Tenían una presa muy rica, nada menos que un príncipe. «¡Un príncipe de Áinar!», insistió. Mientras bajaba a zancadas por el camino que caracoleaba desde la Garra hasta el borde de la barranca del Arlahén, pensaba en cuánto dinero podría pedir por el rescate de un príncipe. Doscientos, trescientos imbriales… ¿Por qué no mil? ¿O más? No debía pensar como un vulgar campesino, sino como un auténtico caudillo. Con ese dinero podrid armar a mas hombres.

—¿Para qué vamos a hacer esa tontería, Faugros? —cambió de opinión en voz baja y se lo dijo tan sólo a su calavera—. Podemos marcharnos tú y yo al sur, lejos de aquí, y ver el mar.

¡El mar! Mucho le habían hablado a El Mazo de aquella infinita extensión de agua, sal y espuma, y él se la había imaginado de mil maneras fantásticas que poco tenían que ver con la realidad. Pero sabía que en medio de sus olas brotaban como flores unas islas blancas y soleadas, las maravillosas islas Ritionas que algunos viajeros le habían descrito, y si el rescate por el Barok era lo bastante alto podría comprarse una casa allí, o tal vez una isla entera, tumbarse al sol el resto de sus días y quizás encontrar a una muchacha complaciente que le hiciera olvidar a Tarbe.

Sin dejar de ensoñar, siguió el borde del barranco hacia el norte, caminando a trancos que sus hombres apenas podían seguir. Brincaron entre piedras y grietas, bordearon arbolillos que se columpiaban osados sobre el cañón que el río había excavado durante miles de años, bajaron y subieron con la lengua fuera detrás de El Mazo, cuya cabellera, que formaba un único y grueso casquete junto con la barba trenzada, ondeaba a cada salto como una capa negra.

El sol ya había trepado hasta un cuarto del cielo cuando llegaron ante el puente de piedra. Allí el barranco del Arlahén giraba hacia el nordeste en un brusco recodo, para retorcerse de nuevo al oeste una legua más arriba. Aquella curva era conocida como la Hoz, y sobre ella cruzaba el puente, una construcción de tiempos remotos que salvaba los treinta metros de la garganta apoyándose en una sola pilastra que partía en dos el curso del río. Unos años atrás El Mazo y sus hombres habían intentado tirarlo abajo, para aislar las Kremnas de las tierras del este. Ellos controlaban varios pasos colgantes de maderas y cuerdas que tendían y destendían a su antojo, mientras que el puente de piedra suponía la amenaza constante de ser invadidos por las tropas Ainari. Sin embargo, su demolición había demostrado ser una tarea más ardua de lo esperado. Con grandes palancas habían logrado derruir buena parte del pretil. Cada vez que un bloque de piedra tallada se hundía en las aguas del río, veinte metros más abajo, los forajidos acompañaban el chapoteo con infantiles gritos de júbilo. Pero mientras se esforzaban en destruir lo que sus antepasados habían tardado meses en levantar, sobre sus cabezas se formó una nube negra y maciza como un yunque, y de súbito un rayo cayó del cielo y fulminó a tres hombres. Los demás corrieron despavoridos y el propio El Mazo se tomó aquel percance como una señal de los dioses. Desde entonces, habían respetado el puente y se habían contentado con vigilarlo.

El Mazo y sus hombres, una partida de treinta forajidos, se detuvieron junto a una garita de madera que ellos mismos habían levantado sobre la roca elevada que dominaba el puente. Un vigía los saludó desde arriba.

—¡Hay alguien al otro lado! —informó.

El Mazo bajó por una escalera tallada en la roca y se acercó a la entrada del puente. Allí, la curva del barranco formaba un ángulo recto, dividido en dos por el propio puente. Los hombres de El Mazo se apostaron en ambos bordes de aquel ángulo, mientras que él se cubría con la mano a modo de visera para ver al intruso.

El príncipe de Áinar se detuvo a la mitad del puente al ver que le estaban esperando. Con la mano izquierda, echó a un lado el capote y descubrió la larga empuñadura de su espada. Llevaba también calzas y botas de piel; ropa que parecía más práctica que lujosa. El Mazo ordenó a uno de sus hombres, llamado Shartram, que se acercara. Siempre recurría a él cuando se trataba de avizorar algo a lo lejos, pues Shartram era capaz de contar los jinetes de un grupo cuando los demás sólo veían la polvareda y sabía distinguir aves rapaces que para los demás no eran más que puntos en el cielo.

