17

Cincuenta leguas al nordeste de Koras, entre un círculo de farallones volcánicos, se oculta un lago en cuyas aguas tan sólo se bañan las mujeres, pues se dice que los hombres que en él se sumergen pierden la virilidad. Quienes tratan de explicar el origen de esa conseja recurren a diversas leyendas del lugar e incluso a un par de peregrinas razones cuyos autores estiman científicas. Tal vez el motivo sea que el lago Bleftar es alimentado por dos ríos de montaña, el Orda y el Mélador, cuyas aguas bajan tan frías que, si no arrebatan la virilidad a los hombres, al menos se la encogen del sobresalto. En su centro hay una isla, o más bien un peñasco que aflora solitario sobre las aguas negras y en el que no crece más que un árbol retorcido que echa hojas y las pierde según un calendario propio del que nadie ha intentado echar la cuenta. Junto al árbol se yergue una atalaya construida en basalto que se alza en el islote desde tiempo inmemorial. Su aspecto es tan siniestro que bastaría para mantener alejados a los curiosos aunque no se contaran historias del mago que pasea de cuando en cuando tras sus almenas y se entretiene arrojando bolas de fuego a las barcas que osan acercarse demasiado.

La memoria de los hombres es corta. Cuando los lugareños afirman que la atalaya se yergue allí desde la noche de los tiempos están pensando como mucho en la época de sus tatarabuelos. Pero la torre de Ulpirgos lleva habitada por el mago Koemyos más de trescientos años, y ya se levantaba allí siglos antes con otro nombre, cuando los Ainari colonizaron por primera vez aquellas tierras. En cuanto a la mesa redonda que preside su sala principal, tallada en una única pieza de corindón gigante, es una reliquia de la Edad de Plata, aquella época que floreció espléndida antes de que inmensas nubes de ceniza oscurecieran el cielo y Tarimán forjara la Espada de Fuego: un tiempo en que los hombres transmutaban la materia a su antojo, tallaban piedras preciosas grandes como ruedas de molino y creaban otras maravillas que ya no se recuerdan ni tan siquiera de nombre.

Nadie habría podido encontrar la menor falla en Trápedsa, la Mesa. Sobre ella colgaba un globo de cristal en el que revoloteaba en cautiverio una pareja de luznagos, y a su luz fosforescente se reunían los Kalagorinôr. Cinco sitiales de basalto estaban ocupados y otros dos envueltos en espesas sombras, esperando que llegara el momento de revelar a las personas que se sentaban en ellos.

Eran siete al principio, recordó Linar. Yatom había muerto, pero Mikhon Tiq aguardaba por él en la estasis sombría. El séptimo asiento era el de Kalitres, del que nada sabían hacía cientos de años. ¿Quién se había atrevido a ocuparlo? Si Kalitres estaba muerto, Linar tendría que haberlo sabido. Ignorar la respuesta le irritaba, pero también despertaba su desasosiego.

Su anfitrión, Koemyos, se levantó para hablar. Siempre se había esforzado en inculcar en los demás su propia convicción de que los aventajaba en sabiduría y poder. Era tan alto como Linar y, pese a su edad incalculable, mantenía erguida la espalda y sus hombros seguían siendo macizos como piezas de mampostería. Abrojos blancos salpicaban su barba; sus ojos eran grises y sesgados como los de un zorro, y su nariz, larga y afilada: los rasgos de un Ainari puro.

—Que la Hermosa Luz os alimente a todos, hermanos. Que envuelva vuestras almas con su cálido abrazo. Que ilumine la senda que hemos de seguir en este mundo y que guíe a Yatom más allá de las tinieblas.

Pronunció estas palabras en la lengua de los Arcanos. Después se extendió elogiando a Yatom, cuyo fin había sido un duro golpe para Trápedsa. Todos asintieron. Conocían bien la muerte, pero como algo ajeno. Los reinos y ciudades en que habían nacido algunos de ellos ya ni siquiera existían. El propio Linar sabía que no quedaba nadie que hablara la lengua en que su madre le enseñó a hablar, y que el nombre de los Ruggaihik, su antigua tribu, no era más que un escolio en crónicas que enmohecían en recónditos anaqueles.

Somos los que esperan a los dioses, salmodió Linar, pues a veces olvidaba quién era y por qué seguía respirando después de tantísimo tiempo. Para reemplazar a los siete Kalagorinôr originarios, se nos eligió a otros siete: Koemyos, Yatom, Kalitres, Fariyas, Kepha, Jorim y yo, Linar. Hace trescientos años que no sabemos nada de Kalitres ni de la ciudad de Zenorta, de modo que su asiento nos ha acompañado vacío hasta esta noche. En cuanto a Jorim, fue muerto por el poder del Rey Gris, cuando aún ignorábamos su verdadero alcance, y Lwctor recibió su Syfrõn. Esta pequeña Mesa ha sufrido algunos cambios a lo largo de los siglos, pero en comparación han sido muchos más los que han trastocado las tierras de Tramórea.

