Entre las personas que rodeaban a Hairón, el Zemalnit, sólo hubo dos que no se sorprendieron de su muerte. Una de ellas sólo le sobrevivió unas semanas; la otra disimuló bien lo que sabía el resto de su vida.
Hairón, gobernante de una pequeña república de mercenarios conocida como la Horda Roja, había gozado de una salud de toro durante sus cincuenta y siete años de vida. Pero el 10 de Anfiundanil se levantó del lecho con vértigos, un zumbido en los oídos y una pesadez de plomo detrás de los ojos. Abrió los postigos buscando aire y se asomó a la ventana de su torreón, que dominaba la fortaleza de Mígranz al igual que ésta señoreaba la llanura desde su peñasco solitario. Por el este se avecinaba una masa de nubarrones bajos. El terón, la gran bestia solitaria que anidaba en el pico de la Espuela, se perdió por encima de ellos batiendo sus gigantescas alas. Hairón pensó que su malestar tal vez se debiera a aquel tiempo mohíno y que se le pasaría cuando volviera a asomar el sol.
Lejos de alterar sus planes, celebró un consejo con los diez capitanes de la Horda para deliberar sobre la próxima campaña. Era vital conseguir fondos, pues en la ciudadela los víveres escaseaban ya, las monedas parecían haberse escondido debajo de los ladrillos, los hombres murmuraban y a la mínima excusa utilizaban cráneos ajenos para reventar jarras de cerveza. La misión que se le ofrecía a la Horda era terciar en una disputa tribal entre bárbaros jinetes Trisios, pero cualquier empresa les venía como agua del cielo y todos lo expresaron así salvo Kratos May.
—Yo no lo aconsejaría. Es un viaje de más de treinta leguas —objetó, señalando hacia el centro de la mesa redonda.
Allí se extendía un gran mapa de Tramórea, en el que mares y montañas, ríos y bosques aparecían primorosamente dibujados, y las ciudades se mostraban como miniaturas amuralladas en proporción a su tamaño e importancia. Sin embargo, no era más que una copia reducida de la maqueta creada por el geógrafo Tarondas, que se podía admirar en la biblioteca de Koras.
—Conozco bien esas tierras —prosiguió Kratos, pasándose la mano por el cráneo afeitado—. Cuando llegue el calor, los ríos se secarán, la poca agua que quede en ellos se corromperá y perderemos más hombres por la disentería que por las flechas enemigas.
—¡Perderemos muchos más si no traemos oro a Mígranz cuanto antes! —respondió Aperión, haciendo retemblar la mesa de una palmada—. ¡Si no puedes proponer nada mejor, cierra el pico!
Kratos soltó un bufido y, con un ademán teatral, se arremangó el brazo y acercó la mano derecha a la empuñadura de Krima, su espada. Todos vieron el brazalete de oro cruzado por nueve estrías rojas. Kratos era, junto con Hairón, el único Tahedorán del noveno grado que se sentaba a aquella mesa. Nunca presumía de ello…
…excepto si tenía que hacerse valer ante Aperión.
—Reserva ese tono para aquel con quien lo puedas defender —respondió, rechinando los dientes.
Hairón extendió una mano para apaciguar a sus capitanes. Aperión sólo poseía ocho marcas de maestría; pero había conquistado tanto ascendiente entre los hombres de la Horda que Hairón no había tenido más remedio que nombrarlo su primer oficial. Aperión era impetuoso y acostumbraba arrollar a los demás como una carga de caballería, pero bajo sus arrebatos de cólera y sus rugidos se agazapaba un corazón sin alma. Los demás sabían que era el típico hombre al que si se ataca con las manos, contestará con una piedra; si se le ataca con una piedra, desenvainará la espada, y si se desenvaina la espada, usará el veneno, el fuego, la traición o lo que sea menester. Con ese tipo de hombres sólo cabe matarlos, decapitarlos, arrojar el cuerpo a un río y la cabeza a un cenagal y rezar a los dioses para que no regresen del inframundo en busca de venganza.
La discusión entre los oficiales se prolongó como un zumbido de moscas. Por fin, pese a las objeciones de Kratos, decidieron enviar mil hombres a aquella empresa. Cuando llegó el momento de nombrar a los capitanes que los mandarían, Hairón se volvió a su lugarteniente.