—Dicen que Togul Barok es más grande que yo. ¿Es cosa mía, Shartram, o ese tipo no es ningún gigante?

—A ése le sacas la cabeza, Mazo.

El Mazo rezongó. O mucho le habían mentido quienes le habían hablado de Togul Barok, o el hombre al que observaban y que a su vez los estaba observando a ellos desde el puente no era el príncipe de Áinar.

—¿Quién eres, extranjero? —gritó.

—¿Quién me lo pregunta? —respondió el intruso.

—¿Cómo te atreves a decirme eso cuando entras en mis tierras? ¡Contesta ahora mismo o te echamos del puente abajo!

—¡Eres tú quien está en mis tierras! —contestó el otro, desenvainando la espada—. ¡Soy el príncipe de Áinar, y todo lo que estoy viendo ahora me pertenece!

—Ah, ¿sí? ¿A mí me ves bien? ¡Yo no pertenezco a nadie!

—¡Todo lo que veo es un oso peludo que sin duda cría piojos en la barba, rodeado de un hatajo de patanes!

Entre los hombres de El Mazo se oyeron voces indignadas, pero también algunas carcajadas. Su jefe frunció las cejas y les dirigió una mirada que bastó para acallarlos.

—¡Dime tu nombre para que te lo grabe con el cuchillo en el estómago, hijo de un cerdo y una babosa! —rugió.

—¡Mi nombre, grandísimo saco de patatas mohosas roído de tiña, es Derguín Barok, príncipe de Ainar!

—¡Jamás he oído hablar de ningún Derguín Barok! ¡El príncipe de Áinar es otro hijo de mala madre como tú, pero se llama Togul Barok!

—¡Togul Barok es un falsario y un usurpador! ¡Pero me agrada que le hayas insultado! ¡Sólo por eso, te perdonaré la vida si me dejas pasar!

—¿Para qué quieres pasar por nuestras tierras?

—¡Están en mi camino para conseguir la Espada de Fuego! ¡Apártate y seguirás vivo!

El Mazo, que no podía creerse tanta desfachatez, se volvió hacia Shartram.

—Clávale una flecha en el muslo. Si le atraviesas las pelotas no me importa, pero no lo mates.

Shartram era el más rápido de los arqueros de El Mazo, además del más certero. En un par de latidos su flecha ya volaba hacia el intruso. Pero éste, sin mover los pies del suelo, trazó un círculo con la espada, cortó la trayectoria del proyectil y lo desvió hacia el río. Entre los hombres de El Mazo corrió un murmullo de admiración.

—¡Callad, estúpidos! No es más que un truco de Tahedorán —rezongó El Mazo, y después subió más la voz para decir—: ¡Está bien, Derguín Barok! ¡Te recibiremos como a un príncipe de Áinar! ¡Deja la espada en el suelo y entrégate a nosotros!

—¡Ven tú mismo por ella!

A pesar de su bravata, el guerrero empezó a recular, con la espada en alto y sin dejar de vigilar a los hombres de El Mazo. El ángulo que formaban el puente y la pared del barranco lo dejaba a merced de sus arcos. Entonces, aparecieron quince figuras más al otro lado de la garganta. Eran también secuaces de El Mazo, los mismos que venían siguiendo al intruso. Este se dio la vuelta, y al descubrir que estaba rodeado se plantó en medio del puente, volviendo la mirada de un lado a otro y con la espada presta para desviar nuevas flechas.

A El Mazo le pareció ver una mancha oscura en la nuca del guerrero y le preguntó a Shartram qué era.

—Creo que es sangre seca.

El Mazo asintió. Según sus espías, Derguín Barok había llegado a Oetos acompañado por otro maestro de la espada. Allí, ambos fueron atacados por un corueco que llevaba un tiempo merodeando por la aldea; pero los Tahedoranes lograron matarlo. Después, los hechos eran aún más extraños y confusos. Por la noche llegaron soldados que apresaron al segundo Tahedorán y se lo llevaron cargado de cadenas. Derguín Barok, aunque herido tras la lucha con el corueco, logró escapar de ellos. (¿Por qué huir, se preguntaba El Mazo, si él era príncipe y ellos soldados Ainari?) Al día siguiente, intentó comprar víveres en la única taberna de la aldea, y allí se topó con siete guerreros que se habían quedado rezagados en Oetos, tal vez con la misión de encontrarlo a él. Mató a dos y dejó malherido a uno, mientras los otros cuatro huían despavoridos. Después, se marchó de la aldea y se dirigió hacia el oeste, a las Kremnas.

