BIENVENIDO SEAS A ÁINAR, EXTRANJERO
SI TRAES LAS MANOS Y EL CORAZÓN LIMPIOS.
CAIGA SOBRE EL MALVADO LA MANO DE ANFIÚN
El saludo del arco de piedra estaba escrito en letras imperiales, adornadas con las barrocas curvas y los rizos que traían de cabeza a los cinceladores y que hacía cien años se habían dejado de utilizar. A ambos lados del camino, sendos leones de dientes de sable advertían con sus fieros ojos de obsidiana de que aquella bienvenida no era incondicional, pues los viajeros acababan de penetrar en los dominios del dios de la guerra.
Habían empleado seis días para llegar allí, viajando a buen ritmo. En parte, las jornadas habían sido tan largas porque Linar deseaba alejarse de Corocín cuanto antes. Durante muchas leguas, la Ruta de la Seda había corrido paralela a la linde del bosque. A la izquierda de la calzada se extendían tierras de espinos y matorrales y quebradas de tierra seca y rojiza, mientras que en la margen derecha crecía sin transición la espesa vegetación de Corocín. Desde tiempos olvidados, la línea de sus árboles se mantenía allí, sin avanzar ni retroceder un palmo. Cuando por fin perdieron de vista el bosque, Linar se sintió aliviado. Corocín era tan viejo como los reinos de Tramórea, y quizá más. Alguien que ha visto caer generaciones de hombres como las hojas siente con más angustia cómo se deslizan las arenas del tiempo, y necesita atarse a la tierra y a sus hijos perennes. El alma del bosque era inmutable en un mundo que cambiaba sin cesar, que ardía en las llamas del Gran Fuego que nunca permanece igual.
Ahora, bajo el arco de piedra, Kratos agachó la cabeza y musitó una plegaria. Mikhon Tiq se burló de él.
—¡El fervoroso patriota regresa a su hogar!
Kratos estaba tan contento por volver a pisar el suelo de Áinar que no se ofendió. Temía, sin embargo, que no habrían de pasar mucho tiempo dentro de sus fronteras. Nadie conocía el paradero de Zemal, pero todos sospechaban que la Espada se encontraba en algún lejano lugar al oeste de la Sierra Virgen. Cuando los Pinakles revelaran dónde, les convendría abandonar Áinar lo antes posible, pues Kratos estaba seguro de que Togul Barok intentaría deshacerse de sus rivales mientras permanecieran en sus dominios.
El príncipe contaba con esa ventaja y con otras muchas. Derguín y Mikhon Tiq le habían visto competir en los juegos en honor de Taniar y se lo habían contado a Kratos. Su adversario era un Tahedorán del octavo grado, un instructor de Uhdanfiún. En aquella jornada, de la que se habló por mucho tiempo, el príncipe, poseído por un demonio interior, apabulló a su rival con una lluvia de golpes. Derguín aún recordaba el tajo aterrador con el que le había roto el cuello a pesar de la protección de cuero.
—Su técnica es casi perfecta —explicó—. Pero además, todos los que se han cruzado con él comentan que sus golpes son tan fuertes que los brazos se acaban acalambrando tan sólo de intentar detenerlos. Al final mina la resistencia de cualquiera.
—Pues entonces te enseñaré a ser un junco. En doblegarse está la fuerza.
Pero a pesar de sus palabras, pensó que lo mejor sería tomar sobre él toda la ventaja posible. Aunque no lo reconociera, incluso el gran Kratos sentía un escalofrío ante la idea de enfrentarse con Togul Barok.
—¡Izhom! ¡Cra! ¡Icos! ¡Icos! ¡Cra!; Decu!; Cra!… ¡Mal, mal, mal! ¡Te he vuelto a pillar! ¡Concéntrate de una vez, o dedícate a partir leña, que es lo único para lo que vales, hijo de una vaca y un pollino! ¡Dehom! ¡Frempe! ¡Cra!
