«OH, DIOSA ROJA DE LA SANGRE, HERMOSA LLAMA
DE LOS CIELOS, REVÉLAME TUS SECRETOS MOVIMIENTOS
PARA QUE EL AIRE SILBE Y ENSORDEZCA A MIS ENEMIGOS
Y PARA QUE MI KISHA SEA CEGADORA COMO
EL RELÁMPAGO DE MANÍGULAT, REY DE LOS DIOSES,
EN LA OSCURA NOCHE.»
Así se dirigió Derguín a Taniar, como era preceptivo antes de realizar Taniarimya; pues era la propia luna roja quien le reveló aquella Inimya a Áscalos, el creador del arte de la espada tal como hoy se conocía. Derguín contó hasta diez latidos y concentró en ellos las energías que desencadenaría en poco más de un minuto. La brevedad de Taniarimya, primera serie de maestría, enmascaraba una dificultad extrema. Siete pasos a la espalda de Derguín, Kratos había tallado dos muescas sobre la corteza de un abedul. Aquella cruz debería medir la precisión de su acero.
Tras los diez latidos, Derguín contuvo el aliento y guardó el aire unos segundos. Después, dejó que las fuerzas que había contenido rompieran el dique, las proyectó en un grito de guerra y saltó hacia delante. Su espada desapareció de la vista, convertida en un silbido de aire y una lluvia de estrellas fugaces. El cuerpo de Derguín dibujó un baile en el que brazos y piernas, caderas y hombros formaban figuras imposibles, saltando por encima de su propia arma, volteándose, clavándose de bruces en el suelo para brincar al instante como un gato. Luego se quedó inmóvil antes del último movimiento, el más preciso y difícil. Aguantó otros diez latidos y se arrancó en una serie de seis giros hacia atrás, cada uno en una posición más comprometida que la anterior, acabando con enemigos imaginarios en las ocho direcciones del horizonte sin llevar nunca la vista al abedul que cada vez estaba más cerca de su espalda. Tras el sexto giro, Derguín saltó hacia atrás, se volteó con un tirón de las caderas y lanzó el golpe final, acompañándolo con un grito salvaje y con todo el peso de su cuerpo. Cayó al suelo, dio una voltereta sobre el hombro izquierdo y tras revolverse quedó de pie, de cara al árbol y con las piernas abiertas en posición de alerta. La espada había quedado clavada en la madera y aún vibraba.
Kratos se acercó a comprobar la estocada. Había un palmo de acero hundido en el tronco, y el golpe se había desviado del centro de la cruz por menos de medio dedo. El Tahedorán se sintió complacido, pues en aquel terreno desnivelado lograr más precisión habría sido fruto de la casualidad. Pero al muchacho le hizo ir y le enseñó lo que le había faltado para la perfección.
Derguín meneó la cabeza, contrariado. Después buscó el rostro de Tríane. Ella le sonreía con sus ojos rasgados.
—Otra vez. Puedo hacerlo mejor —insistió el muchacho, y arrancó la espada del árbol.
A cada día que pasaba viajaban menos tiempo y entrenaban más. Durante dos días se apartaron de la Ruta de la Seda para seguir otros caminos más recónditos que Kratos recordaba de años atrás, pues la calzada principal estaba muy concurrida y el maestro no quería que nada rompiera la concentración de su discípulo.
Kratos se veía acuciado por sentimientos contradictorios. Era hombre de lealtades claras; había derramado sangre propia y ajena al servicio de Áinar y más tarde le había jurado fidelidad a Hairón. Ahora se le abría un nuevo camino, el de convertirse en el Zemalnit y recibir el homenaje de los demás en vez de ofrecerlo a otros. Pero en ese sendero se interponía el juramento prestado a Yatom y ahora administrado por Linar. Si el Kalagorinor le exigía que renunciara a la Espada de Fuego para apoyar a Derguín, su palabra le obligaría a hacerlo; mientras que si el muchacho fracasaba en la prueba de maestría, su conciencia quedaría libre.
