Aquella noche, en el Peaceful Haven Fight Club, cuando el árbitro levantó la mano de Kid Harrigan, y la mía de paso, al acabar el combate, declarando que había sido un enfrentamiento nulo, lo mismo habría podido golpearme la cabeza con la barra de un cabrestante. Tenía la sensación de haber ganado a los puntos, y de largo. En el décimo asalto, maltraté y paseé por el ring a un Kid totalmente groggy, y yo no soy hombre que se deje arrebatar una victoria con impunidad. Sin embargo, si lo hubiera pensado un momento, no le habría dado un mamporro al árbitro. Pero soy un hombre impulsivo. El árbitro efectuó un corto vuelo y aterrizó en las rodillas de los espectadores de la primera fila y, reconozco que fue algo impulsivo, le hice seguir a Harrigan el mismo camino. A todo esto le siguió un período bastante confuso en el que yo, cubos, patas de sillas, espectadores furiosos, policías y mi bulldog Spike estuvimos tan entrelazados que soltarnos fue como resolver un rompecabezas chino. Cuando finalmente pude salir de la comisaría, mi corazón estaba sumido en la amargura y el desánimo.
Entré en un bar y me instalé en un rincón. Mientras estábamos allí sentados, Spike y yo, aureolados por una grandeza solitaria, sorbiendo alcohol y meditando sombríamente sobre las injusticias del mundo, Bill Stark apareció en el local. Era fácil ver que Bill estaba de mal humor. Pidió una jarra de Schlitz y, como el barman no entendía lo que le pedía, repitió el pedido bajo la forma de un aullido sanguinario que consiguió que varios clientes se refugiaran debajo de las mesas. Abatió el puño en el mostrador con tanta fuerza que la madera se agrietó y, a continuación, lanzando miradas centelleantes a su alrededor, preguntó con voz alta y ruda si había alguien en la sala que tuviera alguna objeción en cuanto a su presencia. Los clientes se mantuvieron en un silencio pálido, luego me vio y se vino hacia mi mesa. Se sentó y empezó a beber cerveza en silencio, mirando de un modo siniestro. Finalmente, posó la jarra encima de la mesa, se limpió la boca con el dorso de la mano y declaró:
—¡El oficio se pierde! ¡Todo está podrido!
Me miró con ojos encendidos, como si esperase que le fuera a contradecir, pero yo estaba totalmente de acuerdo con aquella sentencia.
—Sí —dije amargamente—. Tienes toda la razón. ¿Sabes lo que me ha hecho esta misma noche el árbitro del Peaceful Haven?
Pero Bill sólo pensaba en sus propias miserias; era un boxeador de la vieja escuela, un «hombre de acero». Su estilo era lanzarse sobre su adversario y golpearle con los dos puños hasta tirarle a la lona. Era casi de mi estatura y tenía un cabello entre rubio y rojo cortado muy corto, un pelo que se le solía erizar de un modo belicoso. Su rostro, delgado y curtido, había perdido hacía ya mucho tiempo la poca belleza que pudiera tener a fuerza de encajar golpes. Era sólido como una roca y tan difícil de romper como un yunque. De momento, tenía, como de costumbre, un ojo a la funerala y numerosos moratones en la cara, lo que daba un aspecto aún más fiero.
—¡Mírame! —aulló, golpeando la mesa hasta que los vasos bailaron en el mostrador—. He sido objeto de una venganza personal. Esta noche me he enfrentado a ese patán de «One-punch» Driscoll en el Pleasure Hall. ¡«One-punch», ja! Yo era la piedra miliar del boxeo internacional cuando él llevaba pantalones cortos. Encajé todo lo que mandó durante seis asaltos, y en el séptimo le derribé de un gancho de izquierda a la altura de la cintura. ¿Y qué pasó?¿Qué pasó? —bramó, con espuma en los labios.
—¿Cómo voy a saberlo? —repliqué irritado—. Yo mismo estaba en otro combate, así que...
—¡Te diré lo que pasó! —rugió—. ¡Ese árbitro malnacido declaró que había sido un golpe bajo! ¡Me descalificó, a mí, que nunca le he dado un golpe malintencionado a nadie en toda mi vida! ¡No era un golpe bajo! Le alcancé a la altura de la cinturilla...
—En estos días todos los árbitros son ciegos, sordos y estúpidos —dije—. Está noche uno de ellos me ha jugado una buena en el Peaceful Haven.
—Quisiera colgar los guantes —comentó alicaído.
—Yo también —respondí.
—Decidido, lo dejo —siguió, seducido al parecer por aquella idea—. Me ganaré la vida de otro modo.
—¿Cuál?
Simplemente era curiosidad, no pretendía ser sarcàstico. Pero Bill estaba tan furioso que interpretó mal mi pregunta.
—¡Soy perfectamente capaz! —rugió, mirándome iracundo—. ¡Tengo cabeza! No sólo puedo machacar cráneos para ganarme el pan. No soy como tú.
—¿Qué quieres decir con eso? —exclamé, indignado—. Soy capaz de ganarme el sustento fuera del ring tanto como tú.
—Sí —se burló—. A bordo de un navio mercante. Has surcado los mares y peleado toda tu vida. No tienes coco para hacer nada más.
—¿Eso crees? —rugí—. Vale, escucha esta buena noticia: cuelgo los guantes, esta misma noche, y renunció también al mar.
