Al entrar en mi vestuario, unos instantes antes del combate que me enfrentaría con «One-Round» Egan, lo primero que vi fue un trozo de papel colocado encima de la mesa con ayuda de un cuchillo. Pensando que sería alguien que me quería gastar una broma, tomé el papel y lo leí. No tenía gracia. La nota decía sencillamente: «Túmbate en el primer round; si no lo haces, tu nombre se verá revolcado por el barro». No había firma, pero reconocí el estilo. Desde hacía algún tiempo, una banda de camorristas de poca monta se encargaba del puerto, reuniendo dinero día a día siguiendo métodos muy poco ortodoxos. Se creían muy listos, pero yo les tenía filados. Eran serpientes, más que lobos; sin embargo, estaban dispuestos a todo para conseguir algunos sucios dólares.
Mis cuidadores todavía no habían llegado; estaba solo. Rompí la nota y arrojé los trozos a un rincón, junto con los comentarios apropiados. Aunque mis ayudantes no llegaban, no dije ni pío. Cuando subí al ring, estaba loco de rabia y, cuando recorrí con la vista la primera fila de asientos, me fijé en un grupo que, por la idea que tenía en mente, era el responsable de la nota que encontré en el vestuario. Aquel grupo estaba formado por Waspy Shaw, Bully Klisson, Ned Brock y Tony Spagalli... apostantes menores y auténticos canallas. Me sonrieron como si estuvieran al corriente de algún secreto, y comprendí que no me había equivocado. Refrené mis ansias apasionadas y legítimas de deslizarme entre las cuerdas y saltar del ring para abrirles la cabeza.
Al oír la campana, en lugar de observar a Egan, mi adversario, no dejé de vigilar a Shaw con el rabillo del ojo: un individuo cuya cara parecía la hoja de un cuchillo, con la mirada fría y un traje llamativo.
Waspy medio se levantó de su asiento cuando sonó el gong, y me hizo con la cabeza un gesto de entendimiento. Aquello me puso tan furioso que olvidé por completo la intención de concederle a Egan algunos asaltos, para que los espectadores se fueran satisfechos. Los ecos de la campana todavía retumbaban en la sala cuando crucé el ring como una bala, ignorando el directo de izquierda de Egan que me abrió el labio, y le hice doblar las rodillas con un gancho de izquierda en el hígado. Con el mismo movimiento, levanté el puño izquierdo hacia su mandíbula y su cabeza saltó hacia atrás, entre sus hombros, como si se le hubiera roto la nuca. Acto seguido, le hundí el puño derecho bajo el corazón... y terminó la carnicería.
La multitud lanzó un rugido de estupor y admiración. Me volví y le dirigí una mueca malintencionada a Shaw y a sus esbirros. Se habían levantado de un salto y me miraban con la boca abierta. Shaw estaba lívido y temblaba como una hoja. Solté una carcajada atronadora, dura y burlona y, luego, saltando por encima de las cuerdas, volví a mi vestuario.
Mis cuidadores hicieron ademán de darme unas friegas, pero se volvieron a toda prisa a la sala para asistir al siguiente combate. Despreciando semejante entretenimiento, me vestí y salí por una puerta lateral, acompañado por Spike, mi bulldog devorador de hombres.
En el momento en que avanzaba por la calleja oscura, una forma surgió ante mí, haciendo chirriar los dientes. Reconocí a Waspy Shaw y me dispuse a partirle la nariz, pues, aparentemente, estaba solo.
—Es inútil que levantes los puños —dijo, estrangulado de furor—. Nunca participo en una pelea callejera. Me ocuparé de ti a mi manera, sucio estafador...
—Basta —dije, amenazante—. Yo no te he estafado, canalla....
—¿No leíste mi mensaje? —preguntó—. Entonces, ¿por qué no seguiste las instrucciones? ¿Eres tan estúpido que no comprendiste que habíamos apostado un montón de dinero a favor de Egan?
—¡Un montón de dinero! —resoplé—. ¡Si te encontrases un billete de mil dólares, pesaría tanto que no te lo podrías meter en el pantalón, alfeñique! ¿Instrucciones? ¡Vete al diablo! Yo no trabajo para ti. ¿Qué más me da que hayas perdido tu dinero apostando en mi contra? ¡Tienes mucha cara! Tienes que saber algo, Waspy Shaw: no me das miedo. Sé que tú y tu banda le disteis una buena a Joe Jacks en un callejón porque se negó a tumbarse, como le habíais ordenado, pero te ruego que intentes hacer lo mismo conmigo. Llama a tu banda, que voy a regar sus sesos por estos adoquines. ¡Ahora, lárgate lo más deprisa que puedas, que detesto el olor a carroña!
