Caía la noche y yo deambulaba por las calles, preguntándome cuándo el Python volvería a puerto. Ya estaba harto de arrastrarme por Shangai y tenía muchas ganas de volver a ver a Spike, mi bulldog blanco. Lo había dejado a bordo y había llegado a la ciudad china por mis propios medios, para enfrentarme a un chino que decía que era el Campeón de Oriente.
Los ignoré, como hago siempre que se trata de chinos, salvo si debo noquearlos, y ayudé al chico a levantarse, le limpié la sangre que le manchaba el rostro y le di mi última moneda de diez centavos. Cerró la mano descarnada sobre la moneda y echó a correr a toda velocidad.
El llamado «Campeón» se limitó a echarme un único vistazo a mis feroces ojos y salió corriendo del ring a toda velocidad, con lo que el organizador, muy corto de miras, se negó a darme ni un céntimo.
Meditaba sobre todas aquellas injusticias, andando con pasos majestuosos, cuando me di cuenta de que delante de mí estaba pasando algo muy raro. A pocos metros, un joven delgado y fornido andaba a buen paso; en la mano llevaba un saquito de cuero. Según le miraba, una silueta maciza apareció desde una calleja lateral y pude escuchar el impacto del golpe. El joven se derrumbó, y el otro le arrebató el saquito de cuero y volvió a la carrera al callejón del que había salido.
Deduje que el joven acababa de ser agredido y desvalijado —estoy muy dotado para este tipo de deducciones— y, lanzando un aullido, me adelanté.
La víctima no estaba muy grave, al parecer. Justo cuando llegué a su altura, el joven se apoyó en las manos y empezó a llamar a la policía. Al oírle, no me detuve a prestarle ayuda y me adentré en el callejón, tan negro como la boca de un lobo. Pero escuché el sonido de la carrera precipitada del fugitivo calle abajo, y me lancé en su busca.
Ignoro durante cuánto tiempo le seguí por el dédalo infernal de callejas oscuras y tortuosas, pero, de golpe, tropecé con un montón de latas de conserva y no sé qué mas y caí cuan largo era y a punto estuve de romperme el cuello.
Cuando me levanté, soltando una ristra de juramentos, no escuché ningún ruido. Mi presa había desaparecido. Busqué a tientas a mi alrededor, preguntándome dónde me encontraba. Había perdido la orientación, y no tenía la menor idea de cómo volver al lugar del que había llegado. Tras dudarlo mucho, me dirigí un poco al azar, tropezando con las inmundicias —y dando terribles saltos cuando las ratas al galope me rozaban las piernas en la oscuridad—; acabé por llegar a un pasadizo débilmente iluminado que conducía a una calle. Me di cuenta entonces de que me encontraba muy lejos de donde había visto al tipo al que habían agredido. Me hice algunas preguntas. Yo había podido ver al agresor, eso sí... una silueta maciza, de talla media, que me había parecido algo cheposo.
Estaba reventado y sediento. Entré en un bar y me apoyé en el mostrador. Un segundo más tarde, un tipo acudió al galope y nos contó:
—¡Eh, chicos! ¿Sabéis la noticia? Hace un instante, alguien ha atacado a Goslin, el tesorero de la Compañía Anglo-Oriental. ¡Le han noqueado y le han quitado la recaudación!
—¡No es posible! —dijeron—. ¿Cómo es posible que Goslin fuera por ahí con tanto dinero?
—¡Oh! —respondió el energúmeno—. Tenía miedo de dejarlo en la caja fuerte de la Compañía. Pensó que si se lo llevaba a casa en un saco de cuero nadie sospecharía nada. ¡Pero no cabe duda de que alguien se lo olió!
—-¿Cómo ha pasado? —preguntaron.
—Bueno —dije, interviniendo en la conversación—, ha sido extremadamente fácil...
Ignoraron lo que les decía.
—Le atacaron en Wu Tung Road, cerca de un callejón —respondió el que lo estaba contando todo—. Goslin se fue al suelo con el primer golpe —declaró—, pero sólo quedó aturdido por lo que pudo ver cómo su agresor se escapaba corriendo por un callejón. Dijo que le reconocería fácilmente si le veía de nuevo. Todos los polis andan buscando a un marino alto, de más de un metro ochenta, con cabellos negros y unos hombros muy anchos, con brazos tan largos como los de un gorila.
