Nada me pone de tan mal humor como ver a un bruto maltratando a un niño. Así que, cuando vi a un gigantesco chino golpeando a un niño flacucho y lloroso a la entrada de un callejón, no presté la menor atención a la regla que dice que en Peiping los blancos deben ocuparse de sus propios asuntos y de nada más. De un mamporro, obligué a aquel bruto a soltar al muchacho y luego le pateé el trasero vigorosamente para enseñarle buenas costumbres. Tuvo el morro de amenazarme con un cuchillo. Aquello me irritó, y le acaricié el mentón con un gancho de izquierda que le hizo caer cuan largo era en el arroyo, cosa que obligó a los curiosos —todos los chinos lo son— a dispersarse lloriqueando.
Los ignoré, como hago siempre que se trata de chinos, salvo si debo noquearlos, y ayudé al chico a levantarse, le limpié la sangre que le manchaba el rostro y le di mi última moneda de diez centavos. Cerró la mano descarnada sobre la moneda y echó a correr a toda velocidad.
Busqué con la vista el bar más cercano, me palmeé los bolsillos y suspiré resignado. Me disponía a seguir mi camino cuando escuché que una voz declaraba:
—Amigo mío, parece que le gustan los niños.
Pensando que era alguien que se burlaba de mí por haberle dado la última moneda a aquel mocoso chino, y como siempre soy muy susceptible con esas cosas, me di la vuelta, encogí el labio superior y llevé hacia atrás el puño derecho.
—Sí, ¿y qué? —pregunté con voz sanguinaria.
—Algo muy digno de elogio, señor —dijo el tipo que había hablado y que, por fin, podía examinar detenidamente.
Era un hombre alto, de una delgadez extrema y un rostro anguloso. Llevaba un traje negro y lustroso cuya chaqueta tenía largos faldones; su cabeza estaba rematada con un sombrero de ala ancha. Tenía un rostro serio y daba la impresión de no haber sonreído en toda su vida; sin embargo, le encontré simpático.
—Le pido perdón —dije con dignidad—. Creí que me tenía que enfrentar a un vulgar hijo de... bueno, con cualquier truhán.
Me miró de arriba abajo, meditando sobre mis poderosos y musculosos brazos, mi torso impresionante y mi rostro feroz en el que se veían las marcas dejadas por cien batallas.
—Un exterior rudo a veces alberga un alma generosa —observó—. Y esas orejas de coliflor podrían esconder un corazón de oro. Un hombre que defiende a un niño no puede ser malo, aunque se parezca a un gorila... oh, le ruego que me perdone. No me he dado cuenta de que estaba hablando en voz alta. Soy el doctor Ebenezer Twilliger. Soy el director de la misión de las colinas.
Me tendió su flaca mano.
—Y yo soy Dennis Dorgan, marinero de segunda clase —dije, estrechándole la mano. Generalmente, sirvo a bordo del Python, navío mercante, cuando no voy a la ventura, como es el caso actual. Éste es Spike, mi bulldog blanco, el combatiente más feroz de todos los luchadores asiáticos. Dale la pata al reverendo, Spike.
Spike obedeció, y el misionero dijo:
—Supongo que estará usted sin empleo. ¿Aceptaría hacer un trabajito para mí? No podría pagarle mucho, pero...
—Lo que sea por algo de dinero —rezongué.
—Perfecto —dijo, entrelazando sus nudosos dedos—. Todos los años me impongo el deber de ofrecerles a los niños de la misión unas Navidades dignas de ese nombre...
—¡Caramba! —exclamé—. Mañana es Nochebuena, ¿verdad? Lo había olvidado por completo.
—He venido a Peiping a comprar juguetes —siguió diciendo el reverendo—, pero hace unos momentos uno de mis asistentes indígenas, Wang, ha llegado a caballo y me ha recomendado que vuelva a la misión lo antes posible. Kwang Tzu, el jefe de los bandoleros, tiene un refugio en la misma región, y ha amenazado en varias ocasiones con destruir la misión. La Providencia, y el rumor de que estamos armados con potentes rifles Winchester, le han mantenido a distancia hasta el momento. Pero podría aprovechar mi ausencia para poner en marcha algún plan.
»Sólo he encontrado una parte de lo que venía buscando, y no he hallado a nadie que pueda desempeñar el papel de Papá Noel. Mi asistente blanco, el joven Reynolds, que siempre se ha encargado de esta tarea, se encuentra en Tiensín, recuperándose de una larga enfermedad. Tenemos un solo traje —que vino conmigo desde América— y, como fue confeccionado especialmente para Reynolds, me temo que no estaré muy convincente si me lo pongo yo.
Estuve totalmente de acuerdo con él.
—Reynolds es muy parecido a usted —declaró el doctor Twilliger—. Naturalmente, menos musculoso. El traje le sentaría a las mil maravillas.
—Entendido, acepto —dije con toda sinceridad—. Pero no quiero dinero. Sólo lo hago para complacer a los niños.
—Insisto en pagarle, pues va a perder su tiempo con nosotros —protestó, porque era un hombre honesto—. Debo partir inmediatamente con Wang. Le dejó mi coche. Está aparcado un poco más allá —señaló un viejo Ford descuajaringado que daba la impresión de haber vivido más de una guerra. Había una caja bastante grande colocada en el asiento trasero—. Los juguetes que he podido comprar están en la caja. Complete las compras —dijo, sacando del bolsillo una tira de papel con una larga lista—, y mañana venga a encontrarse conmigo en la misión. Si sale al amanecer, debería llegar a la misión al caer la noche. Aquí están las indicaciones sobre el camino que debe seguir.
