Y en aquel reino montañoso [de Atagaira] son las mujeres y no los hombres quienes llevan los asuntos de la guerra. Pues es cierto que, de entre todos los pueblos del mundo, el de Atagaira es único por las siguientes peculiaridades: los hombres se encargan de la crianza de los hijos y de los trabajos manuales, mientras sus esposas se adiestran en el ejercicio de las armas y se gobiernan en una asamblea de mujeres que aconseja a la reina; en aquella raza, los niños nacen más pequeños y con menos peso que las niñas, y así se mantienen el resto de su vida, de modo que los hombres de Atagaira son equivalentes en corpulencia y vigor a las mujeres de otras razas, mientras que una mujer Atagaira es tan fuerte como un varón de cualquier otro país de Tramórea; y otra singularidad es que cuando se unen en coyunda un hombre de Atagaira y una mujer de otro pueblo, cosa que no ha sucedido sino raras veces, o una hembra Atagaira con un varón de otra raza, cosa más frecuente, pues a las Atagairas les gusta acostarse con quien a ellas place, en estos casos, como digo, la unión es siempre estéril. De modo que, si no fuera porque la raza de Atagaira es en todo lo demás similar al resto de las razas, uno creería que se trata de una especie tan distinta de la humana como los caballos lo son de los asnos.
TARONDAS, Geografía, VII, 23
Tras su entrevista con el Gran Maestre, Kratos tuvo que ocuparse de asuntos mundanos. Por más que le humillara pensar en lo pecuniario, tenía la talega vacía desde que huyó de Mígranz y no podía pasar el resto de su vida a costa de la bolsa de los demás. Un rapaz al que le prometió un as lo guió hasta el templo de Diazmom, en el distrito de Dámkar. Kratos atravesó la nave principal, saludó con una reverencia al dios protector de los injuriados y se encaminó a una capilla lateral protegida por una reja de bronce. Allí, un sacerdote con el cráneo tan rasurado como el suyo le atendió al otro lado de los barrotes.
—Soy Kratos May. Hice una ofrenda en uno de vuestros templos.
—En Mígranz, ya lo sé, tah Kratos. El dios nos ilumina…
O más bien las aves mensajeras, pensó Kratos. El sacerdote salió de la capilla por una estrecha puerta y volvió al cabo de unos minutos con una bolsa de tafetán que tintineaba prometedora.
—¿Quieres retirar toda tu ofrenda, tah Kratos?
—Excepto lo que con mucho gusto entrego al dios por los favores que me ha dispensado —contestó Kratos tal como exigía el rito.
El sacerdote rompió el sello de estaño fundido que cerraba los cordones de la bolsa, los aflojó y desparramó su contenido sobre un pequeño velador. Después lo contó a la vista de Kratos: había allí cuarenta y siete monedas de oro con la efigie del emperador Mihir Barok. Bien sabía Kratos que aquellos imbriales no eran los mismos que él había entregado en el templo de Diazmom de Mígranz, un día antes de la muerte de Hairón, pero confiaba en que fueran tan de buena ley como los que él había ahorrado.
Mientras contaba el dinero, el sacerdote le informó con voz untuosa:
—Tal vez sabrás, tah Kratos, que el noble Aperión visitó nuestro templo hace unas semanas y exigió que mis hermanos le entregaran tu ofrenda.
—Ah, ¿sí? ¿Con qué razón?
—Repetir lo que dijo sería ofensivo para ti. Pero mis hermanos se resistieron a todas sus amenazas, y al final el noble Aperión decidió que lo más sabio era no malquistarse con el santo Diazmom.
Kratos apartó cinco imbriales para el dios y dos para el sacerdote. Después cambió una moneda de oro en piezas pequeñas y salió. El niño le esperaba sentado en las escalinatas del templo. Kratos lo recompensó con dos ases en vez de uno. Después regresó a la posada. Ahora que no dependía del dinero de Derguín se sentía aliviado de un peso, pero aún le quedaba explicar a su alumno que no podía convertirse en Tahedorán.
Aunque el cuarto de Derguín era pequeño, el muchacho había puesto patas arriba el jergón, lo había arrimado contra una pared y estaba practicando con la espada. Pero en cuanto vio a Kratos enfundó el arma, le hizo pasar y cerró la puerta.