Uno de los tipos declaró:
—¡Vaya! ¡Que me cuelguen si no es la descripción exacta de Dennis Dorgan el Marino!
—Sí —dijo otro—. Nunca he visto a Dorgan, pero todo el mundo dice que se le podría confundir fácilmente con un gorila…
¡Por un momento tuve la impresión de que hablaban de mí! ¡Empecé a darme cuenta de que el tesorero, Goslin, creía que había sido quien le había noqueado para quitarle el dinero!
Bueno, un tipo menos inteligente que yo se habría quedado en el bar para que le echaran el guante. Así que pensé que lo mejor será largarme de allí a toda prisa.
Icé velas y me alejé rápidamente calle abajo. Unas tres manzanas más allá, llegué a la esquina de la calle... demasiado deprisa... y entré en colisión con dos tipos fornidos a los que dejé tumbados en mitad del arroyo.
Eran dos amigos míos, Mike Leary y Bill McGlory. Al principio, parecieron ansiosos por partirme la cara por haberles tirado al suelo, pero recuperaron la cordura antes de cometer un error fatal.
No tardaron en estar discutiendo entre ellos, lo mismo que hacían cuando tropecé con ellos. Esperé un momento, con cierta irritación, hasta que Mike me dijo:
—¡Escucha! —berreó—. Dennis, está completamente grillado. ¿Sabés a dónde quiere ir?
—No —dije—. ¿Dónde?
—¡A la Arena de Kalissky, para luchar contra Abdullah, el Turco Terrible!
Sacudí la cabeza con estupor.
—¿Alguien le ha golpeado en la cabeza con una cabilla recientemente? —le pregunté a Mike.
—Sea cual sea la causa —declaró Mike, no cabe duda de que es un caso de none compose mental.
—¿Eh? —exclamé.
—Que está loco —me explicó Mike—. Vamos, Dennis, dale fuerte en la mandíbula, y le ataremos muy fuerte y le llevaremos a un veterinario o a cualquier otro especialista para que le examine.
—¡No os acerquéis! —gritó Bill, herido en su fuero interno y blandiendo los enormes puños de un modo amenazador—. ¡Dejadme en paz, maldita sea! ¿No tengo derecho a luchar con quien quiera? ¡Mil rayos, soy un ser humano y tengo derechos inalienables!
—Abdullah te hará picadillo —certificó Mike—. ¿No eres de mi misma opinión, Dennis?
—Mira —expliqué—, nunca he visto a ese turco pero, por lo que dicen, debe ser un fenómeno.
—Yo también soy un fenómeno —replicó Bill—. Durante la última travesía les di para el pelo a todos los tripulantes del Dutchman, y...
—¿Y qué? —gruñó Mike—. Sólo te enfrentabas a un montón de marinos de agua dulce empapados en ron, un conjunto de merluzos nórdicos que no conocen la diferencia entre una llave de pie y una llave de agua, ¡no te vayas a creer que eres por eso un luchador de primera clase!
—Espera un poco —dijo Bill—. Sé exactamente como apañármelas con ese becerro de Abdullah. Le haré mi llave especial, la que le hice al cocinero del Dutchman. Ya le viste caer sobre el puente cuando le tiré por los aires. Me encojo sobre mí mismo, así, y cuando me sigue el movimiento, me acercó muy prudentemente, dejando que los brazos me cuelguen muy cerca del suelo y...
—Deja esas contorsiones tan ridículas —dijo Mike, irritado—. Vas a hacer que nos detengan. ¡Allí hay uno que nos está mirando de manera recelosa?
—¿Dónde? —pregunté, aterrado.
—Allí —indicó Mike.
—No nos quedemos por aquí —recomendé, tomando a Mike y a Bill por el brazo—. Vamos a la Arena. No nos vayamos a perder el combate.
—Creía que estabas de acuerdo conmigo y que Bill... —empezó a decir Mike, sorprendido.