Linar y Mikhon Tiq, sentados en el suelo, contemplaban con interés aquella extraña lucha. Kratos combatía a cuerpo, mientras que Derguín llevaba encima el peto y el yelmo; pero por debajo de éste tenía los ojos vendados. Eran los gritos de Kratos los que le advertían dónde iba a descargar el golpe, si en el cráneo, en las sienes, en el pecho, en los costados o los brazos o en cualquier otro lugar del cuerpo. Pero la voz de aviso llegaba casi a la vez que el ataque, y Derguín apenas tenía tiempo de interponer la espada de madera entre su cuerpo y el arma de Kratos.
—¡Alto! —gritó Kratos—. Un momento de descanso. No, no te quites el casco. He dicho un momento.
Derguín trató de recobrar el aliento. Era mediodía, el sol caía de plano sobre ellos y bajo el cuero del yelmo la cabeza se le recocía y el trapo que le cubría los ojos estaba empapado de sudor. Nunca había entrenado de aquella manera, y no estaba seguro de si combatir a ciegas servía para mejorar sus reflejos o tan sólo para que Kratos lo vapuleara a conciencia.
—Se acabó el descanso. ¡Cra! ¡Desi! ¡Isi!
La lluvia de golpes se convirtió en una granizada. Sin avisar a Derguín, Kratos recurrió a la primera aceleración. El muchacho advirtió el cambio en la voz del maestro, y tuvo apenas tiempo para pronunciar la fórmula de Protahitéi que lo aceleró a él también. Mikhon Tiq volvió a admirarse de aquel cambio repentino que obraba en los contendientes y los hacía moverse con una agilidad imposible. Las espadas apenas se veían y el repiqueteo de filo contra filo recordaba al de una castañuela. De pronto, Derguín bajó la guardia y Kratos lo derribó con un tajo lateral. Después empezó a insultarlo para que se levantara, pero el muchacho se sacudía, presa de unas extrañas convulsiones. Linar y Mikhon acudieron a ayudarlo alarmados, mientras Kratos le desataba las cintas del casco. Sólo al quitárselo descubrieron lo que ocurría. Derguín estaba riéndose con carcajadas histéricas, que por efecto de la aceleración parecían agudas como las risillas de un gnomo.
—¡Desacelérate y deja de reír, maldita sea! —le ordenó Kratos, sacudiéndolo por los hombros.
Derguín se sentó en el suelo, se quitó la tela que le cubría los ojos y se limpió las lágrimas con el dorso de la mano.
—Lo siento, tah Kratos. —Reprimió un nuevo ataque de carcajadas y trató de explicarse—: No he podido evitarlo. ¡Me hablabas tan rápido que parecías una carraca!
Kratos puso los brazos en jarras, enojado. Pero Mikhon Tiq empezó a reírse también.
—¡Pues si lo hubieras oído como yo, que no estaba acelerado! —Se tapó la nariz y empezó a recitar a toda velocidad y en falsete—: ¡Isi-cra-desi-isi-pe-isi-cra-blabla-blabla-blabla-blá…!
Kratos lo miró apretando las mandíbulas y entrecerrando los ojos, ya de por sí rasgados, pero la imitación de Mikhon Tiq era tan cómica que al final a él mismo le empezó a temblar la barbilla y, por fin, rompió a reír a carcajadas. Hasta el grave Linar se permitió sonreír.
—¡Está bien, está bien! —reconoció Kratos—. Mis métodos pueden parecer extravagantes, pero veréis cómo al final funcionan. ¡Arriba, que aún no hemos terminado!