»Los preparativos de Navidad estarán muy adelantados para cuando llegue. Le esperaré a la entrada de la misión, con el traje de Papá Noel. No dudo que va a ser toda una sorpresa para los niños.
—Entendido —dijo—. Esto..., por lo que sé, Papá Noel nunca tuvo un bulldog blanco, pero Spike vendrá conmigo.
—¡Claro que sí! —dijo el doctor Twilliger tirándole a Spike de una oreja.
Spike permite a muy poca gente que le haga eso, pero con el doctor se limitó a mover la cola y a enseñar una sonrisa de dragón.
—Aquí tiene el dinero para los juguetes —dijo Twilliger sacando el monedero—, y su dinero. Prefiero pagar por anticipado. ¿Es suficiente?
—Más que de sobra —afirmé—. Pero, maldita sea, ¿cómo sabe que no le voy a engañar? ¡Podría gastarme todo el dinero en el bar y no presentarme en la misión!
—Sé juzgar lo que vale un hombre y me equivoco pocas veces —respondió—. Le he visto los ojos, y las orejas de coliflor, y su nariz rota. Un hombre como usted no podría ser un ladrón, ni alguien que les robase a los niños la Navidad.
Con estas palabras, dio media vuelta y se alejó. Su paso era torpe y era cómico verle con su viejo sombrero y su chaqueta de faldones flotando al viento, pero me había calentado el corazón —ese corazón viril que late en mi viejo pecho— y habría querido que alguien le molestara para demostrarle hasta qué punto apreciaba lo que me había dicho reduciéndolo a papilla.
Bueno; examiné la lista y empecé a recorrer bazares y tiendas. Era increíble el número de lugares donde podían encontrarse juguetes fabricados en América. Compré todo lo que ponía en la lista, así como colgantes, cometas y todas esas cosas que tanto les gustan a los niños chinos. En menos de una hora me había gastado todo el dinero que me diera Twilliger para los gastos de Navidad, más una parte de mi salario, pero tenía un montón de cosas de las que ningún Papá Noel podría avergonzarse.
Estaba ocupado negociando el precio de una muñeca —los chinos le sacan a uno hasta lo que no tiene si no se anda con cuidado— en una tienda situada en un barrio donde anidan bastantes blancos, cuando escuché una exclamación de sorpresa. Dándome media vuelta, vi a Mike Hanrahan, un tipo tan duro que pocos como él se ven a bordo de ningún ballenero. Abría los ojos de par en par y me miraba fijamente, estupefacto y escandalizado. De momento, me quedé sin voz. Se dio la vuelta y enfiló directo hacia un bar, al otro lado de la calle. Temiendo sus intenciones, lancé un aullido y me lancé tras él.
Según entraba en el bar en cuestión, vi a Mike hablando con una multitud absorta y divertida. Me vio y gritó:
—¡Aquí está, muchachos! ¡Miradle! ¡La lleva en la mano!
Bajé los ojos y me di cuenta con cierta contrariedad que, sin darme cuenta, me había llevado la muñeca al salir de la tienda.
—¡Miradle! —exclamó Hanrahan—. ¡Una muñeca! ¡A su edad! ¡Dennis Dorgan, el campeón más duro de los Siete Mares! ¡Y se ha comprado una muñeca! ¡Quisiera darle un puñetazo a esa gallina mojada!
Con un rugido de cólera legítima, le envié un directo de izquierda que le mandó dando vueltas contra el mostrador. Lanzó un sanguinario aullido y devolvió el ataque, dándome un golpe en la oreja. Le aticé con la derecha en la mandíbula, y se golpeó contra la puerta del fondo, tan fuerte que pasó la cabeza por la hoja y no se movió más, tieso para siempre. Me di la vuelta y recorrí con la mirada a los aterrados presentes.
—¡Sí, he estado comprando juguetes todo el día! —rugí, con los ojos como carbunclos y blandiendo la muñeca a modo de desafío—. Además, mañana me voy a la misión Twilliger para disfrazarme de Papá Noel para que disfruten los niños. No es mi costumbre pedirle a una pandilla de haraganes permiso para hacer nada. Compraré todas las muñecas que me apetezca y me sentaré en mitad de la calle para hacerles vestiditos si es lo que me parece mejor. ¡Y si alguno de vosotros, malditos cabrones, tiene la más mínima objeción, éste es el momento de plantearla! ¡Que se adelante y que empiece la fiesta! Bien, ¿por qué os quedáis mudos, malditas ratas de alcantarilla de vientre amarillo, hígado blanco y piel viscosa? Tú, por ejemplo, ¿por qué no dices nada? —le aullé a un inglés bastante alto que se había reído muy alto cuando escuchaba el relato de Hanrahan.
Tragó como si pretendiera devorarse las amígdalas y, luego, dijo con voz trémula:
—¿Quieres... quieres una copa? ¡Te invito!
Sorbí belicoso, casi como un desafío, me di media vuelta y salí del bar. Cruzaba la calle hasta que oí que alguien me llamaba:
—¡Eh, marino! ¡Espera un poco!