—He hecho averiguaciones sobre Zemal —le informó sin disimular su satisfacción—. Creo que sé por dónde tendremos que viajar.
Kratos frunció el ceño, escéptico. Pero Derguín ya había tumbado de nuevo la cama para extender sobre ella unos pergaminos. Kratos se acercó y vio que eran mapas.
—Mira —le señaló Derguín—: seguramente tendremos que ir directos hacia el oeste, cruzar la Sierra Virgen y bajar por el curso del río Haner. ¿Conoces esa zona?
Kratos examinó la primera carta. Había viajado al oeste de Koras cuando estudiaba en Uhdanfiún, y también más tarde, durante los años que sirvió en el ejército imperial, había luchado contra los Gaudabas, los rebeldes de la comarca conocida como las Kremnas. Aquel mapa era casi perfecto, al menos según sus recuerdos. Derguín le enseñó otro que cartografiaba todo el territorio de Áinar y, por último, un tercero que incluía la Sierra Virgen con sus principales picos y pasos y el nacimiento del río Haner.
—¿Qué te han dicho en Uhdanfiún? —le preguntó de pronto Derguín—. ¿Cuándo va a ser el examen?
Kratos se sentó al borde de la cama y le contó la conversación con el Gran Maestre. Le había dado largas, concluyó, y no le comunicaría su decisión hasta el último momento.
—¿Tú crees que me concederá el examen?
Kratos miró a los ojos anhelantes de Derguín y pensó en disfrazar la verdad con un poco de optimismo; pero no fue capaz.
—No.
Derguín agachó la mirada.
—Me lo temía. A los Ritiones ya ni el pan nos dan en Áinar.
—No es eso, Derguín. Es que…
El muchacho volvió a alzar la cabeza y le miró a los ojos. Para extrañeza de Kratos, no parecía ni sorprendido ni hundido por la noticia; aunque él no podía saber que la iluminación sobre el significado de una antigua profecía y su tenebroso encuentro con Togul Barok habían sembrado en la mente de Derguín una idea de predestinación que le hacía sentirse transportado por fuerzas ajenas e inexorables. Todo estaba ya escrito en el libro de la fortuna y nada de lo que Derguín, Kratos, el Gran Maestre de Uhdanfiún o el mismísimo emperador de Áinar pudieran hacer torcería tan siquiera el trazo de una letra.
Interpretando aquella serenidad como desánimo, Kratos invitó a Derguín a cenar. El muchacho soltó una carcajada y señaló que aún faltaba mucho para la hora de la cena, pero Kratos respondió que en ese caso le invitaba a todo lo que pudiera beber hasta entonces. Derguín frunció el ceño, intrigado, pero ni se le pasó por la cabeza preguntarle a Kratos de dónde había sacado el dinero. Los dos eran caballeros.
Era ya pasada la media tarde, pero las calles se veían aún más concurridas que por la mañana. En cada cruce, en cada plazuela, casi en cada recodo se organizaba un mercadillo, una asamblea improvisada, un teatro de mimos o marionetas. Las vestimentas de todos los lugares de Tramórea (túnicas, clámides, ciclatones, casacas, pantalones de montar, calzas de lana, tabardos de paño, mallas metálicas, gasas transparentes, pellizas, capotes, peplos, mantos, chales, quimonos, cogullas) tejían un abigarrado tapiz que mareaba la vista. Las lenguas se mezclaban en una algarabía incomprensible de Ritión y Trisio, Ainari y Abinio, Malabashar y Pashkriri; un coro de chasquidos guturales, erres vibrantes y rotundas, frufrú de fricativas, eses sinuosas y sugerentes, vocales abiertas y cerradas, claras y oscuras, acentos nasales, timbres palatales, tonos cantarines, graves, severos, acentos cadenciosos, ritmos sincopados, bisbíseos apresurados, exclamaciones tonantes, hiatos, sinéresis, diéresis, sinalefas. Cuando la gente no se entendía recurría al universal procedimiento de sonreír y palmearse las espaldas para hacer negocios o tan sólo para intentar charlar. En algunos tramos había que abrirse paso a codazos; los rateros y cortabolsas aprovechaban la aglomeración para sus negocios, y los más rijosos, para tocar carne con disimulo y sin tener que aflojar la bolsa en el prostíbulo. Las calles se estrechaban tanto que en algunos lugares los vecinos tenían que llamar a la puerta para salir de sus casas por temor a aplastarle la nariz a alguien.
