El 25 de Bildanil, Linar y Mikhon Tiq se separaron de sus compañeros.
Aquel día había amanecido con el aire recién lavado por la lluvia de la noche anterior y el cielo surcado por nubéculas altas que se alineaban paralelas, como espuma en un mar picado por el viento. Pasada la planicie de Umbhart, la Ruta de la Seda se adentró por un extenso robledal. Avanzaron por aquella sombría espesura más de una hora, doblaron una revuelta y se encontraron sin previo aviso asomados al valle del Eidos. A partir de ese punto la calzada empezaba a caracolear de terraza en terraza bajando hacia el llano. Antes de descender por ella, se detuvieron en un mirador protegido por un pretil de piedra, junto a una capillita dedicada a la diosa Ashine. Desde allí se divisaba toda la llanura, que se abría como una inmensa alfombra verde hacia el oeste. Los sembrados, dibujados por caballones, ribazos y acequias que parecían más obra de pincel que de reja o pala, se alternaban con arboledas cuadradas y rectangulares; aquellos bosquecillos no permanecían aislados entre las hazas por obra de la naturaleza, sino porque su madera era necesaria para las construcciones de la ciudad, y cualquier campesino que osara talar un solo árbol en ellos era reo de muerte. Por doquier se levantaban pequeñas columnas de humo, señalando dónde se hallaban las aldeas y caseríos. La Ruta de la Seda atravesaba entre los campos como una flecha, hasta que la distancia la hacía invisible. Pero el aire era tan diáfano que su destino se veía ya desde casi tres leguas: un óvalo amurallado que se derramaba como una gran mancha multicolor en la llanura verde.
—Allí está Koras —señaló Derguín, en un tono tan ambiguo como las sensaciones que le despertaba la visión de aquella ciudad.
Regresaba al escenario de su fracaso; pero también al lugar en el que se decidirían el resto de sus días.
Y allí mismo se despedirían, anunció Linar. Kratos, Derguín y el propio Mikhon Tiq se volvieron, sorprendidos. Siempre habían creído que entrarían juntos en Koras. Linar les explicó que la instrucción de Derguín estaba ya casi completa, mientras que él debía ocuparse de Mikhon Tiq y de otros asuntos urgentes.
Kratos se llevó a Linar a un aparte y le preguntó por su decisión. ¿A quién de los dos elegiría para la Espada de Fuego?
—Si Derguín consigue la séptima marca, ambos os presentaréis ante los Pinakles. Sabrás la decisión cuando me parezca conveniente.
Kratos agachó la mirada. Linar pareció arrepentirse de la sequedad de sus palabras y le comentó que no debía preocuparse, pues cuando aquellos asuntos estuvieran resueltos, él sabría encontrarlos.
—Cuidaos y no os dejéis ver demasiado. Temo a Togul Barok.
—Me preocupa más Aperión.
—El peligro, sobre todo para Derguín, es Togul Barok. Mejor será que no se encuentren.
Mientras tanto, Mikhon Tiq se despidió de su amigo. Aunque él tampoco se esperaba aquella súbita separación, la esperanza de que su verdadero adiestramiento empezara por fin le había iluminado los ojos.
—Cuando nos volvamos a ver, ninguno de los dos será igual que antes. ¡Es nuestra oportunidad!
Derguín trató de sonreír, aunque la visión aún lejana de las murallas de Koras le había encogido el vientre. Se acercaba para él un momento crucial, el primero de varios; habría deseado sentir por sí misino la confianza casi devota que le profesaba Mikha.
—Así que cuando te vuelva a ver podrás convertirme en sapo si te enfadas conmigo…
Mikhon Tiq miró de reojo a Linar, que seguía conversando con Kratos, y bajó la voz.
—No me ha dicho nada, pero creo que voy a conocer a otros como él. Me darán poder, Derguín, poder para ayudarte a conseguir Zemal. Y cuando la tengas, no habrá nadie que nos pueda detener a los dos juntos.
Derguín reconoció en los ojos de su amigo la confianza desmedida que tan bien recordaba de sus días en Uhdanfiún. El rostro aniñado de Mikhon Tiq lo convertía en blanco para las pullas de los matones; él, que era propenso a sobrestimar sus fuerzas, solía rebufar como un gato y se metía en camorras con cadetes que casi le doblaban en tamaño, de modo que al final Derguín tenía que acudir en su ayuda, y más de una vez habían acabado ambos con los ojos morados.
—Ten fe, Derguín. Haremos que muchas cosas cambien. No habrá más espaldas flageladas, ni más inocentes asesinados.
—¡No me recuerdes eso!
Linar llamó a Mikhon Tiq. Los dos jóvenes se miraron. De pronto, Derguín presintió que su amigo tenía razón, que si volvía a verlo ya no sería la misma persona a la que conocía desde niño; y también tuvo la oscura intuición de que, a pesar del optimismo de Mikha, algo los separaría ya para siempre. Los ojos se le llenaron de agua, y para que su amigo no lo viera, le dio un abrazo y le apretó la espalda.
—Cuídate mucho —susurró.
Mikhon Tiq se apartó de él, extrañamente azorado, y montó en su caballo. Linar ya se alejaba hacia el norte sin mirar atrás, por un estrecho camino que zigzagueaba siguiendo el borde sinuoso de la terraza natural. Derguín se quedó mirándolos hasta que se perdieron tras un recodo. Después, él y Kratos emprendieron la última etapa hacia Koras, hacia el tribunal de Uhdanfiún y los Pinakles que habrían de revelarles el paradero de la Espada de Fuego.
