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Siete son los elementos del mundo.

Seis componen lo material y corruptible:

Agua, aire y tierra, madera, metal y fuego.

Uno solo el que da vida al cosmos eterno:

El plasma, fuego celestial inextinguible

Como eterno es el número siete,

Al que por tres veces, una y dos,

Y cuatro más, dos por sí mismo,

Hay que rendir reverencia.

¡Sublime siete, que gobiernas el mundo!

BRAUNTAS, La Ciudad del Arpa, Proemio

La mañana del 26 de Bildanil, Kratos salió de La joya de Kilur para dirigirse a Alit, sin despertar a Derguín. La ciudadela interior de Koras se asentaba sobre una elevación rocosa conocida como la Mesa, coronada por una planicie en forma de trapecio. Si los Koratanes hubiesen vivido millones de años atrás, habrían sabido que aquella meseta era un vestigio del antiguo suelo de la llanura. Los lejanos antepasados del Eidos y el Beliar habían ido royéndolo, arrastrando sus tierras al mar conforme excavaban con milenaria paciencia lo que más tarde sería el valle del Eidos. Alit era, junto con otros cerros desperdigados por el llano, uno de los escasos testigos de aquel tiempo perdido. Pero aunque sus laderas de color ocre y su compacta y rocosa cima habían salido a la luz poco a poco, como la estatua que surge bajo el cincel del escultor, a los Koratanes se les antojaba más bien una planta que hubiese brotado del suelo primigenio de la noche a la mañana.

Alit era visible desde cualquier punto de la ciudad, no tanto por su propia altura como por el excéntrico edificio que se erguía en su extremo septentrional: Nahúpirgos, la Torre de los Numeristas. Su origen no tenía nada que ver con la orden mística, pues, según las crónicas, ya estaba allí cuando Moghulk, el Rey Loco, fundó Koras. Había quienes conjeturaban que su construcción se remontaba a la era anterior a la Oscuridad, pues en Tramórea no existía desde tiempos inmemoriales sabiduría arquitectónica para levantar tan colosal engendro. La torre estaba encastrada sobre un pináculo de roca de cien metros que brotaba como una excrecencia de la cima de la Mesa. Los primeros veinte metros eran de piedra bruta, natural, si podía ser natural que aquella aguja de roca hubiera germinado en un sitio tan inverosímil: muchos autores, como Dsetses o el propio Tarondas, opinaban que había caído del cielo cuando se produjo la catástrofe que originó el Cinturón de Zenort. El único artificio en aquel primer nivel era la escalera tallada en espiral que los rodeaba. A partir de los veinte metros, brotaban de la torre grandes esferas de roca dispuestas en aparente anarquía. Cada una de ellas, de entre cinco y seis metros de diámetro, ofrecía una estructura interior diferente, ya fuera una cámara única o una serie de celdas. Los Numeristas, que habían acondicionado la torre desde hacía cincuenta años, las usaban según sus necesidades y las posibilidades que les ofrecían, y así las habían convertido en cubículos, estudios, refectorios, bibliotecas, observatorios o incluso en telesterios para sus prácticas más secretas. Cada esfera estaba comunicada con sus vecinas por audaces escaleras que se retorcían en formas vertiginosas y también por sinuosos túneles horadados en la roca. El camino para llegar a la cúspide, la esfera que remataba la torre y en la que moraba el Primer Profesor, era un sendero plagado de revueltas, callejones sin salida y puertas al abismo; tan arduo y laberíntico como la ascensión a la sabiduría y el conocimiento de la auténtica verdad.

La Torre de los Numeristas era la intrusión de una lógica extraña en el equilibrado conjunto de Alit. Nada podía chocar más con las doctrinas de unos filósofos que se complacían en encontrar armonías y relaciones ocultas entre los números naturales y que aislaban en escrupulosa cuarentena aberraciones necesarias como √2. Sin embargo, eran ellos los únicos que después de siglos se habían atrevido a habitar aquel edificio formidable e inhumano para convertirlo en un símbolo de su creciente influencia.

Kratos conocía poco de las esotéricas doctrinas de los Numeristas. Mientras caminaba hacia Alit sus pensamientos estaban muy alejados de la armonía y la perfección universales. Como les ocurría a tantos recién llegados a la ciudad, e incluso a muchos de los propios Koratanes, sentía una mezcla de admiración ante la magnitud de aquel edificio y de repugnancia por su estrambótica silueta.

La torre desapareció de su vista cuando llegó ante la muralla que fortificaba Alit, y Kratos se sintió aliviado ante una arquitectura más familiar. Alit estaba rodeada por un anillo de fortificaciones, como Mígranz; pero en ésta, las murallas formaban círculos concéntricos, mientras que en la ciudadela de Koras dibujaban una espiral que describía tres vueltas completas antes de cerrarse. La puerta del círculo exterior estaba custodiada por diez lanceros y seis espadachines, aparte de los arqueros que pudieran ocultarse tras las troneras superiores. Un oficial se adelantó y le preguntó el motivo de su visita. Kratos levantó el brazo derecho y le mostró su brazalete, decidido a exhibir sus bazas desde el primer instante.