—Todos recordamos cómo Yatom era el primero en las decisiones, el primero en el peligro. Yatom nos dio…

Koemyos seguía hablando. Él, al menos, debía de estar escuchándose. Los demás, como Linar, se hallaban ensimismados en sus pensamientos, en memorias y sensaciones de otros tiempos, o tenían la mente en blanco.

—No diré más por ahora, salvo para recordaros que sois bienvenidos a mi humilde morada de Ulpirgos. —Aquellas palabras despertaron a los demás magos, que se rebulleron en sus asientos—. Hemos sido convocados aquí por Lwetor y por Linar, y tenemos dos invitados a la Mesa. Que Lwetor nos haga saber su motivo.

Linar reprimió un respingo. De la convocatoria de Lwetor nada sabía; pero antes de aventurarse a hablar, prefirió escucharle. Lwetor, el más joven de los Kalagorinôr, era también el más menudo y en su redonda cabeza no había un solo pelo, ni siquiera en las cejas.

—Hermanos en el Kalagor, os he convocado a esta reunión porque se avecinan días importantes. Se acerca el año Mil…

—¡Paparruchas! —le interrumpió Fariyas, con una voz de eunuco que sacaba de quicio a Linar—. ¿Qué más da que sea el año Mil o el diez mil? Ni las tierras ni los hombres llevan esas cuentas. ¡Yo digo que no son más que paparruchas de Numeristas!

Por los ojos pardos de Lwetor pasó una chispa muy peligrosa, pero fue un relámpago solitario en un cielo de verano. Linar captó aquella ira fugaz y pensó que eran todos demasiado viejos y poderosos y que el tiempo los había ido dejando solos en un mundo volátil. Habían perdido la costumbre de que la más leve voz los contradijera. Si algo los enojaba, se desquiciaban por completo, sus ojos enrojecían y se salían de las órbitas, sus dedos se crispaban sobre las varas deseando aniquilar al atrevido que los hubiese contrariado.

Linar acarició la bruñida superficie de Trápedsa y recordó: Mientras estemos aquí sentados no podemos mentir ni servirnos de nuestros poderes para atacar a los otros. Así se lo juramos a los primeros Kalagorinôr, así se lo juraron ellos al Dragón.

—Si son o no son tonterías, no tardaremos en saberlo —siguió Lwetor, esforzándose por no perder la paciencia—. Los tiempos están revueltos, hermanos. Desde la última guerra contra los Inhumanos, un conflicto que al fin y al cabo se libró tan sólo en tierras de Ritión, ha habido paz en general, sí. Las fronteras, donde existen, se mantienen más o menos. Los caminos aparentan ser seguros, los pueblos no siempre se dedican a aniquilarse unos a otros, sino que además comercian y mezclan sus sangres. Pero esto no va a durar siempre. Hay señales de que el equilibrio actual es como el hielo que cubre un charco a mediodía: está surcado de grietas y puede quebrarse por mil sitios. Pronto chocarán Trisia contra Áinar, Aifolu contra Pashkri, los pueblos nómadas contra los moradores de las ciudades… Por toda Tramórea hay señales que así lo indican.

Lwetor hizo una pausa y escrutó los rostros de los demás. Koemyos asintió con gesto grave, y también lo hicieron Kepha y, aunque a regañadientes, Fariyas. Después buscó la mirada de Linar. Este hizo un gesto para animarle a proseguir. Hasta ahora, lo que decía Lwetor reflejaba los mismos temores de Yatom. Pero algo le hacía temer que la conclusión no sería la misma.

Linar volvió a preguntarse quién estaba sentado en el lugar de Kalitres. La sombra era impenetrable, pero de ella emanaba una vaga amenaza, y esa sensación era aún más inquietante para alguien como él, que por su poder no tenía enemigos naturales.

—Habrá cambios —continuó Lwetor—. No debemos permanecer inactivos. —Fariyas amagó una nueva protesta, pero Lwetor la abortó con un gesto—. Siempre hemos estado a la defensiva, sólo hemos obrado cuando el peligro era evidente y la mayoría de las veces más tarde de lo debido.

Linar carraspeó.

—¿Sí, Linar? —preguntó Lwetor.

—Somos los que esperan a los dioses. No debemos olvidarlo. Nuestra misión no es tomar iniciativas, sino esperar.

—¡Oh, sí! —repuso Lwetor, en un tono casi burlón—. Pero mientras esperamos, bueno será para la salud de nuestras mentes que hagamos algo. ¿No os parece? Si los dioses han de volver, y fijaos que digo «si han de volver»…

Linar abrió la boca para interrumpir a Lwetor, pero al percatarse de que era el único que se había escandalizado guardó silencio. Lo que acababa de decir Lwetor era casi una blasfemia contra la convicción más profunda de los Kalagorinôr. «Tarde o temprano, los dioses volverán». Pero nadie parecía recordarlo.

