6

Al día siguiente, recuperado Kratos de su misteriosa consunción, prosiguieron viaje río abajo hasta llegar a Tirimnás, un puesto de caravanas situado en el cruce del Trekos con la Ruta de la Seda. En aquel lugar se encontraban Ritiones soñadores y parlanchines; Ainari estirados y celosos de su honra; bárbaros de las diversas tribus de la altiplanicie de Málart; Trisios con sus largas trenzas y sus crueles tatuajes; las orgullosas mujeres Atagairas, con sus anchos hombros y sus ojos bellos y distantes; comerciantes de Abinia con sus rizadas barbas; negros camelleros de Malabashi; viajeros del lejano sur que traían las sedas de Pashkri; incluso Australes que venían a cuestas con todas sus pertenencias, huyendo de la guerra que se libraba en su país entre el Enviado y los antiguos dioses.

Allí compraron caballos para Linar y Mikhon Tiq, un par de animales que al lado del espléndido Amauro se antojaban humildes pollinos. Con aquellos gastos, la bolsa que llevaba Mikhon Tiq empezaba a menguar para inquietud del muchacho, que parecía ser el único que se preocupaba por el dinero. Kratos, que había venido con la espada y con lo puesto, tuvo además que comprar una muda de ropa. Así pues, entre unos preparativos y otros se demoraron hasta el día siguiente.

Ya era media mañana cuando partieron junto con un convoy que viajaba hacia el sur. Con él bordearon el desierto de Guiños, una extensión de matojos, cascajales y tolvaneras que atacaban de improviso y llenaban los ojos y la nariz de polvo y piedrecillas diminutas. Nadie osaba adentrarse hasta su corazón, pues era bien sabido que en él habitaba la maldición de una roca humeante que envenenaba la tierra y emponzoñaba el aire; las pocas criaturas que moraban allí sufrían extrañas deformaciones y se decía que los viajeros que se aventuraban por aquellos parajes no tardaban en perder el pelo y los dientes y morían entre hemorragias imposibles de atajar.

Un par de días después llegaron a la Sierra Seca, que estiraba al sol sus afiladas crestas como un enorme lagarto descolorido. La atravesaron por el desfiladero de Agros, escenario de antiguas batallas y emboscadas. Kratos recordó con orgullo cómo los Ainari habían conseguido aniquilar al ejército del gran rey Austral, Bmorgul-T’aín, en un día glorioso.

—Eso dicen los que no lo vieron —repuso Linar.

Kratos le miró entrecerrando los ojos.

—¿Acaso tú lo presenciaste, maese Linar? Eso fue hace cientos de años.

Linar abarcó todo el desfiladero con un gesto de la mano.

—Desde la entrada norte hasta la sur había cadáveres Australes, Ainari y Ritiones, todos mezclados en una papilla de sangre y lodo, vísceras y excrementos. Aún percibo algo de aquel hedor, incrustado entre los resquicios de las piedras. No veo gloria alguna en ello. Gritos, pestilencia, miembros mutilados, cabezas cortadas…

Kratos cerró los ojos. Las palabras de Linar le habían evocado la última imagen de Shayre. Aunque trataba de recordarla como había sido en vida, joven y risueña, la visión que lo obsesionaba día y noche era la de su cráneo ensangrentado con los ojos vueltos hacia arriba. Sus dedos buscaron solos la empuñadura de su arma y la apretaron con rabia, saboreando con anticipación el regusto a hierro caliente que deja la venganza. Podría conseguir la Espada de Fuego o no, pero la venganza no se le escaparía. La hasha de su espada Krima se cobraría la cabeza de Aperión.

A media mañana las paredes de la garganta se abrieron y empezaron a aparecer algunos pinos escuálidos. Del sur les llegó una brisa que refrescó sus gargantas, ya resecas de tragar polvo. El jefe de la caravana ordenó un alto para descansar y almorzar. Linar prefirió separarse del grupo y continuaron camino los tres solos. No habrían pasado aún dos horas cuando avistaron en la lejanía una columna plateada que se elevaba hacia el cielo. Kratos, que nunca había estado en Zirna, tiró del bocado de Amauro, pero Mikhon Tiq le explicó que no debía temer nada, pues se trataba de Río Hirviente, el célebre geiser de aquella zona.

—Tan sólo es agua caliente que brota de la tierra.

Kratos no respondió, pero se quedó a la cola de la pequeña comitiva. Tras coronar una prolongada cuesta, doblaron un recodo del camino y el valle entero brotó ante sus ojos, una explosión de verdes, rojos y amarillos nacida como por ensalmo entre estepas y páramos. Bajo la superficie de Zirna corría una red de aguas subterráneas que habían ayudado a sus moradores a convertirla en un vergel. Mientras bajaban el declive que descendía hacia el rugiente geiser, Mikhon Tiq se dedicó a aspirar olores. ¡Aquéllos sí eran aromas! Aún no sabía cómo se llamaban, pero cada uno de ellos se le representaba tan único y diáfano que sin duda debía tener nombre.

La Ruta de la Seda se internaba entre huertas separadas por pequeños muros de mampostería. Al fondo se veía un extenso pinar, y más allá asomaban unas copas altísimas y lejanas. Kratos preguntó qué eran. Las faconias, le respondió Mikhon Tiq. «Espérate a verlas.» Un rato después, el camino descrestó una loma, y tras un pronunciado declive se encontraron entre las faconias. Sus troncos eran gruesos como casas, sus raíces mordían la tierra y formaban cuevas bajo sus rugosidades, y sus copas se perdían tan altas que las vértebras del cuello crujían de doblarlas hacia arriba.

