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JALKEOS FORJÓ ESTA ESPADA,

LA MEJOR DE CUANTAS HA CREADO,

Y ESPERA QUE SEA DIGNA DEL MUY NOBLE

TAHEDORÁN TOGUL BAROK

Tras releer la inscripción, el príncipe cubrió la espiga de la espada con la empuñadura y deslizó en su sitio las dos clavijas que la mantenían inmóvil. Aquella hoja le había costado trescientos imbriales; podría haberse fundido en oro puro y no le habría resultado más cara. Pero sin duda los valía. Durante todo un año había sido trabajada en el taller de Jalkeos, el espadista más prestigioso del presente, al que algunos parangonaban con el mítico Amintas; aunque él, modesto, se consideraba indigno de tal comparación. Un agente de Togul Barok se había introducido en la fragua para espiar sus secretos. Como el propio Jalkeos aseguraba, el núcleo de la espada había sido forjado en treinta y dos capas de acero que le daban a su alma la solidez de la roca junto con la flexibilidad del junco; pues el príncipe, que había quebrado muchas espadas, quería un arma que no desmereciera de su brazo. El filo, que debía ser de una dureza adamantina, había sido trabajado aún más a conciencia. Jalkeos había repetido una y otra vez la operación de calentar al rojo vivo el lingote originario, doblarlo y martillearlo, día tras día, semana tras semana, hasta conseguir más de treinta mil capas de forjado. Y una vez unidos filo y alma, su pulidor, Melipo, había afilado la espada durante un mes con lijas y esmeriles cada vez más finos. Ahora, Jalkeos aseguraba que una hoja de árbol que, arrancada por el viento, cayera sobre la hasha se partiría en dos por su propio peso.

Tengo que darle un nombre, pensó Togul Barok, que se había levantado nervioso, y sentía en la cabeza la presión del gemelo colérico que habitaba dentro de su cráneo.

Sí, tenía que darle un nombre. Pero antes, la hoja debía recibir el baño de consagración.

Su agudo oído le advirtió de que venía gente. Un instante después, Kirión apareció en la galería que cerraba el lado norte del patio y bajó la escalera de la columnata con sus curiosas zancadas de cigüeña. Las pupilas de Togul Barok, que veían colores invisibles (había tardado años en darse cuenta de que nadie más los veía), le informaron que el vientre de Kirión estaba más frío aún que de costumbre. Algún mal se escondía dentro de sus tripas desde hacía casi un año. Togul Barok estaba convencido de que su hombre no tardaría en morir; pero antes, tendría que exprimir sus servicios.

Tras él venían cuatro soldados, rodeando a una reata de cinco prisioneros. Venían vestidos tan sólo con taparrabos, y llevaban los brazos atados y retorcidos a la espalda. Togul Barok comprobó satisfecho que eran todos flacos y de la misma estatura, como había encargado. Se puso de pie, envainó la espada y se la ciñó a la cintura, y se acercó a ellos.

—¿Escoria del Eidostar?

—Esta vez no, Alteza —respondió Kirión—. Son campesinos, cortesía del gobernador de Gharrium. Al registrar su aldea, les encontraron armas en las casas y graneros.

Habían desobedecido, pues, la ley que desde hacía doce años prohibía a los campesinos tener cualquier arma más peligrosa que un azadón o una horca; una sugerencia directa del Primer Profesor de los Numeristas, para reforzar la autoridad central de Koras en todo Áinar. Togul Barok desenvainó unos centímetros la espada y les mostró a los labriegos el brillo de la hoja.

—¿Qué armas teníais? ¿Espadas como ésta?

Dos de ellos le miraron con opaca curiosidad. Los otros ni siquiera repararon en él. Todos venían drogados; caminaban arrastrando los pies y les goteaban hilillos de baba entre los labios. Togul Barok, seguro de que no había ningún peligro, despachó a los soldados y se quedó solo con ellos y con su esbirro. Kirión le tendió al príncipe un tintero y un pincel. Togul Barok se acercó al primer campesino, se inclinó sobre él (le sacaba casi dos cabezas) y, tratando de olvidar el hedor que desprendía, pintó alrededor de su cuello una línea azul.

—Sobre los nombres que nos dio ese engendro que se nos apareció la otra noche, Alteza, ya he hecho averiguaciones —dijo Kirión.

Mientras recibía los informes, Togul Barok siguió pintando líneas alrededor del cuello y la cintura de sus cautivos. Kirión le habló primero de Aperión. Después menciono a Krust.

