En la fértil llanura que baña el Eidos se extiende orgulloso el antiguo país de Áinar, que una vez fue imperio, que quiere seguir llamándose así y que aún alienta sueños de conquista que hacen temer a sus vecinos. Es una tierra de viñedos al sur, de cereales en sus llanuras centrales, de pastizales al norte y de frondosos bosques en el oeste. Abundan en Ainar los metales, como el hierro, el cobre o la plata, e incluso el oro con el que se acuñan los imbriales que toda Tramórea reconoce como las monedas de mejor ley. Aunque sus riquezas son codiciables, Áinar está bien defendido por su poder militar, pues se ha forjado en guerras continuas y sus soldados no tienen parangón. El Tahedo que se enseña en su Academia es la herencia refinada del arte creado por Zenort el Libertador. Fue el Ainari Áscalos quien creó las técnicas de maestría, incluidas las Inimyas, las series superiores que aún se practican, y también fue él a quien los dioses revelaron el secreto de las Tahitéis, las prodigiosas aceleraciones que hacen invencibles a los Tahedoranes.
—Conozco toda esa historia, tah Kratos —protestó Derguín, con el cuerpo empapado de sudor.
Sus brazos agarrotados sostenían una barra de bronce con la que llevaba media hora practicando a modo de mandoble.
—Un Tahedorán debe penetrar en el espíritu del Arte. Los movimientos no son más que aire en los oídos si en cada uno de ellos no late la vida que los antiguos maestros les infundieron.
Mientras escuchaba, Derguín trataba de mantener la punta del mandoble en línea recta con su brazo derecho. Un calambre le corría desde el codo, y temía que se le desgarrara algún músculo y no pudiera coger la espada en varios días. Este cabrón Ainari quiere lisiarme para que no pueda luchar por Zemal, masculló, pero aguantó con el brazo firme, pues antes moriría que reconocer su debilidad ante Kratos.
—Está bien. Descansa un poco —le concedió el maestro.
Derguín dejó caer la barra y se desplomó sobre la hierba. De su torso, brillante de sudor, habían desaparecido los últimos restos de grasa y sólo quedaban músculos y costillas, que ahora se levantaban jadeantes.
—Yo puedo ayudarte —le dijo Linar.
El mago se sentó junto a él, le clavó los dedos en los brazos y los recorrió hurgando entre huesos y tendones como si quisiera desenterrarlos. Derguín rechinó los dientes y aguantó sin decir nada. Pasado el dolor, el efecto fue instantáneo: los antebrazos le quedaron sueltos y relajados, la inflamación de las venas desapareció y los dedos recobraron su movilidad. Derguín abrió y cerró los dedos, mirándolos como si de pronto pertenecieran a otra persona.
—Gracias, Linar. ¿Es magia, o sólo sabiduría?
—Para mí, ambas son una misma cosa.
Derguín se levantó y volvió a tomar la barra, decidido a vencer a Kratos en aquella nueva prueba. Pese a aquel peso digno de los brazos de un corueco, completó tres series elementales hasta que, por fin, cayó exhausto. Linar volvió a relajarle los brazos, y Derguín se levantó por segunda vez, pero Kratos lo contuvo con un gesto.
—Me está entrando hambre de verte entrenar con tantas ganas, ib Derguín. Creo que deberíamos comer.
Derguín no encontró fuerzas para contestarle.
Después de comer, Kratos se recostó contra un cancho mientras Linar y Derguín jugaban al ajedrez. Mikhon Tiq se alejó unos pasos y se sentó a la orilla de un riachuelo. Había en el agua unos insectos que se movían agitando innumerables patitas, como los remos de una diminuta galera. Mientras los observaba, meditó en la conversación que había tenido la noche anterior con Derguín, tras escuchar el relato de Linar.
—Linar te aprecia más a ti que a mí —se quejó con la sinceridad que le prestaba la segunda jarra de cerveza—. Pero su aprendiz soy yo, y no tú.
—Dale la vuelta a tu razonamiento. Mira cómo me trata a mí Kratos, y sin embargo a ti te ríe las gracias. Son los gajes que debemos sufrir los aprendices.
Pero ¿de verdad era él aprendiz de Linar? En el tiempo que llevaban juntos, el Kalagorinor apenas le había enseñado un par de habilidades, poco más que magia de feria, migajas del festín de maravillas que Mikhon Tiq esperaba recibir. Dentro de él se ocultaba la syfrõn de Yatom, un inmenso castillo de sabiduría y poder, pero las llaves las guardaba Linar.
—Me raciona el conocimiento como si fuera un usurero. ¿De qué tiene miedo?
—Yo podría quejarme igual de Kratos.
—Pero tú no tendrías razón. Kratos se toma en serio tu adiestramiento. Gracias a él has mejorado mucho. No te había visto manejar la espada así ni siquiera en la Academia.
—¿De veras? —La esperanza iluminó el rostro de Derguín.
—Te lo puedo jurar. —Pero Mikhon no tenía ganas de cantar las alabanzas de su amigo, sino de dar rienda suelta a su propio despecho—. Cuando entrenabas he visto las cicatrices de tu espalda. Son profundas. Las mías apenas se notan.
—Fui yo quien se peleó con Deilos. Así que el flagelador se empleó más a fondo conmigo.
