Nunca olvidaré la noche en la que luché contra Butch Corrigan en el Peaceful Haven, la sala de boxeo de los muelles de Hong Kong. Butch parecía más un gorila que un ser humano, y se comportaba como tal. Fue una noche dura para un marino, incluso para Dennis Dorgan, el campeón del Python. En el tercer asalto me lanzó tal directo a la mandíbula que caí de cara, hundiendo la nariz totalmente en la lona; intentaba desclavarla cuando me salvó la campana. En el cuarto asalto, me echó la cabeza hacia atrás, tan lejos que pude contarme las pecas de la espalda. En el quinto, me tiró por encima de las cuerdas y uno de sus compañeros me rompió una botella en el cráneo mientras intentaba volver al ring. Fue lo del botellazo lo que me puso de mal humor; Butch estaba muy cerca de mí y hundí en su vientre peludo el puño izquierdo hasta el codo para, acto seguido, golpear como si lo hiciera con un mazo su oreja derecha mientras el pobre hombre intentaba incorporarse. Ya estaba medio noqueado a fuerza de machacarle su mandíbula de acero y aquel último golpe, que prácticamente arrancó desde mi talón derecho, le desmoralizó tanto que se fue al suelo y se olvidó de levantarse. Sus acólitos debieron llevársele, con los pies por delante, y arrojarlo a un abrevadero de caballos para que volviera a la vida.
Informado por el árbitro de que la matanza había terminado, me volví medio a tientas a mi vestuario, donde, tras limpiarme con una esponja húmeda la sangre y el sudor del ojo que me quedaba sano —porque el otro llevaba cerrado ya un buen rato— me vestí lo mejor que pude sin ayuda de mis segundos. Éstos ya se habían largado para participar en una partida de dados que se estaba celebrando en el callejón que había a espaldas de la sala de boxeo. Luego, me encaminé hacia el despacho de Dutchy Tatterkin, el dueño del Peaceful Haven, para recoger mi dinero. Según salía al pasillo, me llevé una sorpresa al tropezarme con el manager de Corrigan, con espuma en los labios.
—¿Dónde está Dutchy? —le pregunté.
Se rió como si fuera una hiena atrapada en un cepo para lobos.
—¿Que dónde está Dutchy? —repitió sarcásticamente—. ¡Ya me gustaría saberlo! ¡Ha volado! ¡Ha desaparecido! ¡Ha izado velas y se ha largado!
—¿Qué? —bramé convulsamente.
—¡Sí! ¡Después de todo lo que he hecho por él!
—¡Pero no puede hacer eso! —aullé con desesperación—. ¡Me debe cincuenta dólares por la paliza que le he dado a tu chico esta noche!
—¡Tus cincuenta dólares! —replicó el manager con un tono feroz—. ¿Y yo qué? Yo he trabajado años y años para ese mamón y he derramado mi sangre por todas las salas de boxeo desde aquí hasta...
Le dejé allí plantado, mientras él seguía informando de sus desgracias al mundo entero y entré como una tromba en el cuchitril que le servía a Dutchy de despacho. No estaba allí. Ni nada, porque el despacho estaba totalmente vacío; ni siquiera quedaban la mesa o las sillas. Era algo innegable, Dutchy se había ido para siempre, durante el combate, dejándonos plantados. Butch y yo teníamos que cobrar cincuenta dólares cada uno. Acepté con filosofía la pérdida de Butch pero, cuando pensé en mis cincuenta dólares, lo vi todo rojo. En el acto partí en busca de Dutchy, sabiendo que, lo más probable, es que hubiera abordado algún barco nocturno. Pero estaba tan loco de rabia que estaba dispuesto a seguirle a nado.
Según salía como un tornado a la calle, colisioné con un joven indígena. Me levanté y empecé a insultarle, porque se me había puesto en medio, hasta que me di cuenta de que era el malayo que fregaba y hacía los recados en el Peaceful Haven. Tenía una marca en el cráneo como si le hubieran golpeado con la pata de una silla.
—¿Dónde está Tatterkin? —rugí, agarrándole por el cuello de la camisa.