Me volví deprisa y un tipo rechoncho de aspecto peripuesto surgió del bar a la carrera. Tenía un rostro largo y delgado, ojo avizor e iba muy bien vestido.
—Bueno, ¿qué es lo que quieres tú? —gruñí, echando hacia atrás el puño derecho.
—¡Eh, tranquilo! —jadeó, enseñándome las manos abiertas—. No quiero pelear. ¿He oído bien cuando has dicho que mañana te ibas a la misión Twilliger?
—Sí, ¿y qué? —pregunté, todavía afectado por el injustificado insulto que me habían dirigido.
—¿Has oído hablar de la misión Abercrombie? —preguntó.
—No —dije.
—Bueno, pues se encuentra el lado de la misión del doctor Twilliger, pero apartada de la carretera principal. Cada Navidad envío una caja de juguetes a la misión, para los niños, pero este año, aunque los he comprado, no tengo manera de hacérselos llegar. ¿Aceptarías encargarte de ello? No tendrías que apartarte de tu camino. Los hombres de la misión Abercrombie te esperarían en la carretera y se harían cargo de los juguetes.
—Con mucho gusto —dije, con una voz más tranquila—. Me voy mañana por la mañana, al alba. ¿Dónde están los juguetes?
—¿Conoces el templo abandonado llamado la Casa del Dragón, el que se encuentra a las afueras de la ciudad? —preguntó—. Tienes que pasar por delante. Al alba, haré que te lleven los juguetes hasta allí.
—Me detendré a recogerlos —prometí.
Luego, me llevé todos los juguetes que había comprado hasta el coche de Twilliger y los coloqué en su interior, igual que a Spike. Me dirigí hacia una calle tranquila y dormí en el coche. No quería arriesgarme a que me quitaran los juguetes o el vehículo. Antes de que amaneciera del todo, estaba totalmente helado, pero ya me he acostumbrado a esos rigores. Al amanecer ya estábamos de viaje.
Me detuve junto al templo en ruinas, y el tipo con el que había hablado la tarde anterior me estaba esperando acompañado por otro hombre, un grandullón que tenía todo el aspecto de ser un capitán de navío. Era un griego, o algo parecido. Tenían una caja muy semejante a la mía, pero que parecía mucho más pesada, visto el modo en que la levantaron y la llevaron hasta mi coche. Les dije que la colocaran en el lado derecho, porque la mía estaba en el izquierdo.
—A pocas millas de la misión Twilliger —me dijo el tipo bien vestido— hay un lugar donde la ruta se bifurca... verás allí un viejo ídolo de piedra. Detente y agita este trapo —me dio un trozo de tela roja—... será la señal para los hombres de la misión Abercrombie. En cuanto hagas la señal, aparecerán. ¿Tienes revólver? Hay bandidos en las colinas.
—No —dije—. No necesito revólver. Todavía no he encontrado un hombre al que no pueda vencer con los puños desnudos.
—Entonces, bon voyage —dijeron.
—Bum voyage a vosotros también —les contesté cortésmente, para demostrarles que también yo hablaba idiomas.
Me marché, dejándoles cerca de las ruinas del templo iluminadas por las primeras luces del alba. Les miré por el retrovisor, pero no tardé en perderles de vista, porque el viento levantaba unas nubes de polvo que casi me cegaron.
Había recorrido menos de una milla cuando vi un destacamento de soldados, armados con fusiles; estaban en medio de la carretera. Un oficial, con casco y uniforme muy monos levantó la mano y me hizo señas para que me detuviera. Obedecí con cierta impaciencia, y saltó al estribo... Era un joven gomoso, natural de Cantón, por su acento, que había estudiado en Yale o algún sitio parecido.
—¿Qué transporta usted? —preguntó, dando una palmada en la caja de los juguetes.
Spike le miró fijamente y empezó a gruñir; le dije:
—¡Basta! Si rompe los juguetes, le rompo la cara. Los llevo a una misión en las colinas. Soy Papá Noel.
Me lanzó una mirada cargada de sorpresa, ante lo que añadí:
—Bueno, abra la caja si no me cree. Pero hágalo ya, que tengo prisa.
Lo hizo, y pareció muy sorprendido cuando vio lo que contenía la caja.
—Quería estar seguro de que no transportaba objetos de contrabando —dijo en un inglés mejor que el mío—. Hay mucho matute en estos tiempos, especialmente armas y municiones importadas de Europa, que son enviadas a través de las colinas de un modo u otro. No me molestaré en abrir la otra caja. Puede seguir.
—¡Me gustaría saber quién iba a impedírmelo! —repliqué mordaz.
La gente dice que siempre ando buscando pelea. Es inexacto. Simplemente exijo el respeto debido, y es un modo de herir mi sensibilidad que se sospeche de mí que soy un contrabandista o cualquier cosa parecida. Me marché de muy mal humor. Poco después, llegué a campo abierto y empezó el infierno.
Comprendí casi en un momento por qué el coche del doctor Twilliger parecía un pecio arrojado a la orilla por el mar. Nunca había visto antes caminos tan terribles. De hecho, ni siquiera eran dignos de ese nombre... evidentemente habían sido abiertos para burros, no para hombres y automóviles. Además, las carretas chinas, con esas ruedas tan estrechas, dejan los caminos que da pena verlos.