—¿No tienes ganas de vengarte? ¿De restregarles a todos esos malditos Ainari un triunfo?
Derguín agachó la cabeza y susurró:
—Precisamente estamos rodeados de Ainari, así que baja un poco la voz. Y no, no tengo ganas de vengarme. No creo que eso sirva para nada.
Derguín lo había dicho desviando la mirada, y se había tapado los labios sin darse cuenta, como si quisiera evitar que de ellos saliera aquella mentira.
—¡Y yo no te creo a ti! —estalló Mikhon—. Nos la jugaron, Derguín, y es justo que queramos resarcirnos. Ha llegado nuestro momento. Tú y yo somos jóvenes, mientras que Linar y Kratos están tan caducos como sus ideas.
—Son nuestros maestros. Podemos aprender mucho de ellos.
—No digo que no, pero ahora es tiempo de inventar nuevas formas. Si no ves que el mundo cambia, es que estás ciego.
—No se debe despreciar la tradición.
—¡No me hables como una vieja! Lo que yo propongo es tomar del pasado tan sólo aquello que nos convenga. No soy como Linar, que está convencido de que todo tiempo pasado fue mejor. ¿No has oído su historia? Primero fue la Edad de Oro, cuando los hombres eran muy felices. Luego llegó la de Plata, en que aún eran felices, pero ya menos. ¿Qué vendrá luego, la Edad de la Mierda?
—Si hay algo cierto, es que todo puede empeorar.
—Puede, pero no debe. La crónica de Tramórea no tiene que ser la historia de la corrupción de un cadáver. ¡No pienses como un anciano!
—Yo no intento ser lo que tú quieres ser. Me limito al arte del Tahedo.
—¡No me vengas con ésas! Tú no eres un guerrero ignorante y sin seso. Te conozco bien y sé que buscas lo mismo que yo.
—¿Y qué buscas tú?
—¡La verdad! ¡El conocimiento!
Derguín levantó su jarra y propuso que brindaran por aquellas dos metas tan nobles y ambiciosas. Pero después añadió, susurrante:
—¿Y el poder? ¿Me vas a negar que anhelas el poder, Mikha?
—No, no voy a negarlo. Pero en eso soy igual que tú. ¿Acaso no quieres convertirte en el Zemalnit para tener poder?
Derguín se encogió de hombros.
—No sé muy bien en qué consiste el poder.
—Entonces, ¿para qué diantre estás aquí?
—Quiero convertirme en Tahedorán. Luego, intentaré conseguir la Espada de Fuego. Son metas arduas. No puedo pensar más allá, Mikha. Me ayudarás mejor si no distraes mi concentración con otros pensamientos. Cuando llegue el futuro, lo iremos afrontando.
Derguín le tendió la mano, y ambos se la estrecharon por encima de la mesa. En aquel momento, Mikhon sintió que nada podía desatar el nudo que los unía a su amigo y a él. Ahora, a la luz del día, se preguntó si sería así, si sus intereses no tardarían en separarlos.
Pero como era joven, le bastó tirar una piedra al agua y espantar a los insectos-galera para imaginarse que con ellos había ahuyentado todas las sombras del futuro.
Durante la tarde se acumularon en el norte nubarrones como yunques de hierro y el aire empezó a oler a ozono. El cielo se cerró tanto que no llegaron a ver la puesta de sol, y la lluvia arreciaba ya cuando llegaron a Grata, un pueblo escondido entre colinas. En la calle principal, un cartelón con un cuervo pintado en negro anunciaba la presencia de la única posada, un edificio de madera de dos pisos. Los viajeros ataron a los caballos bajo un porche de chamiza y tejas y pasaron a la posada.
Como ya se habían imaginado, no quedaban habitaciones, y menos en una noche de perros como aquélla, pero el hospedero les ofreció un rincón del salón no muy lejos de la chimenea. Mikhon regateó el precio, y al final llegaron a un acuerdo. Para cenar, se acomodaron en un rincón, en una pequeña mesa de madera encerada donde los viajeros habían grabado sus nombres a punta de cuchillo. Pidieron un guiso de carne con puerros y patatas, un queso de cabra, una hogaza de pan y una jarra de vino. Los atendió una muchacha guapa y rolliza, que lo mismo regalaba sonrisas que arreaba pescozones cuando alguno de los clientes se atrevía a pellizcarle el trasero. La posada estaba muy animada. En el centro, sentados sobre una mesa cuadrada, había dos juglares vestidos con los vivos colores de su gremio. Uno de ellos tocaba la gaita, mientras que el otro cantaba y rasgueaba un laúd, y entre estrofa y estrofa tomaba una púa de cuerno que llevaba detrás de la oreja y con ella arrancaba rapidísimos punteos y trémolos que provocaban aplausos entre la concurrencia.
Al cabo de un rato, el gaitero se acercó a ellos, se quitó la gorra e hizo una graciosa reverencia.
—Os saludo, nobles guerreros. Por un par de cobres, mi amigo el sin par Oíos y vuestro humilde servidor, Brumos de Tíshipan, podemos interpretar alguna pieza que sin duda será de vuestro agrado.
El vino y la música los habían animado, salvo a Linar, que sin apenas probar bocado había apartado un poco el taburete para recostar la espalda contra la pared, al abrigo de las sombras. Mikhon Tiq rebuscó bajo su manga, donde guardaba monedas sueltas en una bolsa atada a la muñeca, y sacó tres ases de cobre.