Zirna apareció un poco más adelante, en un llano cercado por aquellos árboles que parecían gigantes primigenios. Antes de llegar a las puertas de la ciudad encontraron cientos de casas, edificadas en adobe, ladrillo o madera, pero también había otras construidas bajo las raíces de las faconias, aprovechando las oquedades naturales. No tardaron en llegar a la muralla, una construcción de unos ocho metros de altura cuyo abandono desagradó al marcial Kratos. Había viviendas adheridas al muro como mejillones a una roca, lienzos enteros a medio derruir, almenas y aspilleras cubiertas de musgos y madreselvas. En las puertas sesteaban apoyados en sus lanzas un par de guardias que los dejaron pasar con un gesto de las cejas.

—Hace tiempo que esta gente se ha olvidado de la guerra —los disculpó Mikhon Tiq.

—Sin embargo deberían estar preparados, pues la volverán a conocer. Con la guerra la pregunta no es si llegará, sino cuándo lo hará —sentenció Kratos.

Dentro de las murallas las casas eran más prósperas, y la piedra y el estuco alternaban con el adobe y la madera. Aunque aún no habían llegado a la plaza, las calles se veían sembradas de puestos y tenderetes. Lo mismo se vendía un retal de lienzo que unas tenazas de hierro, un caldero de cobre, un pincho de carne adobada, una carlanca de clavos, una fritura de pescado o arroz especiado envuelto en hoja de laurel. La ciudad se adivinaba próspera, aunque no faltaban los críos desharrapados que se acercaban a ellos para ofrecerse como guías o cuidarles los caballos por unas monedas. Pasaron bajo una casa de dos pisos; unas mujeres maquilladas con vivos colores los saludaron desde la balconada y se abrieron los vestidos para tentarlos, aunque la hora invitaba más a la mesa que al lecho.

—¡Eh, guapos! ¡Sí, vosotros, el calvito y el que va con él! —los llamaban.

Mikhon Tiq sonrió y acercó su montura a la de Kratos para darle un codazo, pero se dio cuenta de que el Ainari había agachado la cabeza y rechinaba los dientes. Algún recuerdo, pensó. Sin duda, una mujer. Tal vez el guerrero lo compartiera llegado su momento, o tal vez no, pero no sería él quien le forzara a hacerlo.

Estando tan concurridas las calles, los caballos eran más un estorbo que una ayuda. Los dejaron en una posada junto con el equipaje y pagaron una noche por adelantado. Después comieron salchichas con cerveza en un puesto callejero y buscaron la casa de los Gorión. Por lo que recordaba Mikhon Tiq, su amigo vivía en la parte oeste de la ciudad. Para llegar allí tuvieron que cruzar la plaza mayor. Entre puestos, corros de ganaderos que trataban de sus negocios, titiriteros, curiosos, fisgones y cortabolsas que andaban buscando la menor ocasión para ejercitar sus dedos, había un orador vestido con una túnica verde, que se había encaramado a unas cajas de fruta y predicaba sus soflamas a un corro de gente.

—¡Olvidaos de la norma y el orden! ¡El mundo nació del fuego y es como el fuego, lleno de violencia y poder! ¡Olvidaos de los arquitectos del pueblo, que intentan utilizaros como adobe para levantar sus obras! ¡La belleza no está en la simetría, sino en el caos!

Mikhon Tiq les explicó que era un Filósofo de la Sinrazón, la última moda intelectual en Ritión. Al salir de la plaza, las palabras del orador aún les llegaron, entretejidas con el bullicio de la multitud. Después, caminaron en silencio durante un rato. Llegaron a un sector de la ciudad más espacioso, asentado sobre unos canchales. Allí tenían sus moradas los nobles y hacendados de la ciudad, y se levantaban los templos de los Yúgaroi y la sede del Consejo.

Ya casi al límite de la ciudad, llegaron ante la casa de los Gorión. Era una mansión grande, de dos pisos y paredes enjalbegadas, y por su parte occidental se asomaba al borde de un peñasco que dominaba la muralla. Atravesaron la cancela y pasaron a un cuidado jardín. Un sendero de piedras de colores pasaba entre dos fuentes con náyades esculpidas al estilo arcaico. Un sirviente podaba unos setos de tuya, pero no reparó en ellos. Tras cruzar un pórtico de mármol veteado de rosa, se detuvieron ante la puerta. Mikhon Tiq tiró de un cordel y una campanilla sonó dentro de la casa.

Salió a recibirlos un criado que los saludó con una reverencia y les pidió que aguardaran. Se quedaron en el atrio, en el que había un perchero para colgar mantos mojados, una mesita con una jarra y varios aguamaniles, y una gran tinaja adornada con pinturas rojas. Olía a membrillo y a aceite perfumado con jazmín.

El sirviente regresó para comunicarles que el señor Gorión los esperaba en el patio. Después los guió hasta un patio porticado, en cuyo centro había un pequeño estanque. Otro criado colocaba sillas de enea alrededor de un velador de mármol. El hombre que estaba esperándolos en el centro del patio se adelantó para saludarlos. Era de mediana estatura, hombros anchos y panza generosa. Vestía con la cara sencillez de un Ritión acomodado: una túnica sin costuras, ceñida con un cíngulo dorado, y un manto de lana blanco con finos ribetes de púrpura.

—Bienvenidos al hogar de los Gorión, viajeros —los saludó ritualmente—. Podéis sentaros aquí, junto a la fuente, o limpiaros en los baños el polvo del camino.