Por fortuna, los amortiguadores del coche parecían a toda prueba. Éramos sacudidos y traqueteados de un modo increíble; ¡con cada bache esperaba que el trasto se fuera al suelo hecho pedazos! Golpeábamos en montículos y el impacto me lanzaba hacia delante por encima del volante, o caíamos en las rodadas con la impresión de que la columna vertebral se me iba a salir por el cráneo. Spike se cayó del coche en siete ocasiones, y una vez le pasé por encima antes de poder detener aquel maldito aparato. Estuve convencido de que lo había aplastado, pero Spike era como de hierro y salió del trance sin un rasguño.
En las diez primeras millas gasté todo mi vocabulario, ¡y era largo! ¡Y eso que debía hacer de Papá Noel! Finalmente, la ruta empezó a subir serpenteando hacia las colinas... y si digo serpenteando quiero decir precisamente eso. El cacharro daba saltos y bandazos, brincaba y traqueteaba y, en un momento dado, cayó de costado y las cajas rodaron por la carretera. Me pregunté si se habrían destrozado todos los juguetes. Si tal era el caso, no podía hacer nada. Hice algunos nudos suplementarios en las cuerdas que rodeaban las dos cajas y las volví a colocar en la parte trasera del vehículo; luego, enderecé el propio coche, a costa de un terrible esfuerzo, y volvimos a ponernos en marcha. Conducir prudentemente no servía de nada, así que rodé a toda velocidad, ¡y saltamos por encima de los barrancos y cruzamos crestas como si nos siguiera el diablo!
Era una región montañosa árida y desolada, con algunas ruinas dispersas que indicaban el antiguo emplazamiento de pueblos que los bandoleros habían incendiado. Más abajo, en el fondo de los valles, vi de vez en cuando aldeas habitadas, pero el camino no pasaba cerca de ellas.
El sol no estaba muy alto en el cielo cuando llegué a la vista del ídolo, en el cruce que me habían indicado. Me detuve y miré a mi alrededor, pero no vi a nadie. Toque el claxon vigorosamente y agité el trapo rojo. Surgieron cinco chinos que no se parecían a ninguno que hubiera visto antes. Estaban escondidos en un barranco a un lado de la carretera. Todos eran muy altos, de aspecto duro y patibulario; vestían harapos y llevaban cartucheras cuajadas de revólveres y puñales. Empuñaban fusiles.
—No corréis riesgos con los bandidos, ¿eh? —dije amablemente.
Me miraron de un modo bastante extraño, con los ojos entornados, y Spike empezó a gruñir. Se le erizó el pelo del cuello, e hizo ademán de saltar del coche para recoger algunos ejemplares de piel humana. Le pedí que estuviera tranquilo.
—¿Dónde está? —preguntó uno de los harapientos con voz gutural.
Señalé con el dedo la parte posterior del coche.
—La caja de la derecha —dije—. La otra es mía.
La recogieron y la sacaron del coche, y les dije:
—¡Suerte y feliz Navidad!
Gruñeron algo y me marché, pensando que si todos los chinos de la misión eran tan rudos como aquellos pájaros, no tenían nada que temer ni de los bandidos ni de ninguna otra cosa.
Justo antes de la caída de la noche llegué a un ancho valle, y vi una aldea situada en la vertiente opuesta, así como un puñado de edificios rodeados por un alto muro, más cerca de mí, y comprendí que debía ser la misión. La noche había caído cuando me detuve ante una puertecita a espaldas de la misión. En su interior vi algunas luces y oí unas voces que cantaban; eran canciones cristianas, pero voces chinas, lo que producía un efecto bastante extraño.
Twilliger me esperaba, como habíamos convenido, y tenía un paquete debajo del brazo.
—¡Amigo mío! —exclamó dándome la mano—. Llega justo a tiempo. Los niños ya están cantando villancicos y esperan con impaciencia la llegada de Papá Noel. ¡Póngase el traje, deprisa!
Deshizo el paquete y sacó un disfraz completo de Papá Noel: traje rojo, cinturón y botas negras, gorro rojo, barba y bigotes blancos, ¡todo el lote! La ropa estaba un poco apolillada y deslucida, y me apretaba un poco en los hombros y le sobraba algo de tela en la cintura, pero conseguí meterme en él. Unos instantes más tarde, anuncié que estaba dispuesto a debutar como Papá Noel.
Twilliger estaba tan contento que no paraba de bailar; sólo se detenía para frotarse las manos y decir:
—¡Perfecto! ¡Perfecto! —dándome palmaditas en la espalda.
Me apuntalé la caja en el hombro —curiosamente, me pareció mucho más pesada que cuando la subí al coche— y nos fuimos. Atravesamos un patio y alcanzamos un edificio largo y bajo, del que provenían las canciones, y luego atravesamos un pasillo. Twilliger abrió una puerta, apartó una cortina y me hizo entrar de un modo muy teatral en una gran habitación llena de chinos de todas las edades y sexos. No se parecían a los chinos de la otra misión.
Gritaron una frase de bienvenida cuando me vieron, algo que los misioneros debieron enseñarles y que sonaba algo así como:
—¡Papá Noel, venido del Cielo!
Dieron palmas. Las sonrisas de aquellos mocosos cuando vieron la caja me recompensaron ampliamente por todas las fatigas de aquel trabajo infernal. Y el viejo Twilliger también sonreía de oreja a oreja, demostrando que, también él, era capaz de hacerlo.