—Uno por cada guerrero —dijo, pues también él llevaba una espada colgada a la cintura—. Tocad algo que nos anime.
Brumos tomó las monedas, las hizo saltar en el aire, dio un gracioso giro sobre los talones y las recogió en la gorra antes de que llegaran al suelo, lo que provocó un nuevo aplauso. Después volvió con su compañero, intercambió unas palabras con él, y empezó a interpretar una melodía lenta y arrastrada. Oíos le acompañó primero con un suave arpegio y luego con un trémolo que poco a poco fue acelerándose. El ritmo, aún cansino, era sin embargo tan marcado que los parroquianos empezaron a acompañarlo con palmadas. Kratos y Derguín se miraron con un gesto de inteligencia.
—Una Jipurna…
Sus dedos empezaron a tabalear sobre la mesa y sus cabezas se balancearon al compás mientras tarareaban la pegadiza melodía. De pronto, como si se hubieran leído la mente, se levantaron, acudieron al centro de la sala, junto a los músicos, y empezaron a bailar. Los clientes apartaron las mesas para hacer hueco, expectantes y a la vez temerosos de lo que pudieran hacer aquellos guerreros.
—¿Se han vuelto locos? —bufó Linar—. Lo que menos necesitamos es llamar la atención.
—No lo entiendes, maese Linar —respondió Mikhon Tiq, regodeándose en alumbrar la ignorancia de su maestro en los asuntos mundanos—. Es una Jipurna, un baile guerrero creado para los que practican el arte de la espada. Para ellos es una llamada irresistible: si hubiera aquí quince espadachines, los quince habrían salido a bailarla.
—¿Y tú?
—No es lo mismo. Yo sólo soy un Iniciado; no llegué a Ibtahán —explicó Mikhon, aunque él mismo daba palmadas y marcaba el compás con el talón derecho.
La danza se animaba. Laúd y gaita intercambiaban frases cada vez más rápidas, las palmadas resonaban por toda la sala, las jarras golpeaban las mesas siguiendo el ritmo, que se hacía frenético. Derguín y Kratos se agacharon uno frente al otro y, en cuclillas y con los brazos cruzados, empezaron a lanzar las piernas hacia delante, primero una y luego la otra, siempre al compás. Después se pusieron en pie y, agarrándose el uno al otro por la punta de los dedos, empezaron a competir en cabriolas y volteretas cada vez más arriesgadas, ante el rugido de los clientes.
Linar miraba fijamente a los juglares. Le pareció advertir entre ellos una mirada de conspiración.
—Aquí hay algún tipo de trampa. Diles que paren.
—Es imposible. Ya que han empezado tienen que acabar.
Y en verdad, Derguín y Kratos habían entrado en una especie de trance, poseídos tal vez por Anfiún, el dios de la guerra; por Terpe, la patrona de la danza, o por ambos a la vez. Sin previo aviso, desenvainaron sus espadas y se acometieron con ellas. Hubo un gemido de consternación general y Linar se incorporó para intervenir, pero Mikhon le agarró por un brazo para calmarlo. Aquello era también parte de la danza. Derguín y Kratos saltaban sobre sus espadas, se agachaban, hacían giros espectaculares, pero las hojas nunca llegaban a acercarse a los cuerpos. Mientras el trémolo del laúd llegaba al paroxismo, ambos entrechocaron sus aceros de frente, una y otra vez, contorsionándose sobre la cintura entre golpe y golpe y acompañando el ritmo con el clangor de los metales hasta el climax final. La danza terminó con ambos pegados, espalda contra espalda, apuntando con sus armas a un enemigo imaginario.
Hubo un segundo de silencio, y después una ovación como no se había oído en toda la noche. Derguín y Kratos, sudorosos, besaron sus espadas, las envainaron y volvieron a la mesa. Por primera vez, el maestro le pasó el brazo por el hombro al discípulo.
—¡Hacía años que no bailaba una Jipurna! He sudado toda la mala sangre que tenía guardada.
—¡Pídenos cerveza, Mikha! —reclamó Derguín—. El vino solo no puede quitarme la sed que me ha entrado.
Como si hubieran vuelto a intercambiar los pensamientos, Derguín y Kratos cantaron el estribillo de una vieja canción de los estudiantes de Uhdanfiún.
¡Ni hambre, ni mujer vieja,
ni dolores de cabeza!
¡Ni vino, sólo cerveza!
Mikhon se volvió hacia la cantinera para reclamar una jarra. En ese momento, se abrió la puerta de la posada y alguien entró a la carrera.
—¡Os han robado un caballo!
Tardaron un instante en darse cuenta de que se lo decía a ellos. Kratos, sin llegar a sentarse, corrió hacia la puerta, seguido por Derguín. Salieron al exterior a tiempo de ver cómo el caballo de Mikhon Tiq, azuzado por un jinete que no se distinguía entre las sombras, se alejaba en dirección oeste.
—¡Maldita sea! —gruñó Kratos—. ¡Vamos por él, rápido!
Desataron a los caballos y montaron a toda prisa. Kratos tomó la delantera y los dos jóvenes, compartiendo la montura de Derguín, se apresuraron a seguirle, mientras Linar aguijaba a la mula que llevaba su bagaje.