—Él partir —dijo de mala gana—. Él no pagarme lo que deber; yo decirle que darme sillas y mesa del despacho para vender. Pero cuando ir a buscar hombre para comprar, Tatterkin fue quien vendió. Me pegó con porra cuando protestar.
—Vale, ¿y dónde se ha ido? —aullé, levantándole del suelo, sin darme cuenta de que se movía como si fuera un banderín.
—Si te digo, él matarme —respondió.
—Si no me lo dices —le aseguré—, ¡te voy a dar una patada en el culo que no vas a olvidar!
—Él ladrón —admitió—. Te enseño. Tú coger, ¿eh?
Como estaba demasiado irritado para hablar, me contenté con hacer chirriar los dientes, lo que pareció satisfacerle porque, cuando le deposité en el suelo echó a correr a toda prisa, y tuve que seguirle a través de un dédalo de callejones sombríos y tortuosos, infestados de ratas y llenos de malos olores. Finalmente, se detuvo en la esquina de una calle y me señaló una casa situada entre los muelles. Parecía abandonada, pero acabé por ver una lucecita que se filtraba a través de los postigos de una ventana.
—Tatterkin allí —dijo—. Tú cogerle. Yo marchar.
Y lo hizo, tan rápido y ligero como un fantasma. Me quedé en la esquina, observando la casa.
* * *
Mis enemigos pretenden que todo mi cerebro se encuentra en mis puños, pero ninguno de esos cobardes ha sido nunca capaz de reflexionar tan deprisa como yo lo hice en aquel momento. Sabía que Tatterkin habría podido salir de Hong Kong de haberlo querido así. El hecho de que no lo hubiera hecho demostraba que tenía alguna razón para quedarse; y las únicas razones que Tatterkin había tenido siempre eran deshonestas. La luz que se filtraba por los postigos era la única que había por los alrededores. Estaba rodeado de viejas casas medio en ruinas que parecían completamente abandonadas. ¡Era un lugar ideal para cometer un asesinato!
Por eso, en lugar de dejarme guiar por mi instinto natural y cargar como un toro furioso para hundir la puerta de la casa en cuestión, me deslicé sin hacer ruido a lo largo de las paredes de un agrietado almacén, me agaché y atravesé la calleja a la carrera, pegándome a la ventana cuando llegué junto a ella. Los postigos estaban cerrados, pero la guillotina estaba levantada, como pude observar al mirar entre los intersticios de la madera. En el interior de la habitación, una lámpara de petróleo estaba fija en el techo, y pude ver a cinco hombres sentados alrededor de una mesa, bebiendo alcohol y manteniendo un conciliábulo... cinco caras sombrías y estriadas, de aspecto terrible y patibulario. Los conocía a todos: uno de ellos era el hombre a quien andaba buscando; los otros eran sus compinches... la clase de escoria que se puede encontrar en cualquier puerto asiático. Eran Tom Kells, Jack Frankley, Bill McCoy y un chino llamado Ti Ying, un pirata del río como yo ya sabía desde hacía un tiempo.
McCoy estaba diciendo:
—¿Crees que Yut Ling intenta dárnosla?
—¿Qué quieres decir con ese de dárnosla? —replicó Frankley—. ¿Cómo iba a hacerlo?
—Diez mil dólares es mucho dinero —dijo McCoy—. Podría traer consigo a toda una banda de hatchetmen y llevarse el cuerpo sin pagarnos nada.
—Bueno —dijo Tom Kells—, Mike Grogan está ahí fuera vigilando las calles. Si ve que Yut Ling se acerca con una banda, nos hará la señal convenida y estaremos preparados para recibirles. No os pongáis nerviosos. Yut Ling no llegará antes de una hora o algo más.
—Vaya —declaró Tatterkin—, estaré más tranquilo cuando estemos en el mar, sanos y salvos. Esta noche me he sacado un pequeño suplemento, cien dólares, pero que alguno de esos dos animales, ya sea Butch Corrigan o Dennis Dorgan, te rompa la mandíbula, ¡vale mucho más de cien dólares! De todos modos, estaba a punto de cerrar la sala, y creo que he hecho bien en sacar algún beneficio justo antes de retirarme del juego. ¡Pero eso no quiere decir que quiera encontrarme con alguno de esos dos individuos!