—Es arconte de Narak. Según los registros de la Academia, tiene siete marcas de maestría. Goza de amistades en el consejo de la Anfictionía, así que si le pasa algo…

Togul Barok clavó en él sus pupilas inhumanas.

Algo tendrá que pasarle, como a todos. Yo también sé qué resortes debo pulsar en la Anfictionía para hacer que discutan un par de años. Luego ya no importará nada.

Kirión asintió con la barbilla. Dos años era el plazo que se había puesto Togul Barok para convertirse en emperador, terminar de someter a los señores de la guerra Ainari y empezar a devorar los pequeños estados Ritiones de norte a sur. Un ambicioso plan que dependía de un factor crucial: convertirse en el Zemalnit.

—Había otro Ritión entre esos nombres.

—Derguín Gorión. Pero debe de ser un error, Alteza. Después de mucho buscar, he encontrado su nombre registrado como Ibtahán de sexto grado. No puede competir por la Espada de Fuego.

Togul Barok chasqueó la lengua. Resultaba extraño que alguien tan poderoso como para apoderarse del cuerpo de un muerto cometiera un error así.

—Háblame de esa Tylse, Kirión. No esperaba encontrar a una mujer entre mis rivales.

—Es una amazona de Atagaira, ya sabes lo que eso significa.

—Espléndidas jacas para el jinete que sepa montarlas. ¿Vendrá acompañada por sus guerreras? Eso haría más emocionante el certamen.

—Ya está en Koras, pero ha venido sola. Es hija bastarda de la reina de Atagaira. Parece que ha tenido alguna discusión con ella y ha huido del país.

—Qué curioso lugar en que las mujeres tienen hijas bastardas. Un mundo al revés. Recuérdame que cuando sea emperador lo arrase. Es innatural.

—Señor, es un rincón montañoso en el que no se nos ha perdido nada.

—Oh, Kirión, siempre te tomas al pie de la letra todo lo que digo.

—Por supuesto que lo hago, Alteza. Por eso soy el más fiel de tus sirvientes.

—¿Qué hay del Austral? No recuerdo bien su nombre…

—Es un puñetero nombre Aifolu, Alteza. —Kirión consultó una tablilla y leyó—: Darnil-Muguni-Rhaimil. Consiguió el grado de Tahedorán hace dos años. Es hijo de Binarg-Ulisha—… —Kirión se trabó, pero logró terminar— Rhaimil.

—El general del Enviado —completó el príncipe, mientras terminaba de pintar una línea sobre la cintura del quinto campesino—. Fue él quien tomó la ciudad de Marabha.

—Así es, Alteza. Las cosas que hizo allí ponen los pelos de punta.

Togul Barok enarcó una ceja, irónico.

—No sabía que te hubieras vuelto tan sensible, Kirión.

—Sólo repito lo que me han dicho, Alteza.

—Ese Enviado apunta alto. Nada menos que quiere la Espada de Fuego.

Togul Barok desenvainó la espada y empezó a trazar molinetes y tajos en el aire para calentar y estirar las articulaciones. Muy lejos, en el sur, había quienes tenían planes de conquista parecidos a los suyos. La clave para apoderarse de Tramórea, como en el ajedrez, estaba en dominar el centro del tablero. Quien primero controlara las ricas ciudades Ritionas…

—Pero ellos, los Aifolu, están más cerca de Pashkri —pensó en voz alta—. Allí tal vez haya más riquezas que en Ritión.

—¿Decías, Alteza?

—Tengo entendido que ese Enviado no cree en los dioses.

—Dicen que para él no son más que demonios traidores, y que rinde culto a un solo dios que los ha elegido a ellos para gobernar el mundo.

—¿Qué tal espadachín es el Austral?

—Es de la escuela del Sur, Alteza, que ha dado pocos maestros. En Uhdanfiún me han dicho que estaba tan bien preparado que no pudieron negarle la séptima marca. Pero no es rival para ti, mi príncipe.

Togul Barok esbozó una sonrisa, satisfecho, mientras llevaba a cabo una serie de técnicas enlazadas ante los ojos bovinos de sus prisioneros.

—Como rival sólo me preocupa uno de ellos. El único que tiene nueve marcas de maestría. Una más que yo.

—Kratos May, Alteza.

—Kratos May… Ese hombre es uno de los capitanes de la Horda. Aperión no puede haber permitido que un rival como ése luche por Zemal. Ah, tal vez nuestro extraño informante no nos haya servido de mucho.

—Alteza, creo que no es un error. Hace unas semanas Kratos se largó de Mígranz, delante de las narices de Aperión. Fue una huida espectacular, por lo que cuentan.