Ojalá los dioses no regresaran nunca. Pero si no lo hicieran, los Kalagorinôr no tendrían razón de existir. A no ser (Linar siguió durante una fracción de segundo aquel peligroso curso de la lógica) que utilizaran el poder que se les otorgó para intervenir en los asuntos humanos como si ellos mismos fuesen divinidades.

—… seremos mucho más poderosos para enfrentarnos a ellos si impedimos que Tramórea se desangre en guerras estériles. ¿Qué objetivo más loable puede tener esta mesa que la unión de todos los reinos de los hombres?

Era tal vez la misma intención de Yatom, pero por alguna razón a Linar ahora le sonaba a pizarra rayada. En las palabras de Lwetor intuía fuego y acero, sangre, conquista, imperio, poder sin límites y sin moral.

—He traído a alguien que comparte mi punto de vista —prosiguió Lwetor—. Se trata de un filósofo Numerista.

Esta vez un murmullo de indignación recorrió toda la Mesa. Lwetor había ido demasiado lejos trayéndoles a un falso sabio hasta su sanctasanctórum.

—¡Calma, hermanos! ¡Ya sé que en el pasado no hemos caminado por los mismos senderos, pero confiad en mí!

—¿Cómo te has atrevido a traerlo a Ulpirgos? —protestó Koemyos, levantando las cejas casi hasta el techo.

Linar sospechó que aquella indignación no era más que una añagaza y su inquietud se redobló. Demasiadas cosas se estaban jugando a sus espaldas.

—El no sabe dónde está. Lo he traído en la sombra desde hace cuatro días. No corremos ningún peligro con él.

—¡Por supuesto que no! —chilló Fariyas, y miró a Kepha buscando su complicidad.

El más gordo de los Kalagorinôr soltó una carcajada.

—Estaría bien que un simple mortal fuese una amenaza para nosotros… —dijo, mientras su papada ondulaba como gelatina.

—¡Os repito que debéis confiar en mí! —insistió Lwetor—. Os pido permiso para levantar su sombra, de modo que pueda escuchar nuestras palabras y nosotros las suyas.

Lwetor buscó la aprobación de Koemyos. Su anfitrión se acarició la barba como si lo estuviera pensando, pero contestó demasiado pronto como para resultarle creíble a Linar.

—Ya que has decidido traerlo, no se irá sin ser atendido; aunque no creo que sirva de mucho perder el tiempo con un aprendiz de sabio. ¿Estáis de acuerdo?

Koemyos miró con gravedad a Kepha y a Fariyas, exigiéndoles su asentimiento. Ellos compusieron un gesto serio y cachazudo, como si quisieran dar a sus tornadizas opiniones un empaque del que carecían, y dieron su conformidad.

—¿Y a ti? ¿Te parece mal, Linar?

Los ojos grises de Koemyos se concentraron en taladrar la pupila de Linar. Ah, si me levantara el parche apartarías la mirada y te arrodillarías aterrorizado. Tienes suerte de que no me atreva a hacerlo.

—Yo también os he convocado, hermanos —dijo Linar, dirigiéndose a todos—. Antes de que tomemos ninguna decisión extraordinaria, quiero exponeros mi motivo.

—¿Por qué ese motivo debe tener prioridad sobre la petición de Lwetor? —graznó Fariyas—. Creo más urgente…

—¿Es que habéis olvidado que Yatom murió? ¿A quién creéis que he traído oculto en esa sombra?

Todos dirigieron la mirada al sitial oscuro, como si repararan por primera vez en que estaba ahí. Eso, ¿a quién has traído?, preguntaron. Linar contuvo un bufido de desesperación.

—Si nadie hubiera recibido la syfrõn de Yatom, ésta se habría colapsado y todos habríais sentido el cataclismo. Pero él tuvo tiempo de entregársela a quien ha de sucederle en esta Mesa. Debéis conocerlo y examinarlo antes de que Lwetor nos presente a su filósofo.

—Es tal como dice Linar —dijo Lwetor—. Que levante la sombra para que lo veamos. Si la syfrõn de Yatom está en él, hemos de respetarlo.

—La syfrõn de Yatom está en él —respondió Linar, un poco harto de las condicionales de Lwetor—. Vedlo ahora…

Mikhon Tiq llevaba un tiempo indeterminado flotando en una oscuridad cálida y fluida, lejos y a salvo de todo. Se preguntó si un feto se sentiría así antes de nacer, y si un feto llegaría a sentir algo, y muchas otras cosas, pues no quería hacerse las preguntas que más temor le producían. ¿Cómo serían los demás Kalagorinôr? ¿Cómo lo recibirían? ¿Sería capaz de mostrarse a su altura y no defraudar a Linar?