Cansados de nadar contra el gentío, Kratos y Derguín entraron en una cantina. Allí, los ademanes de guerrero del Ainari les dejaron una mesa expedita. Mientras daban cuenta de sendas jarras de cerveza y de una salchicha blanca, gorda y brillante de grasa, entró a la taberna un grupo de ruidosos Ritiones. Iban armados, y algunos se cubrían con petos de cuero o cotas de placas metálicas. Los encabezaba un hombretón de anchas espaldas y barriga prominente, cuya barbaza brotaba fosca alrededor de una boca enorme que parecía hecha para engullir y reír a estruendosas carcajadas. Llevaba una espada a la izquierda y un diente de sable a la derecha del cinto, y su gruesa muñeca lucía un brazalete con marcas rojas.
—Ése es Krust, arconte de Narak —le explicó Kratos a Derguín—. Debe de haber venido a Koras por el certamen.
—¿Cuántas marcas tiene? —preguntó Derguín, estrechando los ojos para contarlas.
—Las suficientes —respondió Kratos, y enseguida se arrepintió al ver el gesto dolido de Derguín—. Siete.
Desde el mostrador, Krust reparó en Kratos y se acercó a él con una risotada.
—¡Viejo canalla!
Kratos desapareció entre las manos y los brazos de Krust, y Derguín observó divertido cómo los pies de su maestro se levantaban del suelo.
—¡Me dijeron que te habían reventado por el norte, pero no lo creí! En cuanto hueles que una espada va a mojar sangre, ya estás al acecho.
Por fin, el hombretón soltó a Kratos y le permitió apartarse un poco. Los dos se escudriñaron para comprobar los estragos que la edad había hecho en el otro y se sonrieron.
—¿Dónde te has dejado el pelo, Kratos? No, no me recuerdes el refrán…
—Estás cada vez más fondón, Krust. Apuesto a que si quieres sacar la espada de la vaina antes tendrás que podarle las raíces.
—¡Puedes jurarlo! Prefiero ejercitarme levantando jarras de cerveza, que en vez de hacer sudar te refrescan. ¡Ven con nosotros y tráete a tu amigo, viejo truhán!
Lo siguieron hasta el mostrador. Krust pidió a la tabernera cuatro codos de jarras de cerveza y los midió con su propio brazo para comprobar que no les había despachado ni una menos. Era como un enorme baúl puesto en pie, pero se movía con una agilidad compacta y engañosa en alguien tan pesado. Su voz era ronca y poderosa; el aire salía a chorros de sus pulmones y resultaba difícil no reírse con sus ocurrencias. Sus ojos de carbón brincaban de un lado a otro soltando chispas. Exudaba tanta vitalidad que quienes lo rodeaban parecían reflejos en un espejo deslustrado. Derguín comprendió que aquel hombre era un comediante que representaba su propia obra, pues bajo sus ojos se agazapaba una inteligencia fría y calculadora. Y sin embargo, aquel gigantón estentóreo y manipulador que interpretaba su propio papel le fue simpático, y supo que siempre se lo sería.
—Éste es Derguín, mi discípulo, de Zirna.
—Ah, un joven Ibtahán. Dame la mano como hacemos los Ritiones, que vea de qué estás hecho… Bueno, por lo menos no te han crujido los huesos. Muchacho, sigue practicando y conviértete en un Tahedorán como yo y como esa bola de cristal que tienes por instructor. Después, no hace falta que vuelvas a tocar una espada en tu vida: las mujeres se levantan las faldas hasta el cuello en cuanto ven un brazalete de gran maestro. Bebe, bebe… ¿Y qué haces tú aquí, Kratos? He oído que Aperión te estaba buscando para hacerte no sé qué regalo.
Kratos palideció.
—¿Qué sabes de él?