Ya no llovía, pero soplaba un viento gélido que penetraba hasta los huesos. Aunque el empedrado estaba sembrado de charcos y los cascos de los caballos resbalaban en él, Kratos animó al soberbio Amauro a que cabalgara sin temor. Al dejar atrás las últimas casas del pueblo, no tardaron en ver al ladrón; galopaba por una larga recta de la calzada y les llevaba unos doscientos pasos de ventaja. En la oscuridad era difícil distinguir sus movimientos, pero de cuando en cuando parecía refrenarse y se daba la vuelta para mirarlos como si jugara con ellos. La persecución se demoró durante unos minutos. Después, cuando menos lo esperaban, el ladrón hizo parar al caballo, desmontó y, sin tomar nada de las alforjas, salió del camino. Las nubes dejaron pasar un rayo de luna azulado, y durante una fracción de segundo vislumbraron a un hombre barbudo que corría desnudo y se perdía entre la vegetación que rodeaba la calzada.
Alcanzaron el caballo y comprobaron que en las alforjas no faltaba nada. Un extraño enigma por resolver.
—Estas cosas no deberían ocurrir en Ainar —masculló Kratos, indignado—. Si atrapo al ladrón, yo mismo lo colgaré de un árbol.
Emprendieron el regreso con un ligero trote. A ratos, la luz de Rimom se abría paso entre las nubes y las teñía con un fantasmal baño azul, pero no tardaba en ocultarse de nuevo. Aquella oscuridad no invitaba a hablar. Sólo un insensato dejaría que su voz llegara más allá de donde alcanzaba la vista, a parajes en los que los oídos de la noche recogen hasta los susurros de las hojas y la tenue caída del rocío. A veces un hostigo del viento sacudía las ramas y los azotaba con agua helada, y al alejarse dejaba por unos segundos su fría voz entre las ramas. Una de esas rachas trajo con ella un eco lejano y prolongado, tal vez un canto. Se detuvieron.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Derguín.
Linar le pidió silencio con un gesto y giró la cabeza para oír mejor.
—Es un ritual —dijo al cabo de un rato—. No entiendo las palabras desde aquí, pero sin duda es una invocación.
—¡Valiente noche para invocar a nadie! —dijo Mikhon Tiq, frotándose los hombros para entrar en calor—. Por mi parte, preferiría seguir con el ritual de la cena.
—¡Secundo la propuesta! —se apuntó Derguín.
—Primero iremos a investigar —dijo Linar, recordando las palabras de Yatom, que había hablado de «rituales espantosos».
Los demás protestaron, pero Linar fue categórico. Dejaron los caballos y la mula al lado del camino, atados tras unos robles. El Kalagorinor adormeció a las bestias con un sencillo conjuro; después ordenó silencio y abrió la marcha.
Avanzaban con precaución, apoyando primero con los talones y reconociendo el terreno para no pisar cascajo ni ramas secas. Linar buscaba trochas entre la maleza, pero a menudo no tenían más remedio que atravesar macizos de arbustos espinosos, intentando que las ramas no crujieran ni azotaran sus rostros. Durante casi media hora anduvieron entre una espesura que se tupía conforme avanzaban. Los espinos arañaban sus ropas y sus carnes y las hojas los empapaban con la humedad que habían retenido tras la lluvia. Linar podría haber abierto un sendero más cómodo con su vara serpentígera, pero la inquietud que sentía, más intensa a cada paso, le disuadió de recurrir a su poder. Había allí una presencia, aún confusa, que lo impregnaba todo. La última ocasión en que recordaba haber percibido algo tan intenso fue en el asedio de Ghim. Pero allí conocía bien de dónde emanaba aquella sensación: de los magos del Rey Gris, que tomaban el poder de su amo mientras éste velaba por ellos desde su fortaleza en Iyam, a más de mil leguas. Desde entonces, el señor de los Inhumanos no había vuelto a manifestarse, pero muchas de las criaturas sombrías que poblaban el mundo estaban relacionadas con él.
Linar sabía que aún existía otra posibilidad, pero ésa le llevaba a un dios que soñaba encerrado en roca, y era demasiado aterradora para pensar en ella.
Su camino los llevó a un claro surcado de torrenteras que caía en un suave declive. El viento les trajo un rumor ya cercano, un canto persistente, casi una única nota de machacona invocación. Linar apretó el paso. Bajo ellos partía una vaguada. Descuidando las precauciones, se apresuró a cruzarla, pues era difícil que los cantores pudieran oírlos y temía que si llegaban más tarde acabaran encontrando algo que ninguno de ellos querría ver. Como si obedeciese a la invocación, el viento en las alturas rompía a jirones las nubes y despejaba el cielo. Bañada en la luz cobalto de Rimom, la vaguada dejó de serpentear y desembocó en un nuevo claro. El canto era ya tan cercano que no se atrevieron a cruzar bajo la luz, sino que rodearon el calvero agazapándose entre los árboles.
Un montículo era, al parecer, todo lo que los separaba de su destino. Treparon por él casi reptando. En lo más alto asomaban unas rocas en forma de muelas. Se acurrucaron tras ellas y Linar aventuró una mirada.