En aquel momento reparó en Mikhon Tiq. Sus ojos giraron hacia la derecha, escarbando en algún recuerdo, y cuando éste apareció no debió ser del todo agradable, ya que durante un segundo torció la boca. Pero la cortesía prevaleció enseguida y se acercó sonriente a ponerle las manos sobre los hombros.

—¿No eres tú Mikhon Tiq, el amigo de mi hermano Derguín?

—El mismo, señor Kurastas.

—¡Oh, no me llames así! —se rió él, aunque se le veía complacido de recibir el tratamiento—. Sólo soy jefe de la familia porque mi padre decidió hace ya un tiempo que se merecía un descanso. Disculpadme, señores —añadió, retrocediendo y dirigiéndose a Kratos y Linar—, pero ver de nuevo a Mikhon Tiq ha sido una sorpresa. Como amigos suyos, sed dos veces bienvenidos.

Mikhon Tiq presentó a sus dos compañeros de viaje. Linar, tras agradecer la hospitalidad, le dijo a Kurastas que en tiempos había conocido a un Gorión, llamado Cuiberguín. Kurastas contestó que Cuiberguín era su padre, y que, salvando los achaques de la edad, gozaba de buena salud.

—Me alegrará saludarlo —dijo Linar—, aunque el motivo que nos trae a tu morada es ver a Derguín, tu hermano.

Kurastas torció un poco el gesto.

—¿Derguín? Está en el taller de libros. Le gusta copiarlos, como si fuera un empleado más.

Linar asintió, y dijo que él pasaría a saludar al patriarca de la familia mientras Kratos y Mikhon Tiq iban a buscar a Derguín.

Salieron de la casa acompañados por el mayordomo, un Ritión rollizo y de ojos vivarachos que los guió hacia las afueras de la ciudad por un camino sin empedrar. Cruzaron la muralla por una puerta aún más descuidada que la anterior y llegaron a una explanada a la sombra de una grandiosa faconia. Allí se levantaba un conjunto de tres edificios alargados que el mayordomo les describió como el taller de libros.

Entraron por el edificio menor, un barracón de ladrillo. Dentro, un profesor enseñaba a veinte niños los rudimentos de la escritura. Los críos, sentados en filas de taburetes, trabajaban en pizarrines de cera que apoyaban sobre las rodillas. El maestro, al verlos entrar, ordenó que se pusieran en pie, y él mismo los saludó inclinando la cabeza. «Continúa, por favor», le pidió el mayordomo.

—Como veis —explicó— tenemos una escuela junto a los talleres. La familia Gorión completa la paga del maestro. Los padres de los niños están contentos, y nosotros encontramos futuros copistas o escribanos. La mayoría de nuestros artesanos han salido de esta misma escuela.

Después pasaron al edificio aledaño. El mayordomo les explicó que en ese barracón preparaban su propio pergamino, las encuadernaciones y los ornatos exteriores de los libros. Arrugaron la nariz al pasar, pues reinaba un intenso olor a tenería. De lejos, por no ofender más sus olfatos, el mayordomo les señaló los diversos procesos: se maceraban las pieles en cal y agua para limpiarlas de pelos y grasa, se raspaban con piedra; después se tensaban aún húmedas en bastidores de madera para eliminar las arrugas y las volvían a raer.

—Tienen que quedar tan lisas y suaves como el trasero de una doncella —añadió el mayordomo, riendo su propia gracia.

El último edificio, el taller de los copistas, estaba separado de los demás por un patio de arena. Era de piedra y estaba provisto de amplios ventanales. Sentados en largas mesas y rodeados de plumas y tintas, los copistas se concentraban en escribir y dibujar como si no hubiera en el mundo nada más que el cuadernillo de pergamino en que trabajaban y el original del que copiaban.

Junto a la última ventana de la izquierda había un copista que destacaba entre los demás por su juventud, pues no podía tener más de veinte años. Mikhon Tiq se llevó el índice a los labios para indicarle al mayordomo que no dijera nada. Se acercaron sin que el muchacho reparara en ellos, tan absorto estaba en su tarea. A su izquierda, sobre un atril de madera de cerezo, se abría un grueso volumen de hojas amarillentas. El muchacho pasó una página y la recorrió en diagonal con la mirada; después empezó a copiarla sobre un pliego de pergamino en el que había apoyado un ringlero de hilos plateados para que las líneas no se torcieran. Movía el pincel con gestos precisos, económicos, y contenía el aliento, como si con él pudiera profanar su sagrada labor. De cuando en cuando se volvía a la derecha para mojar las cerdas en el tintero, pero no volvió a mirar al original que copiaba; aquel breve vistazo le había bastado para grabarlo en su memoria. La luz que se colaba por la ventana perfilaba de ámbar su rostro y congelaba su gesto de concentración. Tenía la nariz recta y ascética, pero los labios carnosos sugerían que en aquel joven erudito y espadachín había mucho de mundano.

Antes de que Mikhon Tiq llegara junto a él, el muchacho se dio cuenta de que estaban observándolo y giró la cabeza. Al reconocer al recién llegado, se levantó del banco gritando «¡Mikha!». Los dos amigos se abrazaron con fuerza.