—Poca cosa. Aparte de que es un cretino, pero eso es de siempre, tengo entendido que lleva en Koras una semana. A ti te estaban esperando. Me han dicho que todavía andan mirando por las ventanas de Mígranz para saber cómo diantre te escapaste. Tienes que contármelo.
—Algún día… ¿Son éstos tus hombres?
—Sí. No saben una palabra de Ainari, así que puedes decir que son un hatajo de coruecos si te place.
Eran nueve los guerreros que acompañaban a Krust. Algunos de ellos llevaban espadas rectas, revelando que practicaban una variedad distinta de esgrima, mucho menos eficaz que el Tahedo. Ninguno llevaba brazalete de maestría, ya fuera menor o mayor. Sin embargo, había que decir a favor de los Narakíes que eran grandes marinos y aceptables arqueros, y si bien como combatientes individuales no tenían parangón con los Ainari, en grupo podían resultar peligrosos.
—No parecen tan malos… teniendo en cuenta que son Ritiones.
A Derguín se le escapó una carcajada.
—¿Por qué se ríe el alevín?
—Supongo que porque es Ritión y a veces le dejo que me roce con la espada en los entrenamientos para que no se desanime.
—Caramba. Has dicho que eras de Zirna, ¿no?
Derguín asintió con timidez.
—No sabía que allí manejarais la espada. Así que de vez en cuando le tundes las costillas a tu maestro…
—Sólo he dicho que me roza.
Derguín se encogió de hombros con falsa modestia.
—Cuando estábamos en Uhdanfiún, el único que lograba vapulear a Kratos era yo —contó Krust en tono de confidencia.
—No te creas una palabra, Derguín. Krust emborrachaba a todo el tribunal en cada examen. Si no, no le habrían concedido ni el brazalete de Iniciado.
—¡Claro que los emborrachaba! No hay ojo más perspicaz que el del borracho. Bueno, ¿para qué lo has traído a Koras?
—Es buena compañía. —La cerveza y el reencuentro con su viejo compañero habían animado a Kratos—. No me destroza los oídos como tú, con esa voz de corueco en celo. Y es uno de los pocos Ritiones que sabe que una espada no se utiliza para poner al fuego un cochino.
—Pues es su uso más sabroso…
—¿Y la grasa, qué?
—¡Así me ahorro enviarle la espada al pulidor!
Parecía imposible mantener una conversación seria con Krust. Y sin embargo, el ruidoso Ritión fue sonsacándoles hasta que se enteró de todo lo que quería saber. A Derguín no dejaba de lanzarle miradas de soslayo, como si adivinara en él mucho más de lo que Kratos había dicho. Al final, los cinco codos de cervezas se vaciaron, y Krust fue el mayor culpable de la sequía. A Derguín le asombró que pudiera trasegar tanto sin que tan siquiera se le enrojecieran los ojos, cuando él sólo había bebido la tercera parte y ya veía nubéculas blancas delante de los ojos.
—Aquí no hay más que hacer por hoy —decidió Krust, después de achicar la última jarra—. Conozco una taberna junto al río donde la cerveza está más fresca que este meado de vaca. ¡A La Chalupa!
No quedaba otro remedio que obedecer, así que se abrieron paso hasta la puerta. Aún no había caído la noche y ya las piernas de Derguín se empeñaban en seguir caminos divergentes. Cómo se encontraría más tarde era impredecible, pero le gustaba aquella incertidumbre; junto al gigantón vocinglero que los guiaba, la vida adquiría un nuevo sabor, picante e inesperado.
Descubrieron que antes de llegar a la taberna fluvial era imprescindible detenerse en ciertos puntos estratégicos para abrevar y reponer fuerzas. Para cuando llegaron a La Chalupa era dudoso que la mayoría fuera capaz de apreciar si la cerveza estaba más o menos fresca. Los guerreros que acompañaban a Krust reían a carcajadas, palmeaban la espalda de Derguín, le contaban chistes Ritiones y le animaban a que cantara. A Kratos le chispeaban los ojos y se le había quedado pintada en el rostro una sonrisilla boba que le hacía parecer un monje feliz. Bajaron la escalera de piedra que llevaba a la taberna como una alegre comitiva, exigiendo a gritos que les sirvieran cien codos de jarras de cerveza, o mejor que los dejaran bajar a la bodega y tumbarse bajo las espitas de los barriles con la boca abierta.
