18

«El secreto de la espada es que no hay secretos.

Deja que el acero piense por ti.»

CUIBERGUÍN GORIÓN,

El arte del Ibtahán (obra inacabada)

Klang, klang, klang, klang…» La espada aporreaba el escudo de Derguín, que reculaba y trataba de cubrirse con un patético escudo de latón dorado que apenas le cubría el antebrazo. Los golpes de Togul Barok llovían como pedrisca y sus ojos dobles escupían chispas multicolores. «¡Traduce, traduce!», le ordenaba, y Derguín recitaba una y otra vez: «Dos hermanos medio hermanos lucharán por la luz, dos hermanos medio hermanos lucharán por la luz, dos hermanos por la luz medio hermanos, hermanomediohermano, manomediormanoporlaluz, mediormano, mediormano…».

«Pam, pam, pam…» Los golpes ya no resonaban a metal sino a madera sorda. Derguín botó en el lecho. Alguien aporreaba su puerta. Trató de levantarse, pero el pie se le enredó en la manta y cayó de bruces al suelo. Se preguntó cómo había sido capaz de echar el pestillo cuando había llegado a la posada tan borracho que se había acostado con las botas puestas.

El pasador y las armellas que lo sujetaban saltaron por los aires, la puerta se abrió y chocó contra la pared y tras ella apareció el pie de Kratos.

—¿Es que no me oías, demonios?

Derguín se incorporó y se apoyó en la pared para no caerse. Tenía un clavo al rojo vivo en las sienes que se removía con cada ruido.

—No des voces, por favor…

—¡Nos vamos a Uhdanfiún ahora mismo! ¡Te han concedido el examen!

—¿Cuándo?

—¡Ya!

Derguín abrió unos ojos como platos. No podía haber un día peor para examinarse de Tahedo. Kratos, que trataba de sobrevivir a una respetable resaca, se percató de que su discípulo estaba aún medio borracho, tiró de él y se lo llevó escaleras abajo. Después de encargar un desayuno sólido, lo arrastró hasta los baños y, vestido como estaba, lo arrojó a la pileta de agua fría. Derguín resopló, braceó, insultó a toda la parentela de Kratos y trató de salir. El Ainari le puso el pie en el pecho y volvió a empujarlo al agua.

—¿Te espabilas?

—¡Me estoy ahogando!

Por fin, Kratos se compadeció y lo ayudó a salir del agua.

—Eres demasiado joven para juntarte a beber con héroes, muchacho.

—¡No me hables de beber, por favor!

Kratos le reveló un truco para despejarse. Derguín pronunció entre dientes la fórmula de la Protahitéi y al momento experimentó la familiar sensación de que sus riñones se partían en dos. Pero esta vez fue diferente, pues una virulenta batalla se libró en sus venas, como si un ácido corrosivo luchara contra un veneno. Derguín se arrugó sobre sí mismo y corrió a un rincón a arrojar todo lo que tenía en el estómago. Una sirvienta entraba en ese momento a la sala de baños para cambiar paños y toallas, y frunció el ceño cuando vio la vomitona. Kratos le dio un par de ases y le dijo que esperara fuera.

Derguín se incorporó, ya desacelerado. Tenía los ojos surcados de venillas rojas y se apretaba las sienes.

—¿Se te ha pasado la borrachera?

—Creo que sí… Pero me duele mucho la cabeza.

—¿Y eso a quién le importa? ¿Es que piensas derribar a cabezazos a tus rivales? ¡Es tu gran día, Derguín, alégrate!

Desayunaron pan con queso y aceitunas y subieron a la habitación de Derguín. El muchacho, después de ponerse ropas secas, se arrodilló junto a su equipaje y sacó de él un objeto alargado y envuelto en trapos que empezó a desliar. En cuanto vio la empuñadura, Kratos comprendió que se trataba de una espada muy valiosa y se acuclilló junto a Derguín.