Mientras se saludaban, Kratos estudió a su futuro discípulo. Derguín era tan alto como Mikhon Tiq, pero más ancho de hombros y de cuello más recio. La túnica sin mangas mostraba que sus brazos eran buenos para la espada: musculosos, pero no gruesos, surcados por fibras y tendones, venas y nervios. Reparó, extrañado, en que no tenía ninguna cicatriz. Las manos eran grandes, pero elegantes, de dedos alargados. Le recordaron a las de Hairón. Se las imaginó ciñendo a Zemal y sintió una punzada en el estómago.

Cumplirás tu palabra y lo entrenarás. Pero el brujo no tendrá más remedio que elegirte a ti.

—Derguín, este hombre es tah Kratos May.

Derguín se volvió hacia él y se inclinó de la forma debida. Aquella muestra de respeto, más propia de Ainari que de Ritiones, agradó a Kratos.

—He oído hablar de ti, tah Kratos. Me siento honrado de conocerte. —Y añadió, extendiendo el brazo—: Pocas veces se estrecha una mano con nueve marcas de maestría.

Kratos decidió que lo más correcto era saludar también al estilo del país y apretó la mano del muchacho, que se la estrechó con fuerza. Estos dedos saben agarrar el acero y no sólo la pluma, pensó.

—Yo también me siento honrado de conocerte, ib Derguín. Me han hablado de ti como un futuro Tahedorán.

—Temo que ese futuro nunca se cumplirá. Dejé Uhdanfiún hace dos años.

—Aún eres joven. Nunca es tarde para el discípulo, si hay un buen maestro.

Derguín miró a Mikhon Tiq, suspicaz.

—No entiendo. ¿Qué significa esto?

Mikha rodeó el hombro de su amigo con el brazo.

—Creo que por hoy deberías dejar el trabajo. En el camino a tu casa te ofreceremos algo… que no podrás rechazar.

Ya en casa de los Gorión, Derguín le fue presentado a Linar, que había terminado su breve plática con Cuiberguín. El joven saludó con recato. Escuchaba con atención y miraba casi sin parpadear, pero lo pensaba muy bien antes de pronunciar cada palabra. Cuando oyó el nombre de Zemal, sus ojos lo traicionaron un segundo, pero después agachó la mirada.

A Linar le agradaron los ojos de Derguín. Aunque la mirada era limpia, bajo su superficie de malaquita se escondía una profundidad insospechada. El Kalagorinor se sumergió bajo aquellas pupilas. Encontró ilusiones frustradas, proyectos rotos, un deseo imposible de huir; y, enterrados por debajo de todo, una sensación de culpa y un temor muy hondo. Demasiados escondrijos y recovecos para el alma de un muchacho de diecinueve años.

Pero, sobre todo, encontró algo que no esperaba en un hombre de armas: una inteligencia viva, curiosa y penetrante. Derguín podía ser valioso, más de lo que Linar había imaginado antes de conocerlo. Pero necesitaba ayuda. En los breves segundos que duró su escrutinio, Linar abrió un poco su Syfrõn y dejó escapar un poco de su luz interior. El muchacho relajó las mandíbulas y sonrió. Pero las sombras seguían agazapadas en su interior.

Los Gorión se empeñaron en alojar en su casa a los tres viajeros, y tanto porfiaron que acabaron convenciéndolos. Mientras caminaban de vuelta a la fonda para recoger los caballos y el equipaje, Mikhon Tiq le preguntó a Kratos qué impresión le había causado Derguín.

—Hacer de copista no me parece lo más apropiado para un guerrero. Se ve que es inteligente, pero no creo que pueda ser un caudillo como Hairón o como el propio Aperión, aunque éste sea un asno pomposo. Son hombres que irradian poder, como las chispas que saltan de una forja. A este muchacho le falta algo.

—Aún no lo conoces bien. Cuando lo veas con la espada, todo cambiará. Tal vez tengas una idea equivocada de lo que debe ser un conductor de hombres.

—Calma, Mikhon —intervino Linar, pensando si las chispas de las que hablaba Kratos no serían las que despedían los ojos hambrientos de su aprendiz—. Es pronto para juzgar. Derguín Gorión no parece persona fácil de conocer a primera vista. Y es muy joven. Debe crecer, convertirse en lo que puede llegar a ser. —Añadió, pensativo—: Hay algo en ese muchacho que me recuerda a Minos.

Sus dos compañeros agacharon la cabeza, silenciosos y un tanto atemorizados. Cuando Linar hablaba así, se abría el pozo sin fondo del tiempo. Para Linar, el mítico Minos Iyar era un viejo amigo, pero tras recordarlo su mirada solía perderse en la lejanía y a veces guardaba silencio durante horas.

—Quizás oculte más de lo que parece a primera vista —admitió Kratos—. Pero quien se convierte en el Zemalnit ocupa un lugar entre los héroes, y eso no está al alcance de cualquiera.

—¿Qué es un héroe? —preguntó Linar, volviendo al presente—. Tan sólo un hombre que sabe actuar como debe cuando llegan los momentos difíciles. A ti mismo se te considera un héroe, tah Kratos. ¿Estás hecho de un barro distinto que los demás hombres?

Kratos negó con la cabeza y apartó la mirada.

—No vivimos en los tiempos de los mitos, así que nos conformaremos con hombres mortales —añadió Linar en tono más suave—. Si el muchacho no sirve, tú serás nuestro candidato.

Kratos asintió con gesto grave.

—Haré lo posible para que Derguín se convierta en Tahedorán antes del certamen, aunque será difícil. En cuanto a quién sea más apropiado de los dos, acataré tu decisión. Hice un juramento.

—Renunciar a la Espada podría ser muy duro para ti. Pocos candidatos igualan tu maestría.