Ya era casi media tarde cuando Derguín y Kratos llegaron ante la Puerta de la Seda. A la izquierda se levantaba la muralla antigua, de tiempos de Minos Iyar, y a la derecha la nueva, construida por Mihir Barok para proteger Feryí, el barrio de comerciantes y artesanos extranjeros que había crecido y prosperado al este de la ciudad. Ambos muros eran imponentes, formados por enormes sillares grises que se alzaban hasta los doce metros. Las setenta y siete torres de guardia aún doblaban esa altura.
Se detuvieron ante la puerta, un gran arco rodeado por dos leones de dientes de sable tallados en bajorrelieve y esmaltados de azul y rojo. Por encima de sus cabezas se abrían estrechas aspilleras, tras las cuales acechaban arqueros apenas visibles. El rastrillo de metal estaba levantado, pero a cada lado de la puerta formaban cuatro guardias con largas lanzas. Al verlos a ellos, montados a caballo y armados, abatieron las lanzas hasta formar una V invertida y les cerraron el paso. Un oficial se adelantó. Llevaba en su brazalete tres marcas amarillas de Iniciado.
—Saludos, señores. Debo pediros que desmontéis, por favor.
Kratos bajó del caballo muy despacio, y Derguín lo imitó. Tras ellos, un grupo de campesinos que traían sus carretas a la ciudad se vio obligado a detenerse. Algunos empezaron a murmurar, pero al ver que el problema era entre gentes de armas retrocedieron temerosos de que algún hierro mal guiado se escapara contra ellos.
El oficial se acercó un paso más, con precaución.
—Lo siento, señores, pero no se puede pasar a caballo a la ciudad.
—¿Por qué no? —preguntó Derguín—. La última vez que estuve en Koras no era así.
—Las ordenanzas cambian. Aquí a la derecha están las caballerizas de Koras. Llevad allí vuestras monturas: tendréis que pagar un radial por animal y día de estancia, pero os darán un recibo, y cuando salgáis de la ciudad se os devolverán los caballos.
A Derguín le pareció demasiado caro, pero tenía dinero suficiente y pocas ganas de meterse en líos. Sin embargo, a Kratos no le hacía nada feliz la idea de separarse de Amauro.
—¿Has visto a este caballo? —le preguntó al oficial—. Tan sólo lo dejaría en las caballerizas de Uhdanfiún o del propio emperador, no en un sucio establo de extramuros.
—Los establos de Koras no son sucios, señor.
—No dejaré a Amauro.
—Por mi vida que no pasarás con el caballo, se llame como se llame.
Derguín olfateó violencia en el aire, y recitó las letras de la Protahitéi. Al momento sintió el chorro de energía que fluía en sus venas y la conocida sensación de desgarro en los riñones. El mundo a su alrededor se volvió lento, viscoso. Incluso así, le pareció que la mano de Kratos volaba hasta la empuñadura de Krima y que su espada surgía por arte de magia para trazar un arco perfecto hacia el cuello del joven oficial. Algún milagro detuvo la hasha a un milímetro de su piel. Derguín oyó un tang sobre su cabeza y, sin mirar, desenvainó su espada y saltó hacia Kratos. La flecha que iba destinada al pecho del Tahedorán cayó inofensiva a sus pies, desviada por la hoja de Derguín. Él mismo se asombró de lo que acababa de hacer.
—¡Nooo diiisspaaréeiiss! —ordenó la voz lentificada del oficial.
Los ocho soldados de la puerta apuntaban sus lanzas hacia ellos, preparados para cargar; pero se habían dado cuenta de que tenían ante sí a maestros de la espada y no atacarían a la ligera. El brazo de Kratos formaba con su espada una recta que acababa junto al garguero del oficial. La kisha parecía apuntalada por una columna de granito y no temblaba un milímetro. Los ojos del oficial habían reparado ahora en el brazalete de Kratos; era evidente que estaba contando marcas y que cuando llegó a la novena cayó en la cuenta de con quién se las tenía.
—Tah Kratos, si alguien ha de cortarme la cabeza, será un honor para mí que lo hagas tú. Pero he jurado cumplir las órdenes. No puedo permitir que pases de aquí con el caballo.
Los soldados de la puerta se miraron de reojo; arriba, tras la aspillera, los arqueros comentaron en susurros el nombre del Tahedorán y la prodigiosa rapidez del joven que lo acompañaba. Derguín los vigilaba, esperando que la primera exhibición fuera suficiente. Acelerado como estaba, la discusión entre Kratos y el oficial se le hizo eterna.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Kratos, sin apartar la espada.
—Amorgos, tah Kratos.
—Veo que eres hombre de honor, Amorgos. El nombre de mi caballo es Amauro. Mientras esté en Koras lo dejo a tu cuidado. Confiaré en ti… aunque sea en estos días lamentables en que un Tahedorán debe entrar en la ciudad como un vulgar mercader.
—Me sentiré muy honrado de cuidar al noble Amauro y responderé con mi vida de que se te devuelva en perfecto estado para que puedas competir por la Espada de Fuego.
Kratos envainó la espada, no sin antes besar su empuñadura, mientras Derguín pronunciaba la fórmula que deshacía el efecto de Protahitéi.