—Soy Kratos May, maestro mayor de la espada. Deseo ser recibido por el Gran Maestre de Uhdanfiún.

El oficial se cuadró ante Kratos, y en su armadura no quedó una sola placa por entrechocar. Ya habían tenido noticias de su llegada y del penoso malentendido del día anterior, le explicó; dos hombres de su guardia lo escoltarían al momento.

Kratos no tuvo más remedio que hacer todo el camino y rodear el recinto amurallado las tres veces que se enroscaba sobre sí mismo. Durante una hora subió entre angostas paredes, mientras veía cómo a siete metros sobre su cabeza corrían las pasarelas que unían a modo de radios los tres anillos y que lo habrían llevado al corazón de la ciudadela en unos minutos. Cuando pasó el último control y se encontró por fin en la cima del cerro, su humor estaba agriado como leche de dos semanas.

Tomaron la amplia avenida de adoquines que subía hacia Nahúpirgos. Para evitar que ésta empequeñeciera todo lo demás, la calle estaba bordeada por ringleras de arces y tilos cuyas copas entretejían un agradable dosel y ocultaban en parte la visión de la torre. A la izquierda se extendía un parque, tras cuyos árboles y setos se adivinaba la mole del Palacio Imperial. A la derecha de la avenida se levantaba el templo de Anfiún, una gran construcción de piedra, y poco más adelante había otros templos de madera más pequeños y armoniosos en los que se adoraba a Pothine, Taniar, Rimom y otros númenes. Escogieron un sendero que pasaba entre ellos, cruzaron otro jardín y pasaron sobre un gracioso puentecillo que salvaba un riachuelo artificial. Tras dejar atrás el templo de Eleris, llegaron por fin a Uhdanfiún.

La escuela de artes marciales había sido durante mucho tiempo una pequeña fortaleza dentro de Alit, pero hacía treinta años Mihir Barok había hecho demoler sus murallas. Ahora, todo lo que delimitaba el recinto de la academia era un seto vivo de la altura de un hombre. Los soldados llevaron a Kratos a la entrada, una simple abertura en la vegetación, coronada por un arco de enredaderas. Bajo él esperaba un joven sentado en cuclillas, con una espada al cinto. Al verlos, el joven se puso en pie y saludó a Kratos con una reverencia, pues ya les había llegado noticia de su visita.

Los guardias dejaron a Kratos con el estudiante. Éste, un Ibtahán del cuarto grado, encantado de servir de guía a un maestro tan afamado como Kratos, se empeñó en explicárselo todo. La academia seguía siendo tal como Kratos la recordaba, aunque ahora, por alguna razón, todo se le antojaba más pequeño. Había casas de madera por doquier, sobrias y limpias. Desde los audaces voladizos de los tejados, las estatuas del dios Anfiún y de toda su cohorte vigilaban con mirada belicosa. En aquellas casas dormían los alumnos, sobre las tablas del suelo o, como mucho, en jergones de esparto, avezándose a soportar el calor en verano y el frío en invierno. Entre ellas se abrían pistas para correr, y también circuitos con obstáculos de todos los tipos en los que los alumnos endurecían sus músculos. En el centro se levantaba un edificio rectangular de piedra gris, la palestra, reliquia solitaria de la vieja academia fundada por Áscalos. Kratos observó complacido cómo los grupos de aprendices e Ibtahanes sudaban al sol, aunque la mañana era fresca.

El alumno lo llevó a un rincón algo apartado de la vista, una pequeña hondonada rodeada por un seto en forma de herradura, y se despidió de él. Allí, sentado en cuclillas junto a un estanque, aguardaba el Gran Maestre. Kratos se arrodilló a poca distancia y esperó a que reparara en su presencia. El superior de Uhdanfiún era un hombre anciano; al ver que estaba tirándoles migas de pan a los peces, Kratos temió que los años hubieran devuelto su mente a la infancia. Pero su espalda se mantenía tiesa como una vara y las fibras de los antebrazos se le marcaban como vetas en madera vieja. Sólo él en Tramórea lucía el brazalete con las diez marcas que, según se decía, era herencia directa del propio Áscalos.

Por fin, el Gran Maestre volvió la mirada hacia Kratos, y éste vio en aquellos ojillos la astucia zorruna que tan bien recordaba. Kratos rozó el suelo con la frente, y el Gran Maestre le tocó la muñeca, un leve contacto por el que los alumnos de Uhdanfiún habrían dado la vida.

—¡Querido Kratos! ¡Qué cara has vendido tu presencia en los últimos años! Traes una gran alegría a estos viejos ojos.

—Más alegría recibo yo de encontrarte tan joven como la última vez que te vi, Gran Maestre.