Togul Barok volvió a envainar la espada. Con la puntera de la bota, empezó a dibujar líneas rectas en el suelo.

—Supongo que tuvo que serlo si logró salir de aquel lugar. Todos los que lo conocen dicen que es un nido de águilas.

—Le rodeaban treinta hombres, y muchos de ellos eran Ibtahanes. Pero él hizo esa cosa rara que hacéis los maestros, Alteza, y se movió tan rápido que casi no lo veían. Se cargó a casi la mitad y luego saltó por una ventana a diez metros del suelo. —Kirión soltó una seca carcajada—. Eso es lo que cuentan, pero yo creo que fueron tan inútiles de dejarle escapar que luego tuvieron que inventarse una fábula como ésa para que Aperión no los despellejara.

Togul Barok terminó de dibujar un pentágono.

—Quítales las cuerdas, Kirión, y ponlos en los vértices.

—¿Dónde, señor?

—Aquí, aquí, aquí, aquí y aquí —señaló con la bota—. Así que crees que es una fábula, que un solo Tahedorán no pudo escapar de tantos hombres.

—Yo sólo digo que exageran, Alteza —respondió, cauteloso, Kirión, mientras ejecutaba la orden del príncipe.

—Kratos es maestro del noveno grado. Como tal, conoce la fórmula de Urtahitéi, la tercera aceleración. Es un secreto que sólo poseen él y el Gran Maestre… aunque éste lo pensaría mucho antes de utilizarlo. Está demasiado viejo para recuperarse después. Tal vez le costaría la vida.

Los cinco campesinos ocupaban ya los vértices del pentágono. Togul Barok se colocó en el centro de la figura geométrica y les ordenó que lo miraran todos. Ellos se giraron maquinalmente. Eran hombres jóvenes, sanos pero delgados, y todas las cabezas quedaban al mismo nivel. De esa altura y de ese peso los había encargado el príncipe, como un tratante que comprara cerdos o bueyes.

—Vais a tener un gran honor.

Togul Barok no hablaba tanto por afán de explicarse como porque retarse a sí mismo le secaba la boca y necesitaba saliva. Se puso de frente a uno de los campesinos, al azar. Llevó la mano a la empuñadura un par de veces y ensayó el gesto técnico de desenvainar la espada. Después cerró los ojos y pronunció en su mente una serie de doce letras y números, en cuatro series de tres…

Kirión apenas distinguió lo que pasaba. Su señor pareció convertirse en varias copias de él mismo, borrosas por la velocidad con que se movían. Seguidos como una granizada empezaron a sonar unos golpetazos sordos como cuchillos de carnicero que despiezaran reses, mientras las cabezas de los campesinos volaban por los aires. Una de ellas pasó rozando la mejilla de Kirión, que se apartó justo a tiempo. Los cuerpos se desplomaron uno a uno.

El príncipe volvió a convertirse en una única figura de contornos bien perfilados. La espada estaba en el aire, chorreando sangre. Togul Barok jadeaba y se apretaba un costado. Kirión se acercó preocupado, y sólo entonces reparó en lo que de verdad les había pasado a los campesinos. Pues no sólo habían sido decapitados, sino que antes de que sus cuerpos cayeran al suelo Togul Barok había tenido tiempo de partirlos a todos por la cintura, salvo al último, que ya debía de estar a mitad de la caída cuando lo golpeó; a ése lo había partido en dos más arriba, casi en las tetillas, y era el único cuerpo en el que aún se veía una línea de pintura azul.

Togul Barok respiró hondo y se enderezó, haciendo un esfuerzo visible.

—Por supuesto, aunque aún no me he presentado a la prueba de noveno grado… —se detuvo un momento para jadear y prosiguió—, el Gran Maestre, como favor especial, me ha enseñado el secreto de Urtahitéi. Nadie más que él, tú y estos pobres desgraciados lo saben.

Kirión contempló los restos de la carnicería. Olía a sangre y a entrañas derramadas, aunque los campesinos habían estado en ayunas tres días y les habían administrado lavativas esa misma mañana.

—No es necesario que me degüelles como a ellos, Alteza. Sabes que mi boca sólo habla para ti.

Togul Barok se desciñó la espada y se la entregó a Kirión, que trató de cogerla con el debido respeto.

—Llévasela a Jalkeos. Que la limpien, la pulan y la vuelvan a afilar. Y dale los cien imbriales que faltaban por pagar. Me la quedo. Quiero que en la espiga le grabe un nombre.

—¿Cuál, Alteza?

Midrangor. En antiguo Ainari significa «Ajusticiadora». Para eso servirá, Kirión: para darnos lo que en justicia es nuestro.