—¿Acaso se ha hablado de mí en un pregón público? —preguntó Kratos.
—¿Qué otra cosa puede buscar en estos días un Tahedorán que no visita Koras desde hace años? En cuanto al joven señor que te acompaña, parece por su habilidad que también es un maestro mayor.
—Aún no, pero pronto lo será —respondió Kratos, orgulloso.
Dos funcionarios se llevaron sus caballos tras entregarles un recibo. Un mozo muy flaco se les acercó y les ofreció cargar sus fardos en una carretilla y llevarlos a donde ellos quisieran. Antes de despedirse, el oficial les firmó un salvoconducto en una tablilla de madera, pues al parecer también había controles entre los diversos barrios de la ciudad.
—Lo hago por el bien de los soldados que guardan las puertas —añadió, con cierta sorna.
Supieron así que el tráfico en el interior de la propia ciudad estaba cada vez más restringido por rígidos reglamentos. Obra sobre todo de los Numeristas, que habían inculcado a las autoridades su amor por las normas geométricas, les informó Amorgos casi en susurros. Uno de aquellos filósofos asesoraba al emperador y otro era preceptor del príncipe.
Entraron en la ciudad seguidos por el porteador, que arrastraba la carretilla con una agilidad sorprendente en alguien tan flaco. Atravesaron una zona de silos y cobertizos donde se almacenaban las mercancías que llegaban por la Ruta de la Seda hasta que pasaban la inspección de los funcionarios. Era también lugar de comerciantes y mercadillos, aunque la manía ordenancista había robado espontaneidad y animación a toda aquella actividad. De alguna manera, tanto los que compraban como los que vendían se movían como si participaran en una danza ritual, y sus voces sonaban amortiguadas por la sordina de un temor indefinible. Siempre que era posible, los viandantes se constreñían a la parte izquierda de la calle, de modo que los que iban no estorbaran a los que venían. Pero cuando el roce era inevitable, escondían las manos en las mangas, agachaban la cabeza y soslayaban los hombros, de suerte que en medio de la multitud uno podía cruzar media ciudad sin tocar la piel de otro hombre.
Kratos le agradeció a Derguín que hubiera detenido la flecha destinada a su pecho. Su rapidez le había impresionado; aunque, añadió, el mérito era en parte suyo, por haberle hecho practicar con cebollas y nabos. El elogio hizo ruborizarse a Derguín.
—Al menos ese oficial ha demostrado que el sentido del honor Ainari se conserva —prosiguió Kratos—. Veo que en Uhdanfiún mantienen los viejos principios.
Derguín torció la cabeza a la izquierda y escupió en el suelo.
—Eso es lo que pienso de los viejos principios de Uhdanfiún.
Su propio impulso lo sorprendió. Kratos torció el gesto y le preguntó por qué lo había hecho.
—No pretendía ofenderte, tah Kratos.
—Ni yo quiero ofenderme contigo, pero no me parece correcto que desprecies a quienes hicieron de ti lo que eres.
—¿Lo que soy? Sólo soy un maestro menor. Si alguna vez me convierto en Tahedorán no será gracias a ellos, sino a su pesar.
El sol empezaba a bajar y les daba justo en la cara, pues la calle se encaminaba recta hacia el centro de la ciudad, en el oeste. El aire refrescaba y aquel calorcillo en el rostro era agradable, aunque producía cierta modorra. Kratos miraba a los lados, buscando alguna posada que tuviera buen aspecto.
—Yo preferiría ir a la derecha —le dijo Derguín—, a Feryí. Allí habrá menos guardias, y conozco varios lugares que no están mal.
Kratos se encogió de hombros.
—En este caso, tú eres el maestro y yo el discípulo. Llevo muchos años sin venir a Koras, y además —añadió con resquemor— tú tienes el dinero.
El padre de Derguín, pese a las protestas de su hermano Kurastas, le había entregado una bolsa con una cantidad de imbriales más que suculenta. En cambio Kratos se había convertido, después de su huida, en un guerrero errante que, de no ser por la tarea encomendada por Linar, habría tenido que ganarse la vida enseñando esgrima o trabajando de matón para cualquier señor acaudalado.
—Lo que posee el discípulo pertenece en realidad a su maestro —dijo Derguín, recurriendo a un viejo proverbio, pues había percibido la amargura de Kratos y quería mitigarla—. Te llevaré a un sitio donde podremos cenar bien.
Se hallaban en el distrito de Dámkar. La calle, prolongación de la Ruta de la Seda, seguía recta hacia el sol y se veía rodeada por casas de madera pintadas en vivos colores y festoneada de árboles y macizos de flores. Más adelante subía hacia el cerro en el que se asentaba Alit, la ciudadela interior, sobre la que destacaba la altísima Torre de los Numeristas como el dedo de un dios loco. Allí, tras la muralla que subía en espiral, se encontraban el palacio imperial y Uhdanfiún, entre otros edificios oficiales. Pero mucho antes de llegar se desviaron hacia la derecha por otra calleja más estrecha. Conforme se apartaban de la arteria principal, las viviendas eran más humildes, aunque seguían ostentando la limpieza y el gusto por la simetría típicos de los Koratanes.