—Veo que estás sediento de acción, Aperión. Puesto que has defendido con tanto interés esta campaña, debes dirigirla tú.
Aperión miró a su jefe entrecerrando los ojos, que eran fríos y duros como cuentas de cristal, y se acarició la barba.
—Es un honor que confíes en mí, tah Hairón.
—Confío en ti, tah Aperión.
—Pero siempre me es doloroso apartarme de tu lado. Seguro que otro capitán, como Kratos…
—Insisto en que confío en ti. Sé que obrarás a la perfección y traerás gloria y oro para nuestra casa común.
A regañadientes, Aperión bajó la mirada. Hairón, que no acostumbraba repetir las órdenes, empezaba a hartarse de que Aperión pusiera a prueba su autoridad. Era un buen momento para alejarlo de Mígranz y convertir a Kratos en su hombre de confianza. Cuando Aperión volviese, tendría que aceptar los hechos consumados. Por muy peligroso que fuese, ay de él si no obedecía de buen grado al Zemalnit.
Durante el día, Hairón creyó mejorar y no le confió sus molestias a nadie. Pero a la mañana siguiente se levantó peor. Al asomarse a la ventana del torreón le pareció que el patio de armas ondulaba como si el empedrado fuera un mar de orugas. El estómago se le vino a la boca y vomitó sobre el alféizar. Volvió a la cama tambaleándose contra las paredes y se desplomó.
Nalobas, el médico, examinó los vómitos con gesto crítico, los olisqueó, incluso los cató con el índice como le había enseñado su maestro, y dictaminó una misteriosa fiebre producida por el enrarecimiento del aire. En verdad, la frente de Hairón ardía, sudaba de pies a cabeza y su cuerpo se estremecía con violentos temblores. Nalobas le mandó reposo y para refrescarlo ordenó a las esclavas que humedecieran paños en agua de la montaña. También le obligó a comer un puré de verduras y pollo deshuesado, por más que el paciente protestó.
—Esto es fácil de digerir y te asentará el estómago.
Por la noche, Hairón no dejó de delirar, y en su duermevela creyó enfrentarse de nuevo con el Rey Gris, el hechicero que gobernaba a los Inhumanos y al que había derrotado gracias a la Espada de Fuego. Nalobas se desvivió por atenderlo hasta el amanecer; al menos, así lo comentaron admirados los sirvientes del torreón.
A la mañana siguiente, Hairón recobró la lucidez, pero la fiebre no remitió. Tenía la lengua hinchada como un trapo viejo. Se bebió media jarra de agua sin tomar aliento, con tal ansiedad que por las comisuras de la boca le chorreaba el líquido que su garganta inflamada se negaba a admitir. Después Nalobas le presentó otro plato de puré.
—No, por Himíe. Apenas puedo tragar. No quiero vomitar otra vez.
—Debes hacer caso a Nalobas —le recomendó Aperión, tieso como un estandarte a los pies de la cama—. Cuando uno está enfermo es como un niño pequeño, y ha de obedecer los consejos de su médico.
Hairón meneó la cabeza, pero tanto insistieron Aperión y Nalobas que se comió la mitad del plato. Después hizo una seña con la cabeza para que lo dejaran solo. Aperión se resistió.
—No te necesito ahora. Sal —repitió Hairón.
Aperión le mantuvo la mirada unos segundos de más. Después, inclinó la cabeza y salió con un bufido. Cuando por fin lo dejaron solo, Hairón hizo llamar a Kratos.
—Aquí estoy, señor.
Hairón se sobresaltó. Sin darse cuenta, había vuelto a caer en el duermevela. Por un momento creyó ver la barba gris de Aperión y sintió enojo y también miedo. Pero la barba se esfumó y en su lugar reconoció el cráneo afeitado y el rostro de ojos rasgados y labios finos de Kratos, y también las tres cicatrices que le habían dejado en el cuello las garras de un corueco. Se sintió seguro. Kratos era un hombre que sostenía la mirada el tiempo necesario, sin hurtar los ojos ni desafiar con ellos, pues no tenía nada que demostrar. Como maestro de la espada, sabía sacar lo mejor de sus discípulos sin desgañitarse a gritos ni darse ínfulas como hacían otros Tahedoranes. Podría ser un magnífico Zemalnit.