—Bien sé lo que vale. La habilidad con las armas no hace al jefe.

Mikhon Tiq aplaudió sus palabras.

Tah Kratos, para ser un bárbaro guerrero de la Horda Roja, a veces hablas con la sabiduría de un filósofo.

Kratos le dio un pescozón que envió al muchacho al otro lado de la calle.

—Y tú, Mikhon, a veces, pero sólo a veces, dices cosas tan sensatas que cualquier día creeré que eres un mago de verdad y no un aprendiz que no sabe ni echar mal de ojo.

De vuelta en la morada de los Gorión, y aunque quedaba poco más de media hora de sol, Kratos insistió en poner a prueba a Derguín. Por la casa se corrió el rumor de que se preparaba un duelo de espadas y de que había llegado un auténtico guerrero capaz de derrotar él solo a veinte hombres. Los sirvientes que no tenían nada que hacer, y aun otros que sí lo tenían, se las ingeniaron para inventar tareas en las estancias que rodeaban el patio trasero. Cuando Kurastas se dio cuenta de aquel trasiego, ordenó al mayordomo que los pusiera a todos a trabajar y dejara el patio libre, pero Kratos le pidió que no lo hiciera.

—Es bueno que haya gente alrededor. Así demostrará si tiene los nervios templados.

—No entiendo qué pretendes. Mi hermano no es un guerrero, y nunca lo será.

—Si es así, no tardaré en comprobarlo. Pero si te equivocas, no sería conveniente oponerse a lo que Kartine haya decidido para él, ¿no crees?

Kurastas se mordió los labios y se alejó de aquel hombre de ojos de felino que, con su fría sonrisa, los pies separados y firmes en el suelo y las manos entrelazadas a la espalda, le había arrebatado la autoridad.

Los esclavos se alinearon en las paredes del patio. Tras las celosías de las ventanas se adivinaban rostros femeninos, y las voces curiosas levantaban un tímido runrún. Poco después apareció Derguín, vestido con unas calzas anchas y una casaca con las mangas abrochadas en las muñecas. A la izquierda, colgada del cinturón de cuero por dos presillas, llevaba la espada de instrucción, una hoja de acero embotada y recubierta por una capa de resina elástica. Se arrodilló y abrió los brazos. Mikhon Tiq le acomodó un peto de cuero sobre el pecho y lo ató con correas a la espalda. Tras comprobar que no se movía, le ajustó el yelmo, que era también de cuero, pero estaba además reforzado por una barra de hierro vertical sobre la que se cruzaban diez varillas más finas que protegían el rostro. A ambos lados del yelmo se desplegaban sendas alas que cubrían el cuello y los hombros, y por detrás se ataba con lazos que debían anudarse para caer hasta media espalda de la forma correcta. Una vez equipado Derguín, Mikhon Tiq acudió junto a Kratos y repitió la operación, pues era el único de los presentes que conocía el protocolo necesario para armar a un guerrero.

Cuando ambos estuvieron ataviados, Derguín inició una reverencia que Kratos correspondió. Ambos apoyaron las manos en el suelo e inclinaron los torsos hasta que las cabezas quedaron a un palmo del suelo. Después se levantaron, adelantando la rodilla derecha e impulsándose con la otra pierna. Las manos izquierdas acudieron a las vainas, los pulgares buscaron las guardas para ayudar en la tarea de desenvainar la espada. Con la espalda recta, cada uno de ellos avanzó dos pasos, adelantando primero el pie derecho y arrastrando después el izquierdo hasta su altura. En ese momento, las manos derechas fueron a las empuñaduras, y ayudadas por la otra mano extrajeron las armas en un movimiento casi acuático. Ambos realizaron un giro para llevarlas ante los ojos y después inclinarlas en un último saludo. Por fin, colocaron la mano izquierda al final de la empuñadura, bajo la derecha, de tal suerte que el meñique quedara al final del pomo, sin envolverlo, acariciándolo para equilibrar sus movimientos.

En aquel momento Mikhon Tiq, más tenso que los propios combatientes, pronunció la fórmula.

—¡Tahedo-hin!

KRATOS

Un ataque vertical a la cabeza para ver qué tal reacciona. Desprevenido… ha desviado pero TOQUE. Revés a cuello, me bloquea mal, casi le rozo la cara. Retrocedo, me tira el primer golpe. Agarrotado, demasiado tiempo sin practicar. Contraataco cabeza lateral. TOQUE. Van dos, con éste lo habría matado. Intercambio de técnicas para que se confíe. Parece que se suelta un poco. Es un buen Ibtahán, tiene técnica, pero necesitaría años para llegar a Tahedorán. Le rodeo por la derecha, le bailo. Mueve bien los pies, con naturalidad. Proyecto técnica de kisha contra su vientre. Lo desvía con giro bajo de derecha a izquierda. Deja descubierto flanco derecho. Recobro posición con molino sobre micabeza y le golpeo costado derecho. TOQUE.

DERGUÍN

A ver qué hace… ¡cuidado, cabeza! Desviado, me ha tocado el hombro, maldita sea. Ya vuelve, bloquea, casi me da en la cara. Retrocede, aprovecha, y tócalo. He estado lento. No sé qué les pasa a mis codos.

¡Mierda, me ha vuelto a dar! En Tahedo real estaría muerto. Ahora juega conmigo. No ha hecho nada especial, y ya me ha tocado dos veces. Llevo demasiado tiempo practicando solo. Está empezando a rodearme. Va a intentar atacarme a fondo. ¡Lo sabía! No, no puede ser tan rápido… No tiene sitio paramaniobrar, es imposible, pero…

¡Me ha vuelto a dar! Tengo que hacerlo mucho mejor, pero no sé qué les pasa a mis brazos. Tengo que soltarlos, tengo que atacar sin miedo.

—¡Protahitéi! —avisó Mikhon Tiq.

—¡Protahitéi! —avisó Mikhon Tiq.

Retrocedo. Pronuncio los números. Si se le ha olvidado la primera aceleración, no voy a tener compasión de él.

El calor corre por mis músculos. Mierda, me duele todo. Aún no me he recuperado de la Urtahitéi, y han pasado cinco días.

a viene a mi cuello. Derecha, demasiado acelerado incluso para la Tahitéi. Retrocedo bloqueando, me desvío a la derecha y lo hago pasar.

TOQUE en la espalda. Se gira, está rabioso, debe controlar la embriaguez de la Tahitéi. Con la segunda se volvería loco, no digamos con la tercera. ¿Qué demonios pretende ahora?

Retrocedo. Pronuncio los números. No los he olvidado. Las voces de los espectadores se hacen más graves, más lentas. Ahora vivo en otro tiempo más rápido. ¡Qué sensación! El calor corre por mis músculos. Es lo que me hacía falta. Atácale, atácale, ¡pero ya! Otro, y otro. Insístele el cuello. Parece que ni se mueve, pero siempre está allí. Es tan bueno que no le hace falta ni demostrar que es bueno. Se va a enterar de quién… ¡Mierda, me ha vuelto a dar! Mándale un torbellino de golpes.

TOQUE, TOQUE, TOQUE.

No es capaz de dominarse. La Tahitéi lo supera. ¿Qué ocurriría si tuviera que combatir a pecho desnudo y a muerte? Ahora voy a atacarlo yo de verdad…

TOQUE………

TOQUE……… TOQUE………

TOQUE………

Demasiado fácil. Sólo es un Ibtahán, sí, pero ¿cómo pretende llegar a maestro mayor? ¿Cómo pretende llegar a ser el Zemalnit?

¡Aaaggh! Me está vapuleando. Tira la espada y vete a un rincón a llorar.

Ahora viene de verdad, ha levantado los hombros. Está furioso, quiere demostrar que soy un cochino Ritión que no vale para nada.

¡Páralo, páralo, páralo! Mierda, es demasiado para mí. Me va a dejar en ridículo…

Voy a desarmarlo…

Está intentando quitarme la espada. Es un abuso. Se ha confiado…

Mierda, si no es por el casco me rebana la oreja. Se va a enterar ahora…

Ataque, ataque, ataque, bloqueo, bloqueo, ahora te voy a… me ha vuelto a parar. Atrás un momento para…

¡TOQUEEEE!

Está furioso, pero es peor. Es un maestro, sabe utilizar su ira. Bloqueo, bloqueo, bloqueo, contra, contra, bloqueo… ¡A fondo y…!

¡Nooo! Bravo, muchacho, no me has dejado respirar. Vamos a pelear de verdad… pero…

Lo rodeo, giro total y golpe de decapitación… ¡Bien por ti, Derguín!

¡TOQUEEE!

¡Por los dioses, cómo gira, pero…! Agáchate y tajo a la cintura… ¡TOQUE!

Una serie de técnicas, como si fueras un Tahedorán de verdad… Se ha soltado, bien, bien… Tiene naturalidad y es muy rápido. Ahí ha escogido mal… TOQUE. Le ofreceré un falso hueco y le cogeré a la… ¿Cómo? Me ha pasado por encima y si no es por el yelmo me habría reventado la cabeza como un melón. Lo tengo detrás. Me giro fuerte y

Viene, viene, viene otra vez… No he visto tanta elegancia en mi vida… Si lo hubiera tenido de maestro… Lo estoy parando… ¡Mierda, me ha dado! Da igual, da igual… Me está citando, pero> salto y a la cabeza. ¡TOQUE!

Eso no se lo esperaba. Diablos, demasiado rápido, ya…

¡TOQUEEEE!

Unnnnn…

El tajo cayó sobre la sien izquierda de Derguín con tal fuerza que lo derribó. El muchacho se incorporó y trató de levantarse, pero tenía la vista nublada y la mano que intentaba buscar apoyo en el suelo sólo aferró aire. Mikhon Tiq acudió a ayudarle, mientras Kratos envainaba la espada, desanudaba las lazadas y se despojaba del yelmo. En el patio reinaba un extraño silencio. Kratos miró un instante a Derguín, al que Mikha ya había descubierto la cabeza. Después se dirigió a Linar, que había contemplado el duelo desde un rincón.

—Está bien. Podemos llevárnoslo. Lo entrenaré por el camino y a lo mejor consigo algo.

El mago asintió en silencio. Kratos se dio la vuelta para salir del patio. Mikhon Tiq, que se sentía tal vez más derrotado y humillado que el amigo cuyas virtudes había pregonado, se plantó ante Kratos con los brazos en jarra.

—¡No le has saludado al terminar el combate! ¡Debes mostrarle respeto!

El Ainari sonrió de medio lado.

—El día que termine en pie después de combatir conmigo, le saludaré. —Y después añadió en voz baja—: Tu amigo es mejor de lo que me esperaba. Pero no se lo dirás, ¿verdad?

Mikhon sonrió y se rascó la cabeza, tan azorado como si el elogio se hubiera dirigido a él.

—¿Eso crees? Ya te lo había dicho yo… —Y bajó la voz al darse cuenta—. Claro que no se lo diré.