Pronto se encontraron atascados en un callejón abarrotado de gente. El mozo que llevaba la carretilla les explicó la razón: poco más adelante se levantaba una tapia de ladrillo de unos cinco metros de altura, que separaba un barrio de otro. Seis soldados hacían guardia en ella y pedían la documentación a todo el que quería pasar por la puerta, con lo cual se había formado una cola de más de cien personas.
—No se puede ir de un barrio a otro sin autorización —explicó el mozo.
—Lo que nos había advertido el oficial —bufó Derguín—. Las cosas son peores aún que cuando yo vivía aquí.
—Con todo respeto, señor —respondió el mozo—, las normas del emperador demuestran su sabiduría. Todo está más tranquilo desde que la gente sólo cruza de un barrio a otro cuando tiene trabajo que hacer.
Para demostrarles lo que decía, les enseñó orgulloso una cédula de papiro por la que se le autorizaba, como porteador, a moverse con libertad por todo Koras, excepto la ciudadela. Derguín resopló al contar hasta cinco firmas oficiales, perdidas entre volutas y ringorrangos. Así no se puede vivir, masculló.
Kratos se abrió paso en la cola a fuerza de codos y hombros y les dijo a Derguín y al porteador que lo siguieran. Hubo un coro de protestas, pero se acallaron cuando vieron que se trataba de dos guerreros armados. Al llegar ante los guardias, Kratos les enseñó el salvoconducto que le había firmado Amorgos. Los soldados se cuadraron ante ellos y los dejaron pasar. Mientras se alejaban de la puerta, Derguín oyó que alguien los llamaba «bastardos arrogantes», y pensó que no todo el mundo estaba tan satisfecho con el nuevo orden como su porteador.
Aún tuvieron que atravesar dos controles más antes de llegar por fin a Feryí. Ya en el distrito de los extranjeros, se desviaron hacia la izquierda, a poca distancia de la muralla vieja, y siguieron el curso del Beliar, un afluente del Eidos que bañaba la parte oriental de la ciudad. No era ancho, pero sí profundo, y con las lluvias del otoño bajaba tumultuoso. Allí había más suciedad que en las calles de Dámkar, y abundaba más el ladrillo que la madera, pero a cambio reinaba un desorden espontáneo y, a su manera, agradable. Las ropas eran variadas; un batiburrillo de lenguas confundía los oídos y allí las manos servían para tocar y no tan sólo para rellenar las mangas. Se detuvieron junto a un edificio de piedra de tres pisos que se asomaba sobre el río. En el soportal colgaba un cartelón de madera recién pintado. «La joya de Kilur», rezaba. Derguín conocía la cocina de aquella posada porque más de una noche libre había cenado en ella; y también sabía algo de las habitaciones y de lo cómodas que eran sus camas, aunque esto no se lo contó a Kratos.
Tras despachar al mozo, al que dieron dos ases y uno más de propina, alquilaron dos habitaciones pequeñas del cuarto piso, que daban al río. El posadero les explicó sus ventajas: las ventanas tenían mosquiteras y a esa altura del año apenas subían olores. Después visitaron los baños del piso inferior, donde se quitaron a la vez el cansancio y la mugre del camino mientras disfrutaban de sendas jarras de cerveza fría. Cuando ya tenían los dedos como uvas pasas, se vistieron, entregaron la ropa sucia a una criada y entraron al comedor. Allí, rodeados de alegres comensales, en su mayor parte Ritiones, cenaron verduras crujientes, patatas asadas y pato en salsa de ciruela servido en tiras sobre finas obleas. El posadero, que recordaba a Derguín, los atendió en persona y, cuando vio que pedían una segunda botella de vino, los invitó a una que él mismo subió de la bodega. Antes de descorcharla tuvo que limpiarla de polvo y telarañas; al parecer, era de la opinión de que la suciedad le daba una pátina de prestigio a sus caldos. Se lo sirvió en anchas copas de cristal de Pashkri y esperó paciente a que le dieran su opinión. Kratos hundió la nariz en la copa y aspiró el aroma antes de revolver el vino en su boca. Excelente, reconoció, y brindó con Derguín por segunda vez.
—Una noche es una noche —dijo el muchacho, olvidándose de los gastos.
El futuro parecía corto: pronto se convertiría en Tahedorán (así se lo aseguraba el calor del vino), y después de eso vendría el certamen por la Espada de Fuego. Si triunfaba, sería el Zemalnit y no necesitaría el dinero (o eso creía), y si fracasaba, sin duda estaría muerto.
Mientras les servía, el posadero se quejaba de que las cosas no le iban bien, como suelen hacer los hombres de negocios en todo tiempo y lugar. Los guardias estaban cada vez más encima de ellos, y de seguir así acabarían con la animación y la prosperidad del barrio. ¿Acaso el emperador se preocupaba ahora por la moral pública?, le preguntaron. La culpa era de los Numeristas, contestó el posadero, y sobre todo de ese chinche de Brauntas, añadió en susurros.
—¿Quién es Brauntas? —le preguntó Kratos a Derguín mientras apuraban la segunda botella.
—Es un filósofo Numerista, uno de los dos Segundos Profesores. Es bastante conocido en Áinar y en Ritión por sus libros. Tiene tratados de política matemática y de ética matemática.
—¿Qué tienen que ver la política y la ética con los números?
—El número lo es todo para los Numeristas, como su propio nombre indica. El cosmos es orden, armonía, proporción, y cada cosa ocupa un lugar inmutable y perfecto: las estrellas, los cuerpos geométricos, los seres vivos…
—Y los hombres.