—Era de mi padre. La he reservado para este día.

Derguín le tendió la espada. Kratos la desenvainó con el debido respeto y admiró el brillo de la hoja, el meticuloso oleaje de la línea de templado y la agudísima kisha. No había tiempo para quitarle la empuñadura y examinar las firmas. Envainó de nuevo la espada, sin besarla, pues no era suya, y la dejó en el suelo entre él y Derguín.

—Es obra de Amintas. Se llama Brauna.

—¡Brauna! —exclamó Kratos—. He oído hablar de ella.

Ante la extrañeza de Derguín, Kratos le explicó que existía un registro de las treinta y siete espadas que el gran maestro Amintas había forjado a lo largo de su vida. En Mígranz existía una copia de ese registro, que él mismo había podido leer. De las armas de Amintas, veintitrés estaban localizadas y catorce se habían perdido, destruidas o extraviadas. Brauna era una de estas últimas.

—Esta espada pertenecía al hermano gemelo del emperador.

—¿El hermano gemelo? ¿A qué emperador te refieres?

—Al que reina ahora. Mihir Barok.

Derguín recogió la espada y la acunó entre ambos brazos como si alguien quisiera quitársela.

—No sabía que el emperador tuviera un hermano gemelo.

—Pues lo tuvo.

—¿Qué fue de él? —preguntó Derguín, inquieto.

—Sólo he oído rumores contados por personas que a su vez los habían escuchado de otras. En Mígranz había un herbolario que sirvió en la corte de Koras. Fue él quien me dijo que el gemelo de Mihir Barok había sido arrojado a una mazmorra donde lo dejaron morir de hambre. Tal vez fuera verdad, o tal vez no. Pero el registro de las espadas de Amintas lo he visto con mis propios ojos. Te aseguro que el último propietario de esa espada fue un Barok.

—Es mía.

—No seré yo quien juzgue cómo ha llegado a tus manos. Pero no le digas a nadie cómo se llama. Sobre todo en Uhdanfiún.

Derguín examinó la empuñadura de su espada y recordó los versos de la arcana profecía.

—Cuando haya alguien delante la llamaré Mághaira.

—Suena bien. ¿Qué quiere decir?

—Simplemente, «espada».

El edificio principal de Uhdanfiún era la palestra, un bloque de planta rectangular y mampostería gris. En su interior había un gran patio cuyo centro lo ocupaba la arena, un cuadrado de tierra batida en el que incontables generaciones de Ibtahanes y Tahedoranes habían practicado los secretos del acero. En las paredes, tapices ya descoloridos representaban escenas de viejas guerras, algunas ya borradas del recuerdo. A unos cuatro metros del suelo corría una galería con balaustrada que cercaba todo el patio y desde la que los alumnos contemplaban y jaleaban a los luchadores en los grandes días. En aquella ocasión, estaba vacía y silenciosa. Entre la arena y la pared norte del patio se levantaba una tarima, bajo un artesonado de madera ya ennegrecida por el tiempo. Sobre la tarima, acuclillados y con las manos descansando sobre los muslos, los cuatro miembros del tribunal se antojaban efigies de sus propios antepasados. Detrás de ellos, sobre una grada algo más elevada, presidía el Gran Maestre. Las túnicas de los jueces (Turpa, Khom, Dyurgal y Nusargo, como reza en los registros de aquel 27 de Bildanil) eran grises; la del Gran Maestre, negra. Un poco apartado, a la izquierda, Kratos May observaba como único testigo.