—¡Niños —anunció—, aquí está Papá Noel! ¡Avanzad cuando oigáis vuestro nombre y Papá Noel en persona os hará entrega de vuestros regalos!
Todos aplaudieron alegremente, a la americana. Yo resplandecía con mi barba y bigotes y abombaba el poderoso pecho. Luego, grité con voz estentórea:
—¡Ohé, marineros, preparados para la maniobra mientras el viejo Papá Noel reparte un poco de pudding de Navidad!
Dejé la caja en el suelo. Corté las cuerdas que la rodeaban, metí dentro mi enorme mano y saqué lo primero que encontré.
—¿Para quién es esto, Ebenezer? —susurré.
Me quedé inmóvil. Lo que tenía en la mano no era un juguete, sino un pequeño paquete oblongo envuelto en tela encerada.
—¿Qué es esto? —le pregunté a todo el mundo.
Twilliger tomó el paquete y lo abrió febrilmente.
—¡Esto es una broma de mal gusto! —aulló.
Sujetaba en la mano una caja de cartón llena de cartuchos. Paralizado por el estupor, no dije palabra. Luego…
Todo ocurrió tan rápidamente que conservo de ello un recuerdo confuso. Un segundo antes, la habitación estaba silenciosa, los chinos estiraban el cuello con expresión intrigada, yo y Ebenezer mirábamos fijamente la caja que sujetaba el buen doctor, Spike olisqueaba y gruñía en sordina... de hecho, era aquel el único ruido que podía escucharse. Al segundo siguiente, el infierno se desató. Se produjo un increíble jaleo, disparos y gritos, puertas derribadas, mujeres aullando. El ruido provenía de fuera pero, con todo aquel estrépito, los presentes en el salón parecieron enloquecer. Hombres, mujeres y niños corrieron en todas direcciones. Alguien se me echó encima con la cabeza por delante y caí cuan largo era. Los bigotes se deslizaron sobre mis ojos, y no pude ver nada. Me los volví a colocar en su sitio y me levanté de un salto. ¡Era como un manicomio! Todo el mundo se empujaba y tropezaba, gritando y retorciéndose las manos de desesperación.
—¿Qué pasa? —jadeé—. ¿No les gustan los regalos?
—¡Nos están atacando! —aulló Twilliger apretando con el hombro la puerta que se combaba—. ¡Los forajidos de Kwang Tzu! ¡Han invadido la misión! ¡Estamos perdidos! ¡Huid... los niños... sáquelos por la puerta trasera!
Salté para echarle una mano —o, más bien, un hombro— contra los chinos que empujaban por el otro lado, pero justo en aquel momento la puerta voló en pedazos bajo el impacto de las culatas. Twilliger saltó hacia atrás al mismo tiempo que un grupo de tipos de aspecto feroz irrumpía en la habitación. Lanzó un gemido desesperado, apretó los dientes y se arrojó contra ellos en medio de un revoloteo de los faldones de su sotana y agitando los brazos como si fuera un molino de viento. Escuché un aullido que me dijo que las mandíbulas de acero de Spike estaban trabajando y conseguí salir de mi sopor y me lancé contra nuestros adversarios con un rugido.
Los chinos no saben encajar, ni siquiera los bandidos. Con cada impacto de mis puños de acero, sentía que se rompían dientes, se resquebrajaban costillas y se rompían mandíbulas. Los machaqué con golpes y patadas, pero no dejaban de llegar. Vi a Twilliger sucumbir bajo sus asaltantes, y vi a Spike, con las mandíbulas chorreando sangre, rodar por tierra cuando un energúmeno le asestó un feroz culatazo sobre el cráneo. Con un gruñido de furor, me lancé contra él, abriéndome paso a través de la nube de cuerpos que mordían, sacudían y querían golpearme. Estaba tan ciego de rabia que fallé mi primer golpe y casi se me sale el hombro. El tuerto contra el que luchaba me sujetó por la barba y blandió el puñal, pero la barba se soltó y se la quedó en la mano. Lanzó un grito de sorpresa y se olvidó de golpearme. Yo aproveché la ocasión para darle un mamporro que le fracturó la mandíbula por tres sitios. Un instante más tarde, una matraca se aplastaba contra mi cráneo y caí de rodillas. Un verdadero chaparrón de culatazos me llovió encima. Y llegó la oscuridad total.
Cuando volví en mí, me estaban sacudiendo con rudeza y me di cuenta de que estaba atado sobre la silla de uno de esos caballos enanos de las colinas. Había alguien más atado en el mismo poney. Aquella posición era muy poco confortable, pero tenía otras preocupaciones, entre ellas un terrible dolor de cabeza. Estaba muy oscuro, pero pude darme cuenta de que estaba rodeado por hombres montados a caballo. Gemí y solté una retahíla de maldiciones en chino, y alguien dijo:
—No es el momento de blasfemar en vano, hijo mío.
—¿Es usted, doctor Twilliger? —pregunté—. Tengo la impresión de que....
—Tenemos muchos problemas, es verdad —respondió—. Nuestra posición actual a lomos de este poney de las colinas carece de dignidad, lo reconozco, pero los caminos del Señor son impenetrables. Debemos dar muestra de una resignación filosófica.
—Ya le enseñaré yo resignación a alguien... y le daré algo de su propia medicina —rugí, pataleando y tirando de las cuerdas que me ataban cruelmente las muñecas y los tobillos—. ¿Qué es lo que ha pasado?