Aún sometía a Derguín a pruebas más exóticas. En los pueblos y aldeas del camino, Kratos compraba sacos de cebollas, patatas o nabos. Después le arrojaba las hortalizas a Derguín, quien las partía por la mitad al vuelo. Al principio era casi sencillo, pero después Kratos empezó a lanzar los proyectiles con peores intenciones, y para colmo pidió a Mikhon Tiq y a Linar que se unieran a él. Para animar a Derguín a concentrarse en la labor, le prohibió llevar protecciones, y todo nabo o cebolla que escapaba de la barrera de su espada acababa estrellándose contra su cabeza, su pecho o zonas aún más dolorosas. El muchacho acabó desarrollando tal habilidad que lograba partir en dos una patata y aún volver a partir los dos trozos resultantes antes de que tocaran el suelo. Aunque los métodos de su nuevo maestro no podían ser más diferentes de los que le habían inculcado en la Academia, día a día su brazo se volvía uno con la espada.
La hoja que le había regalado su padre seguía escondida en la caja de un laúd. Ya tenía decidido el momento en que sacaría a la luz a Brauna.
El castillo de Dogar era la primera muestra auténtica del brazo de Ainar en la Ruta de la Seda. Cimentado sobre un cerro solitario, ocupaba la cota y parte de las laderas como un gigantesco animal de piel grisácea. En la parte baja, al pie de las murallas, crecía anárquico el poblado, una serie de posadas, almacenes y tiendas surgidas al amparo de la Ruta. Pensaban dormir bajo techo, por variar, pero todos los albergues estaban repletos. Se hallaban casi a mediados del otoño y la Ruta de la Seda hervía de viajeros que querían hacer los últimos negocios antes de que llegaran los auténticos fríos. Ya había anochecido cuando encontraron un establo cuyo dueño les arrendó por un par de ases. Aunque olía a estiércol, era caliente, y ya estaban cansados de sufrir el relente y despertar entre rechinar de hombros y rodillas. Encendieron un fuego y asaron panceta y salchichas, que acompañaron con una hogaza de pan y un vino recio que les vendió el anfitrión. Las venas se les calentaron tanto como los pies. Derguín sacó el laúd y cantó una balada de las islas Ritionas. Después, Mikhon Tiq empezó una canción que narraba las increíbles gestas de Briakmat el Glotón. Kratos, que no la había oído nunca, se rió a carcajadas en el pasaje en que Briakmat, que venía resfriado del país de los Équitros, apagaba a estornudos el incendio de su morada.
—No ha sido mala idea traer el laúd —reconoció el Tahedorán, que había arrugado la nariz cuando lo vio al salir de Zirna—. ¿Conoces algo de Ainar?
Derguín asintió. Sus dedos arrancaron de las cuerdas agudas una melodía de una extraña sencillez, con un aire lejano y casi bárbaro. Después, acompañado por un arpegio que fluía como ondas de agua, empezó a cantar unos versos antiguos, con palabras que ya apenas se usaban y que despertaban ecos de tierras lejanas y días perdidos en la bruma. Pero el idioma era Ainari, y se trataba de un planto por Asheret, la esposa de Minos. Linar se sintió transportado a un mundo en el que su corazón era un poco más joven. El gran Minos, tras vencer en todas las batallas, incluso a los Inhumanos y su misterioso soberano, el Rey Gris, había visto impotente cómo la enfermedad consumía a Asheret en cinco días. Desesperado, el emperador había desaparecido sin avisar a nadie y se había perdido camino del este.
Derguín apagó el sonido de las cuerdas y se quedó mirando a las llamas. Mikhon Tiq le preguntó por qué había parado.
—Es una canción interrumpida. En este punto se terminan las crónicas, al menos las que son fiables. Muchos pueblos presumen de albergar los huesos de Minos, pero yo no creo nada de eso. ¿Qué nos puedes contar tú de él, Linar?
Mikhon Tiq objetó que aquel tema no le era grato a Linar, aunque la curiosidad le picaba tanto como a su amigo. El mago le sorprendió, pues contestó con la mirada perdida en las sombras.