—¡Bah! —resopló—. Serías incapaz de permanecer seis meses en tierra sin boxear para ganar algo que llevarte a la boca.
—¿De verdad? —exclamé, loco de rabia. ¡Bien, en mi bolsillo tengo cien dólares que dicen que puedo arreglármelas tan bien como tú!
—¡Acepto la apuesta! —aulló, sacando un fajo de billetes—. Le confiaremos el dinero a Joe. ¡Eh, Joe, acércate!
El barman se apresuró a obedecer, limpiándose las manos en el delantal. Le explicamos el asunto en dos palabras y le dimos cien dólares cada uno.
—Por lo que he entendido —dijo, doblando los billetes y metiéndoselos en el bolsillo—, si uno de vosotros sube a un ring de aquí a seis meses, el otro se quedará con todo el dinero.
—¡Exactamente! —ladró Bill—, Y lo mismo: si Dennis embarca antes de ese tiempo, ganaré la apuesta y me quedaré con el botín.
Con estas palabras, tomamos otra copa para cerrar el trato.
—Estoy contento —declaró Bill—, porque así te librarás del polvo del ring de los zapatos. Pese a todos tus defectos, eres demasiado buen tipo como para perder tus mejores años en los actuales momentos del boxeo, dominados por víboras y serpientes, y me refiero a los árbitros. ¡Oye, hagámonos socios! Con mi cerebro y tus músculos triunfaríamos fácilmente.
—¡Chócala! —dije—. No abandonaremos, y nos dejaremos seducir por las lenguas viperinas de los organizadores de combates. Además de lo fijado en la apuesta, nos comprometemos solemnemente a renunciar al boxeo para siempre. ¿De acuerdo?
Nos estrechamos la mano y pedimos otra ronda.
—¿Cuál será nuestro capital? —se informó Bill.
Hice inventarío de lo que llevaba en los bolsillos y me di cuenta de que la apuesta de cien dólares casi me había limpiado. Me quedaba por todo quedar un dólar y sesenta y cinco centavos. Bill tenía cinco dólares.
—Tenemos que buscar trabajo —declaró, tomando un periódico y abriéndolo ante sí.
Necesitó menos de un minuto para recorrer completa la sección de ofertas de trabajo; al fin, dijo:
—¡Eh, Dennis! Aquí hay un trabajo que nos viene que ni pintado.
Miré por encima de su hombro, en el lugar donde tenía clavado el dedo índice, y leí: «Se necesitan dos hombres fuertes y robustos, que sepan guardar un secreto y efectuar trabajos penosos; buena paga, con la posibilidad de ganar una inmensa fortuna». Seguía una dirección.
—Esa indicación de «trabajos penosos» no encaja muy bien con la idea que tengo sobre mi dignidad —declaró Bill—. Pero todo tiene un principio, y no tenemos elección. Voy a buscar un cuartucho para que pasemos la noche; mañana por la mañana, a primera hora, iremos a la dirección indicada y nos haremos cargo de ese trabajo. Dennis —dijo, lleno de entusiasmo—, te apuesto lo que quieras a que nos forramos. Empezaremos por abajo y a pequeña escala, pero no tardaremos en subir por la escalera del triunfo y la fortuna, y cuando tengamos suficiente dinero, montaremos un negocio honesto y próspero: carreras de caballos o un buen bar. Créeme, llevaremos anillos de diamantes en los dedos y...
Seguía llenándome los oídos con sus milagrosas ideas cuando me dormí, y me sacó de la cama antes de que amaneciera al día siguiente, para irnos a solicitar el empleo.
En la dirección indicada nos encontramos con un edificio en muy mal estado, situado en un barrio bastante sórdido. Había un montón de casas abandonadas por los alrededores, y la barraca en cuestión parecía deshabitada. Llamamos a la puerta delantera y, como no obteníamos respuesta, dimos la vuelta por un estrecho callejón. Así llegamos a un patio interior, rodeado por todas partes por muros de ladrillo. La casa que buscábamos daba, por su parte trasera, a aquel patio. Media docena de tipos estaban esperando ante una puerta... unos haraganes altos y fornidos, de aspecto endurecido, que nos miraron de arriba abajo. Cuando se dieron cuenta de que no éramos del barrio nos estudiaron con recelo.
—¿Qué venís a hacer aquí, desgraciados? —preguntó el más fuerte de todos.
—Venimos a solicitar trabajo —respondió Bill, manteniendo la sangre fría de un modo notable.
—¡Vamos, largaos ahora que todavía podéis! —gruñó el duro de pelar, estirando la mandíbula—. El trabajo ya no está disponible, ¿entendido?
—¡Y tú, toma esto para que esperes mejor! —replicó Bill, lanzándole un gancho de izquierda al mentón.
El tipo cayó y los demás se lanzaron sobre nosotros lanzando aullidos de lobo. Evidentemente, ignoraban quiénes éramos. Durante algunos minutos hubo bastante jaleo en el patio, un jaleo puntuado con el impacto de nuestros puños en sus cráneos duros como piedras y las dentelladas de Spike cuando mordía las perneras de sus pantalones. Luego, como escribió el poeta, el tumulto y los sopapos terminaron, y tuvimos el patio para nosotros solos. Los lamentos de los duros de pelar se perdieron calle abajo, testigo viviente de la locura de los hombres... ¡media docena de individuos que habían atacado a Dennis Dorgan, a Bill Stark y a Spike!