—La misión fue atacada por los forajidos de Kwang Tzu, como tantas veces nos amenazó ese canalla —respondió Twilliger—. Cayeron sobre nosotros en plena celebración. Me mostré negligente, pues nadie vigilaba... pero los hombres que tenían que hacerlo me suplicaron que les dejara presenciar la entrega de regalos...
—¡Spike! —exclamé súbitamente—. ¡Esos malditos canallas lo han matado! ¡Si les cojo...!
—¡Chitón! —dijo Twilliger en voz baja—. Sólo lo han noqueado. Cuando se nos llevaban, vi que abría los ojos.
—¡Bien! —dije, lanzando un profundo suspiro de alivio—. Si consigue volver a Peiping estará a salvo... pero apuesto lo que sea a que está siguiendo nuestra pista en estos momentos. ¿Han incendiado la misión?
—¡No, gracias al cielo! Además, no han hecho ni un solo prisionero. Todos mis protegidos han huido aprovechando la oscuridad mientras nosotros combatíamos con los bandidos. Habrán difundido la noticia del ataque y pronto enviarán soldados a liberarnos. Los forajidos lo han entendido y se marcharon de la misión a toda velocidad. Pero a nosotros dos los soldados no nos serán de mucha ayuda, amigo mío, porque nunca han dado con la guarida de los bandoleros. Sin embargo, hemos evitado la matanza y captura de todos esos pobres indefensos. ¡Ha luchado usted magníficamente, amigo!
—Ya —rumié sombrío—, pero ha valido de muy poco. Me avergüenza que me hayan noqueado tan fácilmente, con un simple golpe en la cabeza.
—¿Cómo dice? ¡Bondad divina! —exclamó Twilliger—. ¡Es un milagro que siga con vida! ¡Debe tener un cráneo de piedra!
En aquel momento, un guardián se acercó con su caballo a nosotros y me dio una patada en las costillas, gruñendo algo, y comprendí que me ordenaba que me callara. Empecé a hacerle una detallada descripción de sus antepasados, pero Twilliger me rogó que me calmara, así que observé un silencio melancólico, como diría el poeta.
Apoyado sobre el vientre, con la cabeza colgando, no veía muy bien la clase de región que atravesábamos, pero el paisaje parecía bastante salvaje, una ruta que se movía entre barrancos y peñascos. No dejábamos de subir y de bajar, tanto que acabé por marearme con el serpenteante sendero por el que dábamos giros y más giros hasta que empecé a pensar que aquellos malditos bandidos se habían perdido; esperé que fuera el caso y consideré la idea de que se murieran de hambre, aunque yo debiera morir con ellos.
Pero, pasados unos momentos, bajamos por un barranco flanqueado por abruptas paredes y llegamos a un terreno liso y, volviendo la cabeza hacia un lado, pude ver algo de luz. Nos soltaron a Ebenezer y a mí y nos arrojaron al suelo brutalmente. Vi que nos encontrábamos ante una gruta y que estábamos rodeados de acantilados escarpados por todas partes. El suelo descendía suavemente hacia la pendiente por la que habíamos bajado, cien metros más allá. Podíamos verlo todo a la luz de las antorchas que sujetaban algunos hombres. La entrada de la cueva era ancha y habían alzado un muro de piedra de lado a lado de la misma, con troneras y una puerta de madera de doble hoja. Era un verdadero fortín. De un vistazo, me di cuenta de que un número reducido de hombres, con abundancia de municiones, podía rechazar a todo un ejército. La única vía de acceso a la gruta era el barranco, y una vez salidos de él, los atacantes debían atravesar un terreno al descubierto donde era imposible encontrar refugio.
Nos obligaron a levantarnos a culatazos, pero estábamos tan anquilosados que apenas podíamos movernos, aunque nos arrastraron hasta el portón y, luego, al interior de la gruta. A la luz de las antorchas vi que los forajidos serían unos cincuenta, y que había una ametralladora situada junto a la puerta. La gruta se extendía unos cincuenta pasos y, después, había una gran cortina de cuero, como la entrada de una tienda, y nos empujaron por la abertura.
Nos encontramos en un lugar decorado como si fuera el palacio de un mandarín o de alguien igual de importante. Aquella sala interior era inmensa, aunque de techo bastante bajo. Las paredes estaban adornadas con tapices y blandas alfombras cubrían el suelo rocoso. Linternas de colores colgaban de la bóveda y había un gran Buda de bronce ante el que ardían bastones de incienso, y un brasero encendido. El humo salía por un agujero practicado en el techo.
En un estrado de madera tapizado de pieles se encontraba un chino muy fuerte. Comprendí en el acto que era Kwang Tzu, ¡el terror de las colinas! Llevaba ropas de seda ricamente bordadas y una pistola con la culata incrustada de perlas asomaba de su cinturón.
—¡Vaya, vaya! —dijo, como si fuera una serpiente—. ¡Si es el perro misionero!
—Pagarás por tus maldades, Kwang Tzu —dijo Twilliger con voz firme.
—Serás tú quien pague las consecuencias —replicó Kwang Tzu fríamente—. Me desafiaste en el pasado; por eso mis hombres te han traído hasta aquí en lugar de matarte en el acto como a un perro. Tu muerte será lenta y muy divertida. Atadles, y que mediten sobre su cercano fin mientras termino de comer.
