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AQUí EMPIEZA EL BOSQUE DE COROCÍN

QUIEN SALGA DEL CAMINO PARA ENTRAR EN ÉL

LO HARÁ POR SU CUENTA Y RIESGO.

NO CULPÉIS A LOS DIOSES

DE VUESTROS ERRORES

Ante el cartel astillado, el joven mercader que viaja por primera vez al norte siguiendo la Ruta de la Seda se rasca la cabeza y pregunta al veterano por qué la calzada, en vez de penetrar en el bosque, se desvía hacia el oeste para atravesar la estepa. Su pregunta no carece de razón, pues tras cruzar junto al desierto de Guiños y sufrir durante días las tormentas de polvo y los rayos de un sol descarnado, las oscuras frondas de Corocín prometen una deliciosa frescura.

—¡No lo permitan los dioses! —responde el veterano, poniendo los ojos en blanco.

Y entre susurros enumera los horrores que esconde el bosque: lobos salvajes, serpientes bípedas, basiliscos, cornigrifos, brujas sanguinarias, ninfas que seducen a los hombres para ahogarlos en las charcas y, sobre todo, las enormes criaturas antropófagas conocidas como coruecos.

—Pero ¿siguen existiendo los coruecos? —pregunta el novato, incrédulo, pues cree que aquellas criaturas de los cuentos de su infancia ya están extinguidas.

—¿Por qué crees que el bosque se llama así?

Corocín. El bosque de los coruecos. Un lugar lleno de tesoros para quienes quieran y sepan apreciarlos, pero peligroso para los caminantes que no conozcan sus sendas, y a menudo letal.

Cuando Shirta, la luna verde, abandonó el firmamento, la luz de su hermana Taniar tiñó de sangre el claro en el que el joven Mikhon Tiq se había detenido a descansar. El corazón le palpitaba como un tambor; poco a poco se había apoderado de él un extraño miedo. Su fuente no era otra que el propio bosque, de cuyos peligros le había advertido el maestro Yatom.

—Pero aunque sea peligroso, es imprescindible que entres en él para encontrar a mi hermano Linar. Él hará que mi Syfrõn crezca en ti, te ayudará en tu misión y, llegado el momento, te despertará a la Hermosa Luz.

—Maestro, pero tú no puedes…

—Todos podemos morir. Hasta a los antiguos dioses les llega su día. Cuando yo muera debes estar listo para recibir mi Syfrõn, pues de lo contrario la energía que encierra se escapará sin control y todo lo que haya en una legua a la redonda desaparecerá de la faz de la tierra.

Mikhon Tiq apoyó la delgada barbilla en el bastón de viaje y respiró hondo. Los sonidos de la noche (ulular de buhos, cuchicheo de ramas agitadas por el viento, chillidos de alimañas cuyo nombre no quería conocer), el aroma dulzón y húmedo de la hojarasca en descomposición, la luz carmesí de la luna: todo entretejía un velo fantasmagórico tras el que el bosque se antojaba un lugar irreal. Había que precaverse contra esa engañosa impresión, pues Corocín era tan material y tangible como los peligros que albergaba. Ante ellos, Mikhon Tiq ya no contaba con la protección de los hechizos de Yatom, pues su mentor había muerto antes del amanecer, en la espectral frontera que separa la noche del alba. Mikhon Tiq había oído que a esa hora, cuando el negro del firmamento se tiñe de gris, es cuando más almas abandonan este mundo, despedidas por los aullidos de los perros vagabundos.

Pero no era así, se corrigió. Ni el alma de Yatom ni su sede mística, su Syfrõn, habían partido. Justo antes de exhalar su último suspiro, el brujo le había agarrado de las manos. En ese instante, Mikhon Tiq sintió que un oscuro pozo se abría a sus pies. Con un grito, se precipitó en el abismo. Cayó durante una eternidad, rodeado por una pared circular que cabrilleaba con destellos y colores palpitantes. Su propio grito quedó perdido muy arriba, lejos de él. En algún momento la caída terminó y el joven se encontró en una llanura que no se distinguía del cielo. Ante sus ojos brotó una construcción imposible. Era un castillo edificado con grandes sillares de piedra gris recubierta de liquen, que se levantaba por sí solo desde sus cimientos como un monstruoso árbol de roca. Las paredes se alzaron, hilera tras hilera de sólida mampostería, y de ellas empezaron a surgir torreones, almenas, contrafuertes, poternas, baluartes, arbotantes, atrevidos pináculos que desafiaban al cielo. Cuando el castillo dejó de crecer, los mil ojos de sus ventanas se quedaron mirando a Mikhon Tiq con un resplandor rojizo. Era una obra majestuosa, casi perfecta, aunque aquí y allá quedaban pequeños vacíos, líneas que se perdían, grietas minúsculas.