Kratos se había propuesto adiestrar a Derguín con honradez, mas sin empeñar el corazón. Pero no era tan sencillo. Nunca había tenido un discípulo como Derguín. Los movimientos del muchacho eran tan fáciles que parecían un fenómeno más de la naturaleza, como el viento o la lluvia; había tal pureza en ellos que Kratos no los imaginaba profanados con sangre humana. Era una inocencia engañosa: sus costillas ya habían catado la dureza de sus golpes y día a día aprendiz e instructor estaban más parejos.
Unos días antes, Linar le preguntó si creía que Derguín estaría listo.
—No sé cómo lo juzgará el tribunal de Uhdanfiún —respondió—. Pero si en mi mano estuviera, Derguín ya sería maestro mayor. Es un natural.
Y al decir estas palabras se sorprendió a sí mismo, porque hasta entonces no había pensado en ello. Un natural es algo que se da muy de tarde en tarde, tal vez uno por generación, y cuando así ocurre se comenta con asombro entre los maestros. Se dice que los naturales no aprenden las técnicas del Tahedo, sino que las recuerdan, y que no memorizan las series, sino que las intuyen. Ni el propio Kratos se habría atrevido a decir de sí mismo que era un natural, y sin embargo lo creía de Derguín. ¿Por qué sentir ese orgullo de maestro ahora, cuando sólo debería pensar en sí mismo, en conseguir la Espada de Fuego y en convertirse en el Tahedorán más grande que jamás hubiese existido? Tal vez estaba viejo. Tal vez echaba de menos un hijo, como aquel niño que ya daba sus primeros pasos cuando lo abandonó trece años atrás en Tíshipan, y cuyo rostro ya ni siquiera recordaba.
Cuidado, se avisó. Piensas como si quisieras dejar una huella en este mundo justo antes de desaparecer. Si empiezas a aceptar que el soplo de la muerte está cerca de tu oreja, te acostumbrarás a él y no lo oirás venir. Y aún no ha llegado el momento de la despedida para Kratos May.
Tríane era un problema y un enigma para el que no tenían solución. Cuando despertaron tras aquella noche de pesadilla, ella estaba ya calentando agua para preparar gachas. Las ropas que Mikhon le había prestado caían holgadas sin revelar sus formas, pero Derguín la contemplaba embelesado y recordaba el cuerpo menudo que había recogido en sus brazos horas antes. A la luz del día su rostro era aún más hermoso, demasiado sereno para una joven que había estado cerca de sufrir un destino horrible. De noche, sus ojos rasgados parecían negros; ahora, la luz del sol arrancaba de ellos reflejos de amatista. Mas no era Derguín el único al que aquellos ojos habían embrujado. Cuando la mirada de Tríane se posaba en él, a Mikhon Tiq, que no había estrenado su virilidad ni siquiera en los burdeles de Koras, se le despertaba en las entrañas una rara turbulencia que no sabía descifrar. A Kratos se le nublaba el recuerdo y en aquellos ojos oblicuos creía ver los almendrados de Shayre; la garganta se le cerraba en un nudo y luego le subía la sangre a la cabeza acordándose de Aperión y de su crueldad aún impune.
Linar observaba a los tres hombres y a aquella mujer que no aparentaba tener más de diecisiete años, y se preguntaba qué papel tendría en la historia que apenas había empezado a escribirse. Fila no era lo que parecía. Durante el delirante viaje de la noche anterior, Tríane había fingido dejarse hipnotizar por el canto de los engendros de la tierra, pero Linar sabía que aquella llamada no tenía poder sobre ella. Pocas cosas tenían poder sobre aquella criatura.
—Esa mujer desconcentra a Derguín —le dijo Kratos dos días después.
—Yo creo que se afana más cuando ella le mira.
Kratos bufó.
—En cualquier caso, no podemos cargar con ella.