—Lo lamentarás —prometió—. Ya te cogeré, Dorgan, y, comparado con lo que te espera, Joe Jack tuvo hasta suerte. Waspy Shaw no olvida jamás.
Y con estas palabras se dio media vuelta y se marchó, deteniéndose sólo un momento para mirarme con ira por encima del hombro y repetir:
—¡Acuérdate! ¡Waspy Shaw no olvida jamás!
El efecto dramático habría sido más impresionante si yo no le hubiera dado una patada en el culo en el mismo instante, cosa en la que puse todo mi vigor. Waspy cayó a cuatro patas en el arroyo, y sus gritos sanguinarios fueron música celestial para mis oídos mientras me dirigía calle abajo con paso digno y sereno.
La noche todavía era joven; me fui en busca de mis conocidos por los bares y salas de billar. Finalmente, llegué al Free and Easy, un bar situado junto al cabaret El Gato Amarillo. Decidí acercarme a El Gato Amarillo para ver bailar a las chicas, pues aquella sala era famosa por la belleza de sus artistas femeninas, pero el camarero me dijo algo que me sacó de mis casillas —he olvidado de qué se trataba—, y perdí más de una hora intentando sacarle de su error. Para rematar, completamente agotado por su cabezonería, estaba a punto de saltar por encima del mostrador para demostrarle lo bien fundamentada que estaba mi argumentación, cuando sentí que alguien me empujaba violentamente.
No le presté mayor atención, pensando que sería algún borracho, pero, un segundo después, el tipo me empujó de nuevo, y esta vez tan fuerte que me hizo derramar mi bebida.
Me volví y contemplé el rostro surcado por las cicatrices del individuo de aspecto más coriáceo que hubiera visto jamás.
—Escucha —le dije—, ¿crees que no hay bastante sitio para los dos en este bar?
—¿Quién quiere saberlo? —replicó con un tono que me cabreó profundamente.
En el mismo instante, me fijé en que un tipo del mismo aspecto patibulario se apretaba contra mí, al otro lado, y que un tercero estaba muy cerquita. Seguramente pensaban que estaba más borracho de lo que me encontraba en realidad.
—¿Sabes quien quiere saberlo? —repliqué—. La rata que te ha pagado para que me lo preguntes.
Y, sin advertirle, le lancé un puñetazo terrible a la mandíbula. Cuando un tipo te anda buscando las vueltas, es inútil andarse con rodeos. ¡Golpea el primero, y hazlo muy fuerte!
Según se iba al suelo, me volví a toda velocidad, agaché la cabeza para evitar un botellazo y golpeé en el vientre del que manejaba el envase. Un puño americano me golpeó en la nuca y me tambaleé; un aullido de dolor me dijo que Spike había pasado a la acción.
El hombre de la botella me la rompió en el cráneo, sin efecto alguno, salvo que me irritó; al momento, cuando vio que uno de sus compinches estaba en el suelo, tieso y sin sentido, y que el hombre defendía su piel frente a un perro de mil demonios de color blanco, empezó a retirarse prudentemente. Lanzó un gruñido sordo cuando le hundí el puño en el estómago, con lo que renunció a luchar y huyó a la carrera. Me lancé en su persecución, atontado pero feroz. Estaba medio loco de furia y quería matarlo. Se precipitó a la sala trasera, pero, cuando se dio cuenta de que le seguía muy de cerca, dio media vuelta, me enseñó los dientes como si fuera una rata que ha caído en una trampa y levantó una porra. Lancé un rugido y me arrojé sobre él. Antes de que pudiera golpearme en el cráneo con la cachiporra, le pegué en el mentón con un golpe en el que puse todas mis fuerzas.
Las paredes eran tan frágiles como si fueran de cartón. El tipo echó a volar y golpeó el muro con tanta violencia que lo hundió y lo atravesó, conmigo detrás, llevado por el impulso de mi terrible puñetazo. Nos encontramos con la cabeza en la habitación de al lado, y escuché que una mujer lanzaba un estridente alarido, pero estaba tan ciego de rabia que apenas presté atención. Estaba encima de mi adversario, entre el polvo y fragmentos de madera, y le apretaba la garganta y le golpeaba la cabeza contra el suelo sin dejar de gritar:
—¡Arrrrrggggghhhhhrrrrr!