—¡Menudo morro el de esos tipos! —sorbió Bill—. ¡Impedir que llegáramos a lo más alto! Llama a la puerta, Dennis.
Lo hice y, cuando se entreabrió ligeramente, una voz preguntó:
_¿Quiénes sois?
—Venimos a por el trabajo —respondí—. Leímos un anuncio en el periódico...
—¡Oh, sí; oh, sí! —dijo la voz—, ¡Entren!
La puerta se abrió del todo y vimos al hombre que había hablado.... un tipo alto y flaco, muy viejo, al parecer, con una chaqueta con faldones y un sombrero de copa muy lustroso.
—Soy el profesor Gallipoli Antipodes Jeppard —declaró—. Fui yo quien puso el anuncio en el diario.
—Yo soy Dennis Dorgan, y éste es Bill Stark —dije—. El perro es Spike.
Sacó del bolsillo un monóculo y estudio a Spike.
—¡Notable! —exclamó—. Una fealdad que ha llegado a tal punto... es casi belleza, me atrevería a decir. La perfección de la desgracia. Cave canem!
—E pluribus onion —respondió Bill.
—Basta ya de meterse con el perro —protesté—. Este caballero tiene educación. Bueno, ¿hablamos del trabajo?
—Naturalmente —dijo—. Claro. ¡Síganme!
La habitación en la que nos hallábamos olía a cerrado y no tenía ningún mueble. Nos precedió por un pasillo amueblado del mismo modo, y cuyo papel pintado colgaba medio arrancado, y descendimos por una escalera que conducía al sótano. Entraba algo de luz por un ventanuco de rotos cristales, y una espesa capa de polvo cubría el suelo y había telarañas por todas partes. Salvo aquello, no había nada más, salvo unas cuantas palas y picos bastante viejos.
—Me gustaría que abriesen un agujero en el suelo de esta habitación —dijo—. Un agujero circular, de un metro de diámetro.
—¿De qué profundidad? —quiso saber Bill.
—Eso depende —contestó el profesor—. Por el momento, soy incapaz de indicar con la menor precisión la profundidad exacta y requerida. Digamos que el agujero tiene que tener la profundidad suficiente para alcanzar el fin previsto.
—Bueno, vale —dijo Bill—. ¿Y la paga?
—Tres dólares cada treinta centímetros —respondió el profesor a toda prisa—. Se les pagará cuando el trabajo haya terminado.
—De acuerdo —replicó Bill, asiendo una pala y poniéndose manos a la obra—. Empezaremos ahora mismo.
El profesor se sentó en la escalera y nos observó sin decir nada. No era un trabajo fácil. Primero, había que limpiar el suelo, que estaba lleno de ladrillos y cubierto de cemento; al fin, cincuenta o sesenta centímetros más abajo, alcanzamos los cimientos de piedra de otra casa que se encontró en tiempos en el lugar que se hallaba la que ahora teníamos encima. Sudábamos y nos esforzábamos como bueyes, y a mediodía no habíamos avanzado mucho. Hicimos una pausa, nos fuimos a comer algo a un restaurante cercano y volvimos al tajo.
El profesor dijo que el número de hora necesarias para abrir aquel condenado agujero no serían problema para él. Nos afanamos, porque pagaría cuando el trabajo hubiese terminado, no al acabar el día. Cuanto antes acabásemos, antes nos pagarían. Sólo nos pidió que mantuviéramos en secreto el trabajo y que no hablásemos con nadie de lo que estábamos haciendo.
—Todo el mundo se quedará estupefacto cuando terminemos —dijo, frotándose las manos, largas y escuálidas—. ¡Los tres seremos famosos! ¡El mundo entero nos aclamará!
Aquello animó a Bill, que dijo que se quedaba a dormir allí mismo, en el sótano, para trabajar día y noche hasta que hubiéramos terminado; no le dije que no.
Pero cavar era un verdadero infierno en aquellos cimientos que parecían prolongarse indefinidamente; el lugar debió ser una especie de vertedero público, antes incluso de la construcción del primer edificio, pues el suelo estaba lleno de piedras, latas de conserva, trozos de vidrio y cosas parecidas. El profesor insistía para que el agujero fuese bien redondo y que midiera exactamente un metro de diámetro. De vez en cuando nos pedía que nos detuviéramos un momento para verificar que aquel era el diámetro exacto, lo que ralentizaba notablemente nuestro trabajo. Pero decía que era necesario, y que lo que estábamos haciendo representaría un gran avance para la ciencia y la humanidad en general.
Todos aquellos esfuerzos despertaron en mí un apetito voraz, y a la hora de cenar, por la noche, estábamos completamente agotados. Yo no sabía cuándo comía el profesor. La mayor parte del tiempo lo pasaba sentado en la escalera, mirándonos cavar, y dando vueltas alrededor del agujero. Tampoco sabía dónde dormía llegada la noche. Supongo que en alguna parte del piso superior. Sin embargo, yo no había visto mueble alguno en toda la casa. Era como si nadie hubiera vivido allí en mil años. Bill y yo dormíamos en la cueva, sobre un montón de andrajos que el profesor dispuso para nosotros, y era mejor que muchas otras camas en las que había dormido a lo largo de mi vida. Spike exterminó a todas las ratas, y como estábamos en verano, no podíamos quejarnos.