—Minos era un hombre tallado en piedra. Tenía las manos grandes, los hombros huesudos, y le gustaba partir nueces entre el meñique y el pulgar para exhibir su fuerza. Sus ojos eran muy negros, pero traicionaban todo lo que pensaba. Su cuello y sus rodillas eran inflexibles: jamás se doblegó ante nada, e incluso se negó a someterse a la muerte. Admirable, sí. —Linar meneó la cabeza y pareció volver a la realidad—. Pero no un buen ejemplo. Vivía desafiando la cólera del cielo, y la ruina le llegó… No, eso no lo contaré.
—¿De dónde le llegó la ruina, Linar? —insistió Derguín—. Pratus bhloxí bhriktu?
El rostro de Linar se demudó, y su ojo taladró a Derguín, que agachó la mirada, arrepentido de lo que había dicho. Mikhon Tiq lo advirtió y preguntó:
—¿Qué significan esas palabras?
—Hay nombres que es mejor no pronunciar —le respondió el mago.
—Nos ocultas demasiadas cosas, Linar —protestó Mikhon—. Estamos comprometidos en la misma tarea, tu vista alcanza más allá, y sin embargo no quieres decirnos lo que ves. ¿Qué es lo que temes?
En vez de contestar a su discípulo, Linar volvió a clavar su ojo en Derguín.
—¿Qué sabes tú del Prates?
El muchacho desvió la mirada y se rascó la punta de la nariz.
—Es un nombre que he encontrado en viejos libros, pero sé que es de mal agüero. Creo que se refiere al… infierno.
Kratos preguntó:
—¿De qué demonios estáis hablando? Dejaos de misterios y decid las cosas claras.
—No es tan fácil —le respondió Linar—. Siempre ha habido hechos que se ocultan a la mayoría, y también otros que se ofrecen a la vista de todos pero que nadie alcanza a entender. Os movéis en un estrecho sendero, rodeados por sombras que apenas atisbáis, salvo en vuestras peores pesadillas. Gracias a eso continuáis vuestro camino en la creencia de que todo a vuestro alrededor es luz. Los Kalagorinôr vemos la oscuridad que rodea la senda, y tratamos de impedir que la invada, pues si las sombras acaban cerrándola… el hombre se perderá.
—¿Qué sombras son ésas? —insistió Derguín—. ¿Hablas en metáforas o te refieres a una oscuridad real?
Linar suspiró.
—Escuchad esto y meditad sobre ello. No me interrumpáis, y cuando termine no me pidáis que os explique más, pues no lo haré.
EL MITO DE LAS EDADES
—Cuentan las viejas fábulas que al principio hubo una Edad de Oro, en que los hombres vivían dichosos, sin penar ni trabajar por su sustento, pues una primavera eterna hacía crecer las mieses y los frutos, y de las tierras vírgenes manaban ríos de leche y miel. No existían la guerra ni el hambre, el odio ni la mentira, el engaño ni la codicia, y los hombres caminaban codo a codo con los Yúgaroi, los grandes dioses, y hablaban con ellos en una misma lengua.
»Pero el corazón de los hombres es ardiente y su mente busca siempre algo más allá de lo que ve, mientras que los Yúgaroi son eternos e inmutables. Las dos razas se separaron porque ya no se entendían, y los dioses dejaron de intervenir en la vida de los hombres. Al cabo, su recuerdo se volvió confuso y cada pueblo les dio nombres e imágenes distintos, y algunos hasta se atrevieron a afirmar que jamás habían existido.
»Transcurrieron eras, y surgieron y se hundieron reinos apenas intuidos. El hombre, en su camino vacilante, no dejaba, sin embargo, de avanzar hacia un único fin, que no era otro que el dominio total de la naturaleza. Aunque no tenía la ayuda de los Yúgaroi, ya no la necesitaba. Su ciencia crecía sin límites, y ni él ni los mismos inmortales sabían si habría un final para su carrera. Por fin, se levantó una civilización tan poderosa como no imaginaríamos ni en nuestros sueños más fabulosos. Los hombres no se contentaron con dominar la tierra, sino que conquistaron los astros. Lucharon contra la enfermedad y contra la misma muerte, y las arrinconaron, pues llegaron a conocer el secreto más escondido de la vida y lo manejaron a su antojo, y se dieron a sí mismos formas extrañas y poderes inconcebibles. Y sus armas eran tan devastadoras que los mismos Yúgaroi las temían.