—Tampoco podemos abandonarla —respondió Linar, aunque no se sentía cómodo con Tríane entre ellos.
Al día siguiente de su rescate, Tríane les contó, como si acabara de recordarlo, que los sectarios que intentaron sacrificarla habían arrasado su aldea. Nadie de los suyos quedaba con vida. No tenía adonde ir. Su tono sereno tal vez ocultara su verdadero pesar; pero Linar dudaba de que sus palabras escondieran una sola pizca de verdad.
Sin duda, perturbaba la concentración de Derguín. El muchacho la buscaba con los ojos cuando creía que ella no se daba cuenta, pero Tríane le sorprendía casi siempre, y a veces le contestaba con una sonrisa o le devolvía una mirada enigmática. Ella se había empeñado en encargarse de las comidas; recogía broza y hojarasca seca para prender la lumbre, hervía el agua, guisaba y hasta les servía las escudillas. Tenía buena mano y sazonaba los guisos con hierbas aromáticas que ni siquiera Linar conocía. Cuando Derguín acudía a ayudarla con cualquier pretexto, era ella la que procuraba que sus cuerpos se tocaran. Si Derguín le traía un perol lleno de agua, Tríane se demoraba cogiéndolo y con los dedos le rozaba el dorso de la mano. Si se agachaba para fregar con ella en un regato, Tríane se ponía en cuclillas y, como al descuido, frotaba sus caderas y sus muslos con los del muchacho. Cuando les servía la comida y le tocaba el turno a Derguín, ella se ponía detrás de él y se inclinaba sobre su hombro de forma que sus cabellos le rozaban el rostro y él aspiraba su perfume de enebro, y se apretaba contra su hombro y le clavaba sus pechos pequeños y duros. Todo ello lo veía Linar aunque fingiera no mirar, y bufando entre dientes se preguntaba si Derguín sería un buen candidato para la Espada de Fuego. Después lo disculpaba, diciéndose que sólo tenía diecinueve años y que él mismo… ¿Él mismo? ¿De veras fue joven alguna vez?
La segunda noche después de salir de la Ruta de la Seda, algo despertó a Derguín. El muchacho se incorporo. Mikha y Kratos dormían, arrebujados en sus capotes. Los caballos estaban tranquilos, atados a unos alisos cercanos. Linar reposaba sentado junto a los rescoldos del fuego, con la espalda recta como el tronco de un ciprés y el ojo apenas entreabierto. Derguín sintió el perfume de Tríane y la buscó. Ella se había acostado a su derecha, al alcance de su brazo, pero en su lugar sólo quedaban las ropas que le había prestado Mikhon Tiq, vacías, como si la carne que las rellenaba se hubiese convertido en agua. Se preguntó si habría abandonado el vivac desnuda, y eso le hizo sentir una punzada de inquietud y deseo. Se levantó, se ciñó la espada a la cintura y partió en busca de la joven, pues, aunque su olfato no era agudo, el rastro dejado por su perfume se seguía tan nítido como una calzada a la luz del sol.
Linar se encontraba viajando entre los extraños árboles que formaban el paisaje interior de su syfrõn, sumido en recuerdos y sensaciones inefables que sólo un Kalagorinor podía entender. Pero desde su duermevela mágico vio cómo Derguín se alejaba entre la espesura. La chica se había marchado unos minutos antes, y el propio Linar había admirado la belleza de su cuerpo bañado en luz púrpura. Pero el rastro que aventaba Derguín, aquel aroma tan intenso que Linar podía verlo flotar en el aire como una senda blanquecina, era sin duda una trampa. Ahora estaba seguro de cuál era la naturaleza de Tríane. ¿Qué hacer? Tal vez levantarse y seguir a Derguín, o al menos llamarle y alertarle del peligro. Los bosques siempre eran peligrosos, y cuanto más alejados de las ciudades y las rutas de los hombres, mayores sus amenazas. Eran muchos los que corrían en la noche detrás de mujeres misteriosas, se perdían para siempre entre la espesura y acababan devorados por bestias sin nombre; muchos también los que se asomaban a oscuras lagunas y en sus propios reflejos atisbaban labios frescos y cálidos brazos, y cuando se arrojaban al agua sólo encontraban el abrazo mortal de las algas y el frío eterno del fondo. Ninfas, dríades o hamadríades, hadas, náyades, ondinas o Niryiin: nombres diferentes para las hembras del antiguo pueblo, una gente que seguía su propio sendero desde la noche de los tiempos y que se divertía jugueteando con los deseos de los hombres.