Derguín ya había estado allí antes, de rodillas y con la cabeza humillada hacia el suelo. Se dijo que el constructor de aquel escenario lo había diseñado para empequeñecerlo a él y a otros como él. En el pasado había sabido dominar sus nervios. Ahora, al mirar de reojo al Gran Maestre, su confianza se tambaleó. Más allá del anciano, sobre el tapiz borroso, creyó ver una lejana isla y una hoja flamígera. Pero en aquel momento se le antojó infinitamente más fácil conquistar el arma de los dioses que superar la prueba ante aquellos jueces de rancia mirada. Sintió la dulce tentación de dejarse llevar, cometer un fallo, renunciar a la gloria, regresar a las fragancias de Zirna, a los libros que siempre le serían fieles…

Kratos percibió la vacilación del muchacho y le animó entre dientes. No pierdas la concentración, susurró. Toda tu vida se justifica ahora. Con las rodillas clavadas en la arena, se veía a Derguín tan frágil como debió de parecerlo el propio Kratos muchos años atrás, y sin embargo su pulso no debió de latir tan furioso entonces como ahora. Tal vez fuera porque ya nada estaba en sus manos.

El juez Turpa (cincuenta y cuatro años, nueve marcas de maestría, siete cursos instructor de Derguín, verdugo de su espalda) se levantó, le miró con ojos opacos y pronunció una sola palabra:

—Yagartéi.

Antes de que la última sílaba hubiera salido de su boca, Brauna ya brillaba clavada en el aire tras cercenar una cabeza imaginaria. En aquel momento Derguín parecía una estatua y Kratos respiró más tranquilo. Ha nacido para esto, se dijo.

Las órdenes de Turpa se siguieron como secos ladridos, y a cada una contestó Derguín con movimientos que hacían restallar los pliegues de la túnica. Con fluidez, fue realizando técnicas medias y superiores desde cada una de las posiciones conocidas. Los jueces observaban sin mover una ceja, pero el Gran Maestre se puso ante el ojo derecho una joya transparente engastada en oro que solía usar para ver de lejos. Kratos se inquietó. No era tanto el muchacho lo que había despertado su interés como su espada; quizás el viejo sospechaba el auténtico valor de aquella hoja.

Terminadas las técnicas, Turpa exigió a Derguín que ejecutara Isinimya. Kratos respingó como un resorte, se levantó y se plantó en pie bajo el estrado.

—¡Esta serie se exige para la octava marca, no para la séptima! ¡No podéis pedírsela! ¡La obligatoria es Taniarimya!

—Te ruego que guardes silencio, tah Kratos —le respondió Turpa—. ¿O es que dudas del criterio de este tribunal para juzgar lo que debe conocer un maestro?

—No son dudas lo que albergo, sino certezas. Sé bien cuáles son las normas y vosotros, tah Turpa, las estáis quebrantando.

—No interfieras, tah Kratos.

—¡No os saltéis las normas, tah Turpa!

—Basta, Kratos —intervino el Gran Maestre.

Kratos agachó la cabeza, rechinó los dientes y volvió a su puesto. Turpa repitió la orden y Derguín, que había seguido la discusión sin perder palabra, asintió. Conocía Isinimya, como todas las series de maestría, pues la había practicado a menudo. Recordaba cada paso y cada ataque y los ejecutó con la soltura de un músico que improvisa de memoria una pieza familiar. Kratos estaba convencido de que ninguno de los Tahedoranes que lo juzgaban lo habría hecho mejor; pero ya se había dado cuenta de que aquel examen no era más que una farsa representada para poder decir que el Gran Maestre no le había denegado un favor a Kratos May.

—Ven aquí, tah Kratos —dijo Turpa.

El juez escondió las manos en las mangas de la túnica y le miró con hipócrita compunción.

—Tú mismo has visto que no alcanza el nivel. Aunque nos duela, no podemos rebajar la dignidad de nuestro arte dejando que se le considere un maestro mayor sin serlo.

Kratos trató de contenerse. No estaba furioso por Derguín, sino por él mismo; se estaban mofando de él en la palestra de Uhdanfiún, el sagrado templo del arte de la espada. ¡De él! Se acordó de la historia de Bokhitso, de quien se decía que había llegado a ser el mejor espadachín de su época, hacía casi dos siglos. Por envidia y por temor de que llegara a convertirse en el Gran Maestre, el tribunal le negó el noveno grado. Cuando se enteró, Bokhitso desenvainó su espada y antes de que lograran abatirlo decapitó a dos jueces, destripó a un tercero y dejó manco al Gran Maestre.

