Soy impopular en la Sala de Boxeo de los Muelles de Frisco desde la noche en que el presentador subió al ring y anunció: —¡Señoras y señores! La dirección lamenta anunciarles que el combate que debía enfrentar a Dorgan el Marino contra Jim Ash no podrá celebrarse. Dorgan acaba a tumbar a Ash en los vestuarios, y están reanimando a este último con ayuda de un pulmonor.
—¡Vale, pues que Dorgan se enfrente a otro! —bramó la multitud.
—No es posible —dijo el presentador—. Alguien le ha echado un frasco de tabasco en los ojos.
Esta es la historia a grandes rasgos, salvo que no era salsa tabasco. Yo estaba tumbado en una mesa, en mi vestuario, mientras mi segundo me daba unas friegas, cuando entró un tipo de aspecto erudito, gafas oscuras y una enorme barba blanca.
—Soy el doctor Stauf —declaró—. La comisión me ha encargado que le examine para ver si está usted en condiciones de boxear.
—De acuerdo, pero dese prisa —le indicó mi ayudante, Joe Kerney—. Dennis debe subir al ring en menos de cinco minutos.
El doctor Stauf dio unos golpecitos en mi poderoso torso, me examinó los dientes y efectuó un examen completo.
—¡Oh! —exclamó—. ¡Ajá! —añadió—. Tus ojos tienen un problema. ¡Pero lo arreglaré!
Sacó de su maletín un frasco y un cuentagotas y, acto seguido, levantándome los párpados, dejó caer en mis ojos unas cuantas gotas de producto.
—Si esto no hace de usted otro hombre —dijo—, es que no me llamo Barí... digo, Stauf.
—¡Eh, qué está pasando? —pregunté, sentándome y sacudiendo la cabeza—. Tengo la impresión de que se me están dilatando los ojos, o algo parecido.
—Un producto muy saludable —dijo Stauf—. A fuerza de moverse por callejones oscuros, ha conseguido usted estropearse la vista. Pero este producto se la devolverá y... ¡yow!
Sin más advertencia, Spike, mi bulldog blanco, le mordió una pierna. El doctor Stauf se puso a dar vueltas como un peón y, para mi mayor sorpresa, las gafas oscuras y la barba que lucía cayeron al suelo, dejando al descubierto las facciones crispadas por el dolor de Foxy Barlow, el manager de Jim Ash.
—¿Qué significa esta mascarada? —rugí, saltando de la mesa.
Joe Kerney recogió el frasco y olisqueó su contenido.
—¡Es belladona! —aulló—. ¡Dentro de tres minutos estarás completamente ciego!
Lancé un furioso rugido y quise arrojarme contra Barlow, pero éste, a costa de un frenético esfuerzo, consiguió liberar la pierna desgarrada del cepo que formaban las mandíbulas de Spike, y echó a correr como alma que lleva el diablo.
—¿Cómo es que no le hemos reconocido? —gimió Joe—. Teníamos que habernos imaginado que esos canallas intentarían dejarte fuera de combate antes de que subieras al ring. ¡Pero Spike le identificó en cuanto le olió de cerca!
Le aparté de un empujón y salí impetuosamente, aunque medio ciego, al pasillo, donde vi una silueta ataviada con un albornoz que supe que era Ash abandonando su vestuario. Mis ojos se dilataban a tal velocidad que aquel merluzo no era más que una simple mancha.
—¡Maldito hijo de una puta mestiza! —rugí, abalanzándome sobre él esgrimiendo el puño en dirección a su mandíbula, como un hombre que manejase un martillo.
Por suerte, no le alcancé de lleno, pero cuando salí de la sala, guiado por John, que me había ayudado a vestirme, seguían intentando reanimar a Ash.
Joe me llevó a su habitación en el hotel, y durante veinticuatro horas estuve tan ciego como un murciélago. Cuando me restablecí un poco, lo bastante como para distinguir algo, todo era tan borroso y poco definido que era incapaz de desplazarme por mí mismo.
—Hay algo que me extraña —le dije a mi amigo con tono agrio—. ¿Cómo se les ocurrió todo esto a esos merluzos? Ash es especialmente estúpido, y Barlow no es un dechado de inteligencia.
—El primo de Ash, natural del este, es quien le ha incitado a hacerlo —respondió Joe—. No le conozco, pero es un boxeador coriáceo, al parecer, y un tipo astuto, por lo que hemos visto. Red Stalz me contó que Ash le dijo a ese primo que debía encontrarse a un hombre con quien temía combatir, y el primo le aconsejó que te echara esas malditas gotas. Pero ese merluzo de Barlow te puso tal cantidad que te habrías quedado ciego antes de subir al ring si no lo hubiéramos descubierto a tiempo. El primo tenía en mente que per-dieras la vista cuando el combate hubiera comenzado. Pero Barlow lo echó todo a perder.
—Bueno, ¿qué puedo hacer hasta que mi vista vuelva a ser normal? —me lamenté.
—Comprarte unas gafas —me aconsejó Joe.