Cavamos todo el día, deteniéndonos sólo para tomar un bocado, y trabajamos a la luz de una vela hasta que estuvimos tan agotados que no podíamos dar una palada más. Nos tendimos en el suelo y dormimos hasta que amaneció; nos levantamos y volvimos a la faena.
Cuando nos despertamos para hacer frente a nuestro tercer día de trabajo, como estábamos al límite del agotamiento, empecé a mostrarme algo gruñón, porque ya tenía el estómago por los suelos, pero Bill declaró:
—El renombre y la fortuna no se obtienen sin esfuerzo. Quizá hoy el profesor decida que el agujero es lo bastante profundo. Podemos seguir un poco más sin comer nada.
Seguimos trabajando, pero a mediodía no podía más.
—Escuche —le dije al profesor, siempre sentado en su escalera, como de costumbre—. Como dijo Napoleón, un soldado no puede conseguir la victoria si tiene la tripa vacía. ¿Por qué no nos da un anticipo y nos compra algo de comer? Spike se ha puesto ciego de ratas, pero yo no soy ni un bulldog ni un chino, y debo comer regularmente si tengo que seguir cavando.
El profesor meditó un momento y luego declaró:
—Dejen que yo me ocupe de ese asunto, amigos míos. En mi ardor científico no me había percatado de los aspectos humanos de esta aventura. Iré a buscar algo de comer. Es verdad que, por el momento, mis recursos financieros son casi nulos, pero una mente superior está por encima de esas nimiedades.
Se largó y Bill dio unos cuantos picotazos más, reflexionando en lo que había dicho el profesor. No tardó en preguntarme:
—¿Ha querido decir que no tiene dinero?
—Al parecer, sí —rezongué, hincando el pico en un enorme bloque de cemento.
—¡Hummmmmm! —dijo Bill, y sus cabellos empezaron a erizarse.
Unos instantes después, el profesor estaba de vuelta. Depositó ante nosotros algunos artículos y declaró con un gesto magnánimo:
—¡Festejen y contenten al hombre interior, amigos míos!
Nos había traído una lata de espinacas y unas galletas saladas.
Mucha gente como Bill y como yo habíamos aprendido a no rechazar nada de lo que se ofreciera, y aceptábamos cualquier cosa. Nos tomamos unos canapés de espinacas con galletitas saladas. Luego, cuando volvíamos al trabajo, Bill preguntó:
—¿Creí entender que estaba usted arruinado?
—¡Ay, amigo mío, para expresarlo en el lenguaje del vulgum pecus —respondió el profesor—, estoy sin blanca!
—Y entonces —preguntó Bill, sujetando el pico por encima de la cabeza—, ¿cómo va a pagarnos?
—Eso, amigos —dijo el profesor asumiendo un aspecto misterioso—, es un asunto que se arreglará solo. No teman, amigos míos; cobrarán. Les doy mi palabra de honor. Cuando acaben su trabajo, ¡la riqueza y la fama caerán en su regazo tanto como en el mío! ¡El trabajo es duro, pero la recompensa será la adecuada, puedo asegurarlo!
Aquello animó a Bill, que se puso a cavar el maldito agujero con energías renovadas. Trabajamos como galeotos durante todo el día y, cuando llegó la hora de la cena, el profesor nos trajo algunas galletas saladas y más espinacas de bote. Alabó altamente aquellas guarrerías, me refiero a las espinacas, diciéndonos cuánto alimento energético contenían; tanto habló que sentí un deseo histérico de hundirle la susodicha lata en el gaznate. El agujero era ya tan profundo que debíamos emplear una escala para subir y bajar, y Bill y yo empezamos a discutir sobre aquel particular. Evidentemente, lo que íbamos a encontrar cuando acabáramos el agujero nos reportaría un montón de pasta. Yo estaba convencido de que estábamos abriendo un agujero hasta un yacimiento de oro cuya existencia, de un modo u otro, había llegado a oídos del profesor. Bill, por su parte, pensaba que el profesor había dado con un mapa que indicaba el emplazamiento exacto donde se hallaba enterrado un botín pirata. Ambos teníamos los nervios bastante alterados gracias a todas las espinacas que llevábamos comidas, y casi nos liamos a guantazos con aquellas discusiones.
Llegó el día siguiente y con él una nueva ración de espinacas de parte del profesor; lo mismo en la comida y en la cena. Habría dado las dos orejas por un mal filete y unas cebolletas fritas; cada vez que veía algo verde me ponía malo pensando en las espinacas.
Estábamos tan débiles por la falta de alimento que aquel día dejamos de trabajar poco antes del crepúsculo. Bill consideró que el agujero empezaba a parecer un pozo y estimó que el profesor nos debía ya un buen montón de dinero pero, visto el modo en que movía el pico de un lado para otro, me figuro que casi todo su entusiasmo era fingido.
Nos hallábamos tan agotados que nos dejamos caer sobre los jergones en cuanto abandonamos el trabajo. El profesor se había retirado al lugar —estuviera donde estuviese— donde pasaba la noche. Estaba atrozmente fatigado, pero tenía tanta hambre que no conseguía conciliar el sueño. Además, sabía que, cuando me durmiera, sería para soñar con montones de espinacas a través de las cuales tendría que abrir un agujero con un mondadientes. Me quedé tendido en el jergón, con los ojos entornados, cuando, repentinamente, vi que Bill se levantaba con mucha cautela, me miraba furtivo y se calzaba. Spike levantó una oreja y Bill le dijo un «Chsssss» de un modo enérgico al tiempo que se llevaba el dedo índice a los labios; luego, se encaminó hacia la escalera y desapareció.