»Entonces los dioses se reunieron en asamblea, asustados. El odio y el temor por los pequeños seres envenenaron sus corazones, y deliberaron cómo los podrían aniquilar. Tan grande era ya el poder humano que no se atrevían a luchar contra ellos frente a frente, de modo que usaron astucias e insidias para encizañarlos a unos contra otros. ¡Y es verdad que nunca ha sido muy difícil enfrentar a los hombres entre sí! Por culpa de los Yúgaroi, el linaje humano se enzarzó en la guerra más espantosa que jamás el mundo había presenciado. Los mares hirvieron, las tierras se abrieron en simas sin fondo que escupían fuego, las noches brillaron con las llamas de mil soles y los días se ensombrecieron con negras nubes de humo que tapaban el cielo de horizonte a horizonte.
»Y cuando los últimos hombres aún trataban de aniquilarse entre las ruinas de su civilización, cuando sus ciudades no eran más que humeantes montañas de escombros, en ese momento regresaron los dioses, guiados por el gran Manígulat y la lanza roja de Prentadurt, para señorear la tierra y esclavizar a los mortales. Y esta vez no pensaban dejar que les arrebataran su presa, aunque tuvieran que reinar sobre un mundo sin vida.
»Pero el corazón de los hombres no se inclina ni ante el poder de la muerte. Los supervivientes rehicieron sus exiguas fuerzas y las unieron contra los Yúgaroi. Esa fue la primera guerra declarada entre dioses y mortales. Aquel nuevo conflicto hubiera destrozado la tierra en mil pedazos y al final los Yúgaroi se habrían retirado a otros mundos, y no habría quedado ni el recuerdo de la estirpe humana. Pero entre ellos surgió la discordia cuando Tubilok, el oscuro hermano de Manígulat, rey de los dioses, se levantó de sus dominios infernales para reclamar el trono de los inmortales. Los hombres no confiaban más en este dios que en los otros, pero prefirieron unir sus fuerzas con el extraño y sembrar la división entre los Yúgaroi, como éstos habían hecho con los propios humanos. Cien años de guerra siguieron a los anteriores. Por fin, todos los inmortales desaparecieron en los cielos, y la luz del sol alumbró una tierra irreconocible, un desierto humeante en el que apenas quedaba un hilo de vida.
»Los mortales reemprendieron la conquista de su mundo. Fueron tiempos muy penosos, pero poco a poco, generación a generación, los hombres se extendieron y sembraron de vida la tierra. Con el tiempo, surgieron nuevos y orgullosos reinos. Sombras del esplendor pasado, eran sin embargo mucho más poderosos que los que conocemos en nuestro tiempo; pues es así como todos los asuntos humanos tienden a la decadencia.
»Aquélla fue la Edad de Plata, en la que poco a poco se curaron las cicatrices de las guerras y la desolación del pasado, pero también se borró el recuerdo del antiguo esplendor. Tan sólo en el este quedaba una antiquísima ciudad, el único vestigio de la civilización perdida, pero una maldición de los dioses la mantenía cerrada e inaccesible a los demás hombres, como si se hallara en otro mundo o en otro tiempo.
»En el libro del destino está escrito que la felicidad humana no puede perdurar. La amenaza regresó de los cielos. En la lucha entre los dioses, el hermano de Manígulat, el oscuro Tubilok, había prevalecido al fin, y volvía para adueñarse de Tramórea. Por desgracia, entre los humanos ya no existía un poder capaz de enfrentarse a la lanza de Prentadurt, que ahora se había vuelto negra en lugar de roja.