—¡Bah, olvídalos! —resopló McCoy—. Aunque aparecieran como dices, ¿qué iban a hacer contra todos nosotros? El que me pone de mal humor es ese maldito inspector inglés, sir Cecil Clayton. Está en Hong Kong buscando el rubí Mandarín. Ya sabéis que, cuando detuvieron al chino que lo había robado, no lo llevaba encima. Clayton intenta recuperar el rubí. Pero el chino se niega a decir dónde lo ha escondido.
—Lo que me gustaría saber —dijo Tatterkin— es cómo pudiste capturar tan fácilmente al tipo encerrado en la habitación del fondo. Parece bastante despierto.
—Bah, un juego de niños —se vanaglorió Frankley—. ¡Sólo un engaño sin importancia! Cuando ofreció pagarnos para ayudarle a ponerle la mano encima a Yut Ling, fingimos que aceptábamos, pero advertimos a Yut Ling. Luego, saltamos sobre él cuando menos se lo esperaba y le maniatamos. Yut Ling nos ofreció por sus huesos más de lo que él mismo ofrecía por Yut Ling.
—De todos modos, me gustaría que todo este asunto ya estuviera terminado y que ya nos hubiésemos largado —dijo Tatterkin, llenándose un vaso—. Estas viejas barracas abandonadas me dan escalofríos.
—No te mosquees —susurró Kells—. Dentro de una hora, Yut Ling estará aquí. Le entregamos al tipo de la habitación del fondo, nos da por él los diez mil dólares convenidos y nos largamos a Australia con el capitán Sullivan. Veremos su jeta en menos...
Yo había pegado la oreja a una grieta para escucharles mejor cuando ¡wham!, algo chocó contra mí, por detrás, tan brutalmente que mi cabeza atravesó los postigos. Todos los tipos de la habitación gritaron sorprendidos y se levantaron de un salto. A mi espalda pude escuchar la voz de Mike Grogan que bramaba:
—¡Ya le tengo, muchachos! ¡Es el maldito Dennis Dorgan!
Juraron como demonios y luego gritaron:
—¡Sobre todo, no le sueltes! ¡Bajemos la guillotina de la ventana y cortémosle la cabeza!
Y es lo que hicieron, y con tanto ardor que el marco saltó hecho pedazos y los fragmentos de cristal cayeron tintineando por el suelo. Bueno, tengo que decir una cosa: ¡si hay algo que me vuelve loco furioso es que me destrocen una ventana de guillotina en la nuca! Aullé ultrajado, tiré y me solté, con los fragmentos del marco de la ventana alrededor del cuello. Le golpeé a Mike Grogan en la mandíbula, tan fuerte que se le saltaron los cordones de los zapatos. Luego, estreché con el brazo alrededor de su cuello y le arrastré conmigo mientras cruzaba por el hueco de la ventana y entraba en la habitación, sin tener en cuenta las botellas vacías y las patas de sillas que enarbolaban los defensores. ¡Juraban como una banda de piratas!
Una vez llegué entre ellos, solté a Grogan, que cayó sobre el suelo —donde se quedó cómodamente tendido para que todo el mundo le pateara a su antojo— y empezó la carnicería. Es lo que hago mejor. Durante unos minutos aquello fue como un torbellino de puños, botas, botellas y patas de sillas, sin hablar de la mesa que voló hecha pedazos ante los diversos ataques de la jauría enzarzada en feroz combate.
No tardé en salir de la barahúnda y me levanté, como Neptuno saliendo de las profundidades del océano, sujetando a Dutchy Tatterkin por el cuello.
—¡Sucia rata! —rugí, dominado por una rabia legítima, escupiendo sangre y mirando con el ojo que tenía aún abierto de un modo lo más funesto posible—. ¿Dónde están mis cincuenta dólares?
—¡Tom! —llamó—. ¡Bill! ¡Ti Ying! ¡Mike! ¡Jack! ¡Auxilio!