De pronto su cuerpo recobró el peso, y fue como si durante un segundo cayera por un pozo. Sintió el frío de la piedra contra la espalda y una luz fantasmal le taladró los ojos. Preparado para ese momento, no gritó ni saltó asustado; tan sólo engarfió los dedos en los brazos del sillón y los apretó hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

Se encontraba en un círculo de luz alumbrado por un globo verde; más allá se extendían las sombras. Delante de él había una mesa de piedra, a la que el revoloteo de los luznagos encerrados en la lámpara arrancaba cambiantes destellos verdes y azulados. Intentó concentrarse en aquellos reflejos, porque levantar la mirada le causaba pavor.

Lo primero que pensó era que estaba rodeado por una bandada de buitres. Debían de ser sólo cuatro, aparte de Linar, pero a él le pareció que un enjambre de ojos saltones y de dedos largos y nudosos se precipitaba sobre él. Sintió como si decenas de cangrejos invisibles le asaltaran con sus pinzas, picándole aquí y allá con calambres que subían desde sus dedos hasta su cabeza. Linar le había advertido de lo que pasaría: en cuanto lo vieran, extenderían los zarcillos de su percepción para examinar si en verdad la syfrõn de Yatom estaba en él, y de paso aprovecharían para husmear en su interior todo lo que pudieran. Pero también le había enseñado a defenderse. Mikhon apretó los párpados, cerró la mente y los envió a todos fuera de un portazo.

—¡Un jovenzuelo insolente! —chilló una voz aguda.

—¿Cómo se atreve? —protestó otro.

—¡Esperad! Habéis aparecido de repente ante él y habéis tratado de sondearlo sin ninguna cortesía. Se ha asustado y ha reaccionado como ha podido. Aún no controla sus habilidades.

Mikhon Tiq se decidió a abrir los ojos. La voz familiar de Linar le había tranquilizado. Ahora se permitió examinar con rápidas miradas a cada uno de los Kalagorinôr, agachando los ojos siempre que se topaba con los suyos. El más grande de ellos, un hombretón vestido con una cota de malla tornasolada, debía de ser Koemyos; el calvo y menudo, Lwetor; el gordo del turbante y los gruesos collares de oro, Kepha, y el de la barba trenzada y la voz chillona que acariciaba una bola de cristal, Fariyas.

Había algo raro, inadecuado en todos ellos, y no eran sólo sus extraños y anticuados ropajes, que parecían haberse arrojado por encima, ni la forma en que los cabellos y barbas de quienes los tenían se retorcían como setos cortados a dentelladas por un jardinero ciego. Tampoco lo destemplado de sus voces, que mezclaban gritos y susurros, silencios inexplicables y borbotones de palabras, como tal vez era propio en quienes no estaban acostumbrados a hablar con nadie. No, lo peor eran los ojos. Miraban sin ver; saltaban de un lado a otro sin lógica, sin criterio, sin corresponderse con las palabras que sus labios pronunciaban. Así, Koemyos podía mirar a Fariyas mientras su voz se dirigía a Linar, o las pupilas de Kepha apagarse entristecidas mientras sus gruesos labios estallaban en carcajadas, o las de Lwetor cristalizarse durante un minuto como los ojos de un pez muerto para inflamarse de pronto sin razón aparente. Eran los ojos de quienes debían esperar a los Yúgaroi para disputarles el mundo en nombre de los hombres; pero en la larga espera habían olvidado que eran humanos y se habían convertido ellos mismos en una suerte de dioses dementes, ciegos, solipsistas.

Mikhon Tiq buscó la mirada de Linar, y en su único ojo, que hasta entonces había visto tan distante y frío como Rimom, encontró calor y humanidad, y se dijo que él y Yatom, por alguna razón, eran los únicos que se habían mantenido indemnes a la locura del poder y al paso del tiempo. Por un segundo pensó que no quería ser un Kalagorinor; pero a la vez que conocía aquella locura se dio cuenta de que estaba dispuesto a arriesgarse a ella a cambio del poder.

—Os pido perdón, nobles señores —dijo, recordando las instrucciones de Linar—. Estaba aturdido. Por supuesto que podéis examinarme.

Trató de sonar firme, aunque se sentía a punto de ser violado; trató de dejar la mente en blanco y olvidar aquella viscosa sensación de culebras deslizándose por sus venas y trepando por el interior de su cuello.

La intrusión llegó y pasó. Koemyos, en cuya mirada se agazapaba un poder inmenso, pero también la soberbia irracional de Anfiún, el dios de la guerra, habló complaciéndose en el sonido de su propia voz.

—Puesto que Yatom no pudo reunirnos antes de su muerte y se vio obligado a entregar su syfrõn a este joven, todos, y yo el primero, hemos de respetar su decisión. Yo, Koemyos, doy la bienvenida a Mikhon Tiq en Trápedsa.

A Mikhon Tiq le habría tranquilizado más que Koemyos le mirase al dirigirle estas palabras, pero los ojos del mago estaban perdidos en algún lugar remoto. Los otros tres lo aceptaron también; el único de ellos que parecía saber lo que decía era el calvo Lwetor.

