Cuando entré en la trastienda del bar Ocean Wave, Bill O'Brien, Mushy Hansen, Jim Rogers y Sven Larson levantaron la nariz de sus respectivas cervezas y se echaron a reír ruidosamente. Bill O'Brien exclamó:
—¡Si es el gran hombre de negocios!
—No hay más que ver el panamá y el bastón —dijo Jim Rogers, ahogándose de la risa—. ¡Y el collar de ricachón de Spike!
Mushy suspiró melancólicamente.
—Vivir para ver, ¡Dennis Dorgan pavonéandose como si fuera un vulgar pisaverde!
—¡Escuchadme todos, ratas de muelle! —dije, dominado por una legítima cólera—. Si he hecho un enorme esfuerzo para vestirme como un caballero, no es cosa que os tenga que permitir esos insultos. El camarero me ha dicho que os encontraría aquí. ¿Qué queréis?
—Si consigues sacar algo de tiempo de tus importantes transacciones —declaró Bill con un tono cáustico—, «Hard-cash» Clemants, aquí presente, tiene una proposición que hacerte.
El susodicho individuo estaba allí sentado, fumándose un enorme puro, barrigón y más coriáceo que nunca.
—No os canséis —dije—. He colgado los guantes. He peleado con gorilas con orejas de coliflor desde el día en que fui lo bastante alto para levantar los puños y...
—Sólo porque hayas tenido la suerte increíble de apostar por la yegua ganadora en Tía Juana, ya te crees lo bastante bueno como para no volver a boxear —se burló Rogers—. Quitar el pan de la boca a tus compañeros de a bordo, eso es algo...
—¡Cierra el pico! —rugí, blandiendo bajo su nariz un enorme puño curtido por el sol—. ¿Cómo conseguí el dinero que aposté con aquella potranca? Enfrentándome durante quince asaltos con el campeón de los pesos pesados de la Marina, bajo un sol de plomo que casi fundía la resina del tapiz. Y mientras, vosotros estabais sentados tranquilamente a la sombra, bebiendo whisky con soda y abanicándoos; luego, os contentasteis con echaros al bolsillo el dinero ganado con las apuestas. A mí me dio por apostar toda la pasta que me quedaba en un caballo que pagaba cincuenta a uno y que llegó el primero. ¡Quitaros el pan de la boca! Ganasteis bastante dinero apostando a mi favor... además, ya me he cansado de pelear. Es inútil que Ciernants malgaste saliva porque...
—No quiere contratarte para un combate —dijo Bill, impaciente—. Si te callas un segundo, podrá explicártelo...
—Así es —bramó «Hard-cash», masticando furioso su cigarro—. Es un asunto personal. He venido a verte porque necesito a un hombre en quien pueda confiar plenamente. Compensas tu falta de cerebro con honestidad. Eh, muchachos, ¿conocéis ya a mi hijo Horace?
—No —respondieron a coro.
—Bueno, pues no os perdéis nada —rezongó—. Es como un pollo mojado. La señora Clemants lo mandó a un colegio para ricachones desde su más tierna infancia, y el resultado es que mi hijo se ha convertido en un cordero, en un alfeñique. ¡Músico! ¡Bah!
—Bueno, ¿y qué? —pregunté.
Las venas se le hincharon en las sienes y sus ojos ardieron, mordió el cigarro tan furiosamente que sonó como si un caballo estuviera pateando un cactus.
—¿Y qué? —rugió—. ¿El hijo de Hard-cash ganándose la vida tocando el arpa? No toca en una orquesta de jazz, cosa que sería pasable. ¡Una maldita arpa! Quiero sentirme orgulloso. Quiero hacer de él un hombre. Quiero...
—Vale, vale, vale —le interrumpí impaciente—. ¿Qué quieres que haga?