«Nada queda acabado jamás, Mikhon Tiq —le susurró la voz de Yatom—. Recibe mi syfrõn y sírvete de ella para construir tu futuro.»

Después resonó un acorde tan bajo que los huesos de su pecho se estremecieron. Mikhon Tiq creyó sentir que su carne se convertía en arena esparcida por el viento. Los espacios de su ser se abrieron, se dilataron como una esponja a punto de romperse; y cuando más permeable e indefenso se sentía, una presencia ajena penetró en él. Aquella intrusión, dolorosa y a la vez sedante, duró una infinitesimal fracción de segundo, y tras ella no quedó nada.

Y ahora sabía que casi todo lo que había sido Yatom, sus recuerdos, sus proyectos, su poder, estaba encerrado dentro de él, en un minúsculo rincón de su mente que no era capaz de localizar, pero que vibraba como si dentro de su cabeza palpitara un diminuto corazón. Para abrir el túnel por el que podría entrar a ese lugar secreto debía encontrar a Linar el Tuerto, compañero de Yatom en la orden del Kalagor.

Ignoraba dónde vivía Linar. Yatom le había hablado del «corazón de Corocín», un término muy vago para una espesura de leguas y leguas. Pero, antes de expirar, el Kalagorinor le había clavado una aguja de pino en el dorso de la mano. Cuando se apartaba de la dirección correcta, la aguja se removía bajo su piel, produciéndole una dolorosa comezón que no cesaba hasta que regresaba al camino acertado.

Estaba agotado, pero no se atrevía a dormir. De niño, en su lejana ciudad de Malirie, le habían contado historias de terror sobre el bosque. Ahora tenía diecinueve años, había recibido formación militar en Uhdanfiún y se suponía que era un hombre seguro de sí mismo y dispuesto a enfrentarse a sus temores. Pero a media mañana se había encontrado con un grupo de cinco hombres que merodeaban entre los árboles buscando las preciadas setas rojas de Corocín.

—¿Qué haces aquí, muchacho? ¿Es que has perdido la cabeza?

Cuando Mikhon Tiq les explicó que buscaba a un anciano llamado Linar, le contestaron que sí, que habían oído hablar de él: el viejo tuerto, el brujo, el loco del bosque. Dudaban de que aún siguiera vivo. Uno de ellos, un hombretón con una espesa barba que se le mezclaba con la pelambre del pecho, añadió:

—Mira esto. —Le enseñó su lanza, que tenía un asta de madera de fresno de metro y medio y una moharra de hierro forjado de más de dos palmos—. Cada uno de nosotros lleva una. Si aparece un corueco, trataremos de clavárselas en la tripa, que es el único lugar de su cuerpo donde se le puede herir. Pues aun así, aunque le hinquemos cinco hierros en el cuerpo, el corueco puede matarnos a todos. Quédate con nosotros y vuelve por la tarde a nuestra aldea.

Mikhon Tiq les respondió sin dudar: seguiría solo.

—Por lo menos haznos caso: si te viene olor a sangre, ¡corre por tu vida! —le dijeron antes de irse, y como lo vieron tan flaco, le dieron de propina, además del consejo, media hogaza de pan y una gruesa salchicha de cerdo.

Cuando se despidió de aquellos hombres, se sintió orgulloso de su propio valor. Ahora, de noche, cercado por la lúgubre presencia del bosque, ese valor se había ido esfumando al tiempo que las siluetas de los árboles se desdibujaban en el crepúsculo.

—Ojalá nunca hubiera seguido a Yatom —se repetía, por el alivio de oír su propia voz—. Ahora estaría en casa de mis padres, viendo el reflejo de Taniar en el océano…

Se perdió por un instante en la ensoñación. Malirie, su ciudad, era uno de los lugares más hermosos de Tramórea, y allí la vida era fácil y cálida. Ahora, sin embargo, estaba aterido. A través de la capa, la corteza del olmo, húmeda y rugosa, se clavaba en su espalda. No se atrevía a encender una lumbre porque, según se decía, las llamas, lejos de asustar a los coruecos, los atraían. Era mejor seguir moviéndose. Se puso en pie y giró sobre los talones, hasta que la aguja de pino dejó de escarbar bajo su piel. Tanteó con el bastón delante de sí y se puso de nuevo en camino.

Más tarde, en algún momento, advirtió que el cabello de la nuca se le había erizado, y al cabo de unos segundos se dio cuenta de cuál era la razón: allí había alguien.

O algo.