Linar, que estaba a su izquierda, le apretó el hombro con calidez y, acaso por primera vez desde que lo conocía, sonrió satisfecho. Mikhon Tiq sintió una oleada de gratitud por el viejo mago y se prometió no defraudarle.

—Que siga encomendado al cuidado de Linar hasta que pueda proseguir su aprendizaje por él mismo —propuso Koemyos, y todos asintieron—. Una vez que haya despertado a la Hermosa Luz, podrá sentarse a la Mesa como un Kalagorinor más. Hasta entonces sólo podrá escucharnos y dará su opinión en caso de que se le solicite.

Mikhon Tiq inclinó la cabeza en señal de sumisión. No debo dejar que me impresionen, se recordó; tengo que ser uno de ellos. Pero era difícil olvidar cuánto poder se contenía en aquella estancia, pues una vibración continua recorría el aire y le erizaba el vello, y a veces la mesa, el asiento de basalto y el mismo aire parecían oscilar inestables, removiéndole las entrañas como si se hallara en la proa de un barco que se precipitaba en el seno de una inmensa ola.

—Ahora —prosiguió Koemyos—, ha llegado el momento de que Lwetor nos revele a nuestro otro invitado.

Mikhon miró a su derecha. A poco más de un cuadrante de distancia había una espesa sombra en la que hasta entonces no había reparado, y se dio cuenta de que más que negrura era una nada, como una mancha de aceite flotante que hacía resbalar la mirada. Se preguntó si iban a iniciar a otro Kalagorinor, aunque Linar no le había advertido de nada así, y se sintió a la vez acompañado y celoso.

Con un gesto algo dramático, Lwetor retiró la sombra y su invitado apareció ante ellos. Era un hombre joven, pero nadie se habría atrevido a llamarle muchacho. Su tez era morena y sobre un hombro le caía una larga trenza de azabache. Tenía el ojo izquierdo tapado por un parche púrpura; el derecho era grande, almendrado, y tenía una mirada oscura, inquietante como el mar en una noche sin lunas. De alguna manera, parecía una imagen invertida de Linar. Y Mikhon Tiq se dio cuenta, cuando ambas miradas tuertas se cruzaron, de que entre ellos había saltado una chispa de reconocimiento.

—Venerables ancianos, os agradezco que me hayáis permitido acudir a vuestra presencia. —Su voz de tenor era serena y pastosa. Hablaba sin temor, como si fuera el anfitrión y no el huésped—. Mi nombre es Ulma Tor, y soy de Pashkri. He dedicado mis pocos años al estudio de los Cálculos Elevados hasta alcanzar el rango de Segundo Profesor. Pero estoy autorizado para hablar en nombre del Primer Profesor, el más sabio de los Numeristas.

Mikhon Tiq observó furtivamente a los demás. Ahora que eran siete alrededor de la mesa, los magos parecían más centrados. Todos ellos miraban a Ulma Tor con curiosidad, incluso con cierta fascinación, excepto Linar, que tenía puestas las manos sobre el borde de la mesa y los brazos estirados como si quisiera poner más distancia entre el invitado y él. ¿De qué lo conocía?

—Como ha dicho antes maese Lwetor, llegan momentos de cambio. Aunque hasta ahora nuestros senderos hayan discurrido separados, ha llegado el momento de unirlos.

¿Cómo ha dicho antes?, se repitió Mikhon Tiq. Lwetor no había abierto la boca, que él supiera. A no ser que Ulma Tor hubiese escuchado desde las sombras una conversación previa; pero eso era imposible, como él bien sabía.

Ulma Tor empezó a acumular cifras, exhibiendo la rapidez de cálculo de la que tanto les gustaba alardear a los Numeristas. Durante minutos, sin que ninguno de los Kalagorinôr le interrumpiera, habló de población, de migraciones, de armamentos y guerreros, de esclavos y siervos, de cosechas y hambrunas y también de soberanos y sacerdotes. Todo ello le llevó a la conclusión a la que desde el principio había querido llegar: se estaba alcanzando un punto de ruptura que, fuera por azar o no, coincidiría con el año Mil.

—Será el momento de la gran conflagración. Una catástrofe como no se ha conocido desde los Años Oscuros.

Ulma Tor esperó a que sus palabras calaran en ellos. Koemyos y Kepha cabecearon su asentimiento; Fariyas estaba haciendo unos extraños gestos con la boca, como si se entretuviera en cambiarse los dientes de sitio; Lwetor, que de los cuatro parecía el más estable, sonrió satisfecho.

—Eso era lo mismo que había dicho yo. Una catástrofe, un cataclismo. Algo que podemos evitar.

—Así es, maese Lwetor. Está en nuestras manos unir nuestros poderes para crear una unión de reinos que abarque toda Tramórea, que garantice la paz y la prosperidad por mil años más.

—¿Algo como esa inútil Anfictionía ritiona? —preguntó Koemyos; Linar le había explicado a Mikhon que Koemyos nunca había olvidado su lejano origen Ainari y despreciaba a los Ritiones.