Cuando me di cuenta de que ya no se movía, un vago destello de lucidez penetró en la bruma roja que me envolvía, y le solté y miré a mi alrededor. Me encontraba en una habitación cuyo aspecto era claramente femenino. Había un tocador y un espejo como el que utilizan las chicas del music-hall, y trajes con lentejuelas y un montón de abalorios colgados de la pared. También había una chica. Estaba acurrucada en un rincón, con una mano en el pecho y los ojos abiertos como platos. Llevaba un traje de baile, y comprendí que había irrumpido, muy a mi pesar, en los camerinos de El Gato Amarillo. El agujero que había practicado en la mampostería se había llenado de caras de expresión aterrada, y Spike se deslizó por la abertura con una sonrisa satisfecha, sujetando entre las fauces lo que quedaba de un pantalón ensangrentado.
Me levanté y pretendí quitarme la gorra, pero me di cuenta de que la había perdido en la carrera.
—Le pido perdón, señorita —dije, con mi habitual dignidad serena—. No es mi costumbre entrar como una tromba en casa de ninguna tía. Me largo ya mismo y me llevaré a éste tipo, aunque ya no valga más que para cebo de tiburones.
—¿Sabe... sabe usted quién es? —dijo con una voz teñida de respeto—. ¡Es «Gorila» Baker, y acaba de dejarle K.O.!
—¿De verdad? —dije muy educado, considerando a mi víctima con algún interés—. Supongo que usted no sabe quién soy yo, señorita, porque, de otro modo, el hecho de que haya noqueado a ese merluzo la sorprendería mucho menos.
Le agarré por el cuello y le pasé por el agujero de la pared, confiándoselo a los clientes del bar, que se le llevaron, junto con mi primera víctima, para echarles un poco de agua y reanimarlos a todos. El desgraciado que había sufrido el ataque de Spike fue conducido urgentemente a un matasanos para que le diera unos cuantos puntos de sutura y algunas friegas.
Volví a pasar la cabeza por el agujero para repetirle mis disculpas a aquella muñeca cuando entró en la habitación del dueño de El Gato Amarillo. Se arrancaba los pocos pelos que le quedaban en el cráneo y se retorcía las manos desesperado.
—¿Qué es todo esto? —gimió—. ¡ Verdamnt, estoy arruinado! ¡Esos salvajes del Free and Easy me han llevado a la ruina! ¿Qué ha pasado esta vez? ¡Ach, mein Gott, un agujero en la pared! ¡Pero si podría pasar un tren por ahí! ¿Eso ha sido el estrépito que he escuchado? Les demandaré, les exigiré daños y perjuicios...
—Oh, cálmate, Max —dijo la muñeca—. Esto puede repararse fácilmente, y lo pagaré de mi propio bolsillo.
—¡Ni hablar! —dije indignado—. Yo pagaré todo lo que...
—¡Ja, ja! —aulló Max—. ¡Así que tú eres el bruto simiesco que ha organizado todo esto!
—¡Sí, he sido yo! —respondí, belicoso, empezando a pasar de nuevo por la abertura—. ¡Y si no te gusta, te...!
—Himmel! —cloqueó—. ¡Atrás! ¡No te acerques! ¡Socorro!
Echó a correr como un conejo, a pesar de su corpulencia; saludé con la cabeza a la joven y dije:
—Me va a tener que perdonar de nuevo, señorita. No la molestaré más. Mañana a lo largo del día enviaré a alguien a que se encargue de todo esto...
—¡Espere! —dijo, viniendo hacia mí y tomándome de la mano—. No se vaya; entre, se lo ruego. Quiero ver más de cerca al hombre que ha sido capaz de noquear a «Gorila» Baker y hacerle pasar a través de un muro.
—¡Sí, aquí es! —dijeron algunas cabezas que se asomaban a la escena desde el Free and Easy—. Vamos, Dennis, acaba ya con la charla. ¡Hay que irse!
—¡Fuera de aquí, ratas de cloaca! —rugí, volviéndome hacia ellos, dominado por una cólera legítima—. ¡Fuera de mi vista! ¡Desapareced antes de que me olvide de que soy un caballero!
Di un paso hacia ellos y se largaron lanzando terribles alaridos; o quizá se iban riendo, no lo sé.
—Siéntese aquí —me dijo aquella preciosidad empujando una silla en mi dirección.
Acepté. La pelea me había aclarado las ideas y mientras miraba, cada vez más atentamente, a la chica en cuestión, mi corazón empezó a batir con fuerza en mi pecho robusto y viril. Aquella muchacha era tan atractiva que me daba vértigo mirarla. Se sentó en otra silla y me examinó atentamente, con un aire admirado, lo que involuntariamente me hizo hinchar el pecho y enseñarle mis abultados bíceps.
—Usted debe ser Dorgan el Marino —dijo—. Y ese perro... ¿es Spike, el famoso luchador?