»Tubilok, acostumbrado a las tinieblas que reinan entre las estrellas, levantó de las profundidades de la tierra un velo siniestro, una espesa capa de cenizas que ensombreció los cielos de Tramórea. Aquélla fue la Edad Oscura, que aún se recuerda con temor. Sin luz, los inviernos se hicieron interminables, las plantas languidecieron, las tierras de pasto quedaron baldías, los hielos se extendieron, los animales cayeron exánimes sobre el surco del arado y los hombres, pálidos y famélicos, dejaron de hacer sacrificios en los altares de los dioses. Pero a Tubilok poco le importaba, pues para el no había mejor sacrificio que el de los hombres que iban muriendo bajo el sombrío techo que cubría el cielo, que el del linaje humano arrastrándose hacia su inexorable extinción.
»Mas aún quedaba una esperanza, pues algunos de entre los Yúgaroi conspiraban para librarse de aquel tiránico soberano. Mientras Tubilok visitaba las llanuras de Trisia, Tarimán, el dios herrero, descendió hasta las llamas inextinguibles del Prates, la sima del infierno, aunque su nuevo rey se lo había prohibido con todo tipo de amenazas. Allí, a escondidas, forjó a Zemal, la Espada de Fuego. En su creación invocó los poderes de la tierra y del cielo, los fuegos de los cometas, las luces de las estrellas, y los encerró todos en una hoja de brillo cegador.
»Pero la energía liberada por aquellos encantamientos lo delató. El rey Tubilok regresó a toda prisa de su viaje, hirió a Tarimán con su lanza (fue entonces cuando Tarimán quedó cojo, y no al nacer, como cuentan ciertos mitos) y lo arrojó a las tenebrosas mazmorras del inframundo. Mas el divino herrero tuvo tiempo de entregarle la Espada de Fuego a Ónite, la mensajera alada. Esta huyó perseguida por los pájaros negros de Tubilok, y cruzó medio mundo, y cuando al final supo que iba a ser apresada, dejó caer a Zemal sobre la ciudad prohibida del este, y así, sin saberlo, rompió la maldición que la mantenía cerrada.
»Allí, en las afueras de la ciudad prohibida, Zemal fue recogida por un hombre que había visto una estrella fugaz precipitándose en la noche. Su mano, guiada por su corazón o dirigida por el destino que ni a los dioses rinde cuentas, fue la primera que ciñó la Espada de Fuego.
»Zenort, pues así se llamaba aquel hombre, el primer Zemalnit, salió de los límites de la ciudad prohibida, sorprendido de que al otro lado existiera un mundo tan vasto. Durante un tiempo lo recorrió, luchando contra las bestias informes que se habían apoderado de Tramórea, y cuando Tubilok supo de su presencia hizo que lo llevaran ante él. Al principio lo trató como a un embajador, pues temía a los habitantes de la ciudad prohibida y deseaba saber si en ella pervivía aún el antiguo poder de los hombres que habían conquistado las estrellas y descifrado el secreto de la vida. Zenort no comprendía lo que veía, pues para él los Yúgaroi no eran ni tan siquiera un recuerdo. Pero las criaturas que rodeaban a Tubilok le repugnaban, y cuando supo las vejaciones y torturas que sufrían los humanos en las prisiones del Prates, empuñó la Espada de Fuego y con ella venció a Tubilok y le sacó los ojos.
»Por primera vez en mucho tiempo, el sol amaneció sobre Tramórea. Zenort liberó a los prisioneros de las mazmorras del Prates, entre ellos al dios Tarimán. Éste le juró que los dioses jamás volverían a mezclarse en los asuntos de los hombres, y después forjó unas cadenas para Tubilok, lo aherrojó y se lo llevó lejos. No muy lejos del Prates, en el extremo donde sale el sol, Zenort fundó la ciudad de Zenorta, y fue su primer rey, y jamás volvió a la ciudad prohibida. A partir de ese día empezó el cómputo de nuestra historia y de nuestros años.