—No, sino un verdadero poder central, fuerte y eficaz. No hay sociedad que funcione si no está regida por una sola voluntad que tenga en su mano la decisión última.

Ulma Tor volvió a buscar la mirada de todos. Después, durante unos segundos, su único ojo se posó en Mikhon Tiq, y le sonrió como si no hubiera nadie más allí. El muchacho enrojeció y agachó la cabeza. Aquella mirada le había provocado un extraño cosquilleo, y a la vez una sensación de culpa, como si Ulma Tor hubiera acariciado a una serpiente que anidaba en su interior sin que él lo supiera.

Nos está rodeando con una red tejida de mentiras y nos va a llevar donde él quiere, pensó a toda velocidad. ¿Cómo no se dan cuenta? Miró a su alrededor. Los Kalagorinôr seguían prendidos de las palabras de Ulma Tor, salvo Linar, que tenía una mano crispada en el borde de la mesa, como si quisiera desmenuzar entre los dedos aquella irrompible plancha de corindón.

Por fin vino la propuesta.

—Éste es un momento propicio para conseguir esa unidad que todos deseamos. El certamen por Zemal comenzará en pocos días. Más que su poder, muy inferior al nuestro…

Al nuestro. Ulma Tor, un supuesto filósofo, estaba parangonándose en poder a los seis Kalagorinôr que con sólo alzar las cejas habrían podido reducirle a cenizas. A no ser que no fuera un inofensivo Numerista, sino algo mucho más peligroso.

—… nos interesa por su prestigio. En las manos adecuadas, este símbolo multiplicará su fuerza y se convertirá en un estandarte de unión.

—¿Puede saberse cuáles son esas manos adecuadas? —preguntó Linar, hostil, y por contraste con la voz sedosa de Ulma Tor la suya sonó a esparto.

Los demás le miraron enojados.

—En el nacimiento de cada nueva era surge un ser extraordinario. Zenort fue quien liberó a la Humanidad de las tinieblas; Minos nos salvó de ser exterminados por el Rey Gris. Ahora, en nuestros tiempos, hay alguien que puede ser la llave de una nueva era.

Ulma Tor sonrió y miró en derredor. Quién, le preguntaron cuatro pares de cejas enarcadas. No las de Linar ni las de Mikhon Tiq, que ya sospechaban y temían la respuesta.

—Togul Barok.

Mikhon Tiq dio un respingo en su asiento y miró a Linar. El mago observaba a Ulma Tor como si hubiera deseado fulminarlo, pero no decía nada. Koemyos sonreía, satisfecho de que el elegido fuera un Ainari como él. Lwetor asentía una y otra vez con la barbilla, orgulloso de la lucidez de su invitado. Las opiniones de los magos se sucedieron atropelladas, y todas ellas derivaron hacia lo impensable, como en una horrible pesadilla. Los planes de Yatom y Linar se habían vuelto del revés: los Kalagorinôr estaban dispuestos a apoyar a la peor amenaza. ¿No se daban cuenta de que sus pupilas eran dobles, como las de los dioses?

No pudo soportar más y poniéndose en pie estalló.

—¡A Togul Barok no!

Koemyos entrecerró los ojos, murmuró algo entre dientes y levantó la mano derecha. De la piedra roja de su anillo brotó una bola de luz cegadora que buscó la cabeza de Mikhon Tiq a la velocidad del rayo. Pero la vara serpentígera de Linar pareció materializarse justo delante de los ojos del muchacho y absorbió el golpe con un seco restallido. Aún así, la madera mineralizada del caduceo se encendió al rojo vivo y una oleada de calor azotó el rostro de Mikhon Tiq, que apenas tuvo tiempo de pensar qué podría haberle sucedido de no ser por la intervención de Linar.

—¡Insolente! ¡Te he dicho que hables cuando yo te lo solicite! —estalló Koemyos, con los ojos tan abiertos y blancos que sus pupilas parecían cabezas de alfiler.

Linar se puso en pie y señaló a Koemyos con el caduceo, que aún rescaldaba.

—¡Juramos no atacarnos jamás sentados a Trápedsa!

—¡Él no es de los nuestros!

—Ahora sí lo es —silabeó Linar, con una ira gélida.

—¡Hermanos, por favor, no os peleéis cuando estamos hablando de paz y de unión! —intervino Lwetor—. Supongo que el joven Mikhon Tiq se ha dejado llevar por su pasión, y que en realidad quería hablar en nombre de Linar. ¿Es así?