En un instante nos vimos atados y sujetos a unos postes clavados en el suelo, cerca de la pared, y Kwang Tzu siguió comiendo tranquilamente su cerdo confitado y bebiendo kaoliang. Twilliger y yo intercambiamos miradas. Su levita estaba hecha jirones, tenía un ojo a la funerala y el pantalón desgarrado. Por mi parte, no debía tener muy buen aspecto, con los cabellos manchados de sangre y el traje rojo de Papá Noel roto por los hombros.
—¡Ay! ¡Y que haya tenido que ser yo el que le haya puesto en esta situación! —suspiró.
—¡No se lo tome así, Ebenezer! —dije—. Me he divertido mucho. De todos modos, la partida todavía no ha terminado. Espere un poco a que quede libre —¡sigo trabajando con las cuerdas!— y le estropearé la fiesta a ese canalla de Kwang Tzu. ¿Eh, y esos soldados de los que me habló antes?
—Nunca conseguirán seguir nuestra pista hasta aquí —respondió Twilliger—. El lugar donde se ocultan los bandidos tras sus incursiones es un misterio. Sin embargo, antes de morir me gustaría saber una cosa: ¿cómo llegaron esos cartuchos a la caja de los juguetes?
—Bah —dije a regañadientes—, unos tipos me pidieron que llevase una caja a la misión Abercrombie...
—¿Abercrombie? —se extrañó Twilliger—. ¡No hay ninguna misión con ese nombre en esta región!
—Ya lo sé... ahora —dije con cierta amargura—. De hecho, esos tipos eran traficantes de armas, y me engatusaron para que transportara sus municiones. Me esperaban unos chinos en las colinas, y las cajas se me cayeron en el camino; cuando las volví a colocar en el asiento trasero, me equivoqué al colocarlas. ¿Qué fue de la caja que traje a la misión?
—Justo antes de que los bandidos aparecieran —dijo—, la empujé con el pie dentro de un armario y lo cerré con llave. No quería que cayese en sus manos.
Hablábamos en voz baja. En aquel instante, Kwang Tzu dio la orden de que nos hicieran callar; le obedecieron con alegría, golpeándonos en la boca con las culatas. Debimos estar atados a los postes más de una hora, mientras aquel demonio amarillo y grasiento se atiborraba y nos lanzaba crueles miradas. Yo tensaba y aflojaba los músculos, tirando de las ataduras, y pronto sentí que las cuerdas que apretaban mi pierna derecha empezaban a aflojarse y a caer. Kwang Tzu se limpió los dedos, sonrió dulcemente y declaró:
—Ahora, amigos míos, vamos a terminar la fiestecita de la tarde... ¿Qué pasa ahora?
Fuera se escuchaba un fragor de cascos de caballerías, una nutrida descarga de fusilería y algunos aullidos. Un forajido apareció en la sala interior corriendo como un gato que cruza un fuego. Kwang Tzu se levantó de un salto y gritó algo en chino. Empezaba a amanecer —veía el cielo por una grieta en el techo—, y el jaleo aumentó. Las balas silbaban y se aplastaban contra el muro que protegía la entrada de la gruta.
Kwang Tzu escupió en nuestra dirección.
—¡Perros! —siseó cuando pasó a nuestro lado—. ¡No sé cómo, pero los soldados han encontrado mi guarida! ¡Cuando haya terminado con ellos, me ocuparé de vosotros! ¡Locos, os haré quemar vivos!
Con aquella alegre promesa, desapareció por la abertura de la tienda de cuero y los guardias le siguieron, dejándonos solos a Twilliger y a mí.
—¡Escuche! —gritó Ebenezer, tirando de sus cuerdas muy excitado. Fuera, el infernal estrépito no paraba: un concierto de detonaciones, aullidos y maldiciones en chino—. Por los gritos, han rechazado a los soldados y éstos están disparando desde el barranco donde se han replegado. Kwang Tzu tiene la situación en sus manos. Los soldados no pueden tomar la gruta al asalto, porque les aniquilaría el fuego de la ametralladora y los fusiles, y no pueden sacar a los bandidos de su refugio. Kwang Tzu tiene comida y agua en la cueva, pero en esas áridas colinas no hay nada que los soldados puedan comer. Deben vencer ahora mismo o retirarse. ¡Están muy lejos de su base!
Las descargas amainaron un poco, y escuchamos los aullidos de los hombres tanto en la gruta como en el barranco. Luego se abrió la puerta y Kwang Tzu apareció empuñando un puñal. Su rostro era una máscara amarilla llena de odio.
—¡Perros! —gañó—. ¡Me habéis traído mala suerte! Esos malditos soldados nos tienen rodeados y apenas nos quedan municiones. Me han traicionado: los hombres a los que envié a buscar las municiones no han vuelto. Cuando los soldados comprendan que no nos quedan balas, atacarán y nos capturarán a todos.
—El mal que hace el pecador siempre acaba por caerle encima —declaró Ebenezer con evidente satisfacción.
Kwang Tzu le escupió al rostro.
—¡Pero vosotros dos no presenciaréis mi caída! —gruñó—. ¡Voy a cortaros la garganta!