Al día siguiente, por la tarde, Derguín acudió a los aposentos de su padre. La puerta estaba entornada, pero aún así la rozó con los nudillos. Nadie contestó. Al pegar la oreja a la madera le llegó el familiar ronquido de su padre, más suave y rítmico que el estrepitoso y sincopado de su hermano Kurastas. Pasó al interior. Cuiberguín disponía de un pequeño despacho, lleno de anaqueles donde los libros se alineaban disciplinados como soldados en formación. Por la ventana se colaba la luz cansada del atardecer. El viejo se había quedado dormido con la cabeza sobre los codos, y éstos extendidos sobre la mesa. A su lado descansaba el manuscrito en que llevaba media vida trabajando, un tratado sobre el Arte de la Espada. Derguín echó un vistazo a las últimas líneas. El trazo de su padre era grueso, como se correspondía a su vista cansada, pero las líneas rectas mantenían el pulso, y volutas y rizos se curvaban con elegancia. El idioma del texto era Ainari, no Ritión, pero Derguín lo leyó sin dificultad. Se trataba de una combinación de ataques y contraataques destinada al adiestramiento de Ibtahanes.

El propio Cuiberguín era un Ibtahán con seis marcas, como Derguín, y tenía autoridad para impartir clases hasta el tercer grado. A lo largo de su vida se las había arreglado para recopilar un gran número de manuales sobre el Tahedo y, al menos en la teoría, la espada no albergaba misterios para él. De hecho, cuando llegó a Zirna trabajó como maestro de esgrima. Después se casó con la hija de Olpos, un rico mercader en pieles, y desde entonces no tuvo más necesidad de ganarse el sustento. Pero mucho tiempo después, cuando ya tenía más de cincuenta años, descubrió en Derguín, su hijo tardío, virtudes para la espada. En cuanto tuvo la edad, lo mandó a Uhdanfiún para que se convirtiera en guerrero, pues era una buena opción para que un segundón como él conquistara posición y honra.

Así pues, era Cuiberguín quien más defraudado se había sentido por el fracaso de su hijo. Cuando Derguín volvió al hogar, expulsado con infamia, los años de los que hasta entonces se había defendido cayeron de golpe sobre Cuiberguín. Desde entonces se pasaba la mayor parte del día sin salir de su despacho, apenas intercambiaba algunos gruñidos con su nieta cuando ésta le llevaba la comida y se limitaba a escribir algunas páginas que casi siempre rompía para volver a empezarlas. En cuanto a Derguín, lo trataba con una cortesía tibia que a éste le dolía más que los latigazos con que habían castigado su indisciplina en Uhdanfiún.

—Padre…

Derguín le apretó el hombro. El viejo entreabrió un ojo, lo volvió a cerrar y bostezó mientras su mano tanteaba en la mesa buscando apoyo para levantarse.

—Sigue sentado, padre. Soy yo, Derguín.

Cuiberguín arrugó las cejas para concentrar la mirada. Por fin pareció reconocer a su hijo, y por primera vez en mucho tiempo le sonrió. El corazón de Derguín saltó en silencio. ¿Acaso la visita de Linar había despertado al viejo de su apatía?

—Bien, Derguín. Te han ofrecido una segunda oportunidad que no esperábamos. ¿Vas a aprovecharla?

—Lo intentaré, padre —respondió Derguín, conteniendo su alegría.

—No lo intentes. Hazlo. Si no te ves capaz, ni siquiera pruebes.

Derguín asintió.

—Hoy casi me he sentido capaz de ello cuando he luchado contra Kratos. Al principio me vapuleó, pero al final conseguí tocarle cuatro veces. ¡He tocado al mejor Tahedorán de Tramórea, padre!

—Eso me complace —respondió Cuiberguín, haciendo tantos esfuerzos como su hijo por contener una sonrisa—. Pero quiero advertirte algo, Derguín. No es sólo el certamen por Zemal. Vas a verte involucrado en asuntos de gran alcance. No te comprometas por completo con nadie, y di sólo la mitad de la mitad de lo que pienses.

—¿No confías en Linar?

—Es noble, pero también poderoso, y los hombres poderosos ven a los demás como peones de ajedrez. Tú escucha lo que él te diga y medítalo, y hazle caso si sus palabras te convencen. Pero recuerda que tienes tu propio destino y que debes seguirlo.

—¿Cómo reconoceré mi destino?

—Cuando llegue el momento, deja la mente en blanco. Has heredado mi corazón de guerrero. Que él te guíe.

Durante unos instantes no dijeron nada más. Después, Cuiberguín se levantó apoyándose en el escritorio y entró al cubículo que se abría junto al despacho. Al poco rato apareció con un objeto alargado, envuelto en un viejo paño y atado con tiras de piel. Aunque las articulaciones le crujían, se puso de rodillas y, con dedos meticulosos, deshizo el paquete. El corazón de Derguín empezó a latir con fuerza, pues ya había adivinado que se trataba de una espada.

Cuiberguín descubrió una vaina de madera. Después, sostuvo el arma, con la parte curvada hacia abajo, y se la tendió a Derguín. El muchacho recordó lo que debía hacer, se arrodilló, agachó la cabeza hasta el suelo en señal de respeto y extendió los brazos para recoger el arma. Después contempló la vaina, que estaba tallada con escenas de cacería en las que un guerrero montado en un carro disparaba el arco contra un león de dientes de sable. Mientras la sostenía con la mano izquierda, cerró la derecha en torno a la empuñadura y, muy despacio, empezó a desenfundar, recordando que cuando se examina una espada debe ser la funda la que abandone a la hoja, y no al contrario. Por fin, cuando todo el acero quedó al descubierto, dejó la vaina en el suelo, frente a él, y admiró la espada.