—Acércate. No puedo hablar muy alto.
Kratos avanzó un par de pasos, pero se detuvo a cierta distancia de la cama. Hairón se dio cuenta de que, a sabiendas o no, su oficial procuraba no acercarse demasiado. Ya debía de notarse en su rostro la máscara de la muerte, esa palidez cerosa y translúcida que repugna a quienes aún tienen los dos pies en el reino de los vivos.
—Esto no va bien, Kratos.
—Señor, llevas tan sólo dos días así. No hay por qué alarmarse.
Hairón se miró las manos. En dos días no podían haber cambiado tanto, y sin embargo ya no veía ante él las manos de un guerrero, sino las de un enfermo, sin color ni sustancia, la piel fina y quebradiza como un papiro viejo.
—Abre el arcón.
Todo el mundo sabía cuál era el arcón. Se hallaba a la derecha de la cama, en la pared más apartada de la ventana. Tallado en madera nudosa y ennegrecida, apenas llamaba la atención, pero guardaba el objeto más valioso de Tramórea. No tenía cerrojo ni candado. No era necesario.
Kratos levantó la tapa y extrajo del arcón una espada enfundada. Tomándola por la vaina, se la tendió a Hairón con cuidado de no rozar la empuñadura. Hairón tomó la espada y, con veneración, la sacó de la negra vaina. Kratos retrocedió dos pasos. Aunque la ventana estaba cubierta por una pesada cortina de fieltro, la estancia se llenó de luz. La hoja despedía un brillo que a primera vista se antojaba cegador, y sin embargo se la podía mirar de frente sin quedar deslumbrado. En verdad, resultaba difícil fijar la vista en otra cosa. Alrededor de su filo las imágenes rielaban, y el aire se impregnaba de un olor picante y vibraba con un zumbido sordo y distante que se percibía en los huesos del pecho.
Zemal, la Espada de Fuego, era el arma más poderosa que jamás había existido. En muchas ocasiones había luchado para el bien y en otras tantas para el mal; todo dependía del punto de vista de los cronistas que narraran sus hazañas. No había hoja, escudo o armadura que pudiese resistirse a ella, pues uno solo de sus golpes podía rebanar una columna de mármol. Se decía que, cuando rompió el asedio de Ghim, el propio Hairón había ejecutado una maniobra de giro con la que partió por la mitad los cuerpos de ocho Inhumanos que lo rodeaban.
Pero no era ésa la clave de su fuerza. El poder de Zemal se fundaba en algo intangible: el prestigio. Cuando un brazo enarbolaba la Espada de Fuego, no había guerrero que no la siguiera al mismísimo infierno.
Hairón sintió cómo la energía del arma cosquilleaba por su brazo. Suspiró. Aquella fuerza que no era suya venía de fuera y no podía regalarle la vida. Yo tenía planes, se dijo. Si hay algo que uno se lleva al otro mundo son planes, miles de ellos.
Hairón reparó en el rostro de Kratos, que ondulaba borroso a ambos lados del filo. Los ojos del capitán delataban su admiración por el arma forjada por Tarimán, pero no brillaban con la húmeda codicia que traicionaba a Aperión. Qué bien estaría Zemal en manos de aquel hombre. Pero, por suerte o por desgracia, la Espada de Fuego tenía su propia voluntad y acabaría eligiendo a su dueño, como siempre había sucedido.
Hairón besó el pomo de la espada, la enfundó y volvió a dársela a Kratos.
—Guárdala. Pronto tendrá otro señor.
Kratos lo miró con un nudo en la garganta. Acababa de ver algo que no debe tener testigos: cómo un hombre se despide de su amante.
A mediodía Hairón volvió a vomitar y esta vez expulsó sangre, unos cuajarones negros y hediondos que hicieron menear la cabeza al médico. Mientras el jefe de la Horda se retorcía y mordía la manta, Nalobas se reunió con Aperión y los demás capitanes y les comunicó que el mal era más grave de lo que se había imaginado.
—¿Qué tiene? ¿Qué tiene nuestro jefe? —le preguntaron los capitanes, angustiados.