Así que fui al oculista, donde me gasté la mayor parte de mi escaso dinero en comprar un par de gafas con una gruesa montura de asta. Joe me miraba con estupor.
—¡Buen Dios! —exclamó—. Nunca hubiera pensado que unas gafas pudieran transformar a un hombre hasta ese punto. Eh, con esos anteojos pareces dulce como un cordero y un hombre tímido. Mírate en el espejo.
Lo hice y me escandalicé. Sin mis orejas de coliflor, habría podido pasar por un profesor o vaya usted a saber qué cosa.
—¿Cuánto tiempo tendré que llevar estas orejeras? —le pregunté al especialista.
—Una semana, quizá algo más —dijo—. Le han administrado una dosis terrible de belladona. Es imposible decir con precisión cuando recuperarán sus pupilas su aspecto normal.
Volví a Los Ángeles. Una vez hube pagado el billete de tren, me quedé arruinado y, naturalmente, incapacitado para boxear. Para arreglar las cosas, mientras haraganeaba por mi habitación en el hotel, el gerente vino a verme y me dijo que si no le pagaba en el acto todo lo que le debía, tendría que echarme a la calle, con lo que me largué a los billares para ver si algún compañero me prestaba unos dólares.
—Dennis —dijo Jack Tanner, el primero con quien me encontré—, te juro que no llevo encima ni un mísero dime... pero, dime, podrías dar una pequeña exhibición de boxeo, ¿verdad? Si te lo pido es porque he conocido a un tipo, en el gimnasio de Varella, que buscaba un peso pesado. Quería organizar una pelea amistosa con ocasión de una fiestecita. Ven, se dónde encontrarle.
Nos fuimos hasta el gimnasio y Jack me dijo:
—Ah, ahí está el tipo, hablando con Varella.
Con ayuda de las gafas pude distinguir a un hombre de cierta edad, muy bien vestido y con un bastón con empuñadura de oro.
Varella se fijó en mí y se me acercó.
—¡Hola, Dennis, encantado de verte! Podrías ocuparte del asunto de este caballero, ¿sí o no? Señor, le presento a Dennis Dorgan. Podría valerle, ¿eh?
—No he oído su nombre, señor...
—Soy Horace J. J. Vander Swiller III —dijo el caballero mirándome a través de uno de esos artilugios... un monóculo—. ¡Cáspita, que individuo más singular! ¡La ropa y el aspecto de un matón de los muelles, pero el rostro de un hombre dedicado a los estudios!
—¡Bah, son estas malditas gafas! —protesté—. Sin ellas soy un hombre como los demás. ¡Mire!
Me las quité y Horace III lanzó una exclamación.
—¡Bondad divina! ¡Qué increíble diferencia! ¡Vuelva a ponérselas, se lo suplico! Gracias, creo que usted es el adecuado... Como le decía a mister Varella, busco un púgil para una pequeña demostración amistosa en mi club, El Ateniense. Debe ser un peso pesado y gozar de cierta reputación.
—He aplastado narices desde Galveston a Singapur —repliqué.
—¿De verdad? Bueno, en ese caso será usted conocido. Cuento con el concurso de mister Johnny McGoorty. Será su adversario...
—¿Ese boxeador de tres al cuarto que acaba de llegar a la Costa Oeste? —pregunté—. Bueno, ¿cuál es el fin de la pelea y a cuánto ascenderá mi parte, si puedo permitirme preguntarlo?
—Usted y mister McGoorty recibirán quinientos dólares cada uno —respondió Horace—. Esta pequeña demostración se da en honor de mister Jack Belding, invitado por los miembros de nuestro club. Hemos organizado esta fiesta para él.
—¿Se refiere usted a Gentleman Jack Belding, el futuro campeón? —pregunté.
—Exactamente —respondió Horace—. Mister Belding es un caballero encantador y no se corresponde con la idea que suele uno hacerse de los boxeadores.
—Eso es lo que he oído decir —rezongué—. Ya era todo un fenómeno en la universidad, un atleta aficionado, antes de convertirse en boxeador profesional. Por lo que sé, causa estragos en la alta sociedad del este.
—Mister Belding es tan hábil en un salón como en el ring —replicó Horace, frunciendo el ceño—. Un joven muy cultivado, con excelentes relaciones, y muy bien recibido en la alta sociedad. La fiesta de esta noche será la apoteosis de las celebraciones de nuestro club en honor a tan notable invitado. Ha aceptado ser el árbitro... de hecho, ha sido suya la idea de esta demostración, para que las damas puedan asistir a un típico combate de boxeo sin la lamentable brutalidad y la efusión de sangre que definen los verdaderos combates.
—¿Entiendo que será un encuentro totalmente amistoso? —pregunté.
—Ciertamente. De cualquier modo, esperamos que no deje de ofrecernos acción, aunque inofensiva, en ese combate y que nos demuestren las diversas técnicas del boxeo —fintas, guardias, contras y todo lo demás— de un modo tan realista como sea posible, pero sin dar golpes malintencionados y sin llegar a emplear ninguna de esas brutales estrategias que son tan frecuentes en los modernos combates de boxeo.