Me levanté. Ignoraba a dónde habría ido Bill, y no me interesaba saberlo. ¡Pero debía tener en el estómago algo más consistente que espinacas y agua del grifo! Me calcé, y Spike y yo nos pusimos en marcha. Era la primera vez en varios días que salía de aquella desgraciada barraca, y por primera vez me di cuenta de lo que debía ser estar en prisión. ¡Riquezas fama, pensé apretándome el cinturón un agujero más, son cosas que no se consiguen sin sufrimiento!
Dejé a toda prisa aquellos siniestros lugares y me dirigí hacia un barrio más respetable, en busca de algún conocido que pudiera prestarme unos dólares. Por el mayor de los azares, me encontré con Jack Pendleton, un joven sportman, forrado, que había ganado más de lo que quería apostando a favor de mis puños macizos.
—¡Justamente el hombre que andaba buscando! —exclamó, dándome una palmada en la espalda—. Dennis, ¿qué tal te vendrían cincuenta dólares?
—Tengo los bolsillos vacíos, y lo mismo podría decir del estómago —respondí—. Pero si eso tiene algo que ver con una masacre que se haya de realizar en los límites de un cuadrilátero, olvídalo.
—¿Qué? —exclamó—. ¿Quieres decir que rechazas un combate? ¡Dios bendito, que haya vivido para ver este día! ¡Es como si un pez declarara que ya no le gusta el agua!
—No es una cuestión de gusto personal, Jack —repliqué—. Entre nosotros, mis puños arden en deseos de machacar de nuevo alguna mandíbula. Pero he colgado los guantes. Bill Stark y yo hemos hecho una apuesta, y los dos hemos jurado solemnemente renunciar al boxeo de manera definitiva.
—¡No hay más que hablar! —dijo Jack—. Lo siento. Después de todo, el trabajo que tenía en mente no era un verdadero combate, sino más bien una demostración de boxeo a modo personal. Ya me entiendes, mi club El Corintio, organiza una velada para las damas. No es un verdadero club deportivo, sino un punto de reunión para la gente copetuda de la alta sociedad, del que formo parte. ¡Todos tenemos algo que esconder! Damos una fiestecita, y el comité de actos se ha estado devanando los sesos para encontrar algo original, una atracción que fuera el broche de la celebración. Como broma, sugerí que dos boxeadores de pesos pesados se enfrentaran vestidos de caballeros de la Edad Media. Para mi estupor, tomaron en serio mi propuesta. Uno de los miembros del club ha alquilado dos armaduras a un museo y el combate está previsto para esta noche... de hecho, para dentro de una hora, más o menos.
»Uno de los miembros me acaba de telefonear para decirme que ya había encontrado a alguien que estaba dispuesto a participar en la demostración; yo estaba intentando encontrar al otro púgil.
—Quieres decir... ¿boxear vestido con esos trajes de hierro, como los que llevaban los antiguos caballeros? —pregunté.
—¡Exactamente! —dijo Jack, echándose a reír—. Es una locura, ¿verdad? Pero creo que podría encantarles a las damas del club, porque ni se vertirá sangre y apenas habrá daños. Los caballeros de El Corintio no están muy acostumbrados a la violencia. Me gustaría que aceptaras. No se citará tu verdadero nombre y el casco que vas a llevar en la cabeza impedirá que se sepa que has participado en este combate.
—Cincuenta dólares... —medité. Y Bill no sabría nada.
Luego, suspiré.
—No, Jack —dije—. Me temo que no puedo hacer eso. Sería como...
Bruscamente, solté un involuntario aullido que hizo que Jack se sobresaltase. Pasábamos por delante de un restaurante y el aroma que llegó a mi nariz fue el de un delicioso chuletón con cebolletas. ¡Aquello me hizo perder la cabeza!
—¿Decías algo? —preguntó Jack.
—¡Que me des esos cincuenta dólares! —balbuceé—. ¡La resistencia de un hombre tiene un límite, y éste es el mío! ¿Para qué valen la fama y la fortuna si, para conseguirlas, un hombre debe destruir su propio estómago a fuerza de comer espinacas? ¡Dame esos cincuenta dólares ahora mismo y me enfrentaré a toda la marina inglesa si hace falta!
Jack sacó los billetes del bolsillo y me dijo:
—No irás a ponerte ciego a comer ahora que te queda menos de una hora para entablar un combate, ¿verdad?
—¡Mírame bien! —le aconsejé—. Voy a aprovechar cada minuto que me separa de ese maldito combate para atiborrar de comida mi hambrienta escotilla!
Y uní el gesto a la palabra. Unos instantes más tarde me encontraba en el paraíso... un paraíso de chuletón, cebolletas doradas, patatas fritas y cerveza. Ay, fui apartado de aquel estado de beatitud por las insistentes advertencias de Jack acerca que íbamos a llegar tarde al combate. ¡El tiempo había pasado muy deprisa y el sueño había terminado! Me levanté y le seguí hasta su coche, aparcado cerca de donde nos encontrábamos. Spike tenía la tripa hinchada. Había apreciado enormemente aquella comilona; ¡la prefería a las ratas de la cueva!