El mostrador de La Chalupa era una larga barra de pizarra. Los recién llegados se acodaron en un extremo, no muy lejos del pie de la escalera por la que habían entrado, ya que no estaban para dar paseos innecesarios. Derguín recorrió el lugar con la mirada. El suelo era de planchas de madera, combadas y desportilladas por la humedad. Había unas veinte mesas, alumbradas por velas solitarias que a el ya se le hacían candelabros, y en todas ellas, alegres bebedores cuyas voces ondulaban como marea en sus oídos. Dos noches en Koras y dos borracheras; esto no puede ser, se dijo. Después reparó en que al fondo de la barra había una mujer sola, alta y rubia, que bebía cerveza de un pichel. (Luego sabría que sólo bebía en aquel vaso de estaño, una de sus posesiones más preciadas.) ¿Quién era y por qué nadie se acercaba a ella?
Al parecer, Derguín se lo había preguntado a Krust sin querer, pues el hombretón le contestó:
—Es una Tahedorán.
Derguín abrió mucho los ojos.
—Se llama Tylse. Es de Atagaira.
Para Derguín aquello explicaba algo más: las mujeres Atagairas, las orgullosas amazonas que vivían en su reino montañoso, rozando la bóveda del cielo. Eran ellas las que desde niñas aprendían el manejo de las armas mientras sus hombres se encargaban de criar a los hijos, apacentar los rebaños y arrancar el sustento a aquellas tierras abruptas y hostiles. Los hombres del resto de Tramórea hablaban con admiración, envidia y una punta de resentimiento de las bravas Atagairas. Sin duda su pequeño país ya habría sido conquistado por otros pueblos, si no fuera porque las picudas montañas lo convertían en una fortaleza inexpugnable.
—Me gustaría conocerla —pensó Derguín en voz alta.
Krust soltó una risotada.
—¡Adelante, muchacho! Pero no te recomiendo presentarte a ella por las buenas. Mira lo que puede suceder… ¡Kharom! ¡Ven aquí!
Kharom era uno de los hombres de Krust, tal vez el que estaba más borracho. Con la barba chorreando cerveza hizo un remedo de ponerse firme delante de su jefe y le preguntó qué quería.
—¿Ves a esa hembra de allí? ¿Has visto qué pechos tiene?
Kharom entrecerró los ojos, pero se le abrieron de par en par cuando reparó en aquella soberbia mujer que bebía sola en el rincón que formaban el mostrador y la desvencijada escalera.
—No hace más que mirarte cuando tú no te das cuenta. Está claro que quiere guerra. ¿Por qué no te acercas y la invitas a una cerveza?
Kharom no necesitó que lo animaran más. Dejó su jarra en el mostrador, trató de enderezarse la ropa, con lo que se la torció aún más, y se abrió paso a empujones hasta llegar junto a la mujer. Derguín observaba curioso. Tylse era casi un palmo más alta que Kharom. Cuando éste se acercó, se giró a medias para escucharle y puso los brazos en jarras. No llegaron a oír que podría estar diciéndole el Ritión, pero a juzgar por el rictus cada vez más ominoso de la mujer, cada palabra que pronunciaba debía de superar en torpeza a la anterior.
—Oh, oh —dijo Krust—. No te lo pierdas, muchacho. Esto va a ser divertido.
Sin aviso alguno, Tylse agarró a Kharom por la pechera y lo estrelló contra la barra; pero no lo soltó aún, pues su intención no era en realidad golpearlo, sino tomar impulso para lanzarlo hacia el otro lado. Los parroquianos se apartaron de su trayectoria, y el Ritión voló hacia el interior del salón con la cabeza embistiendo como un ariete, los brazos aleteando y los pies correteando en vano para evitar la caída. Chocó con una mesa, la volcó, tiró por los suelos una jarra de vino y una fuente de mollejas en salsa y derribó a un par de clientes; pero se limitaron a levantarse sin protestar, pues nadie tenía ganas de malquistarse con aquella terrible virago.