Se lanzó sobre nosotros. Yo liberé el pie y le golpeé violentamente en el vientre. Se fue hacia atrás y cayó de espaldas, retorciéndose y gimiendo de dolor... luego se quedó inmóvil en el suelo, con las manos en el estómago, la boca abierta y los ojos fijos en la grieta del techo. Una cara amarilla se podía ver por la abertura. Y reconocí el rostro: era el de uno de los hombres que habían recogido la caja en el cruce de caminos donde estaba el ídolo de piedra.
Kwang Tzu se puso en pie, olvidándose por completo de nosotros. Farfulló algo incomprensible y lanzó un alarido de alegría. Por la grieta, y fijada a una cuerda, apareció la caja tal y como yo la había entregado; bajaba lentamente hacia nosotros.
Aún no había llegado al suelo cuando alguien lanzó un grito estridente por encima de nosotros y soltó la cuerda. La caja se estrelló sobre las alfombras. Se escuchó jaleo por encima de nuestras cabezas, aullidos y juramentos, y un ruido característico, ¡cómo si estuvieran haciendo jirones prendas de vestir! Pero Kwang Tzu no prestaba atención. Bailaba de alegría y nos gritaba:
—Perros, ¿sabéis lo que es esto? ¡Las municiones que me prometieron mis agentes! Mis fieles servidores han tardado en traerme esta caja —en el camino, se entretuvieron en robar a algunos viajeros—, pero han evitado a los soldados pasando por las colinas. ¡Ahora puedo exterminar a mis enemigos! Como los soldados ignoran que tengo una ametralladora, vamos a obligarles a atacar la entrada de la cueva y les aniquilaremos. No escapará ni uno solo.
Cortó las cuerdas que envolvían la caja, levantó la tapa a toda prisa y volcó el arcón... ¡del que cayó una lluvia de muñecas, cometas y trenes de latón!
Por un instante creí que iba a caerse muerto allí mismo. Luego, emitió un gañido estridente que hizo enmudecer los sonidos del exterior. Aprovechando aquella súbita calma, eché la cabeza hacia atrás y bramé tan fuerte que se me debió escuchar a una milla de distancia:
—¡ATACAD, MUCHACHOS! ¡NO TIENEN MUNICIONES!
Un montón de cosas pasaron al mismo tiempo. Los soldados me escucharon, creyeron lo que les decía y salieron del barranco cargando y aullando como pieles rojas. Kwang Tzu lanzó un chillido, sacó el revólver, disparó contra mí, falló —loco de rabia— y, acto seguido, deslizándose por la grieta, apareció algo blanco y compacto que cayó en plena espalda de aquel canalla. Kwang Tzu croó una vez mientras caía al suelo, pero luego las mandíbulas de Spike se cerraron sobre su yugular y fue el fin del jefe de los bandoleros.
En la entrada de la gruta se escuchaba un buen jaleo, aullidos, juramentos, y el sonido apagado de las culatas golpeando los cráneos de los bandidos que, al menos los supervivientes, irrumpieron en la sala interior con los soldados siguiendo sus pasos. Se detuvieron en seco cuando vieron la Spike sentado sobre la espalda de su víctima. Arrojaron los puñales al suelo y alzaron las manos precipitadamente. Los soldados se les echaron encima y el oficial al mando se acercó a nosotros y nos saludó; luego, les ordenó a sus hombres que nos soltaran. Miró a Spike, que me lamía la cara y movía el poco rabo que le quedaba y pronunció algún proverbio chino que no pude entender.
—¡Tenemos una gran deuda con usted! —le dijo Ebenezer—. Le debemos la vida. Pero no entiendo cómo pudieron llegar tan pronto, ¡ni siquiera cómo han dado con nosotros!
—Nos informaron de que estos bandidos iban a recibir una caja de municiones —respondió el joven oficial—. Peinamos las colinas con la esperanza de encontrar a los traficantes y a los bandidos en una misma operación. Nos encontrábamos a pocas millas de la misión cuando ésta fue atacada. Al llegar, los bandidos ya se habían ido unos minutos antes. Nos quedamos perdidos, pues no sabíamos en qué dirección habían ido y, además, en la oscuridad, no podíamos encontrar su rastro. Afortunadamente, este perro, que parecía recuperarse de un golpe recibido en la cabeza, empezó a olisquear por todas partes hasta que, al fin, echó a correr hacia las colinas. Recordé que en Estados Unidos se les utiliza para encontrar la pista de los criminales huidos, y le seguimos. Nos ha traído hasta aquí sin dudarlo, pero cuando empezó la batalla, desapareció...
—Buscaba un medio de llegar hasta mí —rezongué, acariciándole el muñón de una oreja mientras Spike no dejaba de hacer muecas, como si fuera un dragón con las fauces ensangrentadas—. Al parecer, trepó por la falda de las colinas y sorprendió a estos canallas mientras bajaban con una cuerda la caja que creían llena de municiones. Les puso en fuga y bajó por la grieta para caer sobre la espalda de Kwang Tzu. ¡Si yo tuviera tanto cerebro como Spike haríamos maravillas!
—¿Qué va a hacer usted ahora? —me preguntó Twilliger al ver que me dirigía hacia la caja caída en el suelo.
—Voy a recuperar todos estos juguetes —dije—. Mi traje de Papá Noel está hecho jirones, pero esos niños tendrán sus juguetes. ¡Créame! ¡Hace falta algo más que una pandilla de ladrones para aguar un día de Navidad, sobre todo cuando Dennis Dorgan es el que hace de Papá Noel, mil demonios!