«Ten cuidado, Derguín», gritó Linar. Pero su voz no llegó a salir del bosque privado de su syfrõn. Si Derguín había caído en las redes de aquella lujuriosa ninfa, acaso no era tan inteligente como Linar había creído.
Pero desde su ensoñación, el mago dudaba. Aquella mujer había aparecido para ellos como una víctima a punto de ser sacrificada; pero la gente del antiguo pueblo no solía caer en las trampas de los humanos, sino más bien al contrario. Allí se escondía un propósito de largo alcance. El futuro inmediato de Derguín era una bifurcación que Linar no alcanzaba a ver: en un lado la muerte, en el otro… ¿qué? Sintió la tentación de alzarse el parche para saber, pero la resistió. Cada vez que destapaba su ojo derecho, en algún lugar muy lejano un ser inmensamente poderoso se agitaba en sueños; cuanto más tardara en despertarse, mejor para el mundo. Decidió dejar que los acontecimientos se desarrollaran solos. O tal vez no lo decidió, tal vez el perfume que atraía a Derguín también lo había obnubilado a él. Linar era poderoso, más de lo que sus compañeros sospechaban, pero no omnipotente. Por qué no adormilarse, flotar en su syfrõn…
No tardó Derguín en encontrar un arroyo que corría entre álamos y sauces. Siguió una angosta trocha, esquivando las zancadillas de las raíces que asomaban a su paso. El terreno se hizo más accidentado y al poco se encontró caminando entre las paredes de una garganta que no mucho más tarde moría ante un espaldón de roca. El arroyo se había ensanchado en un remanso rodeado de juncias, y allí perdió Derguín la pista del perfume. Miró a su alrededor. Al frente y a la izquierda se levantaba el murallón de piedra, surcado por profundas líneas verticales, como zarpazos dejados por una bestia mitológica, y a la derecha trepaba un talud sembrado de vegetación que entre las sombras se adivinaba impenetrable. El agua del remanso dibujaba traviesos remolinos junto a las orillas, pero en el centro era un espejo en el que Taniar se asomaba para contemplar su belleza carmesí una última vez antes de dormir. El aire olía a ozono, presagiando una tormenta imposible en aquel cielo cuajado de estrellas. Pese al relente, Derguín sintió el impulso de despojarse de la ropa. Se quitó el capote y lo dejó caer sobre una piedra redondeada. Después se desciñó la espada y la ocultó bajo el capote. La siguieron las botas, las calzas, la pelliza; por fin, se quitó la túnica y su piel se erizó al contacto con el aire. El reflejo de Taniar en el agua parecía burlarse de él: rómpeme si te atreves.
Derguín…
Se giró a todas partes, sin saber si había escuchado su nombre o si una racha de viento había dejado un susurro engañoso entre los árboles. Volvió a contemplar el agua. No tenía idea de cuánto podía cubrir, pero le tentaba sentir su caricia en la piel. Se subió a un saledizo de piedra que se asomaba sobre las cañas y saltó de cabeza, dispuesto a romper el rostro de la luna.