—Sospecho que algún tumor oculto —respondió el médico—. Ese tipo de mal dormita un tiempo y de pronto despierta para devorar las entrañas de su huésped. He visto casos similares, aunque ninguno se manifestó con tanta rapidez como éste.
Por aquel entonces, el rumor se había propagado entre los hombres de la Horda. Por todo Mígranz, aquel nido de águilas tallado en la roca viva, había corrillos, cabezas agachadas, susurros, manos que se elevaban al cielo y ofrecían votos a dioses, espíritus y númenes por la salud de Hairón. Pues los mercenarios de la Horda Roja sabían que sin el Zemalnit ya no serían un ejército tan poderoso, que tal vez incluso dejarían de existir. Nadie garantizaba que la Espada de Fuego volvería a caer en manos de uno de sus capitanes, aunque muchos de ellos fueran maestros mayores. Había muchos más Tahedoranes en los demás reinos de Tramórea; cualquiera de ellos podía estar destinado a conquistar el arma de los dioses.
A media tarde los heraldos informaron de la enfermedad del general. Se convocó a todos los hombres a formar en el patio de armas. Allí, a la puerta del torreón, estaba dispuesto el sitial de Hairón. Incorporado con unos cojines, sujeto al respaldo con correas y sedado con una poción, el jefe de la Horda Roja pasó su última revista. Los siete mil soldados desfilaron ante él, incrédulos. ¿Era aquel hombre pálido y sudoroso, de ojos hundidos, el mismo al que habían visto cabalgar como un mozo tan sólo tres días atrás?
Nunca un silencio tal había reinado en el patio de armas de Mígranz.
La última noche de Hairón fue espantosa. Por más que Nalobas le administraba pócimas calmantes, el jefe de la Horda se retorcía agarrándose el estómago y el vientre y se quejaba a gritos de que las entrañas se le estaban pudriendo. Los diez capitanes lo velaron toda la noche, y cuando Hairón expiró con las primeras luces del alba todos respiraron aliviados.
Nalobas se acercó al cadáver para cerrarle los ojos, pero Aperión lo aferró por la muñeca con sus dedos de hierro.
—Déjame a mí.
Y casi con delicadeza le cerró los párpados. Kratos descorrió la cortina y abrió los postigos. Aunque en un pebetero ardían sándalo y madera de cedro, el hedor era tan penetrante como si el cadáver llevara días corrompiéndose al sol.
—¿Qué haremos? —preguntó el más joven de los capitanes.
—¡Yo sé lo que haré ahora! —exclamó otro oficial, Pianmos de Malabashi, y se abalanzó sobre el arcón de la Espada.
—¡Detente, insensato! —le advirtieron los demás.
Pero Pianmos abrió el baúl, empuñó la Espada de Fuego y la blandió sobre su cabeza con un grito de triunfo. Incluso unos minutos después, ninguno de los presentes supo ponerse de acuerdo sobre lo que había ocurrido: un fulgor, un restallido, una llamarada espontánea, acaso un rayo que entró por la ventana. Cuando se destaparon los oídos y volvieron a mirar, Pianmos yacía en el suelo, con las manos y el rostro abrasados, y de su cuerpo subían volutas de humo. Zemal, aún envainada, descansaba sobre la alfombra púrpura que rodeaba el lecho.
En ese momento las pesadas jambas de la puerta se abrieron. Todas las miradas se volvieron hacia ella. Había tres hombres en el umbral que traían pegado a sus negros mantos el frío estremecimiento del alba. Los tres parecían uno y el mismo: flacos, las cabezas afeitadas y venosas, las manos apoyadas en báculos que prolongaban sus dedos sarmentosos, los pies descalzos y encallecidos.
—Son los Pinakles… —susurraron entre sí los capitanes.
Aunque nunca los habían visto, todos sabían que eran los sacerdotes encargados de custodiar a Zemal a la muerte de sus dueños. Se decía que moraban en algún lugar de Áinar, a más de diez jornadas de camino. ¿Cómo habían podido aparecer allí en el momento justo? ¿Acaso Kartine, la diosa del destino, les había revelado el instante preciso de la muerte de Hairón incluso antes de que enfermara?