Aparta las manos de Krima, se recordó. No quieras acabar como Bokhitso.

—Todos sabemos que la serie que se exige para la séptima marca es Taniarimya. Lo que hemos visto no vale para nada. Ni yo ni ninguno de vosotros tuvo que trabajar Isinimya para convertirse en Tahedorán.

—¿Acaso el que quiere ser maestro mayor debe limitarse a cumplir con la letra de la exigencia, en vez de superarse y dominar el espíritu de nuestro noble arte? —le contestó Turpa.

—No utilices la retórica para confundirme, tah Turpa. Somos maestros de la espada, no filósofos ni charlatanes.

—¡Kratos! —le reprendió el Gran Maestre desde su pedestal—. Esas palabras son impropias de ti.

Kratos volvió a agachar la cabeza.

—Te pido disculpas si has pensado que te llamaba charlatán, tah Turpa. Pero no retiraré mis palabras sobre Isinimya, puesto que son la verdad.

—No tengo nada personal contra ti, tah Kratos. Pero deberías elegir mejor a tus discípulos. Ese muchacho fue alumno mío y sé que no tiene el espíritu de un maestro mayor.

—Ese muchacho tiene más talento en un solo dedo que tú en los dos brazos… nobilísimo tah Turpa.

A alguno de los maestros se le escapó un suspiro de consternación. Turpa miró a Kratos con odio, pero no se atrevió a sacar las manos de las mangas, pues Kratos estaba de pie y además era más joven y mucho más rápido. En ese momento intervino una voz profunda pero clara.

—En mi opinión, es de justicia que se le dé otra oportunidad a ib Derguín.

Kratos levantó la mirada hacia la izquierda. Un hombre vestido con una capa negra los observaba, las manos apoyadas en la balaustrada de la galería. Aunque no había nadie a su lado que sirviera de referencia, sus dimensiones parecían sobrehumanas. Los miembros del tribunal se inclinaron hasta tocar el suelo con la frente, salvo el Gran Maestre, que sólo llevó su reverencia hasta la mitad.

—Alteza, siempre es un honor tenerte aquí —saludó el anciano.

Kratos comprendió que aquél era el príncipe Togul Barok, del que tanto había oído hablar. Recordó de pronto el protocolo, clavó las rodillas en el suelo y agachó la cabeza como los demás.

—Levanta, por favor, tah Kratos. He venido sólo como espectador. Es una pena que el examen de tu discípulo haya sido tan breve.

Derguín esperaba en cuclillas, con la espada envainada. No le había rendido al príncipe la zalema debida, pues en aquel momento era mayor para él la obligación de mantenerse inmóvil. Había escuchado la porfía entre Turpa y Kratos como si discutieran sobre una técnica o sobre la calidad de un acero de Pashkri y sus palabras no tuvieran nada que ver con él. Por debajo de todo, guardaba la convicción de que algo sucedería, de que era él quien estaba predestinado a completar la Jauka de la Buena Suerte por la que había brindado Krust. La aparición de Togul Barok en aquel instante crucial lo confirmaba. Aunque mientras se lo prometía le estaba amenazando con la espada, lo cierto era que el príncipe le había dicho en la Biblioteca: «Te ayudaré en lo que más quieres».

—Consideraré un favor personal que permitáis al joven Gorión realizar Taniarimya.

Aunque el príncipe había hablado desde lo alto de la galería, su voz era tan potente que no necesitó forzarla para que le oyeran. Sin embargo, la del Gran Maestre sonó a porcelana rayada cuando le contestó servil:

—¡Sin duda un estudiante al que vos mismo defendéis merece otra oportunidad!