—Sí. Todos tenemos un sitio determinado: los guerreros arriba, los comerciantes y artesanos en el medio, los campesinos abajo… Y los filósofos controlándolos a todos. Es imposible que nadie se mueva de su puesto, ya que eso atentaría contra la naturaleza, lo cual es una contradicción lógica.
Derguín levantó la mano para pedir más vino, aunque ya empezaba a notar que la lengua se le hinchaba como un trapo.
—Sin embargo —añadió, sarcástico— si fuera de verdad imposible no tendrían que dictarse normas para ayudar a la naturaleza. Lo que estamos viendo ahora ya lo leí hace tiempo, en La Ciudad del Arpa, una obra de Brauntas que habla de una sociedad perfecta. A mí me pareció la pesadilla de un loco, pero parece que se la han tomado en serio.
La conversación siguió por derroteros cada vez más abstractos y profundos, como suele ocurrir cuando el vino se adueña de las mentes y las lenguas. A Derguín no le extrañaba que las ideas de los Numeristas tuvieran tanto éxito, ya que fortalecían la tendencia imperial a acumular poder y a controlarlo todo por medio de la burocracia. Kratos reconoció que, aunque nunca había sido un entusiasta de los filósofos, el orden y la organización le agradaban. Derguín le contó que él mismo había estudiado un tiempo con un Numerista.
—Fui una especie de discípulo oficioso de un Sexto Profesor. Aunque estaba en el penúltimo nivel, me enseñó muchas cosas. Era un tipo curioso. Se llamaba Ahri y procedía de Pashkri, pero llevaba media vida en Áinar. Tenía intereses de lo más variado: las matemáticas, la música, las mujeres…
—¿Las mujeres? Eso le interesa a cualquiera.
Brindaron por las mujeres, y Derguín prosiguió.
—Pero a él le interesaban demasiado. Solía cojear, porque se había hecho un esguince al saltar desde el balcón de una dama y al mínimo traspié se le resentía el tobillo. Decidió aprender a defenderse por si volvía a meterse en líos, así que cuando lo conocí en la biblioteca del Templo de Himdewom llegamos a un acuerdo.
—¿Qué hacía un estudiante de Uhdanfiún perdido en una biblioteca?
Derguín confesó que pasaba allí la mayor parte de sus horas libres, y gracias a eso se había hecho amigo del ilustre geógrafo Tarondas, con el que aún se escribía desde Zirna. Fue Tarondas quien le presentó a Ahri, y ambos llegaron a un pacto prohibido: Ahri le enseñaría los procedimientos mnemotécnicos y de cálculo de los Numeristas y Derguín le iniciaría en los secretos de la esgrima y la lucha sin armas.
—Era la única manera de estudiar todo lo que quería. Los días se me hacían muy cortos. Me pasaba horas por la noche con el candil encendido encorvado sobre la mesa de nuestra cabaña, mientras Mikhon Tiq roncaba, y a la mañana siguiente las piernas me temblaban cuando entrenaba en la palestra.
—¿Qué estudiabas?
—Lenguas, historia, geografía, astrología, todo… —Las pupilas de Derguín brillaban con pasión—. Gracias a él aprendí a leer diez veces más rápido y a memorizar como un Numerista. Si alguien se hubiera enterado de que él me estaba enseñando lo habrían expulsado de la Orden… como a mí me expulsaron de Uhdanfiún.
Derguín se quedó callado. Quería y no quería contar por qué lo habían expulsado de allí. La timidez y la culpa le imponían el silencio, pero llevaba días escuchando a Kratos cantar las excelencias del honor de Uhdanfiún y estaba estragado. El vino tomó la decisión por él, y antes de darse cuenta se encontró remontándose a dos años atrás.
Él tenía entonces diecisiete años, como Mikhon Tiq, y era otoño: la época en que los maestros de Uhdanfiún llevaban a los estudiantes a parajes apartados para acostumbrarlos a dormir al aire libre, hacer marchas agotadoras, nadar, escalar montes, orientarse en la espesura y aprender a cazar.
—Una buena preparación para la vida de un guerrero —opinó Kratos.
—Supongo que sí. Pero Mikha lo pasaba mal. En aquel entonces no era tan alto como ahora y estaba aún más delgado. Le llamaban «la niña» y le hacían la vida imposible. Además, no conseguía superar la segunda marca con la espada, cuando muchos de nuestra edad ya tenían la tercera y algunos la cuarta.
—Tú ya habrías conseguido la sexta…
—Sí. Yo le defendía siempre que podía. Había un grupo de chavales que andaban como moscones en torno a un tal Deilos. Todos ellos eran Ainari y de buenas familias. Le hacían la vida imposible a Mikha. En el comedor, le ponían la zancadilla para que se le cayera la bandeja y lo arrestaran; metían renacuajos en su cama; cuando le tocaba hacer guardia iban a tirarle piedras a su puesto… No perdían ocasión de molestarle.