—Vaya —expliqué—, nunca le he obligado a luchar en un ring, pero no hay un solo perro en todo Oriente capaz de aguantarle más de cuatro asaltos. Dale la pata a la dama, Spike.
Lo hizo, pero con una cierta frialdad. Las tiernas pasiones cuentan poco para Spike; algunas veces, tengo la impresión de que carece de sentimientos.
—Me alegra haberles conocido a los dos —declaró la joven—. He oído hablar mucho de ambos. Me llamo Teddy Blaine. Soy bailarina de El Gato Amarillo. Acababa de terminar mi número cuando irrumpió en mi habitación.
—No sabe cuánto lo siento —dije—. Si hubiera sabido que la pared era tan frágil, habría lanzado a ese merluzo en la dirección contraria.
—¿No se habrá roto usted la mano? —preguntó.
—¡Oh, no! —dije, levantando mi enorme puño para que pudiera verlo bien—. Sólo me he arañado un poco los nudillos. Suelo meter los puños en agua salada y whisky.
Lo tocó con la yema de los dedos, tímidamente, y luego palpó con admiración mis bíceps de acero.
—¡Caramba, es usted muy fuerte! —suspiró—. Eso me gusta. ¿Sabe que me cae usted muy simpático?
—Bueno, usted tampoco está nada mal. ¿Y si nos fuéramos a algún sitio a comer algo, para empezar?
La joven suspiró de nuevo y sacudió la cabeza, y sus ojos magníficos se tornaron melancólicos.
—No me atrevo —dijo.
—¿Qué quiere decir con eso de que no se atreve? —-pregunté—. Creo que soy tan caballero como cualquier hijo de...
—Oh, no se trata de eso —dijo a toda prisa, apoyando una mano en mi brazo.
Ante aquel contacto, violentos espasmos me recorrieron el cuerpo. No había duda: el flechazo existe; personalmente, lo he experimentado al menos cincuenta veces en toda mi vida. Temblaba emocionado y, tanto la amaba, que me habría gustado aplastarle la cabeza a alguien.
—No, no se trata de eso —repitió—. Todo el mundo puede ver que es usted un caballero— Pero... soy víctima de una persecución.
Con aquellas palabras, ocultó la cabeza entre sus delicadas manos y empezó a llorar.
La miré, impresionado y horrorizado. Luego, me di cuenta de que mi viril brazo la rodeaba por su estrecha cintura, ¡aunque no sabía cómo!
—¿Quiere decir... —dije, con un tono de horror absorto—... quiere decir que algún puerco abyecto persigue a una joven tan atractiva como usted?
—Sí —sollozó, apoyando su cabeza en mi hombro de un modo de lo más normal.
—¡Dígame quién es! —gruñí—. ¡Le voy a hacer papilla!
—¡Ha hecho de mi vida un infierno! —gimió la joven—. Es camarero, en la Yorkshire Tavem, en la calle de enfrente, y tiene una habitación en la pensión familiar en la que yo misma vivo. Me vigila todo el tiempo, y le da una paliza a cualquier hombre que me dirija la palabra o pretenda tener una cita conmigo. Casi ha matado a media docena de jóvenes a cual más adorable.
»Paga a los chicos de la sala de fiestas para que me vigilen y le digan si hablo con alguien. Cuando termina su trabajo en la Yorkshire, cruza la calle, viene aquí y me acompaña a la pensión, eso cada noche. Nunca estoy sola; me es imposible escapar de él.
—¿Quién es? —pregunté.
—Me ha dicho que si no puede tenerme, nadie me tendrá —se lamentó—. Todos los hombres tienen miedo de salir conmigo. Es un bruto.
—¿Quién es, maldita sea? —pregunté, impaciente.
—«Big» Bill Elkins —respondió la muchacha.
—Bill Elkins, ¿eh? —dije, pensativo.
—Sabía que tendría miedo de él —suspiró—. Como todo el mundo.
Di un salto, como si me acabara de apuñalar.
—¿Quién tiene miedo de Bill Elkins? —bramé con voz ultrajada—. Nunca he dicho tal cosa. Repetía su nombre, eso es todo. En el mundo entero no hay bastantes tipos llamados Elkins para que puedan darme entre todos una sola bofetada. Bueno, póngase el sombrero, que se viene conmigo.
—Tengo miedo —sollozó—. Nunca me ha pegado, ¡pero sería capaz de hacerlo! Piense en el escándalo... los dos, luchando por mí, en la calle, a la vista de todo el mundo. Vigila este lugar mientras trabaja y apenas salgamos a la calle se escapará de la taberna y se lanzará en su contra, mugiendo como un toro furioso. Prefiero soportar su acoso... a menos que consiga llevarle a algún lugar apartado y le meta algo de plomo en la sesera... o lo muela a puñetazos.