Se agazapó tras el tronco de un roble. Pero ignoraba de dónde provenía la amenaza. Tal vez el peligro se ocultara justo a su espalda. Se giró, asustado de su propia idea, y blandió el bastón. El corazón se le había desbocado y estaba resollando como un fuelle. A buen seguro, cualquier criatura que se hallase a menos de quinientos pasos podía oírlo. Recordó su adiestramiento militar, clavó una rodilla en el suelo y permaneció inmóvil.

Debéis ser vosotros quienes acechéis, les decía su instructor de supervivencia. Si pensáis que sois la presa, entonces os convertiréis en la presa, y estaréis perdidos.

No había elegido un buen lugar para detenerse. Se hallaba en una hondonada cubierta de helechos y rodeada de maleza, donde no podría ver a un atacante hasta que fuese demasiado tarde. Y si lo veía, y era un corueco, ¿qué podía hacer? Mejor no pensar en ello. Se concentró y poco a poco logró aquietar sus pulsaciones.

Cuando se incorporaba, dispuesto a seguir, descubrió un nuevo olor, fétido y metálico, como el de las fauces de una gran bestia carnicera. Recordó el consejo de los buscadores de setas: si te viene olor a sangre, ¡corre! Se levantó y huyó de aquel hedor. Huyó sin rumbo, sin plan, buscando tan sólo un sendero abierto entre la vegetación que sembraba de trampas su camino. Tropezó con una raíz aérea y cayó de bruces sobre una tierra húmeda y fría. Fue entonces cuando oyó un bramido, a medias grito humano y a medias rugido de fiera. Venía de su espalda; su instinto le había hecho huir en la dirección correcta. Se incorporó y volvió a correr. Las ramas azotaban su rostro. Algo punzante le hirió en la ceja. Su propia sangre le goteó cálida junto al ojo. Otro bramido, más furioso y cercano que el anterior; se decía que a los coruecos los excitaba el olor de las heridas. ¿Era un corueco? Por el estrépito que levantaba en su carrera, aquella criatura era tan pesada como un jabalí, tal vez como un oso.

La espesura se abrió sin previo aviso y Mikhon Tiq se encontró con un talud que bajaba hacia un riachuelo. El suelo era resbaladizo; perdió pie y cayó rodando. Se golpeó en el codo derecho con un canto y se pilló los dedos entre el bastón y una piedra, y el agua estaba helada, pero apenas reparó en ello. Trató de levantarse y volvió a resbalar. Se giró hacia la orilla, donde una forma grande y oscura acababa de surgir de entre los árboles. A la luz roja de Taniar, Mikhon Tiq distinguió el enorme y abombado tórax, los brazos largos, las piernas cortas y musculosas, la cresta de hueso que coronaba la cabeza y, sobre todo, los ojos amarillos como dos malignas luciérnagas.

La criatura bajó hacia el arroyo, apoyándose en sus largos brazos. Mikhon Tiq miró a los lados, incapaz de decidir si debía huir corriente abajo o corriente arriba. La mirada fosforescente del corueco lo tenía hipnotizado. Se había convertido en una presa.

El corueco metió un pie en el agua. Estaba a menos de dos metros de Mikhon Tiq, tan cerca que su aliento sanguinolento le revolvía el estómago. Por fin, el joven reaccionó y, con las fuerzas que sacó de su miedo, descargó el bastón contra la cabeza del corueco. La bestia se cubrió con el brazo a una velocidad impensable en una criatura tan grande. El bastón topó con hueso, y Mikhon Tiq sintió como si hubiera golpeado contra un mojón de granito. Todo el daño proyectado en aquel golpe lo recibió él en sus muñecas y sus dedos, que se abrieron sin fuerzas y dejaron caer el bastón.

Cerró los ojos, agachó la cabeza y esperó a la oscuridad final.

Pero el golpe no llegaba.

El corueco gorgoteó. Mikhon Tiq aventuró una mirada. La bestia había retrocedido un paso y tenía los ojos amarillos fijos en algo nuevo. Una luz azulada se reflejaba en las escamas de su tórax. Mikhon Tiq se volvió. A unos pasos, suspendida sobre la superficie del riachuelo, flotaba una figura envuelta en un aura luminosa. Era un hombre alto, vestido con una larga capa sobre la que caía una trenza blanca. Sus pies descalzos estaban posados sobre el agua, pero no se hundían en ella, como si fuera una visión fantasmagórica, un fuego fatuo de escala humana. El corueco gruñó, frustrado, y agitó los brazos en una bravata, pero no se atrevió a dar un paso más. Poco a poco, Mikhon Tiq retrocedió hacia el centro de la corriente, apartándose de la bestia.