El agua estaba tan fría que le congeló el aliento y se cerró como una mano apretándole los testículos. Pero Derguín se dejó deslizar, libre, sin tocar el fondo en el que podía haberse roto el cráneo por su temeridad. Abrió los ojos y vio frente a él un resplandor verde. Lo siguió, aunque una vocecilla en su cabeza le advertía de que era una trampa. Buceó sin tomar aire, confiado en su aliento. Avanzó unos metros y, de pronto, silueteándose contra el resplandor, le salieron al paso unos miembros sarmentosos que trataron de agarrarle. Derguín braceó para apartarlos y tragó agua. Sólo eran ramas sumergidas que le arañaron las manos. Intentó emerger, pero sobre su cabeza había surgido un techo de roca. Se giró sobre sí mismo, llevado por el pánico, pero ya no sabía por dónde había venido ni en qué momento había entrado en aquel impreciso túnel. Sólo tenía una salida: buscar la luz y confiar en que junto a ella hubiese aire. Volvió a bracear, desesperado; el pecho le oprimía como si lo estuviera aplastando una columna de mármol, los oídos le zumbaban. Ya no se acordaba de Tríane, ni de la Espada de Fuego, ni de nada que no fuese la urgencia de sacar la cabeza del agua. Sus manos tropezaron con un fondo de cieno y raíces viscosas como gusanos. Más que nadar, gateó sobre él, lo arañó, y se dio cuenta de que estaba subiendo. Temió que suelo y techo se juntaran hasta aplastarlo como a una mosca, que el resplandor fuera tan sólo un señuelo de las aguas, y habría gritado de pánico si le hubiese quedado una pizca de aire.
Pero el techo ya no estaba ahí y su cabeza emergió del agua. Aspiró el aire con ansia, y eso le hizo tragar también el agua que se había quedado estancada a medio camino de sus pulmones. Tosió, escupió, y entremedias respiró una y otra vez, pensando que no había vino más refrescante ni manjar más suculento que el aire.
Cuando recuperó el aliento, examinó aquel lugar y silbó entre dientes. Se hallaba en una cueva de formas imprecisas. El resplandor provenía del techo, a unos seis metros sobre su cabeza. De él colgaba un auténtico bosque invertido, millares de agujas con fantásticas inflorescencias de aragonito que brotaban de las estalactitas como racimos de uvas brillantes y nacaradas. Entre ellas anidaban docenas, cientos, miles de luznagos. Casi todos eran verdes y su luz pintaba la sala de destellos y reflejos fantasmagóricos; pero también los había azules, e incluso rojos, los más raros y preciados. Estaban canturreando. El canto del luznago es una llamada tan baja que apenas llega a escucharse, pero eran tantos los que bullían en el techo de la caverna que juntos componían un misterioso coro de susurros y cuchicheos. Derguín se puso en pie con un escalofrío y salió del agua. El suelo era una superficie húmeda y arcillosa; poseía una cualidad sensual no del todo desagradable, la caricia indolente de algo vagamente amenazador. Derguín examinó la cueva, buscando una salida. Por donde había venido el agua dibujaba un amplio círculo de reverberaciones fosforescentes, cerrado al otro lado por la pared de la cueva. No se veía la abertura por la que había entrado. Derguín no se atrevió a salir por allí; antes, aun orientado por el resplandor, había estado a punto de asfixiarse. Se volvió y examinó el otro extremo de la cueva. Entre las oquedades y nichos de las paredes, un óvalo de oscuridad más profunda señalaba la boca de un túnel.
Derguín pensó que no tenía otro remedio que internarse por él si no quería bucear de nuevo, pero la oscuridad le amedrentaba. Durante unos minutos no se movió de donde estaba. Después, dos luznagos, uno verde y otro rojo, se desprendieron del hervidero del techo. El de color verde empezó a revolotear delante de él, mientras el rojo se dedicaba a hacer rizos y piruetas más audaces que dejaban en el aire saetas de fuego y apuntaban siempre al túnel. Si aquello no era una señal, tendría que caer una estrella del cielo, pensó Derguín, y los siguió.
El túnel era sinuoso y estrecho, y descendía en un ángulo pronunciado. Bajo sus pies desnudos el suelo seguía siendo gredoso y fresco. Derguín siguió a sus diminutos guías agarrándose a las paredes para no resbalar. Le pareció que el aire se enrarecía según avanzaba, aunque tal vez era su garganta la que se sentía oprimida entre aquellas estrecheces. Al cabo de un rato, los luznagos se dieron la vuelta y regresaron con el enjambre del que se habían escapado para su breve aventura. Derguín gimió angustiado, pues de pronto se había quedado solo en la oscuridad. Pero en cuanto sus ojos se habituaron a ella, distinguió enfrente un resplandor rojizo. Progresó con mucho cuidado hacia él, aunque no pudo evitar que un saliente le arañara el cuello y que sus rodillas se despellejaran contra las protuberancias de la roca. Cuando la luz se hacía más viva, como si su fuente se hallara a la vuelta de la esquina, se encontró bloqueado entre las paredes. No había allí más de un palmo para pasar. Derguín se giró y trató de entrar de lado. A mitad de la travesía, su pecho se quedó atorado. No podía avanzar ni retroceder. Sus latidos se dispararon y el sudor brotó de todos sus poros a la vez. Un grito de pánico empezó a formarse en su garganta. No, no, no; no puede haber pánico, ib Derguín, se dijo como si fuera su propio instructor en Uhdanfiún. Cerró los ojos y trató de controlar las reacciones de su cuerpo con las técnicas de concentración que había aprendido en Tahedo. Cuando su corazón se enlenteció hasta latir aún más pausado que el ritmo normal, Derguín expulsó hasta la última gota de aire de sus pulmones y empujó con fuerza. Las paredes le arañaron el pecho y la espalda, pero logró pasar.
Al otro lado de la angostura el túnel se recodaba hacia la derecha. Unos pasos más allá, Derguín apareció en una nueva sala, mucho menor que la anterior. En su centro se abría una grieta quebrada en forma de V invertida de la que emanaban el resplandor bermellón que le había atraído y unas volutas de vapor que se enroscaban como serpientes en celo antes de disiparse en la oscuridad del techo.
Allí había alguien más. Derguín miró a su izquierda. Apenas distinguió una línea rojiza, que se movía como el trazo de un pintor siguiendo unos contornos sinuosos: un hombro, una cadera que avanzaba prometiendo algo y después retrocedía burlándose… La línea se giró poco a poco y reveló nuevos detalles. Un pecho pequeño como una fruta antes de entrar en sazón; la punta erguida por el frío, un atrevido guijarro que Derguín deseó apretar entre los dedos.
—Éste es un antiguo oráculo de la Tierra —le dijo Tríane, como si reanudaran una conversación interrumpida.
Derguín tragó saliva y preguntó:
—¿Cómo de antiguo?
—Tanto que ningún humano ha vuelto a entrar en él desde la Edad de Plata. Tú eres el primero.
—¿Yo?
Tríane se rió y no quiso responder la pregunta implícita de Derguín.
—Pueblos del pasado, mucho más poderosos que los de hoy día, lo consultaron para averiguar la voluntad de los dioses y leer alguna línea del libro de Kartine. —Tríane avanzó un par de pasos hacia la fisura y levantó un brazo sobre ella, buscando tal vez su calor. La mitad de su cuerpo se tiñó de rojo mientras la otra mitad se fundía con las sombras—. En aquella época recurrían a mujeres que creían inspiradas por los dioses, pero era la propia Tierra la que entregaba el don de sus visiones a aquellos que sabían ver. —Se volvió hacia Derguín y extendió la mano—. Ven.
Derguín avanzó cauteloso. Ella le tomó la mano y tiró de él, obligándole a asomarse. Derguín vio las paredes rugosas de la grieta, iluminadas por nieblas fantasmales que ascendían del fondo, pero para ver éste tendría que haberse inclinado tanto que no se atrevió a hacerlo.
—¿Qué quieres saber? —le preguntó Tríane.
Derguín miró sus ojos rasgados y sus labios pequeños y carnosos y deseó decirle: «Quiero saber quién eres y qué quieres de mí».
—¿Por qué he de querer saber algo?
Tríane se rió de él.
—Creí que tenías una mente despierta y curiosa. Me decepcionas.
Por nada del mundo habría decepcionado Derguín a aquella mujer, a la que tenía tan cerca que sentía sus contornos dejando su impronta en el aire como un sólido molde de yeso. Se atrevió a dar otro paso y volvió a asomarse a la sima.
—Sí, quiero saber, pero no creo que aquí esté la respuesta.
—¿La respuesta a qué, Derguín? ¿A ese miedo que muchas noches no te deja dormir?
Derguín la miró, sorprendido.
—¿Cómo sabes eso?
—No lo sé… Te observo, nada más —jugueteó ella—. Venga, hazle tu pregunta a la Tierra. Ella sí que es sabia.
—Está bien. —Derguín apretó más la mano de Tríane y se inclinó, hasta que vio muy abajo una extraña oscuridad roja—. Quiero saber de quién es el ojo de tres pupilas y por qué me…
El vapor entró en su nariz y en su garganta y le cortó la voz, y en vez de bajar a sus pulmones subió directo a algún lugar por encima de sus ojos, donde se aposentó como una nube embriagadora que le cubrió de telarañas la vista. Tríane tiró hacia atrás de él.
—Abusar del conocimiento es peligroso —susurró.
Tríane le hizo volverse hacia ella, le tomó las manos y le hizo que se las pusiera en las caderas desnudas. Bajo los dedos Derguín sintió una carne de materia más tenue que la realidad, hecha de susurros y palpitaciones anhelantes. Tríane acercó su rostro al de él, se puso de puntillas y le besó. Tenía los labios tibios, pero los entreabrió y dejó deslizar su lengua entre ellos. El deseo y la embriaguez de los vapores hacían que cada sensación fuera nítida y cortante como una roca afilada. La lengua de Tríane era pequeña y lisa, de punta triangular, y estaba fría. Durante unos segundos, se abrió paso entre los dientes de Derguín como un minúsculo arroyo de montaña colándose entre las rocas. Después, Tríane se apartó de él y le miró. Le tomó la mano derecha, como si hubiera leído su deseo anterior, y se la puso en el pecho. También estaba fresco, y el pezón duro como una cuenta de cristal le cosquilleó la palma de la mano. Los vapores se hicieron dueños de él. Tríane le hizo tumbarse en el suelo de la gruta, que seguía siendo una arcilla húmeda y blanda, y de algún modo que no entendió le hizo pensar en un lecho de la vida primigenia. Ella ya estaba a horcajadas encima de él, moviéndose desde las caderas al cuello, sinuosa como un fuego fatuo. Derguín la agarró por las ijadas para controlarla, pero ella le apartó las manos y le hizo extender los brazos en el suelo, como una estatua inerte. Después se inclinó sobre él hasta que sus senos rozaron el pecho de Derguín. Mírame a los ojos, le dijo. Y cuando Derguín fijó la vista en ellos, se dilataron hasta abarcarlo todo, la cueva, la cuña de roca solidificada que se hundía en la tierra y en la que se abría la cueva, el país de Áinar, el vasto continente de Tramórea, el orbe entero. En el centro de sus ojos creció un pequeño agujero que se convirtió en un pozo sin fondo, y mientras Tríane gemía y su cuerpo buscaba placer frotándose contra el pubis de Derguín, éste se precipitó por el pozo, y tuvo visiones de tiempos remotos y lugares lejanos, reinos sepultados por los mares y por el fuego del cielo, héroes y sabios enterrados por las arenas del olvido. Mientras Tríane exprimía cada gota de su cuerpo, Derguín viajó por eones que después no recordaría y perdió la noción de las horas. En algún momento se vació en ella, pero para entonces su conciencia estaba perdida en un rincón muy lejano del espacio y del tiempo.
Derguín despertó junto al remanso. Al incorporarse descubrió que le dolía todo el cuerpo. Tenía las rodillas doloridas y encogidas por el frío, y el brazo izquierdo se le había quedado entumecido debajo del cuerpo. Se puso en pie a duras penas y miró a su alrededor, desorientado. En su último recuerdo todo estaba teñido de rojo, pero ahora la pared de roca que se alzaba sobre el agua era de un azul blanquecino. En el remanso ya no se reflejaba la cálida Taniar, sino Rimom, el frío dios de la noche. Derguín levantó la mirada y buscó en el cielo la luna azul. Ya estaba casi a medio camino antes de su cénit, de modo que no quedaba demasiado para el amanecer. ¿Por qué había dormido allí, desnudo?
Sus ropas estaban cerca. Se agachó para recogerlas, pero entonces le asaltaron imágenes de un extraño sueño y volvió a mirar a las aguas. Sintió deseo de arrojarse a ellas y a la vez temor de que lo devoraran. Tríane, susurró, y antes de vestirse examinó su cuerpo a la gélida luz de Rimom. Tenía raspones en el pecho y en las rodillas, y la espalda debía estar igual a juzgar por el escozor que sentía. En la cadera izquierda había cuatro marcas paralelas, tres más pronunciadas y una más débil, y entonces recordó que Tríane había cabalgado sobre su cuerpo y le había clavado las uñas. El recuerdo le excitó y la excitación le produjo dolor, pues ella debía haberse servido de él a conciencia. Derguín cerró los ojos y trató de invocar el resto de los recuerdos, pero no pudo pasar de la imagen de Tríane a horcajadas sobre él. Sabía que había visto algo más, que dentro de su cabeza se ocultaba una semilla dura y negra, llena de fantásticas visiones, pero no pudo abrir su cáscara porque ni siquiera supo encontrarla.
Después de vestirse y ceñirse la espada, Derguín desanduvo el camino y remontó el arroyo que lo había traído hasta allí. No tardó en llegar al vivac. Kratos y Mikhon seguían durmiendo junto a los restos de la hoguera, que ya estaban fríos. Linar no se había movido. Las ropas que había llevado Tríane seguían en el mismo sitio. Derguín se agachó junto a ellas, recogió la túnica y se la llevó a la cara, buscando el olor de ella. Sólo olían a humo de hoguera.
—Ven.
Derguín se volvió hacia Linar, que le estaba mirando, y se acercó a él. El mago desdobló sus largas piernas y se puso en pie. Le sacaba una cabeza a Derguín, que tan de cerca se sintió intimidado por su estatura. Linar le puso una mano en la frente y de pronto los recuerdos de esa noche desfilaron ante los ojos de Derguín, fundiéndose en una sola imagen preñada de susurros y aromas. Pero la semilla negra seguía sin abrirse. Linar se apartó de él.
—Pocos se salvan de lo que tú te has salvado, insensato. Duerme lo que queda de noche. —Y añadió medio en broma, medio de veras—: Si mañana te da por echar la vista atrás a cada recodo del camino y me dices que no tienes apetito, le daré permiso a Kratos para que use contigo la espada de acero y no la de instrucción.
Tiempo tuvo Derguín de recordar las palabras de Linar. Su camino los llevó junto al remanso, y aunque nada dijo a sus compañeros, su mirada tornadiza traicionaba que algo había perdido allí; y cada bocado que tragó durante los dos días siguientes pasó por su garganta como una bola de paja seca erizada de vidrios rotos. Pero estaba decidido a alimentarse y conservar sus fuerzas, y a luchar por la Espada de Fuego. Aunque no lograra conjurar las visiones que se ocultaban en un rincón de su memoria, estaba convencido de que sólo si se convertía en el poderoso Zemalnit podría conquistar a una criatura tan misteriosa y huidiza como Tríane. Tal vez eso le salvó de la locura, o tal vez así lo había dispuesto ella.