»Entonces nos llevaron a acampar a un lugar de Umbhart. Estuvimos durante días aislados en el monte, practicando la forma de construir refugios, de encontrar agua y de tender trampas a todo lo que se moviera. —Derguín soltó una carcajada—. Lo peor luego era comerse lo que atrapábamos. Una noche, Deilos y otros cuatro… Me acuerdo de sus nombres: Merkar, Taifos, Bhratar y Tauldos —enumeró Derguín, con la prolijidad de los borrachos—. Pues ésos vinieron a despertarnos. Mikha y yo dormíamos con Mandros, un chico del norte de Ainar, en un chamizo que habíamos levantado entre una piedra y un fresno. Ellos cinco se habían tiznado la cara con carbones, así que parecían demonios. Pero por una vez no venían a molestarnos, sino a decirnos que fuésemos con ellos para participar en la Cacería Secreta.
La Cacería Secreta… Como todos los estudiantes de Uhdanfiún, Derguín había oído hablar de aquel rumor que corría de cabaña en cabaña. Nadie sabía a ciencia cierta en qué consistía. Algunos aventuraban que podía tratarse de matar leones de dientes de sable o bestias aún más formidables; pero otros decían que en Áinar ya no quedaban tales fieras y que para encontrarlas había que cruzar la Sierra Virgen. Como fuere, Mikhon Tiq vio en aquella invitación una tregua con el grupo de Deilos, así que convenció a Derguín para que aceptaran. Con unos palos requemados de la hoguera se pintaron la cara como guerreros bárbaros, ahogando las risas para que los instructores no pudieran oírlos.
Caminaron durante más de una hora, guiados por Deilos, sin dejar de bajar por un terreno plagado de quebradas y breñales. Derguín, temiendo que los llevaran a un barranco para despeñarlos a oscuras, se mantenía a la cola de la comitiva. Pero durante todo el camino se mostraron amigables con ellos, sobre todo con Mikhon Tiq, al que palmeaban en la espalda, le pasaban la bota de vino y le prometían que aquella noche iba por fin a ser un hombre. Derguín sabía lo que para algunos alumnos significaba «hacer a alguien un hombre», pero llevaba la espada al cinto y sabía que los demás sabían que él era capaz de desenvainarla antes que nadie.
El monte se acabó por fin y llegaron a una vega sembrada de huertos. Un sendero rodeaba los cercados, pero ellos caminaron por sus bordes para pisar la hierba y no hacer ruido. Aunque eran ocho, les habían enseñado a moverse de noche como gatos, de suerte que quien se hubiese cruzado con aquellas figuras silenciosas habría pensado que se trataba de un cortejo de duendes o fantasmas. Uno de ellos, Merkar, llevaba un arco, pero había envuelto las flechas en trapos para que no chocaran en la aljaba. Deilos se detenía a veces y se chupaba un dedo para comprobar de dónde soplaba el aire y caminar de cara a él. «Es para que nuestra presa no pueda ventearnos», susurró, y sus amigos sofocaron las risas, mientras Derguín se preguntaba si los habrían llevado tan lejos sólo para cazar gamusinos.
Tras atravesar una cañada llegaron a un pequeño valle atravesado por un río. Allí había un humilde pago, no más de seis o siete chozas. Deilos se puso contra el viento y se acercó sigiloso, indicando a los demás que lo siguieran. Derguín pensó que iban a robar gallinas o tal vez un cerdo, y le corrió por el cuerpo el calorcillo de lo prohibido a la vez que se le hacía la boca agua. Había una cabaña un poco más apartada, y a ella se dirigieron tras pasar la barda de una tapia. Un perro dormitaba en la puerta; tal vez era muy viejo y estaba medio sordo, o ellos habían aprendido de verdad a moverse como sombras, porque el perro siguió roncando. Deilos desenvainó la espada y le cortó la cabeza. Al animal no le dio tiempo ni de soltar un gañido, pero el asesinato de su compañero despertó a los demás perros de la aldea, que desataron un coro de ladridos. Se oyeron algunas voces en las otras chozas que más parecían irritadas por los perros que alertadas por sus avisos. Taifos, que tenía un corpachón como dos de sus compañeros juntos, le dio una patada a la puerta de la cabaña y entró corriendo. Derguín se quedó paralizado unos segundos, sin entender ni qué estaba pasando ni qué demonios hacían allí.
Entonces entró a sacar a Taifos, algo de lo que se arrepentiría toda su vida. Allí hacía calor y reinaba un olor rancio a humo, sudor y ropa mojada. En el hogar quedaban unos rescoldos, a cuya luz se podían distinguir los bultos de muchas personas que dormían allí, tal vez ocho o nueve. Un hombre corpulento se levantó a la derecha de Derguín blandiendo una hoz. Derguín reaccionó por reflejo. Cuando se quiso dar cuenta, su espada ya estaba fuera de la vaina y el hombre se tambaleaba sin cabeza. Le pareció que su cuerpo tardaba una eternidad en desplomarse, y evocó la absurda imagen de un pino aguja cayendo en los bosques de su tierra. Entonces sonó un chillido, y luego muchos más, histéricos y agudos como cristal rayado, y todo se aceleró. Una mujer se arrojó sobre el cuerpo del campesino, se abrazó a él y se puso a llorar y a soltar alaridos junto a su cuello sin cabeza. Deilos, que había entrado después de Derguín, le tiró un tajo a la mujer y le hundió su espada de la clavícula al pecho. Derguín se volvió aturdido a los lados, esperando un ataque que no llegaba. Los chillidos le habían hecho sentirse amenazado, pero se dio cuenta de que allí no había más que crios berreando y salió corriendo de la cabaña.
—¿Qué pasa, qué pasa? —le preguntó Mikhon Tiq, agarrándole el brazo.