—Vemos que alguien ha intentado profanar a Zemal —dijo uno de ellos, con voz de esmeril.
—Nadie puede tomar la Espada de Fuego si no es de su sitio legítimo —prosiguió el segundo.
—Y ese sitio legítimo sólo lo revelaremos en el templo de Tarimán, en Koras, el día primero del mes de Kamaldanil —terminó el tercero.
El primero de los Pinakles se arrodilló, cogió la Espada de Fuego por la vaina y la guardó debajo de su manto. Después, los tres Pinakles volvieron la espalda a los capitanes de la Horda Roja y se marcharon por donde habían venido sin que nadie se lo impidiera.
Aperión, Kratos, Ghiem y Siharmas, los cuatro maestros mayores, se miraron. Acababa de quedar abierto un nuevo certamen por la Espada de Fuego. Tan sólo quedaba un mes y medio para el primero de Kamaldanil. ¿Cuál de ellos o de los demás Tahedoranes de Tramórea sería el elegido?
Aquella noche las furias del cielo desataron una tormenta, como si quisieran contribuir con su espectral homenaje a los funerales de Hairón. Al pie del torreón, bajo el aguacero, la guardia de honor velaba junto al ataúd. Cubierto por una tapa de cristal, el jefe de la Horda abrazaba la vieja espada de acero con la que había ganado en su juventud los siete grados de maestría. Sobre él y los hachones encendidos que lo iluminaban se había tendido una carpa de lona. El agua, tozuda, formaba bolsas en ella, y de cuando en cuando alguien golpeaba el dosel con la contera de la lanza para vaciarlas. Bajo los relámpagos, los soldados pasaban ante su caudillo muerto, inclinaban la cabeza en señal de respeto y volvían a retirarse sin saber muy bien qué hacer.
Las tabernas de Mígranz no cerraron hasta el amanecer, y el vino, el hidromiel y la cerveza compitieron con la lluvia. Había dolor, preocupación por el futuro y también curiosidad, y todo aquello excitaba la sed de los hombres. Se recordaban las hazañas del pasado: aquellos que estuvieron más cerca de Hairón o compartieron con él guardias, pernoctadas a la intemperie, o incluso alguna herida, lo recordaban con el orgullo de convertirse en protagonistas por unos segundos. También hacían cábalas sobre el futuro y calculaban si Zemal volvería a sus manos. Porque era opinión general que, sin el arma forjada por el dios Tarimán, el porvenir de la Horda no se veía nada claro. «Togul Barok, el Príncipe de Áinar», susurraban muchos, temerosos de que aquel personaje formidable y un poco legendario les arrebatara lo que tanta falta les hacía a ellos para mantener su prestigio.
Pasados los tres días de funerales y juegos en honor del difunto, el cuerpo de Hairón fue incinerado en una pira alimentada por ramas de encina y fresno y sarmientos de vid. Los huesos aún humeantes fueron guardados en una urna blanca, y ésta enterrada en un túmulo al sur de Mígranz, fuera de los muros, para que la impureza de la muerte no contagiase a los vivos y para que su espíritu, si se empeñaba en seguir en este mundo, no molestara más que a ovejas y pastores.
Al cuarto día tras la muerte de Hairón, Aperión convocó la asamblea de guerreros. Los hombres de la Horda se apiñaron en el gran patio de armas. Los carpinteros habían armado el viejo estrado de madera que se utilizaba para tales menesteres y a su pie los capitanes esperaban con tanta curiosidad como el resto de los hombres. El frío viento del norte hacía ondear la capa púrpura de Aperión, cuya orgullosa barba se veía mutilada por los mechones que se había arrancado sobre el túmulo de Hairón.
—¡Guerreros! —exclamó, y aquella palabra llegó a todos los rincones. Algunos comentaron que su voz era incluso más potente y clara que la del difunto Hairón. Tal vez fuese verdad; pero por si acaso, a aquellos hombres los había repartido él mismo entre la multitud después de pagarles para que pregonaran sus glorias—. ¡Guerreros! —repitió—. ¡No es necesario que os recuerde qué gran hombre, qué gran general, qué gran héroe nos ha dejado! Cualquiera de vosotros podría hablar de esa pérdida con palabras mejores que las mías.