Por la otra ladera, la colina caía casi a pico hasta un anfiteatro natural que se abría diez metros más abajo. En su centro se erguía un oscuro monolito, a cuyo pie una profunda sombra revelaba la existencia de una sima. Alrededor ardía un círculo de antorchas. Más allá se abrían varios anillos concéntricos de celebrantes de ambos sexos, vestidos con jirones y harapos. Al ritmo del obstinado canto, las mujeres se retorcían, agitaban los brazos como serpientes, hacían gestos procaces y barrían el suelo con sus cabellos. Mientras, los hombres brincaban con grandes saltos y movían la cabeza en un vaivén que seguía el ritmo de la invocación.
—Asomaos sin hacer ruido —susurró Linar.
La escena los asombró tanto como había asombrado al mago.
—Fijaos allí.
Dos figuras se acercaron al monolito, un hombre que ocultaba el rostro bajo una máscara demoníaca y una mujer. Ésta, sin interrumpir su frenética danza, se arrancó las ropas a tirones hasta quedar desnuda. Su piel lechosa contrastaba con el negro de los tatuajes que le cubrían la espalda, el vientre y los pechos. En su baile se aproximó al enmascarado y le despojó de la túnica, aunque no descubrió el rostro. Después escenificaron una rabiosa cópula, jaleados por los concurrentes en un tono cada vez más agudo y obsesivo. Cuando parecía que la pareja iba a llegar al paroxismo y que todo estallaría en una explosión de gritos, se oyó una voz más estridente, y se hizo un silencio en el que Linar pudo oír los latidos de sus compañeros.
La danza había cesado. Los concurrentes esperaban, tan quietos como el monolito que se alzaba sobre la sima. De entre las sombras que había al pie de las rocas en que se apoyaban Linar y sus compañeros salió un hombre muy alto, vestido de pieles y tocado con una enorme cornamenta de ciervo. Le seguían cuatro encapuchados que llevaban a rastras a una mujer vestida con una túnica blanca. A su paso, la gente que rodeaba el monolito abrió un corredor. La danzarina tatuada se acercó y plantó sus manos sobre la frente de la otra mujer, susurrando unas palabras que Linar no alcanzó a escuchar. Los circundantes comenzaron a ejecutar un movimiento pendular: se inclinaban a un lado, levantaban el pie contrario y lo dejaban caer con todo el peso del cuerpo, marcando un lento compás.
El hombre-ciervo alzó los brazos. Los encapuchados despojaron a la mujer de su túnica y la llevaron hasta el monolito. Allí la sujetaron a unas argollas, obligándola a cruzar los brazos por encima de la cabeza de modo que su desnudez quedaba expuesta a todas las miradas. La mujer se debatió unos segundos, hasta que comprendió que no lograría arrancar aquellos grilletes y se quedó inmóvil. El hombre-ciervo entonó con voz potente un canto que los asistentes respondieron a coro, repitiendo un estribillo en sílabas guturales que ni siquiera Linar llegó a entender. Los anillos de danzantes se abrieron para separarse del monolito, y el hombre-ciervo, los encapuchados y la pareja que había escenificado la cópula retrocedieron también más allá del círculo de antorchas.
—¿Qué va a ocurrir, Linar? —susurró Mikhon Tiq.
—Invocan a algo que hay en la sima. Creo que vamos a presenciar una hierogamia.
—¿Qué quieres decir?
—Una unión sagrada. No sé qué saldrá de ese boquete. Si tiene forma humana, se unirá con la mujer. Si no es así… tal vez ocurra algo peor.
—Ella no está ahí por su voluntad —intervino Derguín—. Tiene miedo. Hay que hacer algo.
Linar se volvió hacia el muchacho, sorprendido por su decisión. Hasta ese momento su temor había sido tan intenso que podía olerse a varios metros.
—Somos muy pocos —objetó Kratos—. Ahí abajo hay más de doscientas personas. Lo mejor es que nos alejemos antes de que reparen en nosotros.
—¡No! —insistió Derguín—. Tiene que haber algo que podamos hacer.
—Lo vamos a hacer. No presenciaré esto sin más —dijo Linar, en un tono que no admitía duda.
Los concurrentes, sin abandonar aquella machacona cantinela capaz de despertar a las piedras, se apartaron unos treinta o cuarenta pasos del monolito central. La mujer había dejado de moverse, resignada a su suerte o acaso desmayada. Linar señaló a la izquierda del anfiteatro.
—Kratos y Derguín, iréis por allí, entre esa maleza. Mikhon me ayudará en una maniobra de distracción para que podáis acercaros al monolito sin ser molestados. Cuando tengáis a la muchacha, volved al sitio donde hemos dejado los caballos.
Kratos iba a objetar algo, pero su disciplina innata le hizo morderse la lengua. Linar les ordenó a él y a Derguín que desenvainaran las espadas, y pasó los dedos por ambas hashas, mientras salmodiaba algún sortilegio ininteligible. Las espadas vibraron como diapasones.
—No las envainéis. Ahora, acercaos hasta allí, al borde del claro, y esperad a mi señal. Cuando la oigáis, debéis cerrar los ojos, protegerlos con las manos y cubriros con los capotes. Luego, contaréis hasta diez, os destaparéis y correréis hasta el monolito. Nadie os saldrá al paso. Tan sólo tendréis que acercar la hasha a los grilletes, y éstos se abrirán. —Derguín y Kratos cruzaron una mirada de desconfianza—. ¿A qué esperáis? ¡No tenemos toda la noche!