—Se llama Brauna y es regalo de un emperador, de Mihir Barok, cuando era mi amigo y mi señor, antes de que la soberbia lo cegase.

—Jamás me habías hablado de ello, padre… —repuso Derguín, sorprendido.

El pasado de Cuiberguín antes de llegar a Zirna era un secreto para su propia familia.

—Esta espada la forjó Amintas, y utilizó para ello una roca que cayó del cielo, al norte del país del Ámbar. Aún conserva el frío de su origen y la magia del chamán que arrojó sobre ella sus encantamientos. Con esta hoja Mihir Barok logró el trono de Áinar. Fue entonces cuando me la regaló. Después su corazón se llenó de orgullo, se enemistó conmigo y quiso recobrarla. Mas yo supe guardarla bien.

Maravillado, Derguín examinó aquella hoja que, si en verdad la había forjado Amintas, el mítico espadero, debía de tener casi tres siglos, y sin embargo brillaba como si acabara de salir de la herrería. Sus ojos recorrieron la kisha, la aguzadísima punta, y la hasha, la parte final del filo, y aunque sintió la tentación de tocarlas con los dedos, no se atrevió, pues sin duda se cortaría y profanaría con su sangre la pureza del acero. A todo lo largo de la espada corría un delicado trazado de olas simétricas, la exquisita línea del templado. Después, con ayuda de un pequeño gancho que le dio su padre, Derguín arrancó el pasador que mantenía la empuñadura en su sitio, levantó la espada en alto con la mano derecha y con el puño izquierdo se golpeó suavemente la muñeca hasta que la empuñadura se aflojó. Sólo entonces, con sumo cuidado, apartó las dos piezas y examinó la espiga del arma.

—Ahí puedes ver la firma de Amintas, grabada en runas del norte. Más abajo, en letras Ainari, está el nombre de los Barok. Pero al otro lado, bajo el agujero del pasador, hice inscribir el apellido de los Gorión, y ése es el que de verdad importa. Debes tratarla con respeto, Derguín, pues Brauna es más vieja que yo y que tú juntos.

—Parece recién bruñida…

—Hace poco la pulió un artesano de Malabashi que pasa por aquí todos los años, camino del sur. Yo sé guardar mis secretos.

Derguín montó la empuñadura y, siempre con el mismo cuidado, guardó la espada en su funda. Por fin, besó el pomo y dejó a Brauna en el suelo, entre su padre y él.

—Te la devuelvo, padre. No puedo aceptarla.

—Tómala, te he dicho. ¿Qué nombre has visto grabado en la espiga?

—El de los Gorión.

—Y tú eres un Gorión, ¿no?

—El menor de ellos.

—Pero eres el único que merece esta espada. ¡Empúñala como un guerrero!

Derguín tomó la espada y se puso en pie como si tuviera un resorte en las piernas. Esta vez ambas manos, la derecha que sostenía la empuñadura y la izquierda que sujetaba la vaina, se separaron a la vez. Todo sucedió en un instante, y Brauna trazó en el aire el arco resplandeciente de la Yagartéi. Si hubiese habido una cabeza en su camino, habría rodado por el suelo.

—No te embriagues. Es como un buen vino: poco a poco. Pero recurre a ella cuando tengas que hacerlo, pues es una buena amiga y no te será fácil mellarla. Ni el propio Togul Barok posee una mejor. Si sabe que la tienes, tal vez pretenda reclamártela.

Derguín se sintió extraño al imaginarse que el príncipe de Áinar pudiera disputar con él por una rencilla entre sus padres.

—No pienses en vengar en Togul Barok una antigua ofensa —le advirtió Cuiberguín, leyéndole el pensamiento—. Recuerda quién es él y quién eres tú.

Derguín golpeó y tajó el aire unas cuantas veces, y el silbido de la hoja lo complació. Después volvió a enfundar a Brauna y de nuevo la besó, pues la espada siempre ha de ser venerada.

—Sé que estos años has estado dolido conmigo.

—Padre, no hace falta que…

—Piensas que me sentía defraudado.

Derguín agachó la cabeza.

—En este tiempo sólo encontré tu silencio.

—No era decepción, Derguín, sino rencor, porque el destino había cometido contigo la misma injusticia que cometió conmigo. Traté de olvidar y pensé que era mejor dejar que te resignaras en vez de amargarte en vano. Mas el corazón que se colmó de amargura fue el mío.

»Ahora se nos concede una segunda oportunidad, hijo. Si consigues la Espada de Fuego, una pequeña parte de ella me pertenecerá.

Derguín apretó la mano de su padre.

—Te pertenecerá toda entera. Tú has sido mi verdadero maestro.

—Lo entiendes, ¿verdad? ¿Quién que haya blandido alguna vez una espada no ha soñado con poseer a Zemal, la reina de todas? Tú la vas a conseguir, porque la deseas más que nadie en el mundo, porque te empujan tu deseo y el mío.

Derguín agachó la cabeza y se tragó una lágrima. Después miró a su padre a los ojos y le dijo:

—Te prometo que volveré y en esta misma habitación te ofreceré la Espada de Fuego.

—¡Qué Tarimán te oiga!

Así se despidieron. Si volvieron a verse en vida o no, es algo que queda aún muy lejos del presente relato.