En las demás chozas ya se oían voces de alarma y empezaban a aparecer sombras.
Derguín tiró de Mikhon Tiq y echó a correr sin mirar atrás. Seguían llegándoles gritos, y entre ellos había alaridos de niños, pero en aquel momento no quiso darse cuenta.
—¡Corred, idiotas! —les gritó Deilos, mientras los adelantaba.
Al oírlo, Derguín apretó aún más la carrera. Los demás venían muertos de risa, y Mikhon, que no se había enterado de nada, también se reía. Derguín le abroncó para que se callara, pero no le explicó por qué. Corrieron y corrieron; estaban acostumbrados, porque desde hacía años todos los días tenían que trotar una hora antes de desayunar. Derguín no dejaba de pensar en cómo había decapitado a aquel campesino. Había entrenado la Yagartéi, desenvainar y tajar hacia la derecha a la altura de la cabeza, casi desde que tenía uso de razón, pero era la primera vez que se le interponía un cuello de verdad. Y lo curioso era que no pensaba en el hombre al que había matado ni en los chillidos de su mujer, sino en cómo había ejecutado la técnica. Una y otra vez veía la hoja de la espada trazando un arco delante de sus ojos, y sentía en su hombro y su muñeca la leve resistencia que le había ofrecido la carne humana; estaba embriagado por la facilidad con que lo había hecho.
Se detuvieron en una alameda junto al río. Sólo entonces reparó Derguín en que Taifos cargaba una especie de fardo al hombro. Cuando lo dejó caer al suelo, vio que el bulto era una muchacha. No tendría más de doce años, y daba unos sollozos tan quedos que hasta entonces no la había oído.
Deilos se acercó a Mikhon Tiq y le dio una palmada en la espalda.
—Ahora te vas a hacer hombre por fin. Pero nos toca primero a nosotros.
Taifos se puso detrás de la chica, le agarró los brazos y tiró de ellos hacia atrás. Grilo sacó un cuchillo y le rasgó la túnica, lo único que la pobre muchacha llevaba para dormir, y la dejó casi desnuda. Ella dejó de sollozar y empezó a chillar, pero Taifos le juntó las muñecas con una de sus manazas y con la otra le tapó la boca. Grilo se puso de rodillas, metió sus piernas entre los muslos de la chica para separarlos y empezó a sobarle los pechos. Derguín estaba paralizado. Mientras sus compañeros esperaban excitados a que les tocara el turno, él seguía viendo su espada segando una y otra vez el cuello del campesino.
Mikhon Tiq le apretó el hombro y susurró:
—No dejes que lo hagan, Derguín.
Lo que más recordaba era cómo le había sonado su nombre entonces, Derguín, como una campana de plata. La chica estaba agitándose y pataleando en vano contra Deilos, que la abofeteó y se bajó las calzas. Ni el propio Derguín se creyó lo que estaba haciendo cuando le puso la hasha en el cuello. Al notar el frío del metal, Deilos se quedó quieto. Después se volvió muy despacio y vio que era Derguín quien le amenazaba.
—Déjala en paz.
—¡Vete a la mierda!
Derguín tiró de la espada con suavidad, como si fuera una navaja de afeitar, y abrió un corte en el cuello de Deilos. Éste se puso en pie como si tuviera un resorte, tapándose la herida. Después trató a la vez de subirse las calzas y desenvainar su arma. En ese momento Derguín podría haberlo convertido en rodajas, pero no se atrevió. Cuando por fin tuvo la espada desnuda y el trasero cubierto, Deilos le amenazó.
—Lárgate ahora mismo con ese marica de amigo que tienes. Mañana os arreglaremos las cuentas.
Sus compañeros estaban detrás de él, pero nadie más desenfundó el acero. Mikhon Tiq sí lo hizo, y se plantó a la izquierda de Derguín con la espada en guardia.
—Ya habéis oído a Derguín. Dejad a la chica en paz.
—¡Por favor, no os pongáis nerviosos! —intervino Mandros, su compañero de vivac; no quería malquistarse con ellos, pero también se había excitado al ver el cuerpo de la muchacha y ansiaba recibir su parte.
—¡Sois imbéciles! —los insultó Deilos—. Sólo es una campesina. No hemos dejado con vida a nadie de su familia. ¿Qué más da pasárselo bien un rato con ella antes de matarla?
Derguín no sabía cómo salir de la situación, pero incluso en la oscuridad los ojos de la chica se veían muy blancos, y no dejaba de gemir bajo la implacable mordaza de Taifos.
—Tú has matado a su padre —dijo Deilos—, así que no nos digas ahora lo que tenemos que hacer.
Derguín le miró con odio. Tal vez fue entonces cuando se dio cuenta de que no había realizado una técnica de Yagartéi, sino que había asesinado a un hombre, a alguien que hasta hacía unos minutos había respirado, comido y bebido, y sin duda había amado. Sin argumentos que oponer, se limitó a repetir:
—Dejadla en paz. Que se vaya.
—¿Qué harás si no la dejamos?
El tono arrastrado y burlón de Deilos siempre había sacado de quicio a Derguín. Se hallaban ambos de frente, a distancia de combate y con las espadas terciadas a cuarenta y cinco grados. Deilos era un Ibtahán con cinco marcas, uno de ios mejores espadachines entre los alumnos. Aún así, Derguín se arriesgó, y en vez de tirar a matar probó una técnica más difícil. Dibujó un molinete con la espada, trabó la de su rival y la apartó, entró en su distancia y le golpeó bajo la barbilla con el pomo. Deilos cayó al suelo como un saco. Derguín se encaró con Taifos, que seguía sujetando a la muchacha.