—Simplemente lo que voy a decirte —gruñó, y todos se inclinaron sobre la mesa, a la expectativa—. No juega al fútbol, ni al billar, no pelea, ni bebe whisky... en pocas palabras, no hace nada de lo que hace un chico de su edad de lo más normal. Se me ríe en la cara cuando le hablo de mis negocios, de mi trabajo como organizador de combates. Ha sido criado entre algodones. Debería luchar para buscar su hueco bajo el sol, como hice yo. ¡Debía ser educado por las duras, como me eduqué yo!
»Tiene en mente casarse con la hija de un contable más pobre que un indio paiute... he preferido librarme de esos pringados, y le he obligado a salir con Gloria Sweet.
—Una gran mejora —observé.
—En todo caso, no hay peligro de que Gloria quiera casarse con él —dijo Hard-cash—. Pero la cuestión no es ésa. Ya llego al punto. Quiero que tú y tus compañeros os llevéis a Horace a un crucero por el golfo de California, ¡y que hagáis de él un hombre!
—Quizá Horace no quiera venir —sugerí.
—En efecto —dijo Hard-cash con una voz siniestra—. Deberéis «persuadirle».
—¿Embarcarle a la fuerza? —pregunté.
—Para hablar claramente —gruñó Hard-cash—, ¡sí! Os daré mil dólares, más dinero para los gastos del crucero, y os procuraré un yate. En estos momentos está amarrado en Hogan's Fiat. Quiero que le hagáis abandonar todas esas ideas estúpidas que tiene en la cabeza. Haced de él un marino... ¡que vuelva con las manos encallecidas y pelo en el pecho! ¡Que olvide todas esas memeces, los libros y la música! ¡Haced de él la clase de hombre que su padre era cuando tenía su misma edad!
—¡Oh, espera un poco! —dije—. Me estás desanimando. A fuerza de cantar tus propias alabanzas, te has hecho una reputación, como si hubieras luchado continuamente para triunfar, y has acabado por creerte tus propias historias. No has trabajado con las manos ni un solo día de tu vida. No tienes ni un solo callo en las manos. Te dedicaste a los negocios desde muy joven organizando combates de boxeo entre los vendedores de periódicos de las cuadras de tu viejo. ¡Luchar para triunfar! ¡Dejabas que los demás lo hicieran por ti, eso es todo! ¡Educarle por la malas! ¡Tú eres lo bastante deshonesto para poderlo hacer por ti mismo!
Se puso escarlata y los ojos casi se le salieron de la cabeza, pero continué:
—Ahora, porque ese muchacho no está a la altura de lo que tú opinas que eras a su edad, quiere que se le eduque a la fuerza y se le convierta en alguien que se te parecerá, al menos, eso es lo que te imaginas. Vas a destruir la vida de ese muchacho para siempre cambiando sus ideas y sus ambiciones, y únicamente porque crees que no es digno de tu reputación de duro de pelar, tu fama de alguien que con sus puños ha llegado a lo más alto... una reputación totalmente falsa y una mentira que te cuentas a ti mismo. ¡No hay nada que hacer!
—¡Dennis! —suplicaron mis compañeros—. ¡Piensa en el dinero!
—¡Al diablo! —repliqué, con mi acostumbrada dignidad—. Deberá buscarse a otro para que le haga el trabajo sucio. Que no cuente conmigo.
—¡Vamos, Dorgan! —me amonestó Clemants, aplastando el cigarro entre los dedos.
—No hay nada que hacer —repetí con firmeza—. De todos modos, estoy demasiado ocupado. Ahora soy un hombre de negocios. Billy Ash, del Tribune, me encargó ayer mismo un reportaje: asistir al entrenamiento de Bull Clanton y Flash Reynolds y tomar nota de mis impresiones y darles la forma de un artículo. Le oí dar instrucciones de que lo que yo escribiera se publicara exactamente igual a como lo hubiera escrito. ¡Y está aquí, en este periódico!
Orgullosamente, saqué del bolsillo un ejemplar del Tribune, lo desplegué y lo agité ante sus atónitas miradas.