El Gran Maestre cruzó una mirada con Turpa, y éste se incorporó e hizo tintinear una campanilla. A su llamada, entraron a la palestra seis fornidos sirvientes que cargaban un grueso tocón de roble con una mole de hierro negro fundida a su base. Entre resoplidos, lo pusieron de pie en la parte posterior de la palestra, a la espalda de Derguín, y se retiraron con pasitos cortos sin dejar de hacer reverencias hacia el príncipe.

Derguín se puso en pie, avanzó hasta el extremo de la arena, clavó los pies y miró de frente al tribunal. Por alguna razón que no alcanzaba a entender, Togul Barok había intercedido por él, un posible rival. Según un dicho de Zirna, la ocasión es una mujer huidiza que tiene un solo pelo untado de aceite. No era momento de hacer conjeturas, sino de demostrar al tribunal dónde estaba el verdadero talento y de advertirle a Togul Barok de que cuando volvieran a enfrentarse no le resultaría tan fácil humillarlo.

—Puedes empezar —le dijo Turpa con una sonrisa.

La hipocresía de su antiguo instructor le llenó la boca de ácido. Trató de contener la ira, pues no la necesitaba en ese momento. Muy despacio, adoptó la posición de partida y utilizó la plegaria a Taniar para encauzar su violencia. «Oh, diosa roja de la sangre, hermosa llama de los cielos, revélame tus secretos movimientos para que al aire silbe y ensordezca a mis enemigos y para que mi kisha sea cegadora como el relámpago de Manígulat-rey-de-los-diosesenlaos-curanoche.» Apenas pudo soportar la premura de las primeras maniobras. Cuando llegó el momento de actuar, dejó que el instinto se apoderara de él y lo guiara por donde quisiera. Saltó, giró, estoqueó y tajó sin pensar, disfrutando de cada técnica y cada movimiento como si fuera un espectador más. Sólo recobró el dominio de sí mismo tras un sonoro estallido final, cuando se levantó del suelo con una voltereta y quedó de pie frente al tribunal.

No podía creerlo. En vez de quedarse clavada en el tronco, la espada estaba en sus manos. Sintió pánico, pero entonces se dio cuenta de que el gesto de los jueces no era de censura, sino de asombro.

—Se ha quedado con la espada en la mano. ¡No es la norma! —se apresuró a objetar Turpa.

El Gran Maestre lo acalló.

—Porque ha partido el tronco en dos. Nunca había visto ejecutar Taniarimya con tal poder.

El pecho de Derguín se empeñaba en jadear y él en controlarlo para mantener la compostura exigida ante el tribunal. Sin mover el cuello, torció los ojos a un lado y vio que Kratos asentía con la barbilla, satisfecho. Después reparó en que el Gran Maestre y los jueces estaban deliberando sin mirarlo, y se arriesgó a girarse un poco más hacia la izquierda. La galería estaba desierta. En algún momento Togul Barok se había marchado. Bien, pues espero que hayas visto esto, masculló.

Por fin, Turpa se dejó convencer, se puso en pie y de nuevo hizo sonar la campanilla. Kratos contuvo el aliento. Tras todas aquellas trampas, quedaba la última prueba, la más difícil. El aspirante tenía que derrotar sobre la arena a tres Ibtahanes de la quinta marca. No se trataba de una lucha al primer contacto, ni había que exhibir la técnica más estilizada: Derguín tenía que dejarlos fuera de combate si quería convertirse en Tahedorán.

Los rivales entraron en la sala, protegidos con petos, hombreras y yelmos. Otro sirviente traía una espada de instrucción para Derguín, que lucharía a cuerpo. Se decía que en los exámenes del pasado las armas no estaban embotadas ni cubiertas de laca, pero Kratos no acababa de creerlo. No se necesitaba una hasha afilada para matar. Xamhar, un antiguo compañero suyo, había caído fulminado en el mismo lugar donde estaba Derguín; Kratos aún recordaba el crujido de su sien cuando se astilló bajo la espada. El tribunal felicitó al Ibtahán que había matado al aspirante.