Sin pronunciar palabra alguna, Derguín y Kratos se alejaron furtivos. Linar ordenó a Mikhon Tiq que reuniera piedras del tamaño de un puño, y él mismo se puso a la tarea. En pocos minutos habían apilado un buen montón, con las que formaron un círculo. Los cantos sonaban histéricos y las pisadas retemblaban en el suelo como un corazón a punto de estallar. No se distinguían palabras en la invocación, sólo un grito único que taladraba las tinieblas. Mikhon Tiq percibió un cambio, un penetrante olor a miasmas que sin duda emanaba de la sima, y miró a Linar.
—Ya lo sé. Lo que sea, está a punto de salir. ¡Entra al círculo!
Mikhon Tiq se escondió tras su maestro, que le sacaba una cabeza, y aguardó. El Kalagorinor levantó los brazos cuarenta y cinco grados, y de sus dedos brotó un chisporroteo de centellas azules que cayeron sobre las piedras y saltaron entre ellas como pulgas incandescentes.
—Ya estamos protegidos. Prepárate.
Linar dio una fortísima voz, que Mikhon sintió retumbar a través de sus costillas, alzó su vara hasta el cielo y un trueno restallo sobre sus cabezas. El canto se interrumpió. Doscientas cabezas se giraron y vieron a Linar, una altísima figura erguida sobre las rocas, como un dios orgulloso y terrible. El hombre-ciervo le señaló con el dedo y gritó:
—¡Muerte al sacrílego!
Algunos hombres rompieron el círculo y empezaron a trepar para llegar a donde se encontraba Linar. El mago ordenó a Mikhon Tiq que cerrara los ojos y se apretara contra su espalda. El joven le obedeció, y en ese momento estalló un trueno mucho más fuerte que el primero y hubo un destello cegador que percibió incluso a través de los párpados cerrados.
—¡Abre los ojos ya!
Pese a las precauciones, cuando Mikhon trató de fijar la mirada en el monolito para ver qué ocurría con la mujer, no pudo distinguir más que un borrón grisáceo en el foco de su visión. Los celebrantes habían corrido peor suerte; algunos se revolcaban por el suelo frotándose los ojos entre gritos de ira y dolor, mientras otros trataban de caminar a ciegas, tentando el aire con las manos.
Linar cogió a Mikhon Tiq de la mano y lo arrastró a una enloquecida carrera por la misma vaguada que habían seguido al ir. El joven sólo distinguía delante de él la espalda de su maestro, y procuraba saltar cuando él lo hacía para esquivar los troncos, las raíces y las piedras más grandes. Linar se movía con zancadas de una longitud imposible, y sus pies apenas habían rozado el suelo cuando ya de nuevo se levantaban. Tras ellos, los gritos de rabia se perdían en la distancia. No había señales de persecución. Sin embargo, Linar no aflojó su paso hasta que Mikhon Tiq no pudo más y cayó de bruces sobre un matorral.
—Está bien —cedió el mago—. Iremos más despacio para dar tiempo a Kratos y Derguín.
El muchacho se levantó, acezante y con el cuerpo empapado de sudor por debajo de las gruesas ropas. Las ramas del matorral le habían arañado el rostro y las manos, el pecho le ardía y la boca le sabía a sangre. En cambio, Linar respiraba pausadamente, como si hubiera estado meditando en vez de huir como una liebre en la noche.
Siguieron a un paso más tranquilo. Poco a poco, Mikhon Tiq recobró el resuello y el foco de su visión volvió a aclararse. No recordaba el camino que habían seguido, y de ahí su sorpresa cuando llegaron al lugar donde habían dejado los caballos. Kratos y Derguín no tardaron en aparecer por otro lugar, junto con la mujer, que iba cubierta con la capa de Derguín. Linar se acercó a ella, le posó la mano en el hombro para tranquilizarla y le bajó la capucha.
Era una muchacha que no debía llegar a los veinte años, e incluso en la oscuridad su belleza cortaba el aliento. Lo natural habría sido verla posando para un escultor en Narak, o representando a Pothine, la diosa del deseo, en las fiestas de la recolección. El cabello negrísimo le caía sobre los hombros y sus ojos rasgados miraban más allá de ellos, sin verlos.
—Aún está cegada —explicó Derguín, que no se separaba de ella.
—Se le pasará. Dadle algo de ropa.
Mikhon, que era el más delgado, deshizo su fardo y sacó un lío de ropas atado con correas. Eligió unas calzas de lana, una camisa y una chaqueta de piel de ternero. La muchacha se vistió por debajo de la capa, sin alejarse de ellos. Sus ademanes eran rápidos, pero no nerviosos; parecía que saliera del baño y no de un ritual sangriento. Cuando terminó de vestirse, se aferró al brazo de Derguín. Éste la ayudó a montar en su caballo y se sentó tras ella, rodeándola con los brazos para evitar que cayera.
Subieron a sus monturas y salieron de nuevo a la calzada. Mikhon Tiq sugirió volver a Grata.
—Seguiremos camino —respondió Linar—. No quiero volver por aquí, aunque sea mañana y a la luz del día.