—Aquí, en las páginas deportivas, con mi nombre en letras bien grandes —dije—. Billy me dijo que yo era tan conocido en la Costa Oeste que los lectores estarían interesados en conocer mis opiniones. Este artículo debería vender una buena tanda de asientos del ring. ¡Salud! Me largo al campo de entrenamiento de Reynolds. Tengo ganas de ver lo que le parece lo que he escrito de él.
Con un gesto del panamá, flamante y nuevo, me fui, haciendo silbar el bastón como le había visto hacer a Billy Ash, seguido de Spike, que tenía un collar nuevo con una placa de oro.
Mientras llamaba a un taxi pensé un poco en mí mismo: seguro que Billy había apreciado mi artículo, ¡y quizá incluso consiguiera un trabajo regular como periodista deportivo! Era Clemants quien había organizado el encuentro Clanton-Reynolds, que se disputaría dentro de dos semanas, y aquello sería una buena propaganda que podría hacer bajar el interés por encontrar localidades para el espectáculo de Shifty Steinmann previsto para dentro de una semana, un combate que no contaba para el título entre Terry Hoolihan y el campeón de los pesos medios «Pantera» Gómez. Era la guerra abierta entre Clemants y Steinmann, pues cada uno de ellos intentaba controlar todos los combates de boxeo de Frisco. Esperaba que Billy me pidiera que le hiciera una entrevista a Hollihan, que se entrenaba en Oakland. Nunca le había visto; acababa de llegar a la Costa Oeste proveniente de Chicago.
Dejé a Spike en el hotel, porque siempre se anda peleando con todos los perros que se encuentra por la calle, y luego me dirigí al garito de Flash Reynolds. Según entraba en el gimnasio, situado no muy lejos de los muelles, me sentí lleno de un modesto orgullo. Sabía que habría leído mi artículo, y me preguntaba lo que diría al respecto. Lo que dijo me dejó estupefacto.
Voces bastante altas llegaron a mis oídos desde la sala del gimnasio; abrí la puerta y vi a Flash, a su manager, a sus segundos y a los sparrings inclinados sobre un periódico abierto encima de una mesa, profiriendo juramentos que habrían avergonzado a un hotentote. Se volvieron y Reynolds lanzó un aullido sanguinario.
—¡Aquí está el maldito hijo de puta! —bramó, blandiendo hacia mí uno de sus puños con el que sujetaba el periódico.
—¿Qué pasa ahora? —pregunté.
Su manager se sujetó la cabeza con las manos y gimió, y Reynolds se puso a patalear y a bufar como si fuera un jaguar.
—¿Qué pasa? —aulló—. ¿Qué pasa? ¿Tú has escrito esto?
Me agitó el periódico ante la nariz, y respondí con modestia:
—Claro que he sido yo. ¿No has visto lo grande que han escrito mi nombre al pie del artículo?
—¡Escucha esto! —aulló—. «Hoy he visto a Reynolds y a Clanton entrenándose en sus respectivos gimnasios. Reynolds es un boxeador que tiene clase, y seria todavía mejor si fuera capaz de golpear tan fuerte como para romper una caja de cartón».
Reynolds interrumpió la lectura un instante, vencido por la emoción, y aprovechó para dar algunos saltos en el aire. Luego, prosiguió:
—«Reynolds es ligero y rápido, y es una pena que tenga la mandíbula de cristal. No creo que realmente sea tan gallina como dicen algunos. En fin, ¡el futuro nos lo dirá! Tengo cierta propensión a hacer el siguiente pronóstico: Clanton podría conseguir la victoria por K.O. en el primer asalto, pero Bull es tan lento como un buey, no es muy avispado. Bull tiene un punch muy poderoso, y es una pena que sea tan estúpido. Sin duda, será un combate pasable y, de momento, no pienso en ningún vencedor, pero para mi humilde opinión y para ser honesto, sería capaz de darles una buena manta a los dos a la vez y en el mismo ring».