No le pregunté a Jack quién era el otro energúmeno, porque mis adversarios siempre me son indiferentes. Me arrellané en el asiento del coche y disfruté del paseo. Poco después, nos detuvimos ante la entrada trasera de un edificio bastante grande. Podía ver por encima del muro de piedra que lo rodeaba, y descubrí una zona muy grande, sembrada con césped, por la que paseaban un buen número de damas vestidas de noche y adornadas con diamantes y hombres con fracs. El parque estaba iluminado con linternas japonesas colgadas de los árboles. Criados vestidos de blanco iban y venían, ofreciendo bebidas y canapés a los invitados. Una tienda muy grande había sido plantada en mitad del césped, y se podía ver un paseo cubierto formado por un toldo de rayas que conducía hasta el ring. Jack me dijo que aquello permitiría a los combatientes ataviados con armaduras llegar al ring sin ser vistos por los invitados. El efecto de la sorpresa sería mayor.
Fuimos a la casa club, la atravesamos, llegamos al césped y nos dirigimos hacia la tienda, sin que nadie se fijase en nosotros. La mayor parte de los invitados bailaban en el interior de un pabellón. La tienda servía también de vestuarios y estaba dividida en varios compartimentos organizados gracias a telas de vivos colores. Jack me condujo a uno de los compartimentos y, con ayuda de algunos lacayos, me ayudaron a ponerme la armadura.
Me limité a quitarme los zapatos, la gorra y la chaqueta y me pusieron encima toda la ferralla. A medida que me ponían cosas encima, Jack las nombraba: el peto, la cota de mallas, el espaldar, el casco y los guanteletes. Estos últimos eran de hierro, articulados de tal modo que podía mover los dedos. También llevaba unos pantalones de hierro, protectores para las piernas y zapatos de acero. En una palabra, el atuendo más ridículo que hubiera visto jamás. Pero una vez lo tuve a la espalda, me di cuenta de que podía moverme más fácilmente de lo que había pensado, pues el peso se repartía de un modo regular por todo mi cuerpo. ¡Pero aquello no quería decir que pudiera saltar a la cuerda con aquel disfraz! Cuando andaba, la armadura provocaba un ruido terrible, como una quincallería andante. Balanceaba los puños metidos en aquellos guanteletes de hierro y comprendí que un bofetón con uno de aquellos artilugios no se parecería mucho al beso de una dama.
En el mismo momento en que me hacía semejantes reflexiones, un tipo metió la cabeza por la puerta de la tienda y dijo que el otro individuo ya estaba preparado —le llamó «gladiador»—, así que Jack me pidió que le acompañara y nos dirigimos hacia el paseo cubierto. Había otro sujeto vestido exactamente igual que yo andando hacia el ring, y le seguí, mirando con desconfianza sus puños cubiertos de hierro. Spike, por su parte, olisqueó con curiosidad las piernas forradas de metal de mi adversario.
Subimos por el paseo en medio de un estrépito de metal —como dos tranvías que hubieran descarrilado— y nos dirigimos al ring, donde unos tipos vestidos con jubones bordados y gorrillos adornados con plumas soplaban en unos cuernos como si fueran mariquitas. El baile había terminado y todo el mundo iba ocupando las sillas dispuestas alrededor del cuadrilátero, mirándonos con ayuda de monóculos y gemelos de teatro. Cuando llegamos al ring, tintineando y chirriando como vagones se produjo un murmullo de sorpresa y alegría, y todo el mundo aplaudió educadamente, como corresponde a la gente de la alta sociedad.
Nos retiramos a nuestros respectivos rincones, donde otros energúmenos vestidos con la misma ropa de seda ridícula nos servirían de segundos. Jack se adelantó al centro del ring y soltó su rollo. No entendía muy bien lo que decía por culpa del casco. Quise levantarme la visera para escucharle mejor, pero uno de los tipos me dijo que la bajara en seguida, porque las damas no estaban acostumbradas a ver jetas tan feas como la mía. Me sentí ligeramente insultado, pero, después de todo, me habían pagado por aquello. Lo dejé pasar y me quedé tranquilo, con lo que conseguí escuchar el final de la historia de Jack.
—Y así —decía—, los caballeros de San Francisco entrarán en liza y demostrarán su bravura ante las damas, como en el pasado hacían cuando la caballería estaba en su mejor jodi... en su mejor momento. ¡En este rincón, sir Lancelot de Market Street! —me señaló con el dedo; aunque intenté levantarme, caí sobre la banqueta, con lo que tuve con contentarme con alzar las manos cubiertas de hierro por encima de la cabeza y saludar a la multitud, que aplaudió discretamente—. ¡Y en este otro rincón, sir Galaad de Oakland!
El otro energúmeno se levantó, traqueteando como el puesto de un herrero sacudido por un terremoto; sonaron más aplausos distinguidos.
—¡Que comience la justa! —dijo Jack, retirándose a mi rincón.
Luego, un caballero muy digno apareció vestido de frac y subió al ring, y supuse que sería el árbitro, pero dudaba que alguna vez hubiese visto un combate de boxeo.
—Poned mucho cuidado y no golpeéis muy fuerte —murmuró Jack, ayudando a mis segundos a levantarme del taburete. ¡Sentarme había sido un error!—. ¡La mayor parte de estas almas sensibles se desmayarían si vieran una gota de sangre!
—No haré nada que atente contra su sensibilidad —prometí.