—Me complace escucharlo de tu boca, pues bien sé que no eres un adulador. No puedo quejarme de como me han tratado los años, pero a mi edad es agradable sentarse aquí al sol. Estaba observando a estos peces tigre que trajeron de Âttim hace unos días; tienen unas costumbres muy curiosas.

El anciano guardó silencio durante unos minutos. Kratos esperó a que le preguntara el motivo de su visita, y mientras lo hacía se le ocurrió que todo lo que hasta ahora le había sucedido en su regreso a Koras parecía una extraña lección destinada a recordarle la olvidada virtud de la paciencia.

—Y bien, hijo, te agradezco que hayas venido a visitarme. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?

—Gran Maestre, tengo un alumno.

—¿Acaso quieres ingresarlo en Uhdanfiún? Eso está arreglado.

—Hace años que ingresó en la academia y estudió el Tahedo con los mejores maestros, pero no llegó a convertirse en Tahedorán.

—¿Cuál es su nombre?

—Derguín Gorión. Es del norte de Ritión, un gran estudiante de la espada.

—El nombre me resulta familiar —comentó el anciano—. Hubo algo hace unos años… No recuerdo bien. ¡Ah, la vejez! ¿Qué deseas para tu alumno?

—Una prueba de gran maestría.

—Así que posee el sexto grado.

—Ganó seis marcas bien merecidas, pero aún es digno de más.

—Si llega avalado por ti, su examen ya está concedido. Con todo, me gustaría verlo antes.

Kratos carraspeó y agachó la mirada.

—Hay un inconveniente, Gran Maestre. No puede esperar al próximo mes de Anfiún. Queda casi un año, y si no se examina ahora mismo no le servirá para nada.

—¿Cuál es la razón?

—Va a participar en el certamen por Zemal. Y sólo quedan tres días.

El Gran Maestre miró a Kratos, entrecerró aún más los ojillos y apretó los labios. Con aquel gesto no parecía el mayor Tahedorán de Tramórea, sino tan sólo un anciano desconfiado.

—¿Te dedicas a presentar candidatos, tah Kratos? Se dice que intentarás obtener la Espada para ti… y yo te alabo, pues no conozco a nadie que la merezca más. ¿Por qué quieres ayudar a otro?

—Es un amigo —respondió Kratos. No mentía del todo, pero la explicación le sonó insuficiente y se apresuró a añadir—: Dos espadas valen más que una hasta que llegue el momento de enfrentarse entre sí.

—Me temo que no será posible. Sabes que las pruebas siempre son en el mes de Anfiún. Entonces podrá examinarse si así le place, pero no ahora. Así lo instituyó Minos Iyar.

—Perdona mi estupidez, Gran Maestre, pero yo creía que esa norma se había establecido hace cincuenta años, en tiempos del Gran Maestre Arkheos, aunque sin duda me equivoco. Antes se podía examinar a un alumno en cualquier momento, siempre que estuviera preparado.

—Bien sabes que quisiera ayudarte, hijo, pero si hago una excepción con él tendré que aplicarla a otros alumnos de nuestra academia que también son Ibtahanes y que no pueden optar a la Espada de Fuego por la misma razón que tu alumno.

—Pero, Gran Maestre, es un favor que te solicito yo, Kratos May. ¿Acaso te he pedido alguna vez algo para mí?

El anciano se puso en pie con rigidez. Su rostro ceroso se había vuelto impenetrable como una máscara funeraria; tanto podría haberlo condenado a muerte como nombrado su heredero. Kratos temió que aquella gélida cortesía fuera el preámbulo de una negativa.

—No es una decisión que deba tomar yo solo, y menos en la precipitación de un momento. Si no fueras tú, ni siquiera tomaría en cuenta esa petición y hasta consideraría que bordea la insolencia. Pero consultaré con el consejo de Uhdanfiún y se te hará saber nuestra decisión antes de que empiece el certamen. —El anciano tomó por el codo a Kratos y le sonrió. La conversación oficial había terminado: nada más sacaría Kratos en limpio—. Ahora, hijo, pasea un rato conmigo y cuéntame cosas de Mígranz y de Hairón. ¡No se verá en muchos años otro guerrero como él!

Kratos siguió los pasos del Gran Maestre y contestó a sus preguntas mientras sus pensamientos corrían en otra dirección. Había intentado convencer al anciano, le había rogado un examen extraordinario para su alumno como un favor personal, pero ¿cómo se lo explicaría a Derguín? A buen seguro que el muchacho no le creería, o cuando menos dudaría de que su maestro se hubiese esforzado lo suficiente por él. Has conservado tu honor, se repetía Kratos. Él te ha salvado la vida, le debes la lealtad del maestro para con su discípulo, por no hablar del juramento que te obliga con Linar, pero tú has conservado el honor. Ahora puedes luchar por la Espada de Fuego sin más trabas.

Suspiró, y él mismo quiso creer que era de alivio, pero la pregunta seguía revoloteándole como un tábano. ¿Cómo se lo explicaría a Derguín?