Mikhon Tiq se había desplomado sobre el sitial y se agarraba a sus brazos de piedra como si temiera caer en un precipicio. Buscó la mirada de Linar y le pidió ayuda. Pero después sintió en el rabillo del ojo algo parecido a una caricia inmaterial, y giró el cuello a la derecha. Entre la agitación de los Kalagorinôr, que hacían aspavientos y se quitaban la palabra, Ulma Tor le sonreía con una turbia dulzura que le hizo estremecerse. Sus labios vocalizaron sin pronunciarlas unas palabras que se elevaron sinuosas como notas de flauta entre vapores de incienso. Yo te puedo enseñar cosas que estos viejos ni siquiera sospechan. Ven conmigo. Tienes unos ojos tan hermosos… Llámame maestro. Yo sé los anhelos secretos que guarda tu corazón. Llámame amigo.

La voz de Linar le sacó de aquel sofocante hechizo.

—Togul Barok es Ainari y príncipe de una dinastía que tan sólo busca incrementar su poder. No traerá paz ni unidad, sino guerra e imperio. Será el más poderoso que hayamos conocido nunca, pero se levantará sobre millones de cadáveres. ¡Y en nada ayudará cuando llegue el momento de la verdad!

—¡Eres agorero como un cuervo viejo, Linar! —le increpó Koemyos—. ¡Lo único que quieres es llevarme la contraria!

—¡Y tú eres un… asno pomposo! —estalló Linar, y al momento pareció avergonzarse de su estallido, porque bajó la voz—. Hermanos, Togul Barok tiene ojos dobles, y ésa es la señal…

—¡No interrumpas a los demás! —chilló Fariyas.

—¿Quién ha interrumpido a quién?

Mientras los Kalagorinôr manoteaban y se gritaban como viejos discutiendo en un agora Ritiona, Ulma Tor se acariciaba la barbilla y sonreía. Lwetor trató de calmar a sus compañeros.

—¡Hermanos, por favor! Linar, aparte de Koemyos, hay aquí otros que nunca hemos sido Ainari. ¿Crees que apoyaríamos a Togul Barok si fuera a establecer un imperio gobernado desde Koras? Tal vez ese príncipe sea joven y ardiente, pero nosotros lo guiaremos.

—¡Nunca hemos participado en el certamen por la Espada de Fuego!

—No debemos atarnos hoy por normas que se establecieron ayer. ¡Pido que se someta a votación!

—¡Pero dejad que termine de explicarme! —se esforzó Linar.

Se negaron a escucharle y levantaron las manos, votando a favor de la moción de Lwetor con una precipitación ridícula en ancianos seculares. Ulma Tor se disculpaba por haber introducido la discordia en la reunión, aunque su sonrisa hipócrita sólo podía engañar a quienes estuvieran ya ciegos. Koemyos quiso tomar la palabra, pero Lwetor le pidió silencio.

—Déjame a mí, por favor. —En tono conciliador, se dirigió a Linar—. El resultado es claro. Debes acatar la decisión de la mayoría. Ahora como nunca hemos de actuar unidos. Olvida tus temores, hermano.

Linar se puso en pie.

—Cierto es que en el pasado siempre hemos acatado lo que la mayoría ha decidido, pero esta noche se han quebrantado muchas normas. Trápedsa ha sido profanada por un impostor y nada hay que pueda deshonrarla aún más.

Las palabras de Linar provocaron un estallido de cólera en sus compañeros. Mikhon Tiq nunca hubiera esperado algo semejante de la Mesa a la que había soñado pertenecer. La razón y la lógica habían desaparecido. Koemyos prácticamente echaba espuma por la boca cuando amenazó a Linar con graves represalias si se obstinaba en su actitud sediciosa. Pero Linar, con una dignidad que silenció a los demás, repuso:

—No me declaro en rebeldía contra el Kalagor, puesto que sigo fiel a él. Pero vosotros, ignoro si engañados o por propia malicia, lo habéis traicionado. Tiempo llegará en que todos lamentemos este día que sera origen de males innumerables.

Y se volvió, tirando de Mikhon Tik para salir de la estancia. Lwetor, en un último gesto conciliador, lo llamó:

—¡Hermano Linar!

Pero Linar aguardó sólo para decirles: «La Hermandad se ha roto». Y levantó su vara y entonó una sola nota de poder, tan grave y vibrante que Mikhon Tiq sintió removerse sus huesos. Una profunda grieta atravesó Trápedsa de parte a parte. Era una mesa de corindón azul, una obra anterior a los Años Oscuros, reliquia del mundo de los Arcanos que ni siquiera ellos habían conocido, y como tantas cosas de aquel mundo se perdió para siempre.

Las aguas del lago hervían bajo el viento y la lluvia. En pie a popa, Linar dirigía con el poder de su caduceo la vela cangreja, luchando contra los elementos tras los que adivinaba la hostilidad de sus antiguos hermanos. El pequeño batel de pesca daba patéticas panzadas entre una ola y otra y en cada golpe una cortina de agua gélida barría la cubierta y los empapaba de pies a cabeza.

—¿Quién era ese hombre? ¿De qué lo conocías? —chilló Mikhon Tiq bajo el fragor de aquella tormenta innatural.

Linar siguió como una estatua de madera, la vara alzada hacia el frente; tan sólo su larga trenza blanca parecía rendirse al viento. Mikhon Tiq le miró a los pies descalzos y vio que flotaban a unos centímetros de la tablazón del fondo.

—¡Maese Linar, tienes que confiar en mí! ¡No hay nadie más!

Por fin, Linar se dignó mirarle, aunque no dejó de apuntar a la vela con el caduceo.

—¡Conocí hace más de doscientos años a Ulma Tor, en Zenorta! ¡Se hacía llamar Rothmal y era discípulo de Kalitres!

—¿De Kalitres? ¿Tu compañero perdido?

—¡Así es! —gritó Linar—. ¡Está igual, aunque entonces no era tuerto!

Mikhon Tiq miró a Linar como si quisiera taladrar aquel parche negro y ver qué se ocultaba detrás.

—¿Es sólo casualidad lo de su ojo?

—¡Claro que sí! —respondió Linar, casi enojado.

Mikhon Tiq supo al momento que Linar no estaba diciendo la verdad, pero también se dio cuenta de que por ese camino no iba a averiguar nada más.

—¿Por qué has dicho que Trápedsa ha sido profanada por un impostor?

—¡Ha jugado con todos nosotros! ¡Estaba escuchándonos desde la sombra, burlándose de nuestro poder! ¡No es un Numerista, sino algo mucho peor!

—¿El qué?

Una ola furiosa barrió la barca. Mikhon Tiq se quedó unos segundos con medio cuerpo por fuera de la borda; hizo fuerza con los pies, que tenía enganchados en las tablas, y su peso inclinó la embarcación, que amenazó con zozobrar. Pero una mano invisible, como un empujón de aire sólido en su espalda, la enderezó de golpe.

—¡Ten cuidado! ¡No puedo ocuparme de ti y de la vela a la vez!

—¿Qué es Ulma Tor?

—¡Algo para lo que no tengo nombre! ¡Ahora, déjame atender a la barca!

En vez de volver al embarcadero de la aldea donde habían arrendado el batel, Linar lo llevó más al oeste, hacia un promontorio cercano que avanzaba como una sombra aún más oscura sobre las aguas. Mikhon Tiq temió que se estrellaran contra la roca, pero tras pasar a unos metros de un amenazador espigón se abrió una pequeña cala y allí dirigió Linar la barca. Cuando pusieron pie en tierra y vararon el bote, la ira del viento se acalló de golpe, y tan sólo quedó el repiqueteo de la lluvia para acompañarlos.

—Es una señal de mis hermanos —dijo Linar, y a Mikhon Tiq le extrañó que le hablara por propia iniciativa—. Ahora estamos solos.

Linar empezó a subir por un resbaladizo sendero que rodeaba el promontorio. Mientras le seguía a zancadas, Mikhon le preguntó cómo podían haberse separado así después de tanto tiempo.

—Tiempo… Tal vez el tiempo no favorezca la comprensión y la amistad. Quizá sólo encallezca los rencores, las pequeñas ofensas del pasado. Pero la verdad es que nunca esperé esto. Ha sido tan grotesco como una pesadilla.

Llegaron a lo alto del peñón y se detuvieron un momento para mirar atrás. Al este, las nubes empezaban a despejar el cielo. El resplandor del Cinturón de Zenort se reflejaba en las aguas del lago como un camino de plata, justo al pie del islote donde se alzaba solitaria la atalaya de Ulpirgos.

—No lo entiendo —prosiguió Linar, extrañamente locuaz—. Mis compañeros estaban dominados por Ulma Tor. Manipular a cuatro de nosotros de esa forma requiere un poder que desconozco. ¿Por qué tú y yo nos hemos librado, por que nos hemos dado cuenta de todo?

Por un momento, Mikhon Tiq creyó que Linar buscaba en él una respuesta.

—No lo sé.

—Me temo que tan sólo ha sido así porque él lo ha querido. Ahora estamos solos —repitió Linar—. Ellos cuatro combinarán sus fuerzas con las de Ulma Tor, o él los manejará como a títeres. Se avecina una lucha muy desigual.

A Mikhon Tiq le pareció que los dos metros de Linar se encorvaban por primera vez. La lluvia le había calado el sombrero de viaje, y un chorro de agua le goteaba delante de la nariz. La trenza le caía sobre el pecho como lana retorcida y empapada. Por un instante lo vio sólo como un hombre más, viejo, doblegado y rendido.

—No todo está en nuestras manos —le animó—. Confía en Kratos y en Derguín.

Linar esbozó una triste sonrisa.

—Tienes razón, Mikhon. A veces los brujos nos enfrascamos en nuestras luchas, para darnos cuenta al final de que los guerreros nos lo han solucionado todo. Confiemos en Derguín y en nuestro veterano Kratos. Confiemos… porque no tenemos otro remedio. Tal vez los pocos puedan prevalecer sobre los muchos.

No dijo nada más, pero enderezó la espalda y se puso en camino hacia el oeste.