—Tranquilo —dijo una voz pausada y suave—. Ya no tienes nada que temer de esa criatura.

Mikhon Tiq se volvió de nuevo hacia la espectral figura, y en aquel momento sintió una punzada en la mano. Cuando se miró, tenía en el dorso una pequeña herida que apenas sangraba. La aguja de pino había salido por sí sola.

—Esta noche el corueco habrá de buscarse otra presa.

Mikhon Tiq miró hacia la orilla. La bestia había subido por ella y ya se internaba en la espesura. Su fetidez aún persistía cuando desapareció de la vista.

Mikhon Tiq se volvió de nuevo hacia el extraño. Su fulgor fantasmal había desaparecido y ya no flotaba sobre el agua. Aún así, hundido hasta las rodillas, le sacaba a Mikhon Tiq casi una cabeza. A la luz de Taniar sus rasgos se adivinaban agudos y largos, como cincelados en la roca de una cueva. Tenía el ojo derecho tapado por un parche oscuro y llevaba un bastón alrededor del cual se enroscaba una serpiente tallada.

—Te debo la vida.

—Ese es un privilegio propio de tus padres, y no me gustaría arrebatárselo —contestó el extraño, y se volvió dispuesto a alejarse.

—¿Adonde vas?

El hombre se volvió a medias y señaló a un punto indeterminado con su caduceo.

—Hacia allí. Lo mismo que tú.

—¿Cómo sabes adonde voy yo?

—Si eres una persona inteligente me seguirás.

Mikhon Tiq consideró aquello una invitación y echó a andar detrás de su salvador.

—¿Puedo preguntarte tu nombre? —aventuró.

—¿Puedes?

—¿Te llamas Linar?

El hombre se paró en seco y miró a Mikhon Tiq. Su ojo parecía brillar en la oscuridad.

—¿Cómo sabes mi nombre? Nadie lo ha pronunciado desde hace mucho tiempo.

—Me lo dijo un hombre al que tú conocías —se explicó Mikhon Tiq, satisfecho por haber despertado el interés del extraño—. Yatom.

El llamado Linar le clavó su único ojo. El muchacho se sintió intimidado, pero no apartó la vista.

—Eso debes explicármelo —dijo el mago—. Pero no antes de que lleguemos a mi morada.

Mientras caminaba detrás de Linar, Mikhon Tiq se dio cuenta de lo fatigado que estaba. Ahora que todo miedo había desaparecido, su cuerpo quería relajarse y dejarse caer en el suelo, pero aún no había llegado el momento de hacerlo. Aguantad un poco más, les dijo a sus piernas, y pronto descansaréis. Aunque la presencia del mago lo intimidaba, algo muy hondo le decía que podía confiar en él y que ya no había nada que temer.

Llegaron a un camino que se abría nítido entre la espesura. Linar apresuró el paso sin mirar atrás. Daba trancos tan largos que Mikhon Tiq se veía obligado a breves carreras para no quedar rezagado. A la izquierda se abría un prado, del que venía una fragancia intensa y empalagosa, mientras que a la derecha del sendero se alzaba un muro de árboles apiñados como soldados de infantería. Cuando llegaron a lo alto de una loma, Linar señaló con el dedo. Allí se levantaba un extraño árbol. Bajo la luz púrpura, Mikhon Tiq advirtió que lo formaban cuatro troncos fundidos en uno solo.

Cuando llegaron ante el árbol, lo que parecía una oscura hendidura se abrió ante ellos en una puerta natural. Linar agachó la cabeza para pasar y Mikhon Tiq lo siguió. El interior se iluminó para recibirlos. La luz provenía de unas líneas finas y tortuosas que recubrían las paredes interiores y que se habían iluminado con un resplandor amarillo.

—Es la propia savia del árbol —explicó Linar—. Bienvenido a mi casa, joven amigo. Toma asiento y descansa, pues falta te hará.

Mikhon Tiq se sentó en un escaño natural que formaba la pared interior del árbol y, con un suspiro de alivio, apoyó la espalda en ella. Se hallaba en una estancia pequeña, cálida y seca, de forma irregular. A derecha e izquierda se abrían sendas grietas a modo de puertas. Linar desapareció por una de ellas sin decir nada. Mientras esperaba a que volviera, un tibio sopor se apoderó de Mikhon Tiq. Intentó mantener los ojos abiertos, pues el calor era tan dulce y la fatiga de sus miembros tan placentera que se sentía adormilado.