—Sí, sí —le interrumpí impaciente—. Ya hablaremos, ¿vale? Después de todo, si Bill quiere luchar, es cosa suya. No nos importa. ¡Nos vamos!
Y nos alejamos calle abajo; me ocupé de que fuéramos a buen paso.
Llegamos ante la Arena y había una multitud. Aquel turco atraía al público, de eso no cabía duda. Nadie sabía mucho sobre él, ni de dónde venía, pero se había labrado una reputación con sus llaves homicidas.
Nos dirigimos hacia los vestuarios, y Mike y Bill no dejaron de discutir y regañar... sobre el color del calzón de Bill, de cuántos cubos de agua habría que llevar al ring, de las presas que debía emplear Bill... suponiendo que pudiera sujetar al turco. Empezaron a hacer una demostración de sus presas y no tardaron en enzarzarse, estrellándose al fin contra el banco y tirando todos los cubos de agua. Con éstas, el organizador del combate vino a decirles que el turco ya estaba en el cuadrilátero.
Bill se puso el albornoz y abombó el pecho. Mike tomó los cubos de agua y todo lo demás y dijo:
—Vamos, Dennis. ¡Acabemos cuanto antes con esta historia!
—Bueno, creo que prefiero esperaros aquí —murmuré.
Abrieron los ojos de par en par.
—¡Maldita sea! —exclamó Mike—.— ¡Te necesito para que me ayudes a recoger los pedazos!
—Vale —dije—; ¿hay polis por los alrededores?
Mike sacó la cabeza por la puerta entreabierta, echó un vistazo al pasillo y dijo:
—¿Policías? ¡No! Ni uno solo.
Justo en aquel momento, Kalissky se nos acercó.
—¿Policías? —dijo, como si fuera un insulto—. Debes saber que no necesito policías para mantener el orden en mi local. ¿Creéis que pondría a mis clientes en peligro permitiendo la entrada de la policía? Uno de los principales atractivos de la Arena de Kalissky es que aquí cualquiera puede sentarse cómodamente y relajarse viendo el espectáculo, pues puede estar seguro de que ningún poli aparecerá bruscamente para echarle el guante. Si alguna vez un policía entra en mi sala, no tardará en ver cómo le echamos a la calle de una patada.
—De acuerdo —dije con ciertas dudas—. Lo intentaré.
Mike y Bill no me preguntaron la razón de que quisiera eludir a la policía; siempre mostraban mucho tacto en aquel punto. Además, los dos, por principio, intentaban no mantener relaciones con la ley.
Nos encaminamos hacia el pasillo central, y Bill saludaba con ligeros movimientos de la cabeza a derecha e izquierda, sonriendo al tiempo que la multitud bramaba al verle. Muchos espectadores eran marinos y conocían a Bill de vista o de reputación.
—Escúchales —musitó Mike—. ¡Que un merluzo como éste tenga fama de luchador y vaya a arriesgar su popularidad enfrentándose a un luchador ante el que como mucho hará el ridículo!
Bueno, el turco estaba ya sobre el ring y se había quitado la bata para que los espectadores pudieran hacerse una idea de su físico. Orgullosamente plantado en el centro del ring, miraba ferozmente a su alrededor moviendo los poderosos músculos. Debo reconocer que era un combatiente formidable, más de un metro ochenta, tan grueso y macizo como un toro, con unas piernas y unos brazos gigantescos, y una cabeza redonda hundida en medio de sus enormes hombros. Su tez morena, así como sus mostachos retorcidos, le daban una apariencia todavía más terrible. Me rasqué la cabeza con perplejidad. Aquel tipo me parecía vagamente familiar, pero no conseguía situarle.
Bill subió al ring y, para ser imparcial, estaba muy lejos de ser tan impresionante como el turco. Era un poco más bajo y mucho menos pesado que su adversario... al menos unos quince kilos.
El árbitro les dio unas instrucciones de último minuto y luego empezó la contienda.
Bill McGlory saltó de su rincón y cargó dispuesto a golpear al turco en el estómago. Pasó entonces algo extraño. Su puño rebotó, exactamente como si hubiera golpeado un bloque de caucho, y Bill empezó a mover el puño como si se lo hubiera roto.