—Suéltala ahora mismo.
Taifos miró a Derguín con sus ojillos de jabalí. Era mucho más fuerte que él, pero la espada estaba de por medio y era un argumento persuasivo. Merkar, que llevaba el arco, hizo ademán de sacar una flecha de la aljaba. Mikhon Tiq se precipitó hacia él y le plantó la punta de la espada a un palmo de la cara.
—Ni se te ocurra moverte.
Mikhon Tiq estaba más sereno que Derguín; sin duda, disfrutaba de aquella ocasión para vengarse de todas las humillaciones y, si Merkar hubiese movido tan sólo una pestaña, lo habría degollado.
Por fin, Taifos soltó a la muchacha. Ella se acurrucó un segundo, se recompuso la ropa como mejor pudo y salió corriendo. No volvieron a saber de ella. Habían aniquilado a su familia, así que tal vez murió de hambre; pero Derguín tenía la esperanza de que le quedara algún tío o primo que se hiciera cargo de ella o de que algún aldeano la tomara por esposa.
Taifos recogió a Deilos del suelo, lo reanimó con unas palmadas y miró a Derguín con cara de asesino.
—Ya te pillaré sin la espada y te romperé todos los huesos. Y a ti, mariquita —añadió, dirigiéndose a Mikha—, te vamos a hacer lo que no nos has dejado hacer con esa zorra.
—De momento lo mejor que podéis hacer es largaros de aquí —respondió Derguín. Ahora que la muchacha a la que había dejado huérfana ya no estaba, se sentía más tranquilo—. Merkar, deja el arco en el suelo.
—Y una…
Derguín se acercó a él y le puso la espada aún más cerca que la de Mikhon Tiq.
—¡Déjalo, te digo! Mañana te lo devolveremos.
—Por fin se fueron, no sin antes amenazarnos con todos los sapos del infierno, y Mandros se fue con ellos. Mikha y yo nos quedamos solos, y fue entonces cuando vomité —prosiguió Derguín—. Cuando llegamos al campamento ya nos estaban esperando. Los instructores nos obligaron a entregarles las espadas y nos ataron a un árbol. A los dos días regresamos todos a Koras, pero Mikha y yo lo hicimos encadenados. Nuestra falta era haber desenvainado las espadas contra unos compañeros; los instructores no quisieron escucharnos para saber quién tenía la culpa, y les importó un comino cuando les conté que todo había sido por culpa de una razia contra los campesinos.
»Luego descubrí que la matanza que habíamos llevado a cabo en aquella aldea no era nada insólito; que la Cacería Secreta, en realidad, consistía en eso. El procedimiento siempre es parecido. En alguna comarca los campesinos se muestran levantiscos, o no entregan suficiente grano o lo hacen en malas condiciones. Los informes llegan a Uhdanfiún y, qué casualidad, se organiza un vivac en esa comarca. Los instructores hablan con los cabecillas de los alumnos, y éstos organizan, como si actuaran por su cuenta, una extraña expedición nocturna. Así los guerreros reciben su primer baño de sangre y, de paso, se siembra el terror entre los campesinos, que no saben de dónde les viene el ataque.
»Yo recibí mi baño de sangre, también: decapité a aquel hombre con una Yagartéi perfecta. Ni siquiera tenía que sentir remordimientos por haber dejado viuda a su mujer y huérfanos a sus hijos, ya que los matamos a todos y no tuvieron que pasar hambre. ¡Ah, se me olvidaba la muchacha! —añadió Derguín con sarcasmo, mientras se enjugaba las lágrimas que desde hacía un rato bañaban sus mejillas—. Supongo que hice mal en respetar su vida. Supongo que por eso atenté contra el honor Ainari, y que por eso cuando llegamos de vuelta a Uhdanfiún a Mikha y a mí nos sometieron a una corte marcial, rompieron en público nuestras espadas, nos flagelaron y nos enviaron de vuelta a casa, deshonrados.
»Es verdad que nosotros los Ritiones nunca podremos competir con los Ainari en honor. No concebimos la gran gloria de atacar a nuestros propios campesinos, indefensos en la noche, para ejercitar nuestras armas. Esas muestras de valor las dejamos para los Ainari…
Derguín se calló por fin y vació el resto de su copa de un trago. Kratos le miraba, con un nudo en la garganta.
—Espero que me creas cuando te aseguro que mientras estuve en Uhdanfiún nunca participé en la Cacería Secreta, aunque sospechaba en qué consistía. —Kratos suspiró y añadió—: Albergaba dudas sobre ti, Derguín. Temía que te hubieran echado de la academia por indisciplina, o por falta de temple. Pero obraste bien. Yo habría hecho lo mismo.
—Asesiné a un campesino.
—Actuaste por reflejo, como te habían enseñado. Cuando tuviste ocasión de obrar voluntariamente, tomaste la decisión correcta.
—Sí, actué por reflejo… ¿En qué clase de amenaza nos convierten, Kratos, que podemos decapitar a un hombre sólo por reflejo, como otros aplastan a un mosquito?
Kratos no contestó.