Las reglas de la hospitalidad son universales. Antes de interrogar al viajero hay que dejar que repose, que se limpie los pies del polvo del camino, que sacie su hambre y su sed. Si no se respetaran, Tramórea sería un lugar aún más salvaje. Hacía muchos años que Linar no recibía a ningún huésped, pero no había olvidado aquellas normas. Pese a su curiosidad por saber quién era aquel joven moreno y delgado al que había salvado de las garras del corueco, le preparó una cena a base de pan, queso, caldo caliente y agua asperjada con savia del Gran Viejo, el árbol milenario que le servía de hogar.

Al ver la bandeja de madera con la comida, el muchacho se espabiló. Linar se preparó café, uno de los escasos lujos que recibía del mundo exterior, se sentó en el suelo frente a su visitante y se lo tomó en una taza de barro.

—Te agradezco tu hospitalidad, maese Linar. Ojalá el calor de tu hogar se mantenga por siempre.

—Come. Te vendrá bien.

El muchacho no tardó en dar buena cuenta de todo. Después, dejó la bandeja a un lado y abrió la capa de camino que lo cubría. Bajo el manto pardusco vestía una túnica Ritiona hasta la rodilla y se cubría las piernas con unas calzas de lana al estilo norteño. Pero lo que no revelaban aquellas ropas híbridas lo delataban la tez morena y el acento cantarín, propios de un Ritión de las Islas. Tenía unos rasgos delicados, casi femeninos. Sus ojos eran grandes, oscuros y húmedos; ojos hambrientos, y no era sólo hambre de comida, sino algo más, una carencia esencial, insaciable, como la que él mismo…

¿Acaso fui joven alguna vez?

—Conoces a Yatom. Quiero que me expliques más. Pero primero, mi temerario huésped, dime quién eres.

—Me llamo Mikhon Tiq. Soy de Malirie.

—Hermoso lugar —respondió Linar, con sinceridad, pues Malirie era llamada la Perla del Mar por la belleza de sus rocas blancas y la transparencia de sus playas.

—El mejor del mundo.

Su padre, explicó el joven, era un tratante de púrpura que lo había enviado a Uhdanfiún para que siguiera la carrera de las armas y diera honor a la familia. Mikhon Tiq estudió allí unos años, hasta que abandonó. El motivo, fuera el que fuese, lo pasó por alto. Al regresar a Malirie, trabajó para su padre y en un viaje conoció a Yatom, a bordo de un navío mercante.

—Siempre fue inquieto y viajero, el viejo Yatom —asintió Linar—. Sigue.

Yatom debió ver en Mikhon Tiq algo; el caso es que decidió adoptarlo como discípulo. Linar enarcó la ceja: tomar aprendices era algo insólito en un Kalagorinor.

—Yatom sabía que le quedaba poco tiempo, y no quería que su syfrõn se perdiera —explicó Mikhon Tiq.

Linar adelantó el rostro y clavó la mirada en su huésped.

—¿Qué le ha pasado a Yatom?

—Ha muerto, maese Linar.

Sólo su extremado control impidió que a Linar se le escapara un gemido. Los Kalagorinôr no son eternos; pero para aquellos cuyo corazón no late, las décadas pasan como los años para los humanos. Yatom era apenas más anciano que él. Aún debía de quedarle mucho tiempo.

Linar apoyó la mano en la frente del muchacho. Fue una leve invasión, apenas una visita fugaz a su mente. Dentro de aquel pequeño receptáculo que era la cabeza de Mikhon Tiq se ocultaba otra presencia, un lugar enorme desdoblado en dimensiones ajenas al mundo normal. Aquel pequeño cosmos sólo podía ser la syfrõn de Yatom. Por fortuna, el muchacho la había recibido antes de que el mago muriera: si no, la syfrõn se habría colapsado sobre sí misma en un cataclismo que habría destruido buena parte del bosque y tal vez al propio Linar.

El muchacho lo miraba con ojos desenfocados. Linar recordó que había pasado una dura prueba aquella noche y se compadeció de él. Antes de apartar la mano de su frente, le infundió a través de la piel la tibieza del sueño. Mikhon Tiq parpadeó un par de veces, y luego su respiración se hizo más profunda y su cuello se venció a un lado.

Linar se levantó y empezó a pasear a largas zancadas que en cuatro o cinco pasos lo llevaban de uno a otro extremo de la estancia. En los últimos días había notado una inquietud creciente, como si se fraguara una tormenta colosal, de escala telúrica. Tal vez había presentido la muerte de Yatom; o acaso sólo era la primera señal de males mayores.

—Soy un eco…

Esta vez Linar dio un respingo. Se volvió hacia Mikhon Tiq. El joven seguía durmiendo, pero sus labios se movían y de ellos brotaban palabras graves y despaciosas, arrancadas del hondo aliento de su sueño.