La multitud gritaba y aullaba. En el mismo momento, el árbitro se acercó a Bill y le hizo algunas observaciones, ¡entre ellas que aquello era un combate de lucha y no un match de boxeo!
El árbitro se apartó y Bill se lanzó de nuevo contra Abdullah. Pudo agarrar al turco y le inmovilizó con una terrible presa de grizzly. Sin embargo, el turco siguió sonriendo y le pegó un golpe aterrador con la cabeza, impactando con su ancha frente en el rostro de Bill. Este se fue dando tumbos hasta el rincón opuesto del cuadrilátero. Bill se levantó a trompicones, como si estuviera atontado, y el turco se abalanzó contra él luchando a brazo partido. Le levantó del suelo, le dio cuatro o cinco vueltas por encima de la cabeza y le soltó.
El viejo Bill abandonó el ring. Al parecer, venía en mi dirección. No conseguía creer lo que veían mis ojos, pero...
¡Bang! ¡El cuerpo de Bill surgió de los cielos y me cayó encima. Nuestras cabezas chocaron y Bill se quedó tieso y el golpe aumentó mi dolor de cabeza.
El árbitro anunció que el combate había terminado y declaró vencedor a Abdullah el Turco.
Mike y yo llevamos a Bill al vestuario, mientras la multitud seguía aullando e insultando al guerrero vencido.
Una ducha fría hizo que nuestro amigo recuperara el conocimiento y le ayudamos a vestirse. Mientras tanto, todo el mundo se fue y no quedaba nadie cuando salimos de la Arena de Kalissky.
Bill anunció que se iba a ir a buscar al Turco Terrible y a darle una buena tunda, aunque fuera lo último que hiciera en el mundo.
En el mismo instante, vio al turco un poco por delante de nosotros, en la misma calle.
—¡Allí está! —aulló.
Echó a correr. Y nosotros, siguiéndole.
El turco se volvió y nos vio... y, evidentemente, pensó que los tres le perseguíamos. Partió al galope y se metió por una calleja lateral. Bill lanzó un grito vengador y aumentó la velocidad de su carrera. Corríamos calle abajo y la gente se apartaba a derecha e izquierda para dejarnos el paso libre. Mientras Bill empezaba a marcar la variación que le llevaría hacia el callejón, observé vagamente que un grupo de individuos subía por la calle en nuestra dirección. Se detuvieron a la entrada de la calleja para evitar que les tirásemos al suelo.
Bill pasó ante ellos con la velocidad de un rayo y entró en al callejón; luego hizo lo propio Mike, que seguía a Bill con total determinación; yo iba detrás de Mike. Y escuché que alguien bramaba:
—¡Es él! ¡El más alto de los tres! ¡Es el marino de pelo negro que me golpeó y me robó el dinero!
¡Mil rayos! Una mirada desesperada me permitió ver a un grupo de policías, así como a un tipo delgado y bien vestido, con un vendaje alrededor de la cabeza. ¡Goslin! Aullaron y se lanzaron en mi persecución.
Al fondo de la calleja pude ver una silueta maciza que corría a toda velocidad. Bill estaba tan determinado a seguir a su presa que no se había dado cuenta de que nos seguían los polis; pero Mike tampoco se había percibido de nada. En cuanto a mí, aumenté la velocidad, ¡podéis creerme! Alcancé a Mike Leary y le dejé a mis espaldas, como si se hubiera parado, y seguí en pos de Bill.
—¡Déjame en paz! —boqueó—. Voy a alcanzar a ese becerro y...
—Bill McGlory —dije entre jadeos—, si no puedes correr más deprisa, ¡apártate y déjame pasar!
Me miró sorprendido por encima del hombro pero, un instante más tarde, le adelanté y me puse en cabeza. ¡Si algún chino nos vio correr como corrimos aquel día habría llegado a la conclusión de que todos los blancos nos faltaba un tornillo! Bill seguía a Abdullah, Mike seguía a Bill y los policías me seguían a mí, y sólo algunos de nosotros eran conscientes de lo que significaba todo aquello.