La noche estaba avanzada, y Rimom ya había pasado de largo su cénit. El viento seguía soplando frío. Soltaron riendas, para alejarse cuanto antes de la amenaza que dejaban detrás. Derguín relevó a Linar en la cabeza y apresuró el trote. El mago se acercó a Kratos y le preguntó qué tal les había ido.
—Todo resultó como habías dicho. No sé qué hiciste, pero sentí la luz a través del capote y de las manos, y cuando abrí los ojos vi que los habías cegado a todos, así que pasamos entre ellos tranquilamente. Cuando nos acercamos al foso, me llegó un olor nauseabundo.
—Ya lo noté.
—También sonaba un borboteo, pero no me asomé. Las argollas se abrieron solas y recogimos a la chica. Nos hemos ido turnando para llevarla en brazos e ir más rápido, pero creo que no habría hecho falta. Nadie nos ha perseguido.
—Cuando recobren la vista, espero que estemos lo bastante lejos. ¿Qué os ha contado la muchacha?
—No hemos tenido tiempo de hablar con ella. De todos modos, no sabemos si nos entiende. No tiene rasgos Ainari.
—Sí os entiendo.
La intervención de la muchacha los sobresaltó a todos. Su voz, clara y algo grave, no delataba temor alguno. A Derguín le pareció que armonizaba con su rostro y con el resto de su cuerpo; aún recordaba sus formas desnudas, tal como las había visto y como las había sentido al tomarla en brazos, y aquel recuerdo le turbaba. Ella parecía cómoda sentada delante de él, y Derguín no la habría soltado por nada del mundo.
—¿Cómo te llamas?
—Tríane. —Y añadió en voz alta—: Ojalá las llamas de vuestros hogares ardan eternamente por lo que habéis hecho. No quiero pensar qué habría ocurrido si…
—No lo pienses, pues —dijo Linar—. Nosotros vamos hacia el oeste. ¿Dónde está tu hogar?
—También hacia el oeste.
—Esta noche vendrás con nosotros. Mañana ya decidiremos.
Derguín se acercó a su oído y susurró:
—No tengas miedo. Mientras estés con nosotros, no te ocurrirá nada malo.
Ella se volvió un instante y le sonrió, aunque aún estaba deslumbrada y no podía verle. Pese al frío de la noche, Derguín sintió una calidez que se deshacía en su vientre.
Linar reclamó silencio, pues había oído algo que pronto fue perceptible para los demás: una nota lejana, una invocación irritada y persistente, muy parecida a la que habían escuchado junto al monolito. Avivaron el trote. Nadie dijo nada durante unos minutos. El temor formaba un aura invisible que los unía sin necesidad de palabras.
Sin aviso, cayó sobre ellos una densa niebla que apenas dejaba distinguir las lindes de la calzada. Pronto tuvieron los cabellos chorreando sobre la frente y la cara. Dentro de aquella bruma pegajosa, los cascos de los caballos sonaban apagados, como envueltos en algodón, mientras que la llamada lejana se hacía más apremiante.
—¡Maldita sea! —gruñó Kratos—. Han empezado a perseguirnos.
—Los caballos refrenan el paso —advirtió Derguín—. Hay algo delante de nosotros.
Los animales se pararon en seco. Derguín hizo recular a su montura para refugiarse en el grupo.
—Si al menos esta niebla se levantara y nos dejara ver algo… —rezongó Kratos—. ¿De dónde habrá salido?
Linar desmontó y avanzó con cautela hacia las tinieblas. Cerró su único ojo, extendió su vara y por los ojos de la serpiente proyectó los zarcillos de su syfrõn, que podían captar el calor oculto de las cosas. En los márgenes de la calzada no había ya árboles, sólo matojos raquíticos y tierra que la lluvia había convertido en barrizal. Fue entonces cuando vio algo que jamás había presenciado, y eso era mucho decir tratándose de un Kalagorinor. A ambos lados del camino, el suelo estaba hinchándose en negras jorobas. De ellas brotaban unas excrecencias mucilaginosas que chapoteaban como lodo pisoteado y seguían creciendo, hasta convertirse en siluetas semihumanas que tendían un remedo de brazos hacia ellos. Linar captó en aquellas criaturas una estupidez ciega y vacía, pero también una determinación tan malévola como el canto que las había invocado. Se alzaban a los bordes de la calzada, pero no se movían del sitio, pues tenían los pies clavados en tierra; eran como monstruosas lombrices antropomorfas encadenadas al suelo del que habían germinado.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kratos.
—Desmontad. Quedaos detrás de mí y no se os ocurra salir del camino.
Linar extendió de nuevo su syfrõn, esta vez para controlar a las monturas, pero el caballo de Mikhon Tiq se desbocó antes de que pudiera hacerse con él y huyó despavorido hacia la izquierda. No bien puso los cascos fuera de la calzada, cayó entre los brazos de aquellas criaturas. Entre relinchos de terror casi humanos y nauseabundos burbujeos de succión, el caballo fue rodeado por una capa de materia viscosa y engullido por la propia tierra sin dejar rastro.
—¿Qué ocurre? ¡Dínoslo de una maldita vez! —exigió el Tahedorán.
—Haced lo que os digo, Kratos —respondió Linar, sin perder la compostura—. Caminad detrás de mí. Hay sortilegios muy antiguos que protegen esta calzada, de modo que si no salís de ella no correréis peligro.