—Un tipo peligroso, Faugros —comentó El Mazo mientras jugueteaba con sus dedazos en las cuencas vacías de la calavera.

Algo silbó en el aire. El Mazo miró hacia arriba y vio una flecha que se elevaba en una alta parábola desde el otro lado del puente. Cruzó por encima del cañón y cayó junto a la garita. Aunoxos corrió a recoger el proyectil y se lo trajo. En su punta roma venía atado un trozo de lino en el que se distinguían unas cuantas letras rojas garabateadas de mala manera.

—Dice que los soldados Ainari no andan buscando a ningún Derguín Barok —leyó Aunoxos—. Ese tipo se llama en realidad Derguín Gorión, y es de Ritión. Lo único valioso que se le puede sacar es la espada, y tal vez algo de dinero.

El Mazo soltó una blasfemia por la bajo, y luego gritó:

—¡Ya sabemos que no eres más que un Ritión sarnoso, así que deja la espada en el suelo y aléjate de ella!

—¡Soy el hijo legítimo del emperador de Áinar! ¡Ya te he dicho que puedes recoger tú mismo la espada, si tienes lo que hay que tener!

«Eso no me lo dice nadie», rezongó El Mazo, y ordenó a sus hombres que cargaran y tensaran los arcos. Treinta flechas apuntaron hacia el puente. El intruso apretó más la empuñadura de su espada y miró nervioso hacia atrás. Por el lado este del barranco los otros quince forajidos le cerraban el paso.

—¡Disparad! —rugió El Mazo.

«Tong, tong, tong.» Las cuerdas de tripa chascaron al liberar la energía acumulada. Treinta flechas zumbaron en el aire y llegaron al centro del puente como una nube de insectos. La espada del intruso se movió en círculos a una velocidad imposible. Sonó un repiqueteo metálico tan tupido como si varias campanas tocaran al unísono. Algunas flechas cayeron al suelo, otras se desviaron sobre el pretil del puente y algunas más se partieron en el aire.

—¡Alto! —ordenó El Mazo.

En el silencio que siguió se pudo escuchar el graznido de un cuervo lejano. El intruso aún seguía en pie, pero se tambaleaba a los lados. De la parte derecha de su pecho sobresalía el astil de una flecha. Otra se le había clavado en el vientre, una más en el muslo izquierdo, y una cuarta le atravesaba el antebrazo derecho. Aún intentaba sostener la espada, pero eran las piernas las que le fallaban.

—¡Corred a por él, que no se caiga!

Shartram y otros dos hombres se lanzaron a la carrera por el puente, pero ya era demasiado tarde. El intruso trastabilló y trató de apoyarse con la mano izquierda en el pretil, que estaba derruido. Durante un par de segundos se balanceó al borde del puente y, al manotear, la espada se le cayó al río. Sólo entonces profirió un grito, breve y desmayado, y se precipitó detrás de su arma. Su cuerpo giró apenas un cuarto de vuelta y cayó de plano al río. Con un sonoro chapoteo se estrelló contra las aguas al pie de la pilastra y se hundió entre la espuma. Volvió a aparecer diez metros río abajo, inerte y con los brazos extendidos. La corriente lo arrastró hacia el sur.

—¡Maldita sea! —gruñó El Mazo—. Hemos gastado las flechas para nada.

Hubo un nuevo chapoteo bajo el puente. El Mazo se asomó y presenció algo que tardaría en olvidar. Una gran forma plateada y triangular rompió un instante la espuma y se volvió a sumergir. Bajo el puente se deslizó una enorme silueta que parecía inacabable. Cuando llegó a la altura de Derguín, el triángulo volvió a emerger: era la cabeza de una serpiente gigantesca, una especie de dragón acuático que abrió las fauces, atrapó entre ellas el cuerpo del Ritión y se volvió a hundir. Después se perdió tras la curva del barranco, hacia el sur.

Los forajidos murmuraron incrédulos. Nunca habían visto a una bestia como aquélla, pero hubo algunos que no tardaron en recordar historias oídas de otros. Mientras, El Mazo se rascaba la barba y miraba río abajo como si esperara que aquella enorme serpiente fuera a asomar la cabeza de un momento a otro para sacarle la lengua y burlarse de él.

—Un día extraño, Faugros —le dijo a la muda calavera—. Un día extraño.