—Entendido —dije—. Por quinientos dólares, aceptaría cargar con un tigre de Bengala. Creo que me las arreglaré para echar unos bailes en su demostración amistosa.
—Una cosa más —dijo—. Su ropa no es la adecuada. Deberá llevar algo que no desentone con lo que lleven nuestros invitados antes de ponerse los calzones, lo mismo que después de la exhibición.
—¿Qué es lo que no le gusta? —pregunté, impaciente—. He comprado esta ropa en Barnaby Coast.
—Y sin duda es muy adecuada para los muelles —declaró Horace—, pero debe comprender que no es lo más adecuado para un club donde todos sus miembros son verdaderos caballeros.
—Bueno, pues es todo lo que tengo —gruñí—. Si lo que llevo puesto no le gusta, ¿por qué no me lo compra usted?
—Tal es mi intención —dijo—. Venga... vamos al sastre.
—Oh, un almacén de ropa masculina bastará —observé—. No soy tan difícil.
Fuimos a una tienda de ricachones, y las cosas no tardaron en torcerse.
—Algo un poco deportivo, me parece —pidió Horace—. Un traje que sugiera a alguien que ha pasado por la universidad... un playboy de la alta sociedad, viril pero, sin embargo, erudito.
Los empleados me tomaron de la mano y, antes de que me diera cuenta, me encontraba metido en un pantalón de golf de cuadros, una camisa deportiva de seda —así llaman a esas cosas— con un ridículo lazo de mariposa, una chaqueta con un cinturón a la espalda, calcetines de fantasía de un color amarillo chillón y unas zapatillas de tela sin tacones. Y me olvido de un sombrero panamá de ala ancha. Horace insistió para que se ocuparan de mis alborotados cabellos, que peinaron hacia atrás y me pegaron a las sienes con ayuda de gomina... ¡Bueno, ya basta!
—Mírese en el espejo —me dijeron con orgullo.
Lo hice. Acto seguido, me dejé caer en una silla con la cabeza entre las manos.
—¡No puedo salir así a la calle! —gemí—. Al menos, denme una barba falsa: ¡tendré que matar a los amigos que me vean vestido de este modo!
—¡La metamorfosis ha sido notable! —exclamó Horace—. La ropa, asociada con esas gafas que lleva, han transformado a un rufián de los muelles en una persona de apariencia distinguida que podría pasar por cualquier estudiante atlético de nuestras universidades... ¡Espere! Un último detalle, un par de guantes de piel de cabritillo, de color malva, para ocultar, en la medida de lo posible, esas enormes manos velludas. ¡Ya está! Estoy encantado. Ahora podrá afrontar sin temor las miradas de los miembros e invitados del club. El traje es único... original... y sugiere la intrusión fortuita de la actividad física en la vida de un hombre estudioso e introspectivo, perteneciente a la mejor sociedad. Da usted la impresión de salir del campo de golf de alguna universidad.
—O de un circo —dije secamente—. Tengo la impresión de que el primer alfeñique que se me acerque puede darme una palmada en los hombros y echarme al suelo.
Spike me dio la espalda y se sentó, mirando recto ante él y negándose a concederme la menor atención.
—No hagas eso, Spike —le dije, irritado—. Sé que te avergüenzas de mí, ¡y yo me avergüenzo de mí mismo! Pero debemos ganar algo de pasta.
—Habrá que olvidarse de ese perro de aspecto brutal —dijo Horace—. Pero, no, si lo pienso mejor puede llevarlo con usted. Dará un poco de ambiente a nuestra velada.
—Lo piense mejor o peor —rezongué—, Spike me acompaña, porque si no no voy. Me obliga a vestir con estas ropas ridículas, Doble Jota III, pero no se librará de Spike.
Subimos a una limusina y el chófer nos condujo al club. Era un lugar anonadante. Los miembros eran todos tan ricos como Creso, y el local parecía un verdadero castillo. Un gran muro de piedra rodeaba los jardines, y vi que habían alzado un ring en el césped, a un lado de la casa club, con muchas sillas alrededor y faroles sujetos por encima del cuadrilátero y colgados de los árboles.
—Algunas de las damas se encuentran en el salón de té —dijo Horace—. Venga, se las presentaré. Se interesan enormemente en la psicología y, desde que mister Belding demostró ser un caballero tan fascinante, las damas del club sienten un vivo interés por todas las personas que tengan algo que ver con el mundo del pugilismo. Las va a apasionar, estoy seguro. Cuando llegue mister McGoorty, le haré entrar. Procuré comportarse como un caballero, al menos tanto como le sea posible, y responda educadamente a las preguntas que le formulen esas damas. ¡Recuerde que representan el culmen de la cultura y el refinamiento!
—Siempre he sido un caballero —protesté—. Nunca le he soltado un guantazo a una dama en toda mi vida.