Luego sonó el gong, tan cristalino como la risa de una mujer, y yo y sir Galaad de Oakland nos lanzamos al ataque tintineando sonoramente.
Era el combate más demencial en que hubiera participado. No podía ver el rostro de mi adversario por culpa de su casco que, como el mío, sólo tenía una rendija protegida por unas tiras de cuero para mirar el exterior. Nuestro juego de piernas era lento y pesado; cuando intentábamos fintar o esquivar éramos como trenes de diez toneladas bailando el tango. Cada vez que lanzábamos un golpe, hacíamos tanto ruido como el mazo del herrero golpeando en el yunque, y los puños forrados de hierro de sir Galaad, a fuerza de repetir sus golpes en mi casco de acero me estaban dejando prácticamente sordo. Era inútil agachar la cabeza o alzar la guardia, porque no podíamos hacernos el menor daño. Aquello siguió así durante tres asaltos, y el ruido era cada vez más fuerte, según nos calentábamos y echábamos más leña al fuego.
Los golpes era cada vez más serios y decididos, y las damas se tuvieron que tapar los oídos y las armaduras empezaron a mostrar algunas abolladuras. Al parecer, de la multitud se alzaba un rumor, pero no podía estar seguro, porque los oídos me zumbaban de un modo atroz gracias a los golpes y al estrépito del acero chocando contra el acero. Pero supongo que nuestra demostración estaba siendo un poco enérgica de más para aquella gente tan distinguida de la alta sociedad, porque, cuando volví a mi rincón al acabar el tercer asalto, Jack me levantó ligeramente la visera y me dijo:
—¡Calma, Dennis! Esto empieza a ser muy realista para los miembros del club. Tienen miedo. Sí, ya sé que no pasa nada, pero el mero hecho de que intentéis herir a vuestro adversario es un espectáculo demasiado brutal para esta gente.
Estuve de acuerdo, pero, al parecer, los ayudantes de sir Galaad se olvidaron de darle el mismo consejo. Según empezamos el cuarto asalto, me lanzó un derechazo tan terrible que rajó mi coraza. Me vengué con un gancho de izquierda en el vientre que le hizo soltar un gruñido, a pesar de la armadura. Golpeó de nuevo, con un derechazo terrible que rompió las correas que me sujetaban el yelmo.
No queriendo ser menos, le lancé la derecha a la cabeza. El impacto fue tan terrible que se le saltaron los remaches del casco. El susodicho artilugio salió de volando de la cabeza del energúmeno y cayó a la lona, con tanto ruido como el que harían una docena de bañeras cayendo en tropel por una escalera.
Los miembros del club lanzaron un grito de horror. Yo mismo, me quedé quieto. Porque la pérdida del casco acababa de revelar la cabeza cubierta por un pelo cortado al rape y el rostro lleno de cicatrices de... ¡Bill Stark!
Algunas de las damas gritaron de miedo, y no era sorprendente: la súbita visión de aquellas facciones deformadas y feroces habría impresionado a cualquier persona sensible. Pero temporalmente olvidé el lugar donde me encontraba. Me quité mi propio casco y miré a mi adversario con ojos sorprendidos y llenos de furor.
—¡Por esto te marchaste mientras dormía! —le acusé, dejándome llevar por la ira—. ¿Es así como mantienes tus promesas?
—¡Y tú, gorila! —aulló, incorporándose con tanto ruido como el que hace una caldera al ponerse en marcha—. Si rompí nuestro acuedo, tú has hecho lo mismo. No me marché para participar en un combate. Sólo había ido en busca de alguna comida decente. Llevo comiendo espinacas tanto tiempo que estaba a punto de volverme loco. Creí que dormías. ¡Menudo amigo!
—¡Y tú qué magnífico socio! —repliqué, feroz—. ¡Fama y fortuna, ja! Tenía que haberme dado cuenta... ¡confiar en la palabra de honor de un rufián como tú!
—¡Mi honor es tanto como el tuyo! —rugió Bill, con espumarajos en los labios.
Y, para demostrarlo, me lanzó un directo de izquierda que me alcanzó en la oreja. ¡Oh, por mis antepasados! ¡Si me hubieran dado con un ladrillo no habría sido peor! Sus puños de acero me aplastaron la oreja, como si un martillo hubiese impactado con una coliflor; la sangre saltó y manchó la camisa del árbitro. Los espectadores de la primera fila gritaron y cayeron al suelo; sólo eran mujeres.
Titubeé, como un molinete de acero al caer en un tifón, y repliqué con un puño cubierto de hierro que alcanzó de lleno la boca de Bill. Sangre y dientes volaron en todas direcciones, y otras personas se desvanecieron. Los demás se levantaron y echaron a correr, derribando sillas y llamando a voces a los policías. El árbitro sollozó y replicó aullando:
—¡Eh, este comportamiento es totalmente inadmisible!
Desgraciadamente para él, en aquel preciso instante yo echaba hacia atrás mi puño izquierdo para machacar a Bill. La junta de acero de mi codo, que formaba un ángulo agudo, alcanzó al árbitro en el plexo solar. Se escuchó un hipo estrangulado y cayó hecho una bola sobre la lona. Yo y el buen Galaad nos lanzamos uno contra el otro, como dos locomotoras enfurecidas.
En los minutos siguientes estuve bastante ocupado, esquivando y bloqueando los golpes como nunca había hecho antes en ningún combate. No me apetecía mucho que uno de aquellos guanteletes de acero entrara en contacto con mi desprotegida cabeza.