—¿Has visto lo que puede pasar cuando se actúa sin sutileza? —preguntó Krust.
Para sorpresa de Derguín, que estaba llorando de risa, el hombretón siguió el mismo camino que había tomado Kharom. Pero su maniobra de acercamiento debió de ser muy distinta, porque poco después la mujer se estaba riendo a carcajadas con él y no tardó en acompañarlo donde estaban Derguín y los demás.
—Derguín, te presento a una gran maestra de la espada: tah Tylse de Atagaira.
Derguín enrojeció hasta las orejas, sin saber muy bien por qué. De cerca, aquella mujer era aún más formidable; si la estatua de la diosa guerrera Taniar se hubiera bajado de su pedestal para saludarle, no le habría impresionado más. Le sacaba a Derguín tres o cuatro dedos de estatura, y su ceñido peto de cuero revelaba una cintura estrecha y unos hombros anchos y rectos; pero entre ellos se erguían dos pechos que apuntaban al muchacho como dardos. Tylse le estrechó la mano y cada uno examinó el brazalete del otro. Seis marcas azules el de Derguín, siete rojas el de Tylse. Él se atrevió a mirarla a los ojos y ella le sonrió con simpatía. Tenía el pelo blanco y lo llevaba cortado a media melena; sus ojos, muy claros, desprendían reflejos violeta a la luz de las velas. Se decía que las mujeres Atagairas eran albinas; desde luego, aquélla sí.
—Y éste es Kratos May.
—He oído hablar de ti, tah Kratos. Es un honor para mí conocerte.
Derguín sintió envidia de Kratos y pensó que aquella sonrisilla que se le había quedado en el rostro le hacía parecer un bobo. Los tres Tahedoranes habían cerrado un triángulo casi sin darse cuenta. Los guerreros de Krust tiraron de Derguín para invitarle a otra cerveza y compartir con él los codazos que se propinaban cada vez que señalaban a la amazona. Él los oía sin hacerles caso mientras se afanaba por seguir la otra conversación. Pero como los guerreros le hablaban a voces y en Ritión, su lengua natal, mientras que los Tahedoranes utilizaban el Ainari, le era muy difícil captar lo que decían.
Los ojos se le iban hacia Tylse, por más que quería evitarlo. Ella le sorprendió una vez, pero en vez de ofenderse le sonrió y alzó hacia él su pichel. Derguín se ruborizó de nuevo y dio un trago para ocultarse tras la espuma de su cerveza, pero por encima de ella sus ojos volvieron a buscar a Tylse; y ella debió de notarlo, porque sin dejar de hablar con Kratos y Krust giró el cuello y observó a Derguín con una extraña intensidad.
Luego estaban bebiendo en otra taberna. Derguín sospechó que algún genio alado los había transportado hasta allí. Se encontraba apoyado en una balaustrada que se asomaba al río, tal vez a cinco metros de altura. La baranda era alta; de no serlo, sin duda él o alguno de los Ritiones habrían caído de cabeza a las oscuras aguas del Beliar. En algún momento se había hecho de noche. Las tres lunas estaban en el cielo: Rimom en su cénit y Shirta un poco más allá; Taniar había recorrido un tercio de firmamento desde el este y era su luz púrpura la que se reflejaba en el río. No se veían apenas estrellas y el mismo Cinturón de Zenort se divisaba como un borrón blanquecino; aunque Derguín ignoraba si se debía a que las lunas eclipsaban con sus luces todos los demás astros o a la gasa que el alcohol ponía delante de sus ojos. No hacían más que pasarle jarras de cerveza; él, sin apenas probarlas, se las volvía a entregar al siguiente. Su vejiga estaba a punto de reventar y sospechaba que si se soltaba de la balaustrada la tablazón del suelo subiría a encontrarse con su cabeza. Su lengua era un trapo empapado y luego retorcido al sol, aunque teniendo en cuenta las palabras que la mente enviaba a su boca, tanto más daba. Consciente de su miseria física y mental, era, sin embargo, épicamente feliz. Muchos se habrían cortado un brazo por estar en su lugar, agarrando una gloriosa cogorza con aquellos no menos gloriosos Tahedoranes.
En aquel momento Krust salió al balcón desde el oscuro interior de la taberna, con un manojo de jarras y el pichel de Tylse; tras repartir el cargamento, como si hubiera leído el pensamiento a Derguín, propuso un brindis.
—¡Por los viejos héroes que lucharán por la Espada de Fuego! ¡Por mi viejo amigo Kratos May, por mi nueva amiga Tylse de Atagaira, y por el viejo Krust el Grande!
—El Gordo —le corrigió Kratos.
—El Grande. ¡Por nosotros, tres héroes que, al igual que hoy derramamos la cerveza, no vacilaremos mañana en derramar la sangre de los demás!
Tylse agarró a Derguín del hombro y lo acercó a ellos. Para su sorpresa, la amazona le propinó un pellizco en una nalga. Derguín dio un respingo y la miró, y ella le guiñó un ojo.
—Ya que los héroes somos generosos, brindemos también por el resto de nuestros competidores —añadió Krust—. ¡Propongo que bebamos a la salud del asno flatulento de Aperión, y también de ese Austral, Darniburrimaril, o como diantres se llame, y hasta por su Alteza Imperial, el augusto Togul Barok!
Espabilado por el pellizco de Tylse y por la emoción de completar un cuadrado con los tres Tahedoranes, Derguín se animó a beber de nuevo. Kratos debía de estar tan borracho como él, porque por una vez no se le torció el gesto al oír el nombre de Aperión; quizá ni lo había escuchado. Cuando terminaron el trago, Krust chasqueó la lengua y empezó a contar.
—Yo, Krust el Grande…
—El Gordo.
—Tú, Kratos; y tú también, hermosa Tylse; y Aperión, y el Austral, y el príncipe… Me salen seis. Seis candidatos para una sola espada. El caso es que ese número no me gusta. Trae mala suerte, ¿no os parece?
—Cortémosle el cuello a Aperión y así seremos cinco —sugirió Kratos.
—Yo creo, amigos míos —prosiguió Krust, sin hacerle caso—, que Kartine nos tiene reservada una sorpresa. Tal vez en algún lugar se esconde un héroe desconocido, joven y valiente, que no tardará en aparecer. ¡Burp! —El hombretón se tambaleó; los tres se apresuraron a apuntalarlo, por temor a que los aplastara—. Entonces seremos siete y completaremos una Jauka. ¡Eso nos traerá buena suerte! Puede que en el futuro nos conozcan como los Siete Héroes que asombraron a toda Tramórea con sus proezas, aunque tan sólo quedara uno para contarlas.
—Pero ¿quién será el séptimo? —preguntó Tylse.
Más tarde Derguín, al recapacitar, no sabría a qué atribuir su repentina audacia: si a la cerveza, al deseo de brindar como un igual entre los héroes, a las miradas de complicidad de Krust o al pellizco de Tylse.
—¡Si el Gran Maestre lo permite, seré yo, Derguín Gorión!
Esperaba un momento de sorprendido silencio, pero Tylse, como sin darle importancia, le apretó el hombro.
—¡Muy bien, Derguín! ¿Y por qué no te iba a dejar el Gran Maestre?
Derguín se explicó, con la ayuda de Kratos. Lo que el alcohol le robaba de claridad se lo prestaba en vehemencia, de modo que no faltaron recuerdos para las madres de los profesores de Uhdanfiún, y también conjeturas sobre la misteriosa identidad de sus padres. Krust y Tylse se indignaron, y el Ritión tronó:
—¡Pues no será ese viejo carcamal quien nos prive de formar una Jauka! Mañana apareceremos todos en Uhdanfiún y verás si te conceden el séptimo grado o no.
—¡Y hasta el décimo! —le apoyó Tylse.
—¿Por qué diablos mañana? —terció Kratos—. ¡Vamos ahora mismo! Seguro que tienen cerveza fría.
—¡Brindemos por los Siete Héroes! —propuso Krust—. ¡Por la Jauka de la Buena Suerte! ¡Y por Krust el Grande!
—¡Por los Siete Héroes! ¡Por la Jauka de la Buena Suerte! ¡Y por Krust el Gordo!
Y todos apuraron sus jarras.