—Hay algo a los lados —susurró Derguín—. Si pudiéramos ver algo…
Linar casi había olvidado que sus compañeros no poseían su percepción. La niebla cuajaba como una gigantesca levadura en un tazón de leche. Era un fenómeno innatural, sacrilego, pero decirlo sólo habría inquietado más a los otros, mientras que iluminar los bordes de la calzada con su vara les habría hecho perder la cordura.
—Sí, hay algo a los lados, pero si os limitáis a caminar detrás de mí no os pasará nada —insistió, aunque no tenía por costumbre repetir sus palabras.
—¡Ni siquiera te veo! —protestó Mikhon Tiq, tanteando a su espalda—. Nos vamos a perder.
—Tomémonos de las manos. Yo me encargo de los caballos.
Sin dejar de andar, Linar tendió hacia atrás su brazo y tomó la mano callosa de Kratos; y a través del guerrero percibió la suave piel de Tríane, la inquietud de los largos dedos de Derguín y el sudor de la mano de Mikhon Tiq. Trató de transmitirles calma y confianza aunque él mismo estaba lejos de sentirlas. Por más que trataba de concentrar su atención en el pavimento que pisaba, no podía dejar de ver la negra procesión que brotaba del suelo a su paso. Aquellas figuras semihumanas no los seguían, sino que surgían de la tierra conforme ellos avanzaban. Si Linar detenía el paso, las sombras dejaban de brotar; si lo avivaba, germinaban por delante de él.
La llamada lejana cesó; pero fue sustituida por algo peor, pues las propias criaturas de barro empezaron a entonar un canto tan bajo que apenas se percibía, pero cuyo frío penetraba hasta la médula. Era un canto terrible y muerto, como el que podrían haber entonado las lápidas de un cementerio de tener voz. No había palabras en él, y sin embargo les hablaba de oscuridad, decepción, vacío, cenizas, olvido. Pero aunque encogía el estómago y erizaba la piel, tenía una cualidad magnética, como la hoguera mentirosa de los saqueadores que atraen al barco a estrellarse en los acantilados. Los primeros en desviarse hacia los bordes de la calzada fueron los animales, y Linar tuvo que aumentar su ligazón sobre ellos; pero pronto comprobó que no les ocurría sólo a ellos, pues Mikhon Tiq soltó la mano de Derguín y se dirigió hacia el margen derecho.
—¡Quieto, Mikhon! —gritó Linar.
Pero Derguín fue más rápido. Soltando a Tríane, corrió tras su amigo justo a tiempo de ver un brazo negro que surgía de la bruma para coger a Mikhon Tiq. Sin pensarlo un segundo, desenvainó la espada y descargó un tajo sobre la sombra. Aunque logró atravesar el brazo, la hasha se atascó durante una fracción de segundo en algo legamoso. La criatura se retiró con un alarido similar al de un cristal arañando una pizarra, y sobre las piedras quedó su oscura mano. Los dedos se separaron con vida propia y culebrearon para salir del camino, dejando tras de sí un rastro lodoso.
El susto hizo a Derguín caerse sentado. Kratos le ayudó a levantarse.
—¿Estás bien?
—¿Has oído eso?
—Ojalá no lo hubiera oído.
Linar tenía agarrado a Mikhon Tiq. El muchacho lo miraba sin verlo, como si la oscuridad fuera aún más espesa para él. Volvieron a tomarse de las manos, pero esta vez Linar se encargó de su aprendiz, quien caminaba tras él como un autómata. El lúgubre cántico seguía llamándolos. A través de los dedos de Mikhon, Linar sintió que era Kratos quien trataba de apartarse ahora.
—Kratos, sigue recto.
Pero no obtuvo respuesta. El guerrero había caído en un trance semejante al de Mikhon Tiq. Derguín se mantenía atento, mascullando contra sus compañeros porque no dejaban de moverse hacia los lados.
—No sirve de nada gruñir, Derguín. Ahora mismo no pueden oírte: no tienen voluntad propia.
—Debe de ser ese maldito canto. Enloquecería a las piedras.
—Aguanta firme detrás de mí. No puedo decirte por qué, pero si no salimos de la calzada no correremos peligro. Yo intentaré guiarlos para que sigan rectos.
Con cautela, Linar exploró la superficie de sus mentes. Ni Kratos ni Tríane estaban poseídos por ningún poder racional, pero la magia de la canción los había hipnotizado y los atraía, tan inexorable como una fuerza natural. Linar contrarrestó este efecto transmitiendo a sus debilitadas voluntades una sola orden: caminar, caminar siempre detrás de él.
Prosiguió su marcha, controlando en todo momento la pequeña caravana y vigilando la espeluznante procesión que los escoltaba. Mil veces suplicó para que llegara la luz del sol. Por fin, tras descrestar una suave loma, la niebla se levantó y las criaturas desaparecieron. Delante, tal vez a una media legua, había una pequeña aldea, cuya cercanía debía haber espantado a los seres de la tierra. Sin darse cuenta, Linar dobló el paso, y llegó a tal grado de excitación que sus pies acabaron por levantarse del suelo, y en su levitación arrastró a todos sus compañeros. Ante el asombro de los demás, que habían salido de sus trances, no los hizo descender al suelo hasta que entraron en el pueblo.