—¡Exactamente es eso lo que quiero hacerle! —dije, feroz—. Espéreme aquí; cuando vuelva, será usted una mujer libre. Será la amiguita de Dennis Dorgan, no la de Bill Elkins.
—¡Oh, hágalo! —gritó, levantando de golpe su brillante mirada pasándome los brazos alrededor del cuello—. ¡Péguele una buena paliza a mi salud!
Me dio un sonoro beso en los labios. Salí de El Gato Amarillo titubeando, en el seno de una bruma de color rosa. Recuerdo vagamente que tropecé con los que intentaban bailar, y que pisoteé a mucha gente, pero al fin llegué a la calle y la brisa agitó mis húmedos cabellos.
Alcé los ojos hacia las estrellas que brillaban en el cielo, y grité con todas mis fuerzas:
—¡Y pensar que ha sido gracias a un merluzo como «Gorila» Baker que he encontrado el amor de mi vida! ¡La próxima vez que le vea, le estrecharé la mano y le daré un billete de diez dólares! Es el Destino, no hay duda. El Destino, que utiliza para sus fines no solamente violetas y rayos de luna, sino también gorilas. ¡«Gorila» Baker ha sido un instrumento del Destino!
Luego, atravesé la calle en dirección a la Yorkshire Tavern.
En el mismo momento en que iba a entrar, escuché que Spike lanzaba un gruñido. Dándome la vuelta a toda prisa, vi que la luz del bar iluminaba el rostro moreno de Tony Spagalli.
—¿Qué haces aquí, sucia rata? —gruñí, alzando el puño—. Si me sigues...
—¡No me pegues! —protestó Tony—. No he hecho nada. ¿Acaso un hombre no puede pasear tranquilamente por la calle?
—Pues procura no molestarme —le avisé—. Puedes decirle a tu jefe que me he ocupado de los matones que me echó encima y que, si sigue por ese camino, le voy a dar lo suyo. ¡Ahora, lárgate, y date prisa!
Entré en la taberna, y dejé que todos vieran lo enfadado que iba.
Me detuve un momento en el quicio de la puerta, mirando desconfiado a la multitud reunida alrededor de la barra sorbiendo alcohol, atiborrándose o jugando a los dados. Mientras recorría la multitud con la mirada, un tipo alto se fue abriendo paso entre la multitud. Llevaba traje y tenía todo el aspecto de un hombre que ya ha terminado el trabajo y se vuelve a casa. Le atajé.
—¿Eres Bill Elkins? —pregunté.
—Sí, ¿qué pasa? —replicó.
—Me gustaría decirte un par de cosillas —le comenté.
—No tengo tiempo —gruñó—. Tengo una cita.
—Ya no, ¡ha sido anulada! —dije, con una mueca feroz—. Justamente de eso es de lo que quería hablarte.
Se sobresaltó. Su rostro cuadrado, de color ladrillo, se llenó de sombras, sus ojos centellearon.
—¿Qué me cuentas? —preguntó, con una voz que era un sordo ronquido al tiempo que crispaba los puños involuntariamente.
—He oído por ahí —le recordé— que andas persiguiendo a Teddy Blaine.
Un destello salvaje empezó a arder en su mirada.
—¡Así que has estado hablando con mi amiguita! —gruñó—. Te voy a....
—Vas a recibir el impacto de una silla en la cabeza antes de que pase un minuto —le advertí—. Deja de decir sandeces. ¿Quieres que todos estos mamones nos oigan discutir sobre esa chica? Si tienes pelotas, ven conmigo. Vamos a buscar un sitio donde estemos tranquilos y arreglemos nuestras diferencias... a puñetazos. El mejor de los dos se quedará con Teddy.
—Tienes razón —aseguró—. Es inútil montar un escándalo en este bar de mala muerte. Conozco un lugar ideal donde podremos liarnos a mamporros. No eres el primer marino que se cree más listo que yo y al que he tenido que moler a palos a causa de Teddy. Puede que yo esté un poco ido, pero si no puedo tenerla, no la tendrá nadie. Estoy convencido de que si impido que los demás tipos se acerquen a ella, acabará por aceptarme.
—Con lo primero que te vas a encontrar va a ser con una mandíbula fracturada —le prometí—. ¡Vamos allá!
—Antes, tengo que arreglar un pequeño detalle —ladró—. ¡Me refiero a este caníbal de cuatro patas que viene contigo! He visto cómo han quedado algunos de los tipos a los que a mordisqueado. ¡En cuanto te pegue el primer puñetazo, se me echará encima y me dejará las tripas al aire!
—Le dejaré en el American Bar —dije—. El barman es amigo mío.
Dejamos a Spike atado en la parte trasera del American Bar, pero no parecía muy contento. Luego, nos encaminamos al lugar elegido por Elkins. No dijimos ni una sola palabra mientras cruzábamos las calles estrechas. Llegamos finalmente a una plaza muy grande. En otros tiempos fue un barrio residencial, pero en aquel momento todas las casas estaban medio en ruinas o habían sido derribadas, y árboles y arbustos crecían por todas partes. Elkins se abrió paso entre los árboles de un bosquecillo y se detuvo; me di cuenta de que había encontrado el lugar ideal.
Nos hallábamos en un vasto claro de suelo arenoso, rodeado de árboles por todas partes. La luna brillaba sobre las frondas y el centro del claro estaba iluminado como si fuera de día, pese al anillo de espesas sombras que nos rodeaba. Elkins se quitó la chaqueta a toda prisa, lo mismo que la camisa; le imité. El lugar era muy tranquilo; en alguna parte, un pajarillo cantó, y escuché cómo se rompía una rama con un ruido seco, entre los árboles.
Elkins avanzó hacia mí, sin decir palabra. Sus dientes brillaban a la luz de la luna y sus ojos ardían como los de un demente. Era muy fuerte y más alto que yo.
Me dirigí a su encuentro y nos encontramos en el centro del claro, reuniendo fuerzas. Hubo un tiempo en el que Elkins fue boxeador profesional, y sabía cómo emplear los puños. Era un buen pegador, como yo, y, de todos modos, estábamos demasiado enfurecidos como para practicar un boxeo elegante, con juego de piernas, fintas y todo lo demás, aunque fuésemos capaces de hacerlo.
Pegando los dedos de los pies a los del adversario, bajo la luz de la luna, balanceamos los puños y empezamos a golpear. Muy pronto, la sangre y el sudor nos chorreaban por el torso e impregnaban la arena que había a nuestros pies. Los únicos ruidos que se oían eran el impacto de los golpes, el crujido de los huesos, los jadeos, las respiraciones entrecortadas y el chirrido de la arena cuando nos movíamos.
Los oídos me zumbaban y los árboles oscuros giraban a mi alrededor como un carrusel de caballitos de madera. Como un hombre que corre en una pesadilla, vi a Big Bill Elkins ante mí; el sudor hacía que le brillaran los pelos de su poderoso pecho, y su rostro tenía un aspecto espectral en el claro de luna. Una de sus cejas estaba rota, y el párpado le caía sobre el ojo. La sangre la manaba de la nariz y de las comisuras de los labios, y su oreja izquierda estaba desgarrada. Tenía el costado izquierdo en carne viva, allí donde le había golpeado por debajo del corazón.
Yo estaba en mejor forma, aunque no mucho. Tenía un ojo a la funerala, los labios hechos papilla y la mayor parte de la piel de la parte izquierda de la mandíbula había desaparecido.
Pero sentía que Elkins se estaba debilitando, y seguí trabajándomele y demoliéndole. Le obligué a recular; mantenía la presión y le forzaba a pasear por todo el claro. Estábamos bajo la sombra de los árboles. No veía prácticamente nada; golpeaba un poco al azar. Elkins era como una enorme mancha blancuzca ante mí. En un momento dado, me estrechó entre sus brazos y se aferró a mí frenéticamente; su respiración me silbaba en el oído.
—¡Fin del primer asalto! —gruñó—. ¡Déjame recuperar el aliento para que pueda hacerte pedazos!
De momento, la ventaja era mía. Tenía más pulmones y aguante que él; además, no había estaba todo el día currando, como él. Pero no tengo por costumbre abusar de mi natural ventaja sobre los demás. Siempre procuro darle a mi adversario una igualdad de oportunidades, y cuando le pongo K.O. siempre es de un modo equitativo.
Por eso me aparté. Elkins dio unos cuantos pasos tambaleantes y cayó suavemente sobre la arena. Su pecho subía y bajaba como una vela arrancada de un mástil por un tifón, y se le podía oír jadear desde lejos.
Me senté en el tronco de un árbol, justo en las lindes de las sombras, y le dije:
—Elkins, esta situación no puede durar mucho más. ¿No lo comprendes? Uno no se gana el corazón de una chica con las tácticas de un hombre de las cavernas... ¡oooooh!
Esta última exclamación fue totalmente involuntaria. De un modo tan inesperado como cuando una cobra ataca en la oscuridad, un brazo desnudo se cerró alrededor de mi cabeza y la empujó hacia atrás violentamente. Al tiempo, una hoja acerada se apoyó en mi cuello. No pude hacer nada, no tuve tiempo. Me quedé sentado, con el cuchillo mordiéndome la carne, de tal modo que un delgado hilo de sangre empezó a correrme por el cuello. Sabía que si me movía me cortarían la yugular antes de que pudiera levantar las manos. Todo lo que veía era la luna que brillaba a través de las ramas oscuras que se alzaban sobre mi cabeza.
—No te muevas... o te corto el cuello —siseó una voz.
La reconocí en el acto; era Ahmed, un asesino malayo. Alguien se echó a reír y entró en mi campo de visión, muy limitado... ¡Waspy Shaw! Brock, Spagalli y Klisson estaban con él. Estaban por encima de mí y empezaron a burlarse de mí desgracia.
—¡Vaya, Dorgan —dijo Waspy—, ahora no pareces tan listo! Te seguimos desde que saliste de El Gato Amarillo. No te diste cuenta de que Tony estaba escuchando lo que le decías a Elkins, ¿verdad? Habéis sido muy amables viniendo hasta aquí, donde nadie iba a molestarnos.
—¿Eh, qué significa todo esto? —gruñó Elkins, levantándose casi de un salto y dirigiéndose hacia el grupito de rufianes.
—¡No te metas! —ladró Shaw—. Quédate al margen. No te andamos buscando a ti, Elkins. Supongo que no te opondrás a que nos ocupemos de este gorila, visto el modo en que te está vapuleando. Todo sale a pedir de boca. Además, ¡tuya ha sido la atención de traernos aquí a este perro sanguinario, al mismísimo Dorgan! ¿Qué te parece todo esto, listillo?
Yo lo veía todo rojo, pero con aquel cuchillo afilado como una navaja plantado en mi garganta, comprendí que era el momento de demostrar lo diplomático que puedo ser; me limité a responder:
—Vete a paseo, maldito patán. No me das miedo. ¡Siempre podré partirte el cráneo a patadas!
—Lo que pretendas hacer vale una mierda —se burló Brock—. Venga, Waspy, ¿me lo cargo?
—Eh, ¿no iréis a largarle ahora que no puede defenderse? —preguntó Elkins.
—No te metas —le aconsejó Klisson.
—Eso es, no es cosa tuya, Elkins —dijo Shaw—. Será mejor que te largues. Sujétale bien, Ahmed, y si hace cualquier movimiento, ¡te lo cargas! Yo voy a...
Lo que quería hacerme no lo supe nunca, porque, en el mismo instante, Elkins lanzó un rugido, agarró la muñeca de Ahmed con una mano y le golpeó en la mandíbula con la otra. Ahmed se fue al suelo, Elkins se le echó encima al tiempo que Klisson le daba un golpe con su cachiporra.
Casi simultáneamente, me incorporé, como un muelle que es liberado; me corría un poco de sangre por un ligero corte en la garganta y le golpeé tan fuerte a Klisson que pude ver su espina dorsal mientras volaba por los aires. Brock se me echó encima, por detrás, cerró un brazo alrededor de mi cuello y empezó a golpearme el cráneo con su puño americano. Mientras tanto, Spagelli sacó un cuchillo y Waspy Shaw un revólver. Me agaché con presteza y conseguí que Brock pasara por encima de mi cabeza. Golpeó de lleno a Spagalli, y los dos rodaron por el suelo. Waspy Shaw eligió aquel instante para disparar contra mí, y su primera bala me rozó el cabello; la segunda se llevó un trozo de oreja pero, casi en el acto, una patada arrancó la pistola de las manos de Waspy y le rompí tres costillas con un derechazo. Según caía, le endilgué un gancho de izquierda en la mandíbula y, cuando tocó el suelo, estaba tan tieso como un arenque en vinagre.
Me volví para ocuparme de Brock y de Tony, y escuché un ruido bastante raro, como un tam-tam indígena. Al caer lo habían hecho sobre Elkins, que les había agarrado por el cuello y golpeaba sus cabezas, una contra otra, mientras canturreaba:
—Me quiere... no me quiere...
Apartó a un lado los dos cuerpos inertes y se dirigió a mí:
—No te quedes ahí plantado como un idiota. Acércate y volvamos a donde lo habíamos dejado.
—¡No puedo pelear con un hombre que acaba de salvarme la vida! —protesté.
—¡Excusas! —rugió sonoramente—, ¡Sobre gustos no hay nada escrito, como dice el refrán, pero se trata de saber quién se quedará con Teddy!
—Es verdad —admití—. Bueno, levántate y sigamos con la carnicería.
Empezó a incorporarse, pero lanzó un aullido y volvió a caerse al suelo, profiriendo horribles juramentos.
—Creo que se me ha roto la maldita pierna —dijo con mucho esfuerzo—. ¿Cómo puedo combatir contigo en estas condiciones?
—Déjame ver —sugerí.
Aulló y juró más alto todavía cuando le palpé la pierna en cuestión.
—Tengo la impresión de que se te ha roto el tobillo, o de que se te ha torcido —dije—. Debe haberte ocurrido cuando Klisson te derribó. Bueno, te ayudaré a volver a tu casa. Acabaremos la pelea cuando te hayas restablecido.
—¡Y mientras tanto saldrás con mi amiguita! —aulló.
—¡Claro que no! —protesté colérico—. No la volveré a ver hasta que puedas luchar de nuevo.
Me pasó un brazo por el hombro y, con fuertes gruñidos, juramentos y gemidos, nos alejamos lentamente bajo la luz de la luna. A nuestras espaldas, el claro quedaba sembrado de cuerpos que empezaban a retorcerse y a gemir según iban recuperando el conocimiento.
Acompañar a Big Bill Elkins a su casa no fue un viaje de placer. Casi debía llevarle a cuestas, porque el pobre no podía apoyar el pie en el suelo. Pero al fin llegamos y, entramos en la Yorkshire Tavern a altas horas de la noche, casi a punto de amanecer. Me pregunté si Teddy me estaría esperando en su cuarto. No había pensado que aquel asunto fuera a llevarme tanto tiempo.
Las calles estaban desiertas, y en la taberna no había nadie, salvo el que se ocupaba de la limpieza y todo lo demás. Nos miró estupefacto.
—¡Habéis estado peleando vosotros dos! —-nos acusó—. ¿Qué te ha pasado en la pierna, Bill?
—¡Un canario que me ha dado una patada! —rugió Elkins—. Cierra el pico y tráeme linimento.
—De acuerdo —dijo el tipo—. Nunca hubiera imaginado que un canario pudiera golpear tan fuerte. ¡Eh, espera un momento!
Buscó en el bolsillo del pantalón y sacó un trozo de papel muy arrugado.
—Es para ti, una nota; la han traído de El Gato Amarillo. Big Bill la tomó, la desdobló y leyó rápidamente el mensaje; lanzó un terrible alarido. Me pasó el billete por la nariz, sofocado hasta tal punto que estaba escarlata. Recogí el billete y lo leí.
Querido Bill:
Creo que esto te enseñará que no se puede ganar el corazón de una chica noqueando a todos sus admiradores. Cuando Dorgan hizo que «Gorila» Baker atravesara la pared de mi camerino, comprendí que la Providencia me enviaba un instrumento del que podría servirme. Engatusé al marino y le persuadí para que te desafiara. Mientras estabais ocupados partiéndoos la cara el uno al otro, eso me permitiría huir y casarme con un muchacho del que llevo enamorada mucho tiempo... Jimmy Richard, el saxofonista de la orquesta de El Pez Martillo, la sala de fiestas que hay un poco más abajo en esta misma calle. El pobrecito tiene tanto miedo de ti que no se atrevía a acercarse a mí cuando andabas cerca. Se me ocurrió esta estratagema y, cuando leas esta carta, ya estaremos casados y muy lejos. Era una jugarreta muy fea para jugársela a un marino, pero una débil mujer tiene que emplear todo lo que esté en su mano cuando se las tiene que ver con unos gorilas como vosotros. Adiós, ¡y ojalá y te rompas una pierna!
Te quiere, TEDDY.
—¡Casada! ¡Con un saxofonista! ¡Teddy! —gimió Elkins; apoyando la cabeza en mi hombro, empezó a quejarse como un toro que tuviera un buen cólico—. ¡Se ha burlado de mí! —sollozaba—. ¡Me ha humillado! Soy un hombre acabado. Me ha rechazado, me ha abandonado. ¡Oh, Muerte, dame tu beso fatal!
Yo estaba demasiado paralizado por la sorpresa como para decir, nada. ¡Un saxofonista! ¡Pudiendo tenerme a mí!
—Cuando hayas acabado de empaparme la camisa con tus lágrimas —dije pasado un momento—, me avisas. Quiero ir a apagar mi amor no correspondido en sangre. ¡Espero que aparezca «Gorila» Baker! Sin él, nunca me habría visto en un lío parecido. Pero nadie puede burlarse de mí y quedar impune. Cuando haya acabado con él, ¡seguro que seré más prudente a la hora de elegir el muro que atravesará la próxima vez que le pegue una zurra!