Derguín se acercó a Kratos y le confió a Brauna antes de recoger la espada de adiestramiento. Se cruzaron una mirada en la que el maestro trató de decir muchas cosas. Ten cuidado, ten reflejos, sé astuto, no pierdas la coordinación, no te adornes, haz todo el daño posible y cuanto antes…

Derguín volvió a la arena, se plantó en el centro y miró a sus rivales. Todos ellos llevaban brazaletes cruzados por seis estrías azules.

—Estos hombres son de la misma marca que yo. Tienen el sexto grado —informó con frialdad.

Kratos volvió a acercarse al estrado y, perdida ya toda muestra de respeto, increpó al Gran Maestre.

—¿Cómo? ¿No os ha bastado lo que habéis hecho hasta ahora? ¡Sus adversarios deben ser del quinto grado! ¡Ésa es la ley!

—Si el alumno es tan bueno como hasta ahora ha demostrado, no tendrá dificultades —respondió el anciano, y en sus palabras se advertía el remordimiento, pero ya era demasiado tarde.

—¡En posición! —advirtió Turpa.

A la voz de atención los Ibtahanes se dispusieron de la forma reglamentaria, dibujando un triángulo alrededor de Derguín. Parecían tres copias del mismo modelo, altos, amenazantes, ansiosos por conseguir puntos a costa del aspirante.

—Derguín —susurró una voz.

Volvió el cuello hacia el Ibtahán que tenía a su espalda. Había reconocido aquella voz después de dos años, y supo que los ojos que le desafiaban tras las barras del yelmo eran los de Deilos, su antiguo compañero, el culpable de su infamante expulsión.

—Veo que le regalan la sexta marca a cualquiera —le dijo Derguín—. ¿Has aprendido ya en qué lado está el filo?

—Nos han prometido nombrarnos Tahedoranes si te dejamos inválido —susurró Deilos—. Sin series, sin combate, sin más exámenes… sólo tenemos que machacarte.

Derguín no supo si creerle; había visto tantas vilezas aquel día que una más no le hubiera sorprendido.

—¡Preparados para el combate!

Derguín volvió a mirar al frente, esperando la voz de «Tahedo-hin»! que lo desencadenaría todo. Pero en ese momento, Deilos se abalanzó sobre él y le golpeó en la cabeza. Derguín cayó como un árbol abatido por el hacha. Kratos entró a la arena sin pedir permiso, mientras Deilos retrocedía balbuceando que había confundido el aviso de Turpa con la señal reglamentaria para iniciar el combate.

Derguín ya se estaba recuperando. Su oído, o tal vez el instinto, le habían advertido del movimiento de Deilos, y gracias a ello se había apartado lo justo para no recibir el golpe de lleno. Tenía una herida detrás de la oreja izquierda; la hemorragia era débil, pero ya empezaba a aparecer hinchazón. Kratos lo ayudó a levantarse.

—¿Estás bien?

Derguín movió el cuello a ambos lados y un par de vértebras le crujieron.

—Lo suficiente.

Kratos le apretó el hombro y sonrió. Su discípulo era más duro de lo que él mismo había esperado.

—Si no te conceden la marca, yo mismo te ayudaré a degollar al tribunal —susurró.

Kratos volvió a su puesto. Al parecer los jueces no le concedieron importancia a lo sucedido, pues ni tan siquiera amonestaron a Deilos. Los combatientes volvieron a formar el triángulo y aguardaron conteniendo la respiración.

Derguín no miraba a sus rivales, sino a Turpa, su viejo maestro. Antes de oír la orden de inicio vio cómo su boca se abría, y todo pareció congelarse. Su mano derecha buscó la empuñadura de la espada, la apretó y tiró de ella.

Por fin. Había llegado. El momento de la venganza.