Ante nosotros, la silueta maciza del turco había desaparecido y escuché que Bill juraba entre dos bocanadas. Me adentré en un callejón todavía más oscuro y tortuoso, y Bill, suponiendo que yo veía a Abdullah huyendo en aquella dirección, me siguió. ¡Pero, maldita sea, yo me había olvidado por completo del turco! Todo lo que quería era escapar de aquellos sabuesos de la ley. Y, temporalmente, me libré de ellos. Había todo un entramado de callejas que nacían en la callejuela por la que yo corría como un condenado, y todas estaban en sombras o pobremente iluminadas; supuse que los polis se meterían por cualquier callejón menos por el correcto.
En todo caso, cuando miré hacia atrás, no vi a nadie... salvo a Mike Leary, que corría pisándole los talones a Bill. El hecho de volver la cabeza casi causa mi perdición. Ante mí, la calleja formaba un codo y, en la oscuridad no vi el giro. Cuando miré de nuevo hacia delante, lo vi, pero no tenía tiempo para detenerme. Me lancé hacia un muro en sombras, con el arco de una puerta que aparecía justo por encima del nivel de la calle, y unos cuantos peldaños que conducían hacia la puerta que había más abajo. Vi los peldaños sólo cuando los tuve encima.
Llevado por el impulso, me tragué la escalera, casi como si fuera el Holandés Volador, y golpeé la puerta que había dejado con la cabeza, como un torpedo. ¡Crash! Si el panel hubiera sido más sólido, me habría roto el cuello. Como la cosa no era así, la puerta voló en pedazos, los goznes cedieron y yo me lo llevé todo por delante, irrumpiendo en la habitación que había al otro lado. Detrás de mí, Bill se había detenido a tiempo, en lo alto de la escalera, pero Mike se le echó encima, con la velocidad de una bala de cañón, y los dos rodaron escaleras abajo soltando de golpe todos los juramentos que conocían.
Eché una centelleante mirada a mi alrededor. Estaba tendido cuan largo era entre los vestigios de la puerta, y vi que me hallaba en una habitación iluminada por una lamparita de petróleo adosada a una pared. Había unos cuantos jergones, sillas y una mesa a la que se sentaban cuatro tipos que me miraban con ojos amenazantes. Los cuatro parecían bastante fuertes y su cara era de patíbulo... un inglés, un holandés, un americano y Abdullah. ¡Sí, allí estaban sus retorcidos mostachos!
Guardo un recuerdo algo confuso de lo que pasó a continuación. Oí aullar a Bill McGlory, le vi alzarse y arrojarse como una furia contra el turco con los dos puños por delante. Vi a los demás salir en defensa de su compañero y que, acto seguido, yo y McGlory nos levantamos de un salto para unirnos a los festejos.
Me las tuve que ver con el holandés y con el americano. Mike se entretuvo en hacer papilla al inglés, y Bill demostró lo acertados que habían sido sus comentarios, pues era capaz de darle una buena a Abdullah en una pelea a puñetazos. Lamenté no tener tiempo de asistir al combate; a juzgar por el jaleo que habían organizado, debía valer la pena. Pero, por mi parte, estaba muy ocupado. El holandés sujetaba una silla, y una vez hube golpeado al americano en la oreja —un golpe que casi le arranca la cabeza— y se retiró un poco, volvió a la carga, armado con un puño americano. Me hirió en el cuero cabelludo, pero le lancé un porrazo a la sien que le hizo besar el suelo. Poco después, el holandés blandió la silla, la sujetó con las dos manos y me la rompió en el cráneo. Me tambaleé, pero le lancé un gancho de izquierda, y mi puño se hundió hasta la muñeca en su vientre. El tipo se quedó sin aliento y se dobló por la mitad, justo a tiempo para recibir mi puño derecho con la oreja, lo que le dejó fuera de combate para el resto de la velada.
En el mismo momento, el americano, tan coriáceo como cuero sin curtir, se levantó y me arrancó un trozo de piel de la mejilla con una caricia de su puño americano. Me puso furioso y le destrocé la mandíbula con un gancho de derecha. Cayó entre los restos de la mesa y ya no se movió y se quedó tranquilo.