Horace sacudió la cabeza como si tuviera sus dudas y entramos en el local, donde un dispuesto maitre se hizo cargo del sombrero y el bastón de mi acompañante. Quiso también quedarse con mi panamá, y Spike se le tiró a una pantorrilla; había que oír los gritos del tipo. Aparté a Spike y Horace se enfadó.
—Un animal extremadamente violento —dijo.
—No, en lo más mínimo —repliqué—. Es que el pobrecito creía que iban a quitarme el sombrero.
—Eh, dígame —se interesó Horace—, no atacará a mister McGoorty cuando suba al ring, ¿verdad?
—Nunca —respondí—. Sabe lo que tiene que hacer, y sabe lo que hago yo. Pero si alguien por la calle me busca las vueltas, ¡se ocupa de él!
Horace parecía ligeramente inquieto, pero me condujo a un vestuario y me enseñó una buena colección de calzones de boxeo, de seda, colocados encima de una mesa. Dejé el panamá en una silla y vi que Spike le miraba de un modo misterioso.
Luego, Horace me guió hasta otra habitación donde media docena de damas vestidas con trajes de noche bebían té y anunció:
—Señoras, éste es Dennis Dorgan, uno de los participantes de nuestro combate amistoso de esta noche.
Todas levantaron la nariz y me miraron como si fuera una medusa o algo igual de repulsivo.
—¡Caramba! —dijo una de ellas—. Así que usted es un boxeador profesional, mister Dorgan.
—Sí, señora —dije.
—Pues no parece uno de esos individuos —observó otra—. ¿No encuentra esa profesión demasiado burda para un hombre que, por lo que sé, se dedica al estudio?
—Sí, señora —admití, y eso que sólo me hacía una vaga idea de lo que me quería decir.
—Siéntese y tome una taza de té —me dijeron—. Usted es universitario, mister Dorgan, eso está claro... ¿A qué hermandad pertenece?
—Bueno —confesé—, soy marinero de segunda.
Todas se rieron entre dientes.
—Qué sentido del humor tan deliciosamente original, mister Dorgan —dijo una de ellas—. Dígame... ¿cómo un hombre con una cultura tan vasta como la suya puede ejercer una profesión tan brutal? ¿No le resulta difícil soportar a unos individuos tan increíblemente primitivos?
—Bueno —contesté—, me basta con atacarles con ambos puños y golpearles en la cabeza y el estómago hasta que esos merluzos se van a besar la lona.
Parecieron desorientadas. Una me dijo:
—¿Cuántos azucarillos en su té, mister Dorgan?
—Sin azúcar —respondí—. Me gusta el whisky seco.
Tomé la taza, la olisqueé con desconfianza y la alcé educadamente hacia las damas al tiempo que exclamaba con voz jovial:
—¡A su salud!
Y me lo bebí de un trago. Nunca olvido lo que hay que hacer.
Una especie de consternado silencio reinó en el ambiente durante un momento, hasta que una de las damas preguntó:
—Mister Dorgan, ¿qué piensa de Einstein?
—¿Se refiere a Abbie Einstein, de San Diego? —dije—. Bah, es listo, de acuerdo pero sería incapaz de abrir una caja de cartón y no tiene estómago.
Al oírlo, Spike se levantó, enfurruñado, y se dirigió hacia los vestuarios, con un brillo enigmático en la mirada. Las damas me miraban con cierto estupor. Para mi enorme alivio, Horace llegó acompañado de otro tipo y dijo:
—Le presento a mister Dolan, del Tribune, que va a escribir acerca del match amistoso para su periódico.
—Hola, Billy —le saludé, levantándome y dándole la mano, muy contento por encontrar al fin a alguien de mi mundo.
—Mister Dorgan, mister Dolan —dijo Horace al tiempo que Billy me tendía la mano con la mirada inexpresiva.
—Mister Dorgan... ¡maldita sea! ¡Pero si es Dennis! —exclamó.
—Claro, ¿no me habías reconocido? —pregunté embarazado.
—No —dijo—. ¡Pareces un estreñido profesor de universidad! Dennis Dorgan con un pantalón de golf. Que me...
—Hum... ¿Querrían usted y mister Dorgan hablar más tranquilamente en la smoking room? —sugirió Horace mirando inquieto a las damas, cuyos ojos empezaban a hacerles chiribitas.
Me alegraba irme de allí, y Horace nos siguió.
—No se deje ver más hasta que empiece el combate —dijo secamente—, y no intente mezclarse con los invitados en el baile que se celebrará a continuación. Debí imaginarme que su conducta sería algo incalificable. Presentarle a la gente de la alta sociedad, ¡bah! No se mueva de aquí hasta que vaya a empezar el combate.
—Me va de perlas, amigo —dije, sirviéndome algo de beber (había visto una botella encima de la mesa)—. Billy, ¿te has traído la cámara de fotos?
—No —respondió—. ¿Por qué?
—Para advertirte que no me sacaras ni una foto vestido así —rezongué—. ¿Qué pasa ahora?
Horace había vuelto con un haragán de aspecto bastante duro.
—Mister McGoorty, le presento a mister Dorgan y a mister Dolan —dijo Horace.
Extendí la mano, pero McGoorty se limitó a mirarme con la boca abierta; luego, se echó a reír como si fuera una hiena.
—¿Dorgan el Marino? —indagó— ¿El grizzly devorador de hombres de la Costa Oeste? ¿El terror de los puños de acero y la mandíbula de granito que nació en un lecho de cactus de Texas y se afiló los dientes en un monstruo de Gila? ¡Oh, esto es demasiado! ¿Eh, Dorgan, te han dejado salir de la guardería para este combate?
—Escucha una cosa, maldito hijo de... —empecé a decir con voz sanguinaria.
Pero Horace se apresuró a intervenir:
—¡Caballeros, se lo ruego! Venga, mister McGoorty, le presentaré a las damas.
Salieron de la habitación e hice chirriar los dientes cuando oí que McGoorty se reía entre dientes y se volvía a mirarme los pantalones de golf.
—Billy —pregunté—, ¿dónde he visto antes a ese merluzo?
—No lo sé —dijo—. Acaba de llegar de Chicago. Mira por esta ventana, vale la pena el espectáculo. ¡Es la monda!
Enormes limusinas descargaban su carga en el césped, y los asientos iban siendo ocupados rápidamente por gentes ataviadas con sus mejores galas. La crema de la alta sociedad de Los Ángeles estaba allí. Entorné los ojos y conseguí distinguir una silueta alta rodeada de un enjambre de admiradoras.
—Gentleman Jack ha llegado, ¿verdad? —dijo Billy con un tono sarcástico—. Seguro que sabe comportarse con la gente de la alta sociedad. «Un fenómeno de la universidad que ha conquistado los laureles del cuadrilátero». «El hijo querido que llega a la cima». «El preferido por la alta sociedad que va a conseguir el título». He escrito titulares muy parecidos a éstos, tanto que ya estoy harto. Espero que lo derriben en el próximo combate. Ven, te ayudaré a prepararte.
—¿No deberías mezclarte con la multitud y entrevistar a todo el mundo? —pregunté.
—¡Tonterías! —se burló—. Toda esa gente es muy parecida. Podría hacer el artículo dormido.
En aquel momento Horace apareció en la habitación.
—¡Venga, venga! —dijo bruscamente—. El combate va a empezar— ¿A qué espera?
—Creía que Gentleman Jack querría conocernos a McGoorty y a mí antes del combate —dije, con un ligero sarcasmo.
—¡Bah! —dijo Horace, enfurruñado—. Un hombre de su importancia no podría tratar con los subalternos de su profesión.
Fuimos al vestuario y me puse unos calzones de boxeo y un batín. Luego, llamé a Spike. Salió de la ducha que había allí mismo con una sonrisa de satisfacción en su rostro, como si hubiera hecho un buen trabajo.
—¿Vas a dejarte las gafas para subir al ring? —me preguntó Billy.
—Sí —dije—. Sin ellas sería incapaz de llegar. Ya me las quitaré cuando nos metamos en harina.
Billy se echó a reír.
—Te aseguro —dijo— que nunca habría pensado que unas gafas pudieran cambiar el aspecto de un hombre hasta ese punto. ¡Incluso con un calzón de boxeo pareces un devorador de libros!
En el mismo instante, Horace reapareció para decirnos que ya era hora de salir. Yo, Billy y Spike seguimos a Horace y salimos de la barraca y nos dirigimos hacia el ring cruzando el césped. Mientras pasábamos entre las sillas ocupadas por hombres vestidos de smoking y mujeres con trajes escotados, oí que una dama exclamaba:
—¡Oh, mira! Qué curioso... ¡un boxeador con gafas! ¡Qué individuo más extraño!
Y un pajarito la contestó:
—Extraño es el término más adecuado, querida. Tengo la impresión de que apenas podrá defenderse en este combate, por amistoso que sea.
Subí al ring chirriando ligeramente los dientes. McGoorty ya estaba allí, junto a un tipo con smoking que le servía de segundo.
—Miembros del club, señoras y señores —anunció Horace—. Éste es el gran momento que todos estaban esperando, el punto culminante de los festejos que hemos organizado en honor de nuestro distinguido invitado, mister Belding.
Todo el mundo aplaudió, y Horace siguió hablando.
—Estos caballeros, mister Dorgan y mister McGoorty, van a celebrar un combate amistoso con el que harán una demostración de la ciencia de su profesión, dando a nuestra concurrencia la ocasión de ver toda la sutileza del noble arte del boxeo, sin mostrar la brutalidad que los modernos combates han hecho patente. Mister Jack Belding arbitrará el combate.
Belding subió al ring y saludó al público, y la multitud aplaudió frenéticamente, en especial las damas. Era la figura principal del espectáculo; McGoorty y yo estábamos simplemente para hacerle valer.
Nos llamó al centro del cuadrilátero y nos dio las recomendaciones de costumbre, como si aquello fuera un combate normal, repitiéndolas, como si quisiera que todo pareciese verdad. Escuché que las damas murmuraban entre ellas:
—¿No es soberbio?
Por mi parte, miraba furioso a McGoorty, que se reía para sus adentros. Luego, me quité bruscamente las gafas y arrojé el batín a un rincón. McGoorty se atragantó al ver mi musculoso cuerpo y mis feroces facciones, y escuché que un murmullo recorría las primeras filas de asientos alrededor del ring.
—¡Bondad divina! —exclamó una dama—. ¡Es un gorila!
Nos retiramos a nuestros respectivos rincones y le confié las gafas a Billy; me alboroté el pelo engominado. Sin aquellas malditas gafas, McGoorty era como una mancha blanca y deforme, sentada en su rincón.
El gong resonó y Gentleman Jack saltó con ligereza hacia el centro del cuadrilátero. Chasqueó los dedos y nos dijo, lo bastante fuerte como para que le oyeran las damas:
—¡Vamos, muchachos! ¡A la faena, y no remoloneéis!
Me di cuenta de que a corta distancia no veía tan mal. Nos metimos en harina, pero aquello era sólo una demostración, así que nos entretuvimos con fintas muy exageradas, bloqueos sin sentido y mucho juego de piernas... en fin, debo reconocer que era McGoorty quien hacía la mayor parte del trabajo. Un pegador nunca demuestra su ventaja en un combate amistoso. Además, yo estaba lastrado con mi falta de visión. No soy lento, pero no actúo con mucha agilidad.
McGoorty saltaba y brincaba a mi alrededor, trabajándome el rostro con la izquierda; de vez en cuando, me largaba un gancho con la derecha. Pero, cuando lo hacía, yo le devolvía un derechazo en las costillas. Así que cambió de táctica y se mantuvo cada vez a mayor distancia.
Me agarré a él y bramé en su oído, encolerizado:
—¡Venga! ¡Esta gente no ha venido hasta aquí para verte hacer el ridículo! Han venido a ver una demostración científica. ¿Cómo puedo hacer mi trabajo si estás tan lejos que ni siquiera puedo verte?
—Eso es problema tuyo —se burló.
Aquello me irritó tanto que, sin reflexionar, le mandé un violento gancho de izquierda que hizo que se le movieran todos los dientes. Ese golpe fue seguido de un derechazo al vientre; McGoorty se lanzó contra mí, me sujetó y gruñendo me inmovilizó los brazos.
—¡Eh, que es un combate amistoso! —silbo ferozmente—. ¡Ve más tranquilo, maldita sea!
Gentleman Jack nos dio una palmada en el hombro, diciendo:
—¡Vamos, vamos, muchachos, separaos!
Haciendo un esfuerzo heroico para dominarme, refrené mis intenciones de romperle la cara, y el resto del asalto se desarrolló de una manera cortés. Bailando y saltando, nos endiñábamos ligeros golpes e intercambiábamos caricias.
Empezamos el segundo asalto del mismo modo, y me di cuenta de que aquellos ejercicios conseguían cansarme la vista. Lanzaba golpes al azar, pero cada vez eran más desafortunados.
—Dorgan —aulló Belding—, ¡eres lamentable! Recupérate y demuestra que tienes algo de clase, si es posible, porque si no te voy a echar del cuadrilátero.
Oí que una dama decía:
—¿No te parece que mister Belding es maravillosamente autoritario?
Me irrité tanto que me adelanté y golpeé a McGoorty más fuerte de lo que pretendía. Gruñó y contraatacó con un zurdazo al mentón. Me vengué con un derechazo en la cabeza. Un instante más tarde, nos explicábamos francamente, asestándonos muy buenos golpes. Con el sudor, el calor y todo lo demás, no veía ya casi nada y me costaba distinguir quién era McGoorty y quién Belding, pero, mientras hubiera quien me devolviera los golpes, más o menos sabía quién lo hacía. Escuché un vago murmullo proveniente de las primeras filas de asientos, y Belding nos separó por la fuerza.
—¡Parad ya, animales! —silbó—. ¡Esto no es un combate de verdad! ¡Actuad con calma o tendré que daros una tunda a los dos y no veréis un centavo!
—¡Vete a lavarte el polisón, bailarín de ballet! —gruñó McGoorty.
Sin embargo, aflojamos la presión y nos mostramos más tranquilos en lo que quedaba de aquel asalto y en el siguiente.
Casi cuando íbamos a llegar al cuarto asalto, me agarré a McGoorty le dije al oído:
—Acabo de acordarme de a quién me recordabas. ¿No serás un pariente cercano de Jim Ash, de Frisco?
—Sí, soy su primo hermano —dijo—. ¿Por qué?
—¡Ah! —bramé—. ¡Así que fuiste tú, maldito cabrón, quien le aconsejó que me dejara ciego!, ¿verdad? ¡Espera un poco, que te voy a dar las gracias!
Le partí la boca con un gancho de izquierda que sonó como un latigazo. Escupió sangre y trozos de dientes; luego, se lanzó sobre mí con la ferocidad de un gato montés. Las damas y Horace J. J. aullaron desesperados, pero no me di casi ni cuenta. Todo lo veía rojo y McGoorty tenía espuma en los labios.
Nos encontramos en medio de un torbellino de guantes de cuero de los que chorreaban sudor y sangre, y se podían escuchar los impactos de nuestros golpes a leguas a la redonda. McGoorty encajó un cañonazo que casi le arrancó la cabeza, con lo que se lanzó sobre mí luchando a brazo partido. Cerró los dientes en mi oreja y empezó a masticarla como si fuera una col, al tiempo que yo expresaba mi contrariedad en un lenguaje que hizo gritar como locos a los espectadores de las primeras filas.
Le aparté, acariciándole al pasar con un gancho de izquierda que le rompió la nariz y le obligó a retroceder dando bandazos. Belding aullaba y nos injuriaba, pero no le prestábamos la menor atención.
Hacía ya un siglo que McGoorty era simplemente una mancha blanca y borrosa, pero yo seguía hundiendo mis puños en ella, y sentía cómo oscilaba de un lado para otro. La sangre me corría por la nariz, tenía los labios partidos y las orejas aplastadas. Cada vez que colocaba un golpe, con todas mis fuerzas, algo me salpicaba el rostro, y sabía que era la sangre de McGoorty. Alrededor del ring todo era confusión, aunque los miembros de la alta sociedad se estaban ya dando cuenta de lo que era la amable ciencia del boxeo, y de primera mano.
Mi vista iba de mal en peor, y si McGoorty hubiera seguido esquivándome, saltando y bailando a mi alrededor, habría podido abatirme sin problemas, pero se obstinó en hacerme cara e intercambiar golpes conmigo. Sentía que se debilitaba bajo mis golpes asesinos, y puse todas mis fuerzas en un gancho de derecha que le alcanzó de lleno. Sentí que McGoorty se apartaba tras recibir el golpe y que se alejaba de mí, pero un segundo más tarde, una mancha borrosa se plantó ante mí y la golpeé violentamente. En el acto, un concierto de gritos escandalizados se alzó alrededor del ring. Oí un campanilleo y sacudí la cabeza para limpiarme el sudor y la sangre que inundaban mi rostro, parpadeando con dolor, y me incliné sobre la forma difuminada tendida sobre el tapiz. Entorné los ojos y la visión se me aclaró un poco y, para mi enorme consternación, vi dos siluetas tendidas en la lona. ¡Mi último blanco fue Gentleman Jack Belding!
Quise ayudarle a levantarse y darle una explicación, pero, con los ojos ardiendo, se levantó de un salto y me lanzó un terrible derechazo a la mandíbula. Me fui de culo a la lona y oí que Spike lanzaba un gruñido. Un instante más tarde, un relámpago blanco cruzaba el cuadrilátero y Gentleman Jack lanzaba un terrible alarido. Pese a mi falta de vista le vi dar vueltas sobre sí mismo como un derviche, intentando que Spike soltará la presa que había hecho en su pantalón. ¡Craaac! hizo algo, y el campeón de la Costa Este se encontró con tantos pantalones como los que llevan los hotentotes.
Las damas de la alta sociedad empezaron a gritar como posesas, aunque algunas se reían como hienas. ¡Era como estar de visita en el manicomio! Gentleman Jack lloriqueó y corrió hacia las cuerdas, y oí que Horace bramaba:
—¡Llamad a la policía! ¡Haré que les detengan! ¡Les condenaré a perpetuidad!
Con aquellas palabras, McGoorty se levantó de un saltó, se deslizó entre la cuerdas y echó a correr como un conejo. Agarré a Spike bajo el brazo y salí del ring por el otro lado. Fue como si saltara en la oscuridad más completa; fuera del cuadrilátero todo estaba sumido en una espesa bruma. Avancé hacia algo, y por el modo en que vociferaba me di cuenta de que era Horace. Sin duda pisoteé a otras personas en mi ciega huida hacia la libertad, pero no puedo afirmar nada. Sólo tenía una idea en la cabeza: llegar al vestuario, recuperar mis trapos y largarme antes de que llegaran los policías.
La inmensa casa club apareció vagamente ante mí, y me di cuenta de algo que podía ser una puerta abierta. La crucé a la carrera, sin frenar el paso... ¡crash! Sentí que caía en el vacío y solté a Spike. ¡Wham! Aterricé sobre la espalda con un golpe capaz de romper un yunque. Me incorporé titubeante, preguntándome si tendría algún hueso sin romper en todo mi cuerpo. Había caído sobre un suelo de cemento. En alguna parte, muy lejos, Spike gemía y arañaba con las patas algo de madera. Me libré de los guantes de boxeo y empecé a parpadear como una golondrina, mirando en todas direcciones. Comprendí dónde me encontraba. Mi maldita vista me había conducido a una trampilla que daba al subsuelo. Me encontraba en una cueva. A mi lado se encontraba un cajón lleno de carbón, y Spike había caído dentro de él.
Me disponía a ayudarle a salir cuando escuché que alguien bajaba a la cueva... de un modo más normal que el que empleé yo... era alguien que jadeaba y juraba con una voz que me resultaba familiar. Estiré el cuello prudentemente, escondido tras la caja del carbón, y entorné los ojos. Era Belding, que buscaba refugio en la carbonera huyendo de su ausencia de pantalones. Juraba como un carretero y procuraba reordenar la poca ropa que Spike le había dejado. Me lancé sobre él como un lobo lo hace sobre el ganado.
—¿Así que me golpeaste porque te di un mamporro de buena fe, verdad? —rugí.
Ambos rodamos por el suelo. No tenía la menor oportunidad contra él en un combate regular en un ring, pero en una pelea donde todos los golpes estaban permitidos era algo en lo que yo tenía ventaja, incluso con la poca vista de que disponía. Hizo lo mejor que pudo e intentó arrancarme los ojos, pero le di un cabezazo en el pecho, lo que le dejó sin aliento y, mientras lo recuperaba, le golpeé tan fuerte en el mentón que se le levantaron los pelos de la cabeza. Le tumbé y me senté sobre él. Estaba ocupado golpeándole a conciencia cuando me di cuenta de que no estábamos solos. En una casa club moderna no existe nada parecido a la intimidad.
Unas cuantas manos intentaron arrebatarme mi presa, y les rechacé y conseguí levantarme, mirando furioso a mi alrededor y parpadeando como una golondrina. Vi vagamente a Horace —cuyas prendas estaba bastante maltrechas—, a Billy Dolan y a una banda de enfadados miembros del club.
—¡Bruto! ¡Pirata! ¡Gángster! —bramaba Horace con voz histérica—. El Ateniense no sobrevivirá a un escándalo como éste! ¡Pero mirad a mister Belding... este gorila casi lo ha asesinado! ¡Hay que mantenerle a buen recaudo hasta que llegue la policía!
En el mismo momento se escuchó un sonido de garras; algo que parecía ser un trasgo negro salió del montón de carbón dando un salto. Era Spike, totalmente cubierto de hollín. Viendo que yo estaba en problemas, cargó gruñendo y los atenienses se dispersaron como una nube de langostas. Gentleman Jack subió de cuatro en cuatro los peldaños de una escalera que debía conducir a la parte delantera del edificio, porque un concierto de gritos y risas femeninas, seguidos de un aullido de desesperación, parecieron indicar que había caído en medio de un grupo de damiselas. En un instante, salvo por mi presencia, la de Spike y Billy Dolan, el subsuelo quedó vacío. Billy me sujetó la mano y me ayudó a cruzar el sótano, a subir por una corta escalera y a llegar a un inmenso armario.
—Espérame aquí, que voy a buscarte la ropa —dijo.
Mientras esperaba junto al maldito armario, temblando y maldiciendo, pude escuchar un terrible griterío por todo el local. Acto seguido, me di cuenta de que eran los miembros del club persiguiendo a McGoorty. Billy no tardó en volver, con aquella estúpida ropa de golf. Me vestí a toda prisa y Billy volvió a cogerme de la mano y nos largamos. Salimos de la casa, cruzamos el jardín y atravesamos una portezuela trasera. Nos alejamos y sólo nos detuvimos cuando estuvimos a buena distancia de El Ateniense. Billy se echó a reír.
—¡Va a ser un artículo sensacional! —dijo, partiéndose de risa—. Y yo que decía que todas la veladas de la alta sociedad eran iguales... tenía que haber sabido que todo sería muy diferente cuando me enteré de que participabas en esta fiestecita. ¡Ya tengo los titulares! Esas gallinas charlatanas de El Ateniense... ¡Y Gentleman Jack! Esperaba hace mucho tiempo una ocasión como ésta. ¡Era para partirse de risa verle correr en calzoncillos entre todos esos esnobs! ¡Ja, ja, ja, ja...!
—Préstame diez dólares, Billy. Te los devolveré en cuanto pueda volver a boxear. No creo que sea muy prudente reclamarle al club mis quinientos dólares.
—No te lo aconsejo —dijo, buscando en el bolsillo los diez dólares que le acababa de pedir—. Además, tienes que saber que si no te he traído el sombrero es porque Spike se ha entretenido con él haciéndolo pedazos en la ducha antes del combate.
—Y en cuanto recupere mi ropa normal, le daré lo que llevo puesto ahora para que juegue con ello —rezongué—. Dame las gafas, Billy.
—Oh, las había olvidado por completo —dijo, entregándomelas.
Las tiré al suelo y las pisoteé con el talón hasta hacerlas añicos.
—Maldita sea, Dennis —protestó Billy—, no puedes ir por ahí sin gafas.
—Le pediré a Spike que me guíe hasta que mi vista vuelva a ser normal —gruñí—. Sin estas malditas gafas nunca me habría visto en semejante aprieto. A partir de ahora, navegaré sólo bajo mi verdadero pabellón. ¡De ese modo, nadie podrá tomarme por un profesor universitario o vete a saber qué otra cosa!