—Cuando me oigas estaré muerto, hermano…

Linar se acercó al muchacho y se inclinó sobre él. Tenía los ojos cerrados y las pupilas se le movían bajo los párpados. La voz que salía de su boca sonaba con el timbre juvenil de Mikhon Tiq, pero la cadencia, el acento y las palabras eran de Yatom.

—Hace tiempo que la enfermedad me devora. Pese a mi poder, el mal ha diseminado sus semillas por mi cuerpo y soy una barca que hace aguas por mil vías. Debes acoger a Mikhon Tiq para que cuando llegue el momento puedas despertarlo a la Hermosa Luz y evitar que mi alma se pierda.

»Recurro a ti porque veo signos de tiempos difíciles como no vivíamos desde hace cientos de años. No confío en que los demás miembros de la Mesa acepten mis palabras. Atiende bien, Linar…

Linar se sentó frente a Mikhon Tiq y escuchó aquel mensaje de ultratumba. Según su hermano, un temor antes desconocido se extendía por Tramórea. Los caminos se habían vuelto más peligrosos, los mercaderes se reunían en caravanas más nutridas por miedo a los asaltantes; incluso la Ruta de la Seda, que había sido segura durante décadas, ya no lo era. Se hablaba de rituales atroces en los que se sacrificaban seres humanos a deidades oscuras y sanguinarias, como en tiempos remotos y más crueles.

Linar sacudió la cabeza. Vaguedades, amenazas confusas, aprensiones de un viejo agorero que siempre había creído en tramas ocultas. Pero la voz del durmiente seguía desgranando augurios.

—En el remoto sur ha surgido un caudillo religioso al que llaman el Enviado. Sus seguidores no aceptan más que a su propio dios; arrasan los templos de los demás, derriban sus imágenes y empalan a sus sacerdotes. No dudan en sacrificar su propia vida, la de sus mujeres y sus hijos en nombre de él. Con los demás hombres, a los que llaman infieles, no tienen piedad. Se cuenta que cuando tomaron la ciudad de Marabha excavaron una gran zanja y en ella quemaron vivos a sus diez mil habitantes.

Linar se estremeció. Nunca había tenido noticia de ninguna religión similar. Hasta entonces, todas habían convivido en promiscua paz. Los Yúgaroi, los grandes dioses que habitaban el Bardaliut, no parecían sentir celos de las mil tribus de démones, genios, númenes y demás criaturas divinas y semidivinas que pululaban por Tramórea.

Pero Linar sabía que, en realidad, los grandes dioses eran enemigos de los hombres. El peor y más terrible de ellos dormitaba encerrado en una cárcel de piedra desde hacía mil años. Pero su poder era tal que, incluso dormido, los efluvios de sus sueños escapaban por las grietas de la roca y se convertían en las pesadillas y los males del mundo. ¿Era aquel Enviado una visión del letargo del dios loco? ¿O la señal del momento inevitable en que el rey de las sombras debía despertar?

—Cuando los seguidores del profeta tomen la capital de los Australes y se apoderen del trono —prosiguió la voz— volverán sus ojos hacia los demás reinos. Se avecina una nueva guerra contra los hombres del sur.

Después de los presagios oscuros, el mensaje de Yatom le habló de sí mismo y de cómo sus inquietudes lo habían impulsado a hacer un largo viaje que acabó llevándolo a las Tierras Antiguas.

—No conseguí llegar a Zenorta. Si antes el viaje era difícil, ahora resulta imposible. El camino estaba cortado por un inmenso pantano, una especie de mar de lodo en el que no crecía nada vivo. No encontré ningún sendero para atravesarlo, así que envié un mensaje a nuestro hermano Kalitres…

Linar asintió, aunque su gesto no tenía espectadores. Kalitres era un mago de Zenorta, la ciudad más antigua del mundo. No habían recibido noticias de él desde hacía más de tres siglos, cuando dejó de asistir a las raras reuniones de Trápedsa.

—No sé si aún está vivo —prosiguió el eco de Yatom—. La ciénaga ponía una barrera a mi visión, así que no pude averiguar si la ciudad seguía existiendo o el pantano la había sepultado. Sólo logré despertar a una criatura espantosa del cenagal, una babosa de lodo, informe y repulsiva y tan gigantesca que apenas se puede concebir. Verla bastaba para enloquecer. No sólo no pude destruirla, sino que desde la lucha que sostuve con ella mi poder empezó a declinar, como si la fuerza de aquel ser hubiera alimentado el mal que corroía mis entrañas.

Linar se levantó y se sirvió más café. El eco de Yatom le habló de Áinar y de su emperador, Mihir Barok. Había recortado el poder de los señores de la guerra; pero aunque la presa de su mano era cada vez más férrea, en los últimos tiempos gobernaba desde lo más recóndito de su palacio, oculto a la vista de todos.

—Muchos sospechan que se esconde por miedo a su propio hijo. Es comprensible que lo tema, porque él es, de todas, la peor amenaza. Togul Barok lleva el signo de los Yúgaroi. Aunque está inscrito como hijo del emperador y de su segunda mujer, por Áinar corren muchas historias distintas. Los más belicosos creen que es un elegido de los dioses, y que ha de traer al imperio el esplendor de los tiempos de Minos Iyar. El príncipe no sólo es ambicioso, sino también un Tahedorán invencible. Sin duda aprovechará la admiración de su pueblo para conducirlo a la guerra.

»Mi tiempo se acaba, Linar. El Enviado en el sur, Togul Barok en el norte, desunión, miedo y odio en todas partes… Llega el año Mil y se avecina una conflagración como el mundo no había vuelto a presenciar desde la guerra entre los hombres y los dioses.

»Adiós, Linar. Si dudas, mira por los ojos de mi joven discípulo…

Linar aguardó un rato, pero de los labios de Mikhon Tiq no volvió a salir ninguna palabra más. Apuró el café, paseó de nuevo por la estancia, y por fin se inclinó sobre el joven y lo despertó apretándole el hombro.

—¿Eh? ¿Qué…?

—No te muevas.

La vista de Linar se agudizó como una gigantesca lupa y penetró en las pupilas de Mikhon Tiq. Allí, en el fondo de su retina, entre las rojas venas que la regaban de sangre, había una imagen, un fresco impreso a escala minúscula. Se trataba de un hombre joven, que por la altura y las proporciones parecía la estatua de un héroe. Pero en su rostro imperturbable se advertía un rasgo anormal: dos ojos inhumanos de pupilas dobles.

Dos pupilas en cada ojo. Linar se estremeció. Lleva el signo de los Yúgaroi. Los grandes dioses, aquellos a los que los Kalagorinôr aguardaban y temían.

«Somos los que esperan a los dioses», se recordó Linar. Tal vez era cierto que el año Mil tenía un significado, que se acercaba el momento de la ordalía final.

Linar contempló por última vez la imagen grabada en la retina de Mikhon Tiq, y después le posó la mano sobre el ojo.

—Maese Linar, ¿qué estás…?

—Chsss… Tu ojo vuelve a estar limpio. La imagen que en él había ya ha cumplido su misión.

Linar se puso en pie y de nuevo paseó por la estrecha estancia que le brindaba el árbol. Después se volvió hacia su huésped.

—¿A qué has venido? ¿Tienes algún propósito, o sólo has llegado para inquietar mi espíritu, como ese mensaje incompleto que me ha dejado mi hermano muerto?

Mikhon Tiq frunció las cejas.

—No sé de qué me hablas, maese Linar.

El Kalagorinor le resumió las palabras que había pronunciado en sueños. Mikhon Tiq escuchó con atención. No parecía demasiado sorprendido.

—Me ha formulado más preguntas que respuestas —concluyó Linar—. Lo que más me preocupa es ese príncipe de Áinar. Los seres de pupilas dobles no habían caminado entre los humanos desde antes que naciéramos los Kalagorinôr.

—Yatom también temía a Togul Barok, maese Linar.

—Pero si esos peligros que Yatom presiente llegan a ser reales, aún está la Espada de Fuego. Hairón es un hombre sensato y…

—Hairón ha muerto.

El ojo del brujo se clavó en el muchacho como una brasa.

—¿Qué has dicho?

—Hace dos semanas. La noticia ha corrido por todas partes: la Espada de Fuego no tiene dueño. Los Pinakles han convocado dentro de veinticinco días a los guerreros que han de competir por ella. Entre los maestros aspirantes estará Togul Barok. —Mikhon Tiq hablaba sin tomar aire, como si temiera que Linar aprovechase cualquier pausa para quitarle la palabra—. Yatom estaba convencido de que debíamos… de que debes impedir que consiga la Espada de Fuego. El príncipe es ya muy poderoso por su naturaleza y su nacimiento. Si se convierte en el Zemalnit…

—No debemos intervenir en el certamen de la Espada. Si Togul Barok es el mejor, ha de ser él quien la posea.

—Sin duda es lo que ocurrirá si no hacemos nada.

—¿Hacemos, joven candidato a convertirte en mi aprendiz? —preguntó Linar, enarcando la ceja.