Bill era de la misma idea. El jaleo que hacíamos antes no era nada comparado con que causábamos en aquellos momentos. Nuestros cuatro brazos eran como martillos pilones volando y cayendo por todas partes, provocando chispas con cada golpe. En el momento en que la armadura de Bill empezó a caer hecha pedazos bajo los terribles golpes de mis arietes, un grupo de policías irrumpió en el césped; habían sido alertados por los frenéticos aullidos de los miembros del club, completamente histéricos al ver que un juego clásico se transformaba en una sangrienta batalla. No pude ver a Jack; ¡se había largado al comprender que estaba con el agua al cuello!
Un policía enorme saltó sobre el ring justo a tiempo de bloquear un trozo de metal que se había soltado siseando de la coraza de Bill bajo mis poderosos golpes, como si fuera un trozo de madera de un árbol que estuviera siendo segado por el hacha del leñador. De hecho, el poli sujetó el trozo de metal en pleno vuelo y empezó a trazar una serie de saltos que sólo terminaron cuando hundió la nariz en la hierba.
Al verlo, y al escuchar los airados gritos de los otros policías, me aparté y le advertí a Bill, recogiendo mi casco tirado sobre el ring. Mi compañero entendió lo que le quería decir y me imitó. Con el casco sólidamente hincado en la cabeza, cargamos contra aquella bandada de pollos como si fuéramos dos tanques. Las porras nos golpeaban en los cascos a medida que nos abríamos camino entre sus apretadas filas, y sus juramentos daban miedo, pero fueron incapaces de detenernos pues éramos invulnerables.
Dándole gracias a mi buena estrella —acababa de recordar que seguía llevando casi toda la ropa bajo mi revestimiento de metal—, me dirigí hacia el muro, seguido por Spike. No podía ver a Bill porque, en aquel momento, alguien apagó todas las luces... fue Jack, como supe más tarde. Escalé el muro con la agilidad de un tonel lleno de virutas de hierro, y algunos viandantes rezagados se quedaron anonadados al ver a un caballero con su armadura y todo huyendo a todo correr por la calle. Aquellos malditos zapatos de hierro resonaban horriblemente en el pavimiento y hacían un ruido que debía escucharse a kilómetros a la redonda.
Recuerdo vagamente que un policía que hacía su ronda me disparó cuando pasé ante él con la velocidad del rayo, pero la bala rebotó en la coraza sin herirme y yo me pude escabullir por un callejón lateral. Si alguien hubiera estado apostado al otro extremo de la callejuela, habría visto salir de ella furtivamente a un individuo sin gorra ni zapatos ni chaqueta... seguido por un bulldog blanco. El disfraz de sir Lancelot estaba en un cubo de la basura al fondo de la calle.
Llamé a un taxi y me subí, desanimando cualquier comentario por parte del conductor con una mirada feroz que hizo que se le pusieran los pelos de punta, y le dije que me llevara a mi destino sin decir majaderías. Así, un poco más tarde, cojeaba por el estrecho pasadizo que conducía al patio al que daba la casa donde Bill y yo estábamos labrando nuestro porvenir.
En la escalinata de entrada vi a alguien sentado, meditando sombríamente. A la luz del farol de la entrada de la calle vi que era sir Galaad de Oakland, pero sin su armadura. Escupió un poco de sangre, lo que dejó al descubierto un agujero en su boca donde antes hubo dientes, y me miró lúgubremente.
—¿Cómo has conseguido escaparte? —pregunté.
—Jack me ayudó a salir del club y me ha traído hasta aquí en su coche —respondió—. Te estuvimos buscando, pero habías desaparecido.
Siguió un breve silencio; luego, dijo:
—He llegado a tiempo de ver cómo trincaban al profesor.
—¿Trincaban? —exclamé—. ¿Quién? ¿Para llevarle adonde?
—Se lo volvían a llevar a la casa de locos de la que se había escapado —declaró Bill—. Llevaban buscándole más de una semana. Finalmente, dieron con su pista gracias a lo que robaba en las tiendas del barrio... ¡galletas saladas y latas de espinacas!
—¡Un pirado! —dije con voz apagada—. Pero, entonces... ¿la casa no es suya?
—No —susurró Bill—. La ocupó sin pedirle permiso a nadie.
—¡Y todo el trabajo que hemos hecho! —dije con desesperación—. ¡No nos lo pagarán!
—¿Quieres saber lo que estábamos cavando? —preguntó Bill.
—¡No! —grité.
—¡Un túnel hasta China! —exclamó como si no me hubiese escuchado—. El profesor me lo dijo mientras se le llevaban.
Quise decir algo, pero no encontré nada apropiado; así que me quedé silencioso hasta que Bill dijo:
—Voy a volver al ring: no es tan delirante como lo que he probado desde que lo abandoné.
—Bueno —dije—, como los dos rompimos nuestro acuerdo, ambos hemos perdido la apuesta. Ahora tenemos cien dólares cada uno, además de lo que les hemos sacado a los de la alta sociedad. El Python entrara en el puerto dentro de menos de una semana y, cuando se vaya, yo iré a bordo, ¡créeme! Mientras tanto, combatiré cada noche si los organizadores me contratan. He penado, sufrido y vertido mi sangre en el ring, ¡pero todavía no he encontrado un árbitro que haya intentado ahogarme con un bote de espinacas!