»Se dice que Tubilok fue encerrado de la siguiente manera: Tarimán lo arrojó a un pozo de roca fundida, y después ordenó a Belistar, el viento del norte, que enfriara la lava con su aliento. La lava se solidificó alrededor de Tubilok, que quedó apresado en el corazón de la roca. Y después Tarimán arrojó aquella piedra a las profundidades de la fosa más profunda del mar, y los ojos del dios los escondió en la otra punta del mundo.
»Pero aun así el poder de Tubilok no quedó aniquilado. Cuentan que se durmió para no enloquecer en el tedio de su encierro, pero que las visiones de su mente enferma escapan de la piedra y se elevan como vapores venenosos del fondo del mar, y que emponzoñan los sueños de los mortales y tejen sus pesadillas. También se dice que sus sirvientes aguardan su regreso en las mazmorras del Prates y que cuando pueden se apoderan de las almas de los muertos para torturarlas.
»De lo que no existe duda es de lo siguiente: pese a la promesa de Tarimán, los Yúgaroi volverán. Pero en esta ocasión no les será tan fácil conquistar Tramórea como lo fue la última vez.
»Pues para eso estamos los Kalagorinôr. Somos los que esperan a los dioses.
Las últimas palabras quedaron resonando como un tañido de bronce, de modo que durante unos instantes nadie se dio cuenta de que el relato había terminado. Linar estaba sumido en trance, con la vista perdida en la nada, como un profeta poseído por la divinidad. Derguín y Mikhon Tiq lo miraban boquiabiertos, cavilando en el sentido de todo lo que había dicho, pero Kratos se levantó y estalló.
—¿Qué significa esta absurda historia? Los dioses a los que adoramos no pueden ser nuestros enemigos. ¡No se puede hablar con tanta ligereza de los inmortales!
Salió del establo a grandes zancadas, con el puño crispado en la empuñadura de la espada. Sólo entonces el ojo de Linar parpadeó.
—¿Por qué se ha puesto así? —preguntó Mikhon Tiq.
—El conocimiento asusta a la mayoría de los hombres. Kratos no ha podido ni querido comprender nada. Le perturba descubrir que el pasado es mucho más largo y sombrío de lo que sospechaba, y le angustia la sugerencia de que los dioses sean nuestros enemigos. La verdad abruma, excepto a los jovenzuelos como vosotros, que no tenéis raíces y podéis dejar que el viento os arrastre de aquí para allá.
Derguín observaba el baile juguetón de las llamas. Por un momento, el viejo sueño de las tres pupilas lo asaltó, pero sacudió la cabeza para ahuyentarlo.
—¿Quién es ese maligno rey de los Yúgaroi? ¿Es de veras el hermano de Manígulat? Jamás he visto que se le ofrezcan sacrificios.
—Y la ciudad prohibida —intervino Mikhon Tiq—, ¿cómo se llamaba? ¿Sigue existiendo? ¿De verdad es más antigua que Zenorta?
La boca de Linar empezó a curvarse en un apunte de sonrisa, pero al instante controló la rebelión de su gesto.
—¿Es que nunca os saciáis de conocimiento? No es bueno abrir de golpe los ojos al sol cuando uno ha estado encerrado largo tiempo. Fijaos en Kratos, que cree estar ahíto de conocimiento para el resto de su vida.
—Nosotros somos insaciables. Dinos lo que…
Linar levantó la mano.
—Dormid ahora. Mañana hemos de seguir camino.
El mago no volvió a pronunciar palabra. Con las piernas cruzadas, entornó el ojo y reclinó la cabeza sobre el pecho. Era así como dormía, o como aparentaba dormir. Pero los jóvenes estaban demasiado nerviosos para conciliar el sueño. Puesto que no dudaba de que Linar fuera capaz de protegerse solo, Mikhon propuso a Derguín que fueran a la posada cercana a tomar una cerveza y discutir sobre lo que acababan de escuchar. Así lo hicieron, y no regresaron hasta pasada la medianoche. Para entonces, Kratos ya estaba de vuelta, y roncaba junto a los últimos rescoldos del fuego.