—Perdón por mi presunción, maese Linar. —Mikhon Tiq agachó la mirada, pero la humildad del gesto estaba ausente de su voz—. Conozco a Togul Barok. Cuando yo estudiaba en la academia de artes marciales, él se convirtió en Tahedorán. Ya entonces superaba a todos sus maestros. Ese hombre es invencible. Tratar de detenerlo es ponerse en el camino de una galerna.

Linar se sentó en el sucio y cruzó las piernas.

—Sospecho que Yatom pensó en algo antes de enviarte a mí.

Mikhon Tiq tragó saliva y miró a los lados. Sin duda, temía que lo que iba a decir sería difícil de aceptar.

—Él creía que conviene un aspirante joven, alguien que pueda ser el Zemalnit por largos años en estos tiempos inciertos. Y ese alguien debe unir a…

—¿Existe un alguien o sólo expresas un loable deseo?

Mikhon Tiq volvió a carraspear.

—Maese Linar, conozco al candidato adecuado. Cuando le hablé a Yatom de él, no le pareció mal.

—Te escucho.

—Su nombre es Derguín. Derguín Gorión.

Linar entrecerró el ojo. Gorión no le era un apellido desconocido, pero no dijo nada.

—Derguín y yo fuimos compañeros en Uhdanfiún —explicó Mikhon Tiq—, aunque él tampoco recibió la insignia de oficial.

—Supongo, sin embargo, que es un Tahedorán consagrado…

Otro carraspeo.

—Es Ibtahán, pero ya posee seis de las siete marcas necesarias para examinarse de maestría y poder participar en el certamen.

—Luego le falta la séptima…

—… pero la habría obtenido si no nos hubiesen expulsado de Uhdanfiún. ¡Estaba más sobrado que nadie para ello! En la academia se comentaba que era un natural, y que talentos como el suyo no aparecen más que cada cien años. Si no hubiese sido Ritión…

—Por mucho talento que posea, no es un Tahedorán y no podrá participar en el certamen. Eso no tiene remedio.

—¡Lo tiene, maese Linar! Yatom ya lo había previsto. Dentro de dos días debemos reunirnos con un maestro mayor que pondrá a punto a Derguín para que consiga la marca de maestría.

Linar se acarició la barbilla.

—Mmmm… Un maestro mayor. No dejan de aparecer nuevos personajes en esta obra. ¿Hay alguna sorpresa más?

—Si las vuelve a haber, no se deberán a mí, maese Linar.

—¿Quién es ese maestro?

—Kratos May. Un Tahedorán con nueve marcas.

—Ah. Un maestro con nueve marcas que podría conseguir la Espada de Fuego ayudará a entrenar a un posible rival. Un altruismo sorprendente…

Linar sorbió el resto de café que le había quedado en la jarra. Estaba tibio.

—… aunque sin duda nos ha de tocar vivir tiempos sorprendentes. Descansa, Mikhon Tiq. Mañana volverás a viajar.

El rostro del joven se iluminó.

—¿Ayudaremos a Derguín?

—De momento, en honor a Yatom saldré del bosque y comprobaré por mí mismo si el mundo se ha convertido en un lugar tan siniestro como él creía. También quiero conocer a Derguín Gorión y a Kratos May. No te prometo más. Nunca hago promesas; más bien las exijo.

En lo más alto de la copa del Gran Viejo se levantaba una plataforma natural. Desde ella, Linar levantó la vista hacia el cielo, pero aquella noche las estrellas brillaban ajenas a los sucesos del mundo y se negaban a ofrecer presagios. La incertidumbre le hizo sucumbir a una tentación que hacía mucho tiempo que no le vencía, y se alzó apenas el parche del ojo derecho. Un doloroso fogonazo se coló por la ranura. Linar se encorvó y volvió a cubrirse, arrepentido. En una fracción de segundo le había asaltado la visión de espantosas llamaradas y columnas de humo, y una extensión de cenizas moribundas arrastradas por un viento gélido.

Lo que había visto podía suceder o no, se dijo, mientras un espantoso dolor se extendía por sus sienes; pero no volvería a quitarse el parche.

Ahora estaba convencido de que debía regresar al mundo de los hombres. Desde las ramas del Gran Viejo se despidió de Corocín. El espíritu del bosque lo había admitido en su comunión y le había permitido mantener la cordura en la soledad absoluta de un Kalagorinor. Conocía sus sendas y colinas, sus manantiales y sus árboles, los cubiles de los coruecos y las húmedas moradas de las ondinas y las Niryiin, y aun así le quedaban suficientes secretos por desvelar como para ocupar siglos de contemplación. A todo ello debería decir adiós.

Linar apartó un velo de hojas y descubrió un extraño teclado, cuyas clavijas nacían de la propia madera del árbol. Por última vez el brujo tocó el órgano del bosque, la música de Corocín.