Ti Ying y Grogan no podían responder a sus lamentos, porque los había noqueado. Pero McCoy escuchó la llamada del clan. Apareció súbitamente a mis espaldas y me rompió en el cráneo la pata de una mesa. En el mismo instante, Tatterkin me puso la zancadilla y caí encima del montón de inertes combatientes, pero arrastré a Dutchy en mi caída, con lo que la patada que me lanzó McCoy le alcanzó a él en las costillas, así que se retorció como una anguila con retortijones. Kells se lanzó a por mis ojos, y profirió un horrible aullido cuando le mordí el pulgar hasta el hueso. Luego, me levanté una vez más haciendo un esfuerzo prodigioso, justo a tiempo para lanzarle a McCoy una patada en el vientre. Acto seguido, Frankley se lanzó contra mí, enarbolando una silla, pero le esquivé y le golpeé en pleno estómago, tan fuerte que cayó al suelo; le seguí casi en el acto y Kells se nos echó encima.
En aquel momento, el viejo suelo podrido cedió y todos caímos al sótano... yo, la banda de truhanes, trozos de suelo, los restos de las sillas y de la mesa y todo lo que uno pueda imaginarse. Tuve la suerte de aterrizar sobre dos o tres de aquellos pájaros, lo que amortiguó el golpe... por suerte para mí, porque la caída fue de más de tres metros y medio. Me debatí y conseguí levantarme frenéticamente antes de que aquellos crápulas hicieran lo mismo, pues se habían quedado sin aliento tras la caída... o se habían roto la cabeza al golpearse contra cualquier cosa.
La linterna del techo del piso superior seguía luciendo, y vi que si alguna vez existió una escalera que conducía a aquel sótano los peldaños se habían desintegrado a fuerza de años. El suelo había cedido en un punto cercano a la puerta que daba a la habitación del fondo, y el único modo de salir de la habitación de la cueva era saltar, agarrarse al borde del umbral de la puerta y alzarse a pulso.
Había todo un racimo de seres humanos debajo de aquella puerta y Bill McCoy ya estaba poniéndose de pie, aunque todavía estaba como doblado por la mitad. Tomé impulso, salté y aterricé sobre su espalda. No se vino abajo con mi peso porque los que yacían bajo él le sujetaban formando una masa muy firme.
Salté de nuevo con todas mis ganas, agarré el reborde del suelo que delimitaba el umbral de la puerta y me elevé a toda velocidad. McCoy aullaba como un diablo; los otros gemían, juraban y se lamentaban:
—¡Auxilio! ¡Me muero! ¡Estoy muerto! ¡Me han roto los riñones! ¿Qué ha pasado, un temblor de tierra?
Encontré una silla junto a la puerta y en un momento rompí una de las patas. Mientras tanto, los tipos de abajo comprendieron finalmente dónde se encontraban y dijeron:
—¡Mil tormentas! ¡El maldito suelo ha cedido y nos hemos caído en esta cueva!
—¿Dónde está ese maldito marino? —exclamó Tom Kells—. Tiene que haber caído con nosotros. Quiero matarle antes de morir. Casi me ha arrancado el pulgar.
—Al diablo tu pulgar —aulló Frankley—. Me ha destrozado las costillas a patadas y, antes, me hizo saltar tres dientes.
—¡Maldita sea, eso no es nada, muchachos! —gimió McCoy, tendido de tripa sobre el barro—. ¡Miradme a mí! Acaba de saltarme encima de la espalda y prácticamente me ha partido por la mitad. Ya no está aquí. Ha conseguido salir.
—¡Auxilio! —pidió Tatterkin—. ¡Acaba de morderme una serpiente!
—No es una serpiente —gruñó Frankley—. Aquí sólo hay ratas. ¡Esta vieja cueva está infestada!
—¡Quiero salir de aquí! —empezó a mugir Dutchy—. Este lugar es húmedo y está lleno de barro. Me apuesto lo que sea a que hay filtraciones de agua. Con la marea alta esta cueva se llenará de agua. ¡Y supongo que todas estas ratas tendrán la peste bubónica! ¡Socorro!
—¡Oh, cierra la maldita boca! —dijo Frankley—. Voy a inclinarme. Tom podrá trepar sobre mis hombros y agarrarse al borde del suelo y salir a pulso de esta maldita cueva. Luego, podrá ir a buscar una cuerda y nos ayudará a salir de aquí. Es cosa buena que tengamos algo de luz.
Pusieron en marcha su plan y, justo en el momento en que Kells se agarