Cuando el Python atracó en el puerto de Busán yo estaba dispuesto a pasar una plácida estancia en tierra porque, por lo que sabía, no había ninguna sala de boxeo en Corea. No obstante, yo acababa de encontrar un bar muy adecuado —yo y mi bull-dog blanco, Spike, estábamos saboreando una cerveza tostada— cuando Bill O'Obrien apareció y me dijo con voz excitada.
—¡Grandes noticias, Dennis! ¿Conoces a Dutchy Grober, de Nagasaki? Bien, actualmente es propietario de un bar aquí mismo y, para poder reunir dinero para pagar todas sus deudas, está organizando combates de boxeo. Te he concertado un combate contra un inglés coriáceo, del Ashanti. ¡Demos un paseo en rickshaw para celebrarlo!
—¡Sal de mi vista! —gruñí irritado. Yo tenía otros planes... aspiraba a un poco de calma, de tranquilidad—. Vete tú solo de fiesta, si es lo que quieres... pero llévate a Spike. A él le encanta montar en rickshaw.
Bill y Spike se marcharon, y yo me puse en busca de algún lugar donde poder echar un sueñecito, porque ya sabía que me esperaba un duro combate aquella misma noche. Mientras pasaba ante la puerta abierta de la trastienda del local, me fijé en un hombre sentado a una mesa, con la cabeza apoyada en los brazos. Me pareció reconocerle; entré en la sala para mirarle más de cerca. No me había equivocado, le conocía de antiguo... era Jack Randall, un ingeniero de minas. Le di una buena palmada en la espalda y aullé:
—¡Salud, Jack!
—¡Oh, eres tú, Dorgan! —dijo, suspirando aliviado—. Me has dado un susto de muerte. Debí quedarme dormido en la silla... No duermo mucho últimamente. Siéntate, te pediré algo de beber.
—Dime, Jack —le pregunté mientras sorbíamos alcohol—, pareces agotado. ¿Problemas?
—¡Y tanto! —exclamó—. Acabo de volver de Manchuria del norte. No puedo contarte la historia con todo detalle... Fui allí por cuenta de una empresa china de la que nadie parecía haber oído hablar, pero disponía de fondos importantes. Cuando llegué, descubrí que se trataba de una panda de bandidos dedicados a explotar minas en secreto en las que trabajaban coolies como esclavos. No me creerías si te contara las cosas que vi. Huí de allí, y me siguieron de manera encarnizada hasta la frontera coreana. Han puesto sobre mis pasos a una sociedad de orientales fanáticos... Los Cobras Amarillas, ése es su nombre, y existen ramificaciones de esa secta por todo Oriente.
—¿Por qué no reclamas la protección de la policía? —dije, sorprendido.
—-Desconfío de todo el mundo —respondió—. Hay Cobras Amarillas por todas partes, incluso en las más altas instancias. He encontrado un escondrijo, un lugar donde nadie podría pensar que un blanco llegaría a esconderse... una cabaña abandonada en los muelles, en el barrio del llamado Callejón de las Casas Podridas. He alquilado una habitación en un hotel para europeos para ocultar mis huellas... si es que me han seguido hasta aquí. Al alba debo abordar un vapor con destino a Japón. Mi única oportunidad de seguir con vida es ocultarme y huir. Esos demonios han asesinado a gente encerrada en habitaciones totalmente herméticas y ante las mismas narices de la policía.
—¿Crees que les has dado esquinazo? —indagué.
—Lo ignoro —me respondió—. Su espía más tenaz es un euroasiático, un tipo alto y delgado de rostro caballuno, con una cicatriz que le va desde la oreja izquierda a la mandíbula. No le he visto en Busán, pero...
—Ven a bordo del Python, podrás quedarte a bordo hasta mañana —sugerí.
Le propuse quedarme con él toda la noche para vigilarle, pero me dijo que prefería estar solo. Debo reconocer que un hombre de mi apariencia y temperamento no pasa desapercibido en una multitud. Le acompañé hasta su hotel. Nos estrechamos la mano, me dijo adiós en voz alta y, luego, susurró:
—Subiré a mi habitación a la vista de todos. Luego, cuando caiga la noche, saldré discretamente por una puerta lateral y me iré a mi escondite. Si la suerte me sonríe, te veré en los muelles, al alba... ¡durante unos cinco segundos!
Subió a su habitación y yo me fui a dar una vuelta, aunque sólo fuera para distraerme mientras llegaba la hora del combate. En un bar, participé en una partida de dados con unos marineros franceses, durante una hora o poco más, y luego me puse a buscar un sitio donde comer algo. Una comida copiosa no es aconsejable para un hombre que tiene que mantener un combate, pero, por lo que sé, una colación ligera —por ejemplo, un filete con guarnición y una buena jarra de cerveza— nunca le ha hecho mal a nadie. Estaba cruzando la calle cuando ¡zip!, un coche giró por la esquina y se lanzó contra mí a toda velocidad; casi me aplasta. Di un salto hacia atrás y lancé un rugido de cólera, amenazando con el puño al conductor y profiriendo algunos insultos que despertaron el interés de los que paseaban a mi alrededor. Vi claramente el rostro del hombre sentado junto al conductor cuando el coche pasó a mi lado a mi lado como un destello, y su rostro despertó en mi interior un vago recuerdo. Luego, entré en un garito y, con mi acostumbrada dignidad, pedí algo de manduca.
Mientras esperaba, intenté recordar lo que me había recordado aquella cara entrevista. Una cara alargada, de tinte amarillento, con una enorme cicatriz en la mejilla izquierda. ¡Bruscamente me di cuenta, como si fuera un fogonazo! Me levanté de un salto y lancé un aullido que casi hizo que se estrangulase de terror uno de los clientes del local. ¡Un rostro de caballo con una cicatriz! ¡Era el espía euroasiático que Jack Randall me había descrito!
Sin prestar atención a los alaridos del propietario del garito, que insistía para que volviera a pagarle la comida que no había llegado a probar, crucé la puerta del establecimiento como una tromba y me alejé calle abajo a la carrera. Tenía un negro presentimiento. Sabía que le había pasado algo —o que le iba a pasar— a Jack Randall.
Me dirigí rápidamente a la cabaña en cuestión, situada en el Callejón de las Casas Podridas... un sórdido barrio indígena, cercano a los muelles.... casuchas medio en ruinas, pegadas unas a otras. Reinaba un silencio mortal; no había luces, y la luna estaba oculta tras las nubes. Escuché el chapoteo del agua golpeando en los pilares medio hundidos, y me estremecí al pensar en los muchos cadáveres que habrían oscilado al compás de las mareas de aquellas aguas oscuras.
Jack me había indicado cómo llegar a su escondrijo; sin embargo, me costó mucho encontrarlo. Cuando al fin vi la cabaña, sentí un escalofrío. La puerta de bambú estaba abierta, medio arrancada, y ningún ruido provenía del interior de la choza, tan negro como la boca del infierno. Me deslicé al interior, esperando que me apuñalaran por la espalda, y encendí un fósforo. No había nadie... ni nada, salvo un jergón de paja y una silla destrozada... y un charco de sangre en el suelo. Jack Randall había desaparecido y no había modo alguno de saber a dónde se había ido. Mientras estuve allí no dejé de escuchar el sonido de las aguas chapoteando en los pilares del muelle, a mis pies.
Detesto devanarme los sesos. Denme un problema que se pueda resolver partiéndole a alguien la cara y estaré contento. Cuando me enfrento a algo que no puedo dominar con mis enormes puños, me siento completamente desamparado. Me quedé allí plantado y, cuanto más me esforzaba por reflexionar, más vértigo sentía.
Finalmente, decidí que sólo podía hacer una cosa... reunir a la tripulación del Python y registrar Busán de arriba abajo, casa por casa, piedra por piedra, hasta que encontrásemos a Jack... o lo que quedase de él. Me fui a la sala de boxeo de Dutchy y me encontré con Bill a punto de que le diera una apoplejía.
—¿Dónde estabas? —aulló—. ¡La multitud te espera hace más de una hora! Bull Richardson, tu adversario, ya está sobre el ring y...
—Oh, cállate —dije, sin aliento—. Dutchy, debemos dejar el combate para más tarde.
Dutchy gimió.
—¡Imposible! —aulló, tirándose del pelo—. Los espectadores querrán que se les devuelva el dinero y no puedo hacerlo. Ya se lo he dado a un tipo, mi principal acreedor, y se ha marchado en cuanto lo ha pillado. ¡Mi reputación quedaría arruinada! Te lo ruego, Dennis. ¡Piensa en todo lo que he hecho por ti!
Se puso a llorar como una doncella.
—¡Muy bien! —aullé, perdiendo un poco los papeles—. Tendrás tu maldito combate, pero no me quedaré más de quince segundos en ese maldito ring. Bill, dile a los de la tripulación que estén listos para marcharse en cuanto machaque a ese merluzo. ¡Cada minuto cuenta! —bramé, quitándome la ropa, subiéndome el calzón de boxeo y poniéndome unos guantes desgastados que encontré en un armario—. ¡Vamos!
Salí del vestuario y me dirigí a paso de carga hacia el pasillo central, sin ponerme el batín ni prestar la menor atención a los comentarios furiosos de la delirante multitud. Vi a mi adversario, en su rincón, mirándome con chispas en los ojos, y le grité:
—¡Quítate la bata y prepárate! ¡Que alguien toque la campana! ¡Empieza el combate! ¡Esta noche, al diablo con las formalidades!
El cronometrador, aunque sorprendido por mi intempestiva llegada, golpeó la campana mientras yo pasaba entre las cuerdas como un rayo. Richardson se quitó la bata y se lanzó a por mí. La multitud grito sorprendida, pero aquellos tipos no estaban más preocupados que yo por la etiqueta.
En mi precipitación, cometí un error. Richardson estaba dispuesto, y la campana sonó antes de que yo estuviera en el centro del cuadrilátero. Ni siquiera tuve tiempo de alzar los guantes. Richardson se me echó encima y me recibió entre las cuerdas con un terrible derechazo a la cabeza. Rebotando contra las cuerdas, le hice titubear con un gancho de izquierda por debajo del corazón al tiempo que lanzaba la derecha como un huracán contra su mandíbula, pero la suerte no estaba de mi lado. Mi pie resbaló y caí cuando recibí uno de los golpes más duros que me hayan dado en mi vida.
Escuché que alguien contaba y me di cuenta de que estaba tendido de espaldas en el centro del cuadrilátero.
Una idea pasó por mi mente: Jack Randall estaba siendo torturado y asesinado en aquel mismo momento, mientras yo seguía tumbado en aquel maldito ring... si no llevaba ya muerto un buen rato. Me incorporé a duras penas, totalmente dominado por el pánico, y comprendí en el acto lo bien fundada que estaba mi suposición de que un combate de boxeo exige concentración. Si yo no hubiera estado pensando en Jack Randall, habría bloqueado el gancho de izquierda de Richardson según me levantaba. De hecho, me alcanzó en pleno mentón; puso en el golpe todas sus fuerzas. Hice un vuelo corto, girando varias veces sobre mí mismo, y caí de tripa sobre el tapiz, en medio de una oleada de consternados aullidos de los tripulantes del Python y gritos de admiración de los ingleses repartidos por la sala.
Se dice muy a menudo que cuando un boxeador cae de este modo, con la cabeza por delante, está acabado. Pero ya me había pasado montones de veces, y el àrbitro todavía no había contado hasta diez. Con todo, aquello no era una visita de placer. Intenté recurrir a mi notable vitalidad, para que me ayudara a levantarme y machacar a Bull Richardson, pero, de hecho, fue algo exterior a mí lo que me devolvió a la vida. Tendido de bruces, con la cabeza bajo la última cuerda, medio apoyado en los codos, miré de un modo impreciso la mancha flàccida que formaban los rostros burlones que tenía ante mí. Luego, mi vista se aclaró ligeramente y me ñjé en una cara en particular que parecía flotar en el seno de un mar de brumas... un rostro alargado y amarillento, de expresión astuta y repulsiva, con una cicatriz que iba desde la mejilla a la mandíbula.
Me recuperé en el acto y lancé un mugido de sorpresa. Un escuálido euroasiático, sentado en primera fila, estaba justo ante mí. Sin dejar de mirarme, se levantó burlón, me hizo un gesto insultante y se alejó hacia la salida. Al parecer, estaba tan desanimado por mi lamentable actuación que no podía seguir presenciándola.
El árbitro aún no había contado hasta «diez», y me parecía muy lejano. A decir verdad, me había olvidado por completo del árbitro y de Bull Richardson. Me levanté de un salto y, para estupor frenético de la multitud, empecé a cruzar las cuerdas.
—¡Se ha deshinchado! —aullaron los espectadores locos de rabia—. ¡Intenta huir! ¡Sujétale, Bull! ¡Machácalo!
Pasaba el pie entre dos cuerdas cuando el instinto de conservación me obligó a darme la vuelta, justo a tiempo para poder bloquear la zurda de Richardson con la boca. Caí sobre las cuerdas, y comprendí que para poder salir de aquel ring iba a tener que dejar K.O. a aquel inglés. Tomando impulso y lanzando un rugido de furia, abatí mi terrible puño derecho contra su mandíbula, un golpe en el que puse toda la fuerza de mis músculos de acero. Bull Richardson planeó por la mitad del ring, cayó y golpeó la lona con los hombros; luego, dio un peligroso salto y desapareció por las cuerdas del otro lado del cuadrilátero. ¡Contar hasta diez estaba de más!
Sin perder un segundo, me quité los guantes y bajé del ring de un salto, apartando a mis admiradores a derecha e izquierda según se me acercaban para felicitarme.
—¡Seguidme! —bramé. Media docena de combates enfrentaban ya a los hombres del Python con los haraganes del Ashanti—. ¡Reúnelos a todos, Bill, y ocúpate de la policía! ¡Sigúeme, Spike!
Me abrí pasó entre las apretadas filas de amigos y adversarios, indiferente a los puños que volaban por todas partes y rebotaban sobre mi cráneo diamantino. Iba por el pasillo central y llegué a la salida por la que el euroasiático de la cicatriz había desaparecido. Salí a la calle como un ciclón, vestido únicamente con mi calzón de boxeo.
El euroasiático estaba montando en un vehículo tirado por un caballo, uno de ésos en los que el cochero va en un asientito ridículo.
—¡Eh, no ices el ancla tan deprisa, marinero de agua dulce de color amarillo! —bramé enfilando hacia él—. ¡Tengo que decirte un par de cosas!
No podía saber lo que quería, pero, evidentemente, no tenía la conciencia muy tranquila. Se quedó pálido, saltó al carruaje, sea cual sea su nombre, le dijo algo al cochero y éste empezó a azotar a su caballo con el látigo y el vehículo partió a vertiginosa velocidad. Rugiendo enfurecido, pegue un terrible salto y aterricé en el interior del vehículo; de hecho, caí exactamente encima del euroasiático, al que sujeté por la garganta. Lanzó un alarido y sacó un cuchillo, pero yo apretaba su muñeca con una presa de acero y la batalla empezó. El caballo estaba loco de pánico con todo el jaleo, y se lanzó al galope, enloquecido; las calles desfilaban a toda velocidad. El indígena, en su percha, había perdido el control del animal; se contentaba con agarrarse a su asiento y aullar como un condenado. Durante un momento vi que Spike corría siguiendo el vehículo.
Medio tumbados en el asiento, el euroasiático y yo entablamos un feroz cuerpo a cuerpo. El tiro brincaba, daba tumbos y bandazos como una barca de salvamento dominada por la tormenta; íbamos de un lado a otro con los golpes y casi sin aliento, y creí por un momento que se me habían roto todas las costillas. Formábamos un furioso lío de brazos y piernas; el euroasiático intentaba lacerarme a navajazos, mientras yo, con una mano, apartaba el cuchillo que me amenazaba y con la otra, de manera alternativa, le hacía la cara papilla y procuraba estrangularle. No tardó su rostro amarillo en virar al rojo.
Las ruedas del vehículo proyectaban chispas al golpear en los adoquines de la calle, y los indígenas se apartaban y huían en todas direcciones, lanzando gritos frenéticos. Giramos en una esquina, a tal velocidad que el coreano fue proyectado de su asiento y echó a volar, con los brazos y las piernas abiertos, como si fuera un murciélago. Yo y el euroasiático caímos sobre el suelo del vehículo, sin soltarnos, y nuestras cabezas golpearon con un ¡bop! que se debió escuchar a varias manzanas de distancia de donde nos hallábamos. El euroasiático se quedó fláccido y le arranqué el cuchillo de entre los dedos; luego, me arrodillé sobre su pecho y hundí en su cuello mis dedos de acero.
—¿Qué has hecho de Jack Randall? —jadeé, permaneciendo en aquella posición a costa de grandes esfuerzos, porque viajábamos a una velocidad insensata y las ruedas del vehículo apenas tocaban el suelo—. ¡Responde o te arranco la garganta!
Se ahogaba y su rostro estaba violáceo; tenía la cara hecha papilla y sus ropas eran meros harapos.
—¡Te lo diré! —siseó, entre los traqueteos de las ruedas y los bandazos del enloquecido carricoche—. Le hemos llevado... al almacén de Tao Tsang... en el muelle siete.... ¡arghh, para, me estás estrangulando!
¡Crash! El maldito carrusel giró a toda velocidad en una esquina y la parte trasera golpeó en un muro de piedra. El vehículo voló hecho pedazos; el aire se llenó de radios de ruedas, tornillos, remaches y trozos de madera. El caballo siguió su loca carrera, arrastrando lo que quedaba de los arneses. Me levanté, atontado, entre los diversos escombros, y me palpé cuidadosamente para ver si seguía con vida. Al parecer, estaba sano y salvo, de una pieza, salvo algunas heridas un poco por doquier y contusiones y cortes aquí y allá. En cuanto al euroasiático, yacía en el suelo, sin conocimiento, con una buena brecha en el cuero cabelludo.
Spike llegó y se sentó sobre sus cuartos traseros; la lengua le colgaba al menos treinta centímetros. Miré a mi alrededor, preguntándome dónde estaba, y mi corazón dio un salto. ¡La suerte me sonreía por fin! Pero lo más seguro es que el euroasiático le hubiera pedido al cochero que le llevara al almacén de Tao Tsang, y el caballo había seguido en aquella dirección cuando se quedó sin bridas. En todo caso, me encontraba muy cerca del muelle número siete. Me di cuenta de que una multitud de indígenas empezaba a formarse a mi alrededor y a mirarme con la boca abierta, tomándome, sin duda alguna, por algún tipo de loco peligroso —recordemos que no iba vestido más que con un calzón de boxeo y que tenía la cara tumefacta y ensangrentada—; eché a correr a toda velocidad y me metí en un callejón, seguido por Spike.
Nadie intentó detenerme y, en poco tiempo, las voces de los indígenas se perdieron a mis espaldas. No tardé en ver ante mí el almacén de Tao Tsang, inmenso, sombrío y tenebroso.
El lugar estaba desierto y silencioso y no oía otra cosa que el eterno chapoteo contra los pilares. No había luz alguna; las farolas, pocas y muy separadas, no estaban encendidas. Aparentemente, no había un alma, pero yo sabía que Tao Tsang no era hombre que dejase sus bienes sin vigilancia. Natural de Cantón, aquel chino tenía muy mala reputación, pero nadie había conseguido nunca probar sus deshonestas actividades.
Persuadido de que el euroasiático me había dicho la verdad, decidí examinar los almacenes, aunque tuviera que entrar en ellos de mala manera. Escuché atentamente, intentando distinguir los ruidos que me informarían de que la tripulación del Python llegaba a la carrera para echarme una mano. Estaba seguro de que habían echado a correr detrás del caballo enloquecido, y que los indígenas les dirían hacía dónde me había encaminado tras abandonar los restos del carruaje. Esperaba que llegasen bramando y rugiendo en cualquier instante, según era su costumbre. Pero no conseguía oírles y no podía esperar mucho tiempo más.
Encontré una ventana cuyos barrotes no parecían muy sólidos. Con infinitas precauciones, intenté arrancar uno de ellos. Tensé las corvas e hice uso de mi fuerza prodigiosa; las venas se me abultaron en las sienes. Uno de los extremos del barrote quedó suelto, lo que provocó un ruido espantoso. Me quedé inmóvil, atento, pero no pasó nada. Saqué el otro extremo del barrote y lo aparté; pude sacar otros dos, incluso más fácilmente que el primero. No había cristal, y solamente unos gruesos postigos que me limité a empujar. En el interior, todo estaba sumido en la oscuridad, y silencioso. Planté las manos en el alféizar y me disponía a cruzar el hueco de la ventana cuando Spike gruñó, me sujetó por el calzón y me obligó a retroceder. En el mismo momento, algo me rozó la cabeza, silbando, tan cerca que me cortó un mechón de cabellos. Extendí las manos hacia las sombras, y mis dedos se cerraron sobre una mano que sujetaba un hacha de reducidas dimensiones. Alguien lanzó un rugido de fiera e intentó liberarse.
Electrizado por el peligro que corría, di un golpe seco y conseguí que la mitad del cuerpo de mi cautivo pasase por la ventana. En la luz tenue que nos envolvía, vi que sujetaba a un amarillo de grandes dimensiones, con el torso desnudo y el cráneo completamente afeitado. Antes de que pudiera soltarse, mi puño se aplastó contra su mandíbula con la fuerza de un mazo y el hombre cayó por la ventana, totalmente inconsciente.
Temblaba como una hoja y estaba cubierto de un sudor helado. ¡Me había librado por los pelos! Si Sipke no hubiera detectado el peligro, habría pasado al interior de aquella oscura estancia donde estaba emboscado aquel sanguinario hatchetman, con lo que mi cabeza estaría en aquel mismo momento sobre el suelo y en medio de un verdadero mar de sangre. ¡Menudo fin para Dennis Dorgan! Escuché atentamente, pero no oí más ruidos y, aparentemente, Spike no olisqueaba la presencia de otros orientales. Sin miramientos, pasé el cuerpo de mi víctima de la ventana y lo dejé caer inerte sobre el suelo. Sabía que aquel asesino tardaría en volver en sí.
Miré a Spike; olisqueaba a su alrededor, pero no dijo nada. Pasé por el hueco de la ventana y ayudé a Spike a reunirse conmigo. Avanzamos a tientas entre cajas y sacos llenos de cachivaches y artilugios. Si había más hatchetmen en aquella parte del almacén, habrían escuchado todos los golpes que me di en las espinillas cuando tropecé con un barril lleno de clavos.
Escuché a Spike gimiendo suavemente en la oscuridad, y me dirigí hacia él. Le encontré al pie de una escalera ascendente. Olisqueaba los peldaños y, a continuación, empezó a subir, tan silencioso como un fantasma, y le seguí haciendo el menor ruido posible. Sin duda, arriba había alguien.
Una vez en el rellano, distinguí un rayo de luz que se filtraba por debajo de una puerta. Unos segundos después me pegaba al paño de la puerta en cuestión. Me atreví a mirar por el hueco de la cerradura, esperando que me clavaran un alfiler en el ojo. Lo que vi me heló la sangre en las venas. Había encontrado a Jack Randall.
La habitación no tenía ventanas, pero si algo parecido a una buhardilla, y una única puerta, a la que yo estaba pegado por lo que pude ver. Estaba iluminada por unas lámparas de factura europea, y vi a cinco hombres. Uno de ellos era el mismísimo Tao Tsang. Sentado en un rincón, como un ídolo amarillo, no había en él nada que indicara que estaba vivo, salvo sus ojos de serpiente. Otros dos eran unos amarillos gigantescos de ojos rasgados, muy parecidos al hatchetman que había noqueado en la planta baja. El cuarto era un hombre alto y delgado, vestido con unas sederías que le habrían costado un buen fajo de billetes. El quinto era Jack Randall. Estaba colgado de un gancho sujeto al techo; atado con cuerdas que le cortaban la carne; la sangre le corría por las muñecas.
—Has conseguido escapar de nosotros mucho tiempo —decía el hombre vestido de seda en un inglés tan bueno como el mío—. Pero para cada camino teníamos previsto un fin. Eras seguido desde el momento en que pisaste Busán. Nuestros espías te vieron entrar en el hotel, y te vieron salir furtivamente para llegar al Callejón de las Casas Podridas, ¡como ya sabes! ¿Has tenido tiempo de meditar sobre la locura que cometiste? ¡Intentar alterar los designios de los honorables Cobras Amarillas... qué inconsciencia!
—¡Mátame y acabemos, cerdo abyecto! —dijo Randall con voz seca.
El manchú sacudió la cabeza.
—Tu muerte no será tan dulce —ronroneó—. Los Cobras Amarillas no tratan con sus enemigos. ¡Mira!
Uno de los demonios de ojos rasgados trajo un brasero lleno de carbones ardientes. El manchú —si es que lo era— tomó unas pinzas de acero y las hundió en las brasas, luego sopló por encima para hacerlas brillar. Por mi parte, me sentía enloquecer; todos mis miembros temblaban como si tuviera fiebre y los pelillos de la nuca se me erizaron. ¡Era demasiado! Lanzando un aullido de lobo sediento de sangre, me lancé con todo mi peso contra el panel de la puerta y el impacto la arrancó de sus goznes. Llevado por el impulso, caí entre los restos de la puerta, y Spike me pisoteó cuando se lanzó a la carga, impetuoso e imparable.
Me levanté como un rayo; Spike saltó y cerró las mandíbulas de acero en la garganta del hatchetman que se encontraba junto al brasero. Juntos, rodaron por el suelo. El otro asesino sacó un puñal al tiempo que me arrojaba contra él. La hoja me rozó el cuello, haciendo correr un poco de sangre, y sentí que sus costillas se rompían como si fueran de cartón cuando le metí un derechazo seguido de un buen golpe con la zurda. Saltando por encima de su forma postrada, me arrojé contra el manchú. Vi un reflejo metálico en su mano, y escuché una detonación, tan cerca de mi oreja que la pólvora me quemó el rostro. Pero había fallado... gracias a la intervención de Jack. Colocado justo a espaldas del manchú, se había balanceado al extremo de la cuerda y le había golpeado con los pies, haciéndole perder el equilibrio en el momento en que el canalla disparaba contra mí.
Antes de que pudiera volver a apretar el gatillo, le agarré la muñeca y se la retorcí con todas mis fuerzas; los huesos de su brazo cedieron y crujieron como ramas muertas. Un gemido se escapó de los labios del manchú, pero, con su mano izquierda, separando los dedos como si quisiera formar una pinza, me lanzó un golpe a los ojos y sus uñas me rasguñaron la cara. Loco de dolor, le mandé un cañonazo con la derecha a la mandíbula, lo que le obligó a dar una vuelta completa sobre sí mismo y caer de espaldas, golpeándose en la nuca y quedando en el suelo sin sentido.
Me volví hacia Tao Tsang y le vi alejarse a toda prisa hacia la pared; Jack me advirtió:
—¡No dejes que se escape!
Tao Tsang era demasiado rápido para mí, pero no para Spike. En el momento en que llegó junto a la pared, Spike saltó y aterrizó de lleno en los hombros del chino. Tao Tsang se fue al suelo, lanzando un maullido de gato herido. Spike, rápido y mortal, se le tiraba a la garganta, hundiendo las mandíbulas en la túnica de seda del chino.
—¡Detenle, Dennis! —me suplicó Jack, oscilando como un péndulo al extremo de la cuerda—. No le dejes matar a ese demonio... ¡representa nuestra única oportunidad de salir vivos de aquí!
—Suéltale, Spike —ordené—. Y vigílale.
Spike hizo lo que le decía, y Tao Tsang se quedó postrado en el suelo, temblando de miedo. Corté las ataduras de Jack; estaba tan anquilosado que no podía mantenerse en pie. Mientras se frotaba los brazos y las piernas para reactivar la circulación, eché un vistazo a los otros Cobras Amarillas. Los dos a los que había noqueado seguían en las nubes, claro, y el hatchetman del que se había ocupado Spike estaba muerto, con la garganta cortada.
—Vámonos de aquí —le dije a Jack.
Me dirigía hacia la puerta cuando mi amigo me sujetó por el brazo.
—¡Espera! —exclamó—. ¿No has oído nada?
En la planta baja se acababa de abrir una puerta con mucho cuidado, pero el murmullo de voces apagadas llegó hasta nosotros.