Un segundo más tarde, un montón de tipos entraron en la habitación y me sentí sujetado por un buen número de manos. Me liberé con un movimiento brutal y enfurecido, dispuesto a seguir luchando, cuando me di cuenta de que la sala estaba llena de polis, y que todos habían desenfundado sus revólveres. Algunos de ellos sujetaban a Mike, el cual acababa de librarse de la inmóvil carcasa del inglés, mientras que, en otro rincón, entre los destrozados jergones, Bill seguía golpeando a sus anchas al turco con ayuda de un pesado bolso de cuero.
Obligaron a Bill a soltarle, pese a sus jadeos y roncos graznidos, y obligaron a los dos a ponerse en pie. No ofrecían muy buen aspecto, pues tenían la ropa hecha jirones, los ojos a la funerala, las narices rotas y todo lo demás; pero era el turco el que parecía haberse llevado la peor parte, ¡con mucho!
—¿Qué quiere decir todo esto? —preguntó un oficial de policía, mirando el campo de batalla con ojos atónitos.
Nadie dijo una palabra. Luego, Goslin se me acercó y me examinó atentamente.
—¡Es este hombre, no hay error posible! —declaró.
—Escuche —dije con voz desesperada—. ¡Se trata de una trágica equivocación! Se que usted piensa que fui yo quien le atacó, pero le aseguró que no es así...
Mi mirada vagaba por la habitación y se posó en la inmensa silueta del turco, ligeramente cheposo y aquello me hizo verlo todo claro como por ensalmo.
—¡Fue él! ¡Ése es su hombre! —exclamé—. ¡Fue el turco quien le noqueó y le quitó la pasta! ¡Ahora le reconozco! Le seguí por una calleja...
—¡Basta de tonterías! —rezongó el oficial de policía—. Ponedle las esposas...
—¡Un instante! —pidió Goslin, dando un salto hacia delante—. ¿Qué tiene ahí?
Tiró violentamente de algo que Bill McGlory sujetaba en la mano, aparentemente sin darse cuenta de lo que hacía. Era una bolsa de cuero.
—¿De dónde ha sacado esto? —preguntó Goslin.
—Bueno... yo... —decía Bill, bastante obtuso.
Pero Goslin se sentó en un jergón que —por algún milagro— no estaba destruido y abrió el saco frenéticamente.
—¡Es el saco en que llevaba la paga de la sociedad! —exclamó, extendiendo sobre el camastro el contenido de la bolsa—. ¡Miren esto! ¡Treinta mil dólares en preciosos billetes verdes!
Miramos al poli con estupor y Goslin se volvió hacia Bill.
—¿Participó en el golpe? ¿De dónde ha sacado este saco?
—¿Qué «golpe»? —preguntó Bill—. ¿No me estará acusando de ladrón? Si es ése el caso, le voy a partir la cara. Este saco ha debido caerse de algún camastro mientras el turco y yo nos entendíamos. Puede que lo cogiera en algún momento y que lo haya usado para golpear a este rufián con él como si fuera la pata de una mesa.
Goslin y los polis abrieron los ojos como platos.
—Aunque piense que yo haya robado este dinero, a Mike y a Bill no podrán acusarles de nada. No saben nada del robo. Y pueden afirmar bajo juramento que han encontrado el saco aquí mismo junto con estos cuatro tipos. Por mi parte, es la primera vez que vengo aquí.
Hubo un momento de tensión eléctrica, como se dice en los libros.
—Ahora lo comprendo todo. Le tomé por el ladrón cuando, en realidad, perseguía al verdadero ladrón, Abdullah. Y ahora, gracias a usted, el dinero robado ha sido recuperado. La Compañía Anglo- Oriental había ofrecido una buena recompensa a quien encontrara el saco... y el dinero. Preséntese mañana en nuestras oficinas y me será muy grato entregarle la recompensa.
Mientras los polis se llevaban al turco, esposado, me volví hacia Mike y Bill, que me miraban fijamente, con la boca abierta, y les hice ver con aire modesto:
—Chicos, nunca olvidéis que en este viejo mundo, hay algo que cuenta más que ninguna otra: ¡las meninges! ¡Algunos de nosotros tenemos la suerte de tener un montón y otros, por el contrario, no tienen la suerte de tener tantas!