De nuevo, Reynolds fue dominado por la emoción y sólo pudo aullar sonidos incoherentes, de un modo que les puso la carne de gallina a sus muchachos.
—Bueno, ¿y qué? —pregunté—. He dicho que eras un boxeador que tenía clase, ¿no? ¿Qué más halagos esperabas? ¿Quieres que mienta?
Al oír aquello, lanzó un horrible alarido.
—¡Me ocuparé de ti! —bramó—. El manager de Clanton te ha pagado para que escribas todo eso y desanimarme. Pero no va a funcionar. ¡Estoy más tranquilo que nunca!
Para demostrarlo, hizo añicos el periódico, los tiró al suelo, empezó a pisotearlos y, acto seguido, movió la cabeza lanzando aullidos como si fuera una pantera. Al fin, de un modo bastante impulsivo, se lanzó contra mí y me lanzó el puño derecho contra la mandíbula, poniendo en el golpe todas sus fuerzas.
Me fui dando bandazos contra un muro y reboté en él; le alcancé en el mentón con un gancho de derecha y se quedó dormido por un buen rato. Ignorando los gritos frenéticos de su entrenador, me di media vuelta y me fui muy digno para verle la cara a Bull Clanton, que pensaba que mis opiniones me habían sido «sopladas» por los hombres de Reynolds, advirtiéndome que tomaría a sangre y fuego el campo de entrenamiento de su enemigo.
De común acuerdo, nos tomamos de la mano y bailamos un poco, para desgracia de los macizos de flores. Cuando nos separamos, nos levantamos e intercambiamos algunos golpes con energía y violencia. Finalmente, le envié mi famoso «Iron Mike» a la mandíbula y se hundió entre los restos de una palmera; no se movió más.
Limpiándome el sudor de los ojos, lancé centelleantes miradas a mi alrededor, hasta que vi una familiar silueta que acababa de llegar a la carnicería y que me miraba con la boca abierta. Era Billy Ash. Se acercó a mí llamándome por mi nombre. Mis precedentes desventuras me habían llenado de amargura y me habían desilusionado terriblemente. Me daba cuenta vagamente de que inocentes comentarios provocaban resentimiento, y supuse que Billy querría echarme otro rapapolvo. No estaba yo de humor para nuevas críticas, pero, al mismo tiempo, no tenía ganas de pegarle a Billy. Me di media vuelta y me largué a toda velocidad, ignorando sus gritos.
Salí de la acera con un salto poderoso y aterricé en el estribo de un taxi que pasaba justo en ese momento. El chófer gritó sorprendido y juró.
—¡Cierra el pico! —le aconsejé, metiéndole un dedo en el oído—. ¡Llévame a cualquier parte, y deprisa!
—¿Dónde? —preguntó, muy pálido.
—Al lugar más desierto y deshabitado que conozcas —dije—. ¡Adoro la soledad!
Bueno, no dijo ni pío y sólo apretó el acelerador, y yo estaba tan absorto en mis cosas que no me di cuenta de hacia dónde iba hasta que se detuvo cerca de un viejo cartel que brillaba débilmente.
—¡Este es el lugar más desierto que conozco! —declaró.
Todavía estaba afectado por lo que me acababa de pasar, así que le pagué la carrera como en trance y se largó a toda pastilla, como si estuviera convencido de que le iba a rebanar la garganta.
Miré a mi alrededor y reconocí casi al instante el lugar en el que me encontraba. Había estado tan absorto en averiguar por qué Clan- ton y Reynolds estaban tan furiosos conmigo que no me había fijado en gran cosa. Unos aullidos capaces de helarle a uno la sangre en las venas me sacaron del atontamiento.
Me encontraba en un lugar del puerto llamado Hogan's Fiat, una extensión desolada cuyos únicos habitantes eran pescadores. No había nadie cerca de las miserables cabañas, y el único signo de vida era un yate amarrado junto a un viejo pontón en ruinas, a poca distancia de donde me encontraba. Parecía bastante espectral en las tinieblas. Del yate llegaban sonidos de una lucha violenta; luego, una voz aulló:
—¡Socorro! ¡Al asesino! ¡Policía!
La voz me parecía familiar; me dirigí al pontón. En el mismo momento en que llegaba, un hombre descendió a toda prisa por la pasarela del yate, saltó a una barca y empezó a remar frenéticamente hacia la orilla. Según se acercaba, le oí resollar y, cuando me incliné desde el muelle, reconocí a Bill O'Brien.
Su rostro formaba un óvalo blanco en la penumbra. Levantó los ojos y exclamó:
—¿Eres tú, Dorgan?
—¿Quién quieres que sea, animal? —gruñí impaciente—. ¿Qué ha pasado?
Trepó al muelle y se reunió conmigo. No tenía muy buen aspecto. Su ropa estaba desgarrada, tenía un ojo a la funerala y un chichón en el cráneo gordo como un huevo.
—Déjame que recupere el aliento —jadeó—. ¡Es esa hiena... el retoño de Hard-cash!
—¿Qué? —dije sobresaltado—. ¡Quieres decir que...!
—Yo y los chicos no estamos tan forrados como tú —se defendió—. Cuando te marchaste, volvimos a hablar del asunto y le dijimos a Hard-cash que nosotros nos encargaríamos del trabajo sin ti. Intentó hablar con su chico por teléfono, para que se acercara al yate con cualquier motivo, pero los criados le dijeron que Horace había salido. Dejó una nota diciendo que iba con Gloria Sweet a un club nocturno. Clemants nos prestó su coche y nos fuimos al garito en cuestión. Le dimos un mensaje a un camarero, algo así como que el acompañante de Gloria Sweet debía salir un momento al exterior... todo el mundo conoce a Gloria Sweet, pero nadie conoce a Horace. Bueno, salió y le llevamos a un aparte. Mientras atraía su atención y le pedía una cerilla, Mushy le noqueó con una cabilla. Le metimos al coche y le trajimos aquí.
»Recuperó el conocimiento cuando ya le habíamos subido a bordo del yate. Dennis, no sé lo que pretenderá su padre, ¡pero este chico es un tigre sanguinario! ¡Es el mismísimo infierno! Intenté explicarle de qué se trataba, pero se comportaba como si una hiena moteada estuviera manejando una sierra circular. Según Clemants, su hijo era bastante amanerado, pero en todos mis viajes por los Siete Mares nunca antes había oído a nadie maldecir como lo hacía Horace. Al principio, intentamos ser amables con él, pero luego se lanzó contra nosotros. Un instante más tarde, luchábamos para salvar la vida. Se libró de Mushy, de Sven y de Jim. Estaba a punto de matarme cuando pude hacerme con una cabilla y atontarle, ¡pero sólo durante un segundo! Le encerré con llave en un camarote. ¡Escucha!
Del yate llegó un eco sordo, como si alguien golpeara un tonel de hierro con un martillo.
—Es él... golpeando la puerta con los puños —declaró Bill, temblando ligeramente—. Por suerte, es una puerta blindada a prueba de balas; si no, ya la habría echado abajo. Todo el yate es a prueba de balas; es el barco que el viejo Clemants empleaba para hacer contrabando de ron.
»Cuando le hube encerrado, me di cuenta de que era demasiado trabajo para los chicos y para mí, y tenía miedo de dejarle salir. Me largué a buscarte...
—Cada vez que os dejo solos, montón de merluzos, acabáis en un lío —dijo con acritud—. Esto me recuerda aquella vez en la costa de África cuando tuve que arrojarme desde la borda del Python al agua para llegar a nado a la orilla y ayudaros a soltar a una fiera que habíais capturado. ¡Anda, sígueme!
Subimos a la canoa y remamos hacia el yate. El jaleo había cesado y Bill estaba más nervioso que nunca. Dijo que, en su opinión, Horace pensaba en algún modo de hundir el yate y ahogar a todos los que se hallasen a bordo. Trepamos por la pasarela y vi tres cuerpos tendidos en el puente. Sven y Jim no no se movían, pero Mushy Hansen estaba murmurando, y me pareció que balbuceaba:
—¡Las mujeres y los niños, primero!
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Bill, temblando como si tuviera fiebre.
¡Seguro que Horace le había causado una fuerte impresión!
—Voy a entrar a hablar con Horace —respondí—. Quédate aquí.
—¡Es un suicidio! —gritó Bill.
Resoplé despectivo, abrí la puerta de la cabina y entré. Me quedé quieto, estupefacto. Nunca había visto a Horace, pero sí que me había hecho una idea de él... muy diferente de la del joven pirata que rugía de cólera, con la mandíbula cuadrada y mirada helada que se me enfrentaba en aquel momento. Raramente había visto un físico más terrible. De una altura y un peso medios, tenía un cuello de toro, hombros muy anchos, torso poderoso y fina cintura, un cuerpo que se ve raramente, incluso en un ring. Su rostro expresaba una dureza increíble, y sus ojos brillaban de un modo sorprendente. Me quedé petrificado por el estupor.
Nuestro invitado emitió un ruido —que me recordó algo que oí en una visita que un día hice a un zoológico— cuando me vio, y empezó a avanzar hacia mí con un paso ligero, apretando los macizos puños.
—Otro, ¿eh? —gruñó con voz sanguinaria.
—Un instante, Horace —le dije—. Toda esta historia es una terrible equivocación...
—¡Ja! —se echó a reír con una risa que era como pasar un rallador por un barrote de hierro—. En efecto, es una equivocación... para ti. Han sido los apostadores quienes os han encargado el trabajo, ¿verdad?
—Ignoro de qué hablas —repliqué con cierta irritación—. Si quieres saberlo, el pájaro que ha tenido esta idea no ha sido otro que Hard-cash Clemants.
La mención del nombre de su padre pareció enloquecer a Horace. ¡Vi con horror que tenía espuma en los labios!
—¡Oh, él! ¿De verdad? —rugió—. Bueno, cuando le encuentre también acabaré con él...
—Vamos, Horace —contemporicé—. No es modo de hablar de tu...
Se volvió hacia mí como un leopardo hambriento.
—¿Cuánto os ha pagado ese canalla? —preguntó brutalmente—. Lo vais a necesitar para pagar un abogado. ¡Haré cuanto pueda para que tú y los tuyos acabéis en la cárcel por lo menos diez años por todo este asunto!
—¡Eh! No tan deprisa —dije severo—. No tengo nada que ver en todo esto, y no permitiré que mis compañeros sean condenados injustamente. Te liberaré pero, primero, debes prometerme que tendrás la boca cerrada.
—Claro —se burló—, y lo haré hasta que llegué a la estación de policía más cercana.
—Veo que es inútil intentar discutir contigo —dije, exasperado por su cabezonería—. Te repito que voy a liberarte, pero lo haré de tal manera que no podrás volver aquí con los polis. Te voy a tapar la cabeza con un saco, para que no veas dónde estás, te llevaré a tierra y te dejaré libre a cierta distancia.
—¡Vete al diablo! —se irritó, levantando los puños.
—Vamos, sé razonable —le aconsejé—. ¿Te crees que queremos acabar entre rejas? Mira, un saco; si te estás tranquilo unos segundos...
Con un grito capaz de congelar la sangre, se lanzó sobre mí y me golpeó en la mandíbula con un swing de derecha que era como un tornado. Me fui hacia atrás y me golpeé en una mesa; se abalanzó contra mí lanzando golpes con la derecha y la izquierda, al cuerpo y a la cabeza. Yo era más alto y pesado que él, pero en él todo eran músculos de acero. Uno de sus puñetazos me cerró un ojo, otro me arrancó un trozo de oreja, uno más hizo que de mi nariz manara un río de sangre. Revolviéndome, le envié de un mamporro al otro lado de la cabina, pero volvió casi en el acto al ataque. Yo actuaba en legítima defensa; le aplasté el puño derecho en la mandíbula, poniendo en el golpe todas mis fuerzas. Se fue al suelo, atontado.
Cogí el saco y se lo puse en la cabeza, llamando a Bill O'Brien, que entró, pálido y tembloroso y miró furioso al guerrero que estaba tendido en el suelo casi sin creérselo. Pero me ayudó a atarle y a llevarle a la barca; luego, nos dirigimos a la orilla.
Nos costó todo el trabajo del mundo izarle al pontón, porque según se recuperaba empezó a patalear y a retorcerse en su saco como una anguila con calambres. Sin embargo, al fin lo conseguimos y nos dejamos caer sobre las tablas del muelle, justo lo suficiente para recuperar el aliento. En el mismo momento oímos que un auto llegaba como una tromba por los muelles.
—¡Los polis! —aulló Bill.
Pero, antes de que pudiéramos huir, el vehículo llegó al pontón y se detuvo con un chirrido de sus neumáticos; de su interior salió una figura familiar y barriguda. Era Hard-cash Clemants, y tenía espuma en los labios. Su rostro parecía verdoso bajo la tenue luz del farol, la única luz de todo Hogan's Fiat.
—¡Pandilla de idiotas! —bramó—. ¡Inútiles! ¿Dónde está mi hijo?
—No seas tan sarcástico —gruñó Bill, limpiándose un poco de sangre que le corría por el cuero cabelludo—. Mil dólares no es lo suficiente para que nos juguemos la vida. ¡Este caníbal no necesita un viaje por mar, sino una jaula en el zoológico!
—¿De qué me hablas? —graznó Clemants—. Creía que vosotros, pandilla de retrasados mentales, os ibais a ocupar de mi hijo y lo que ése ha hecho ha sido fugarse de casa con la hija del contable. ¡Se han casado y se han ido a Los Angeles! El padre de esa desvergonzada acaba de telefonearme.
—Entonces, ¿quién es este tipo? —preguntó Bill.
Quité a toda prisa el saco que cubría la cabeza de nuestro cautivo, liberando al mismo tiempo una ristra de juramentos y maldiciones que escuchaba sólo muy de cuando en cuando. Hard-cash lloriqueó y vaciló.
—¡Gran Dios! —aulló—. ¡Es Terry Hoolihan, el campeón de los pesos medios!
—Sí, y os atacaré a fondo —prometió Hoolihan con voz sanguinaria—, y cuando haya acabado con todos vosotros, ¡mandaré lo que quedé a la jaula hasta el fin de vuestras vidas!
—Pero era él quien estaba con Gloria Sweet... —empezó a decir Bill, anonadado.
—¡Horace no estaba con ella! —aulló Hard-cash, pataleando y saltando en el aire, loco de rabia—. ¡Nunca estuvo con ella! ¡Me engañó! ¡Ha usado a Gloria como señuelo durante todo el tiempo! Salía con esa chica, Joan, cada vez que yo creía que estaba con Gloria. ¡Os repito que se ha casado con ella! Con Joan, quiero decir. ¡La hija de un contable! ¡Señor!
—¿Y cuál es la diferencia entre un contable honesto y un organizador de combates amañados? —preguntó una voz dura.
Todos nos volvimos... excepto Hoolihan, que seguía atado y sólo podía mover un poco la cabeza, que es lo que hizo. Vimos a Billy Ash. Estaba loco de rabia, como nunca antes le había visto. Se acercó a Hard-cash.
—¡Di una sola palabra contra esa chica y te arranco la cabeza y la arrojo a la bahía! —gruñó entre dientes—. Esa joven es mi hermana. Ignoro por qué se ha ido con ese merluzo que tienes por hijo, pero ahora están casados. Así que vas a ayudarles y a pagarlo todo.
—¡Prefiero arder en el infierno! —rugió Hard-cash.
Billy emitió una risa implacable.
—¿Sabes lo que ha pasado esta tarde? —dijo—. Dennis, aquí presente, ha ido a ver a esos dos llamados boxeadores profesionales y les ha dejado K.O. a los dos en el gimnasio de Reynolds.
Hard-cash dio un salto en el aire.
—¿Qué? ¡Dios mío! ¿Está en los periódicos? —bramó, dominado por el pánico.
—Todavía no —dijo Billy—. Yo era el único periodista presente. Pero si sigues hablando mal del honor de Horace y Joan, esta historia figurará en primera plana, con sus titulares y todo, en la edición de mañana por la mañana. Has hecho creer al público que esos dos gandules tenían madera de campeones, y te has gastado ya mucho dinero para intentar demostrarlo. ¿Qué dirías de un artículo en primera página contando cómo Dennis noqueó a esos dos aspirantes a campeones? Si aparece ese artículo, ¿cuántos billetes piensas que vas a vender?
Hard-cash empezó a temblar como una hoja y se limpió la frente con mano lánguida.
—No hagas eso, Billy —suplicó—. He invertido mucho dinero en ese combate. Si no saco algo de dinero, ¡estaré arruinado, hundido!
—Mira —replicó Billy—, tu enemistad con Shifty no es cosa mía. Pero si no haces algo para ayudar a esos dos chicos, enciendo la mecha y toda la ciudad estará al corriente de toda la historia.
—¡De acuerdo, Billy, de acuerdo! —dijo Hard-cash a toda prisa—. Les mandaré un buen cheque mañana por la mañana a primera hora.
—¡Si no es pedir demasiado, alguien podría desatarme! —gritó Hoolihan, encolerizado—. ¡Esperad a que vaya a buscar a mi abogado! Ignoro de lo que estáis hablando, pero sé una cosa: Clemants contrató a unos tipos para que me raptaran y que no pudiera librar mi combate con Gómez. ¡Alguien va a verse entre rejas por esta canallada, podéis creerme!
Billy le miró fijamente a los ojos.
—¿Oh, de verdad? —se burló—. ¿Te gustaría que tu mujer, a la que has dejado tan contenta en Chicago, se enterase de tu aventura con Gloria Sweet?
—Espera —suplicó Hoolihan—. Por favor, no digas nada. Nunca has visto a una mujer así de celosa. ¡Es una verdadera tigresa, me haría pedazos! ¿Olvidamos todo esto y borrón y cuenta nueva, muchachos?
Mientras Bill O'Brien soltaba a Hollihan, Billy Ash se volvió hacia mí.
—Dennis —dijo—, ¿por qué te marchaste cuando llegué al gimnasio de Reynolds? Te estuve buscando por toda la ciudad. Tu artículo ha causado sensación. Me gustaría que escribieras alguno más del mismo estilo. ¡Una carcajada por línea! ¡La gente no querrá volver a leer la tira de daylies!
—Ignoro de lo que me hablas —respondí, herido en mi amor propio—. El artículo me llevó mucho trabajo, lo mejor de mí mismo, eso sin hablar de una docena de lápices y una resma de papel. ¡De todos modos, renuncio!
»Hard-cash, me gustaría que me encontrases un combate con los teloneros de Reynolds-Clanton.
—¿Quieres decir que vuelves a boxear? —exclamó muy contento Bill O'Brien—. ¿Y yo y los muchachos podremos volver a ganar dinero apostando por ti?
—Quiero decir lo siguiente: me he dado cuenta de que el único modo con el que puedo comunicarme con mis prójimos es mediante derechazos en la mandíbula —respondí, con la dignidad habitual—. Habrá que pagarme por eso, ¿no os parece, chicos?