Se levantaron murmullos de aprobación. Aperión, contradiciendo sus propias palabras, se extendió en un largo elogio de las virtudes de Hairón. Pero los capitanes empezaron a cruzar miradas al percatarse de que en ese encomio el propio Aperión ocupaba cada vez un lugar más importante, como si nadie más en el mundo hubiera compartido la tienda de Hairón, sus vigilias y heridas, sus planes y consejos.
—Os estáis preguntando: ¿qué va a ser de nosotros? ¿Seguiremos siendo aquel orgulloso ejército que creó nuestro jefe, o nos dispersaremos convertidos en harapientas bandas de mercenarios para pelear por una mísera escudilla de lentejas?
Se alzaron gritos de «¡No!», y «¡Eso nunca!». Aperión los acalló con la mano y prosiguió.
—¡Necesitamos la Espada de Fuego! ¡Sólo con ella podremos mantener el prestigio que Hairón nos hizo ganar!
—¡Sí, sí, Zemal! ¡La Espada de Fuego! —gritó la asamblea.
—¡Pero debemos estar unidos para conseguirla! —Aperión señaló con un gesto dramático a los capitanes, al pie del estrado—. Hay aquí debajo tres grandes maestros que legítimamente pueden aspirar al arma que forjó Tarimán. Pero yo digo: ¿debemos competir entre nosotros, y correr el peligro de que algún otro rival se apodere de Zemal, o unir nuestras fuerzas para el bien común de la Horda Roja?
—¡De ninguna manera! ¡Hay que estar unidos! —clamaron los guerreros.
Ghiem, un mestizo de sangre Ainari y Trisia que lucía en su brazalete ocho marcas de maestría, se volvió hacia Kratos y susurró:
—Nos la está jugando. No deberíamos haber dejado que hablara en público.
Kratos se limitó a fruncir las cejas. Aperión no era ningún maestro de la retórica, pero había sabido tomar la iniciativa y ahora manejaba a su antojo las pasiones de la asamblea.
—¡En vuestras manos está, guerreros, decidir cuál de nosotros debe ser el candidato único de la Horda Roja para luchar por la Espada de Fuego! ¡Yo juro, como sin duda hará el resto de mis compañeros, que apoyaré hasta la muerte a aquel que vosotros elijáis y sacrificaré mis propias ambiciones por él! ¡Pero debe ser vuestra voz la que mande!
A nadie le sorprendió escuchar el mandato unánime de la asamblea, un rugido que se elevó como una ola: «¡Aperión, Aperión Zemalnit!». Las miradas se volvieron hacia los capitanes y, entre ellos, a los tres Tahedoranes que podían disputarle la Espada de Fuego a Aperión. Ghiem olisqueó de dónde venía el viento y se sumó a los gritos de la multitud. Siharmas se quedó mirando a su amigo Kratos. Éste ocultó las manos en las mangas y agachó la cabeza. Siharmas lo imitó. El gesto era ambiguo, pero entre los soldados corrió la interpretación de que ambos maestros acataban la decisión de la asamblea de guerreros, aunque no la compartieran. Aquello bastó, por el momento.
Delante del espejo de latón, mientras se pasaba la cuchilla por las sienes, Kratos advirtió que las bolsas de sus párpados se veían más hinchadas que otros días. Llenó el pecho de aire e irguió los hombros, y observó complacido cómo las fibras de sus músculos cabrilleaban inquietas. Aún se sentía lleno de vigor. En la sala de adiestramiento tocaba los petos de los demás cada vez que quería y hacía hincar la rodilla a todos menos a Aperión, porque éste jamás se arriesgaba a medir su acero con él. Pero aquellas bolsas, las arrugas en las comisuras de los ojos y el hombro derecho, que por las mañanas rechinaba como una puerta vieja, le canturreaban al oído una tristona monserga. Tus días de plenitud se agotan como hojas en otoño. Pronto te quedarás pelado como un álamo bajo la lluvia. Y lo cierto era que cuando en el Tahedo pronunciaba la fórmula de la Mirtahitéi, la segunda aceleración, su cuerpo tardaba horas en recobrarse del esfuerzo. En cuanto a la tercera… No se atrevería a invocarla a no ser que le fuese la vida en ello.
Tiempo, todo era cuestión de tiempo: tiempo que pasa, tiempo que se desliza, tiempo que no llega a tiempo…
¿Debía dejar pasar su oportunidad de conseguir la Espada de Fuego? Según la norma ancestral tenía derecho a presentarse ante los Pinakles, pues su antebrazo derecho ostentaba el brazalete de oro con las nueve marcas que lo convertían en uno de los mayores Tahedoranes de Tramórea. Pero Aperión había dejado bien claro que no dejaría salir de Mígranz a ninguno de los tres maestros mayores que le podían disputar la posesión de Zemal Antes deberían jurarle en público vasallaje y fidelidad. Ghiem lo había hecho fingiendo entusiasmo. Siharmas se resistía, pero ya le había confesado a Kratos que lo estaban agobiando y que tal vez acabaría por ceder. Todas las miradas estaban fijas en el propio Kratos. Cuánto tardaría en rendirse y jurar, ésa era la cuestión.
Le llamó la atención un movimiento en el espejo. En él se reflejaba el lecho; Shayre, su concubina, ya estaba despierta y se había sentado con la espalda recostada contra un almohadón y la manta cubriéndole apenas los pechos. Solía protestar por la luz cuando Kratos abría los postigos de las ventanas para afeitarse, pues era de natural indolente y le gustaba dormir hasta bien entrada la mañana. Pero ahora tenía los ojos muy abiertos y lo miraba atenta.
—¿Necesita el guerrero que su humilde sierva le afeite la nuca?
Kratos sonrió. Shayre podía ser cualquier cosa menos humilde, pero le gustaba su ronroneo juguetón.
—Llevo muchos años haciéndolo solo. Prefiero cortarme yo a que me corte nadie más.
—¿Cuándo confiarás en mí?
—Confío a ciegas en ti, mi hermosa dama, pero no tanto en tu pulso.
—Esta noche no has parado de dar vueltas en la cama. ¿Qué te preocupa?
Era típico de Shayre cambiar bruscamente de tema. Kratos se volvió para verla mejor. Le pareció tan deseable como siempre, con el cabello negro y brillante, los ojos de almendra, aquellos labios carnosos que parecían otro rostro dentro de su rostro y todo lo demás que la manta ocultaba. Aún era joven y cuando se despertaba no había bolsas bajo sus párpados, y olía a pan horneado en vez de a leche agria.
—Lo siento si no te he dejado dormir bien.
—Es por Aperión, ¿verdad?
—¿Por qué habría de preocuparme Aperión? Ahora es el jefe de la Horda, como lo fue Hairón y como más tarde lo será otro. Le debo disciplina, pero no la vida. Yo soy un guerrero libre.
—No me gusta cómo me mira.
—¿Qué quieres decir?
Ella se desperezó, estirando los brazos. Después apartó la manta, se levantó tapada tan sólo con su propio cabello, que le caía hasta la cintura, y se acercó a Kratos como si caminara de puntillas sobre un alambre.
—Ya sabes que sólo soy tuya —le dijo, rodeándole el cuello con los brazos y dándole un beso fugaz. Después se apartó un paso—. Pero ese hombre mira como una fiera. Cuando me clava los ojos, siento que querría destrozarme con los dientes, y es porque estoy contigo. Te odia.
Kratos se volvió para seguir afeitándose. Mientras, Shayre le recorría los hombros con las uñas, jugueteando con la cicatriz que le habían dejado las zarpas del corueco y que le corría desde la oreja hasta el extremo de la clavícula. Volvió a cambiar de tema, como una veleta que en el fondo sabe hacia dónde quiere acabar apuntando.
—¿Sabes lo que se dice por ahí? Nalobas, el médico de Hairón, ha desaparecido.
—No tenía idea.
—Alguien me contó que lo vieron salir por la puerta de Áinar hace dos noches. Llevaba una mula muy cargada y las alforjas tintineaban. Parece que tenía mucha prisa por marcharse de Mígranz.
—¿Qué insinúas? —preguntó Kratos, volviéndose hacia ella.
—Hay quien piensa que el médico tuvo algo que ver con la muerte de Hairón…
—¿Qué ganaría Nalobas con matar a Hairón?
—Él, dinero. La persona que le pagó… Hay alguien que ya ha salido beneficiado.
—No digas ningún nombre.
Shayre volvió a besarle, pero esta vez se demoró más. Kratos volvió a agradecer a los dioses que la cintura de su concubina fuera tan tibia y estrecha, y su boca tan jugosa.
—Kratos —susurró ella, apartándose y mirándolo con aquellas pupilas tan negras y redondas—. Debes huir de Mígranz. Él te odia, y no se detendrá hasta destruirte.
—¿Por qué ha de odiarme?
—Lo sabes muy bien. Eres mejor que él. Aunque le juraras fidelidad y no compitieras con él por la Espada, le bastaría mirarte para recordar que es inferior. Se ha atrevido a matar a Hairón. ¿Crees que dudará en matarte a ti? ¡Huye!
Kratos sonrió con tristeza.
—¿Y dejarte aquí? ¿Te buscarás otro capitán que te haga hermosos regalos?
Ella le clavó las uñas en la espalda.
—Debes tratarme como a una mujer decente…
—¿Desde cuándo lo has sido, mi princesa?
—Desde que estoy contigo ningún otro hombre me ha puesto un dedo encima.
—Perdóname, yo…
—¡Chsss! Voy a pedirte una cosa.
—Lo que tú quieras.
—Quiero que me lleves contigo.
—No sabes lo que dices.
Ella le tapó la boca.
—No me he vuelto loca. —Sonrió zalamera—. Eres un gran guerrero y no tardarás en encontrar otro señor a quien servir. Volverás a ganar oro y a ofrecerme hermosos regalos… Tendré paciencia.
No era el momento para decir nada más. Kratos la tomó por la cintura, dispuesto a echársela al hombro, llevarla hasta la cama y dejar que sus cuerpos terminaran de despertar juntos. Pero entonces el gesto de la joven se congeló y sus párpados se quedaron muy abiertos.
—¿Qué te pasa, Shayre?
Algo chapoteó a su espalda. Kratos se volvió. En la jofaina, el agua se estaba levantando en ondas, y éstas se picaban y rielaban en otras menores, hasta que una tempestad en miniatura agitó la palangana. Aquel diminuto oleaje tomó forma y esculpió un rostro humano que abrió la boca para hablarle.
Kratos retrocedió espantado. Pero una voz que sonaba a burbujas de cristal reventando en el aire le habló.
«No temas, Kratos. Soy Yatom…»
Kratos asomó la cabeza sobre la jofaina y reconoció aquel rostro moldeado en agua. Era Yatom, el anciano brujo que lo había salvado del corueco.
—Te reconozco, maese Yatom —respondió, sin acercarse demasiado—. ¿Qué quieres de mí?
«Debes ir a la Pezuña del Jabalí, en la aldea de Banta, y adiestrar a un joven guerrero.»
—Pero no sé si podré salir de Mígranz…
«Es preciso. El destino de los reinos depende ahora de nosotros. ¿Lo harás?»
—Te juré obediencia. ¿Para qué he de adiestrarlo?
«Para que se convierta en el próximo Zemalnit.»
El corazón de Kratos dio un vuelco. Lo que le pedía el brujo era enfrentarse a la ira de Aperión por los intereses de un desconocido.
—¿Cuál es el nombre de ese guerrero?
«Gorión. Derguín Gorión. Me queda poco tiempo. Debes tratar con mi hermano Linar. Adiós, Kratos.»
La voz se apagó al tiempo que el rostro de Yatom se disolvía en las últimas ondas del agua. A su espalda, Kratos oyó un gemido. Se volvió justo a tiempo de recoger a Shayre antes de que se desplomara. La llevó a la cama en brazos, pero el deseo por su cuerpo desnudo lo había abandonado. Aquel prodigio lo había asustado, como todo lo relativo a los magos; pero lo que le atemorizaba de verdad era lo que debía hacer a continuación. Pronuncié un voto y no tengo más remedio que cumplirlo, se dijo. Pero ¿qué era lo que le ceñía la garganta? ¿Tan sólo la aprensión, o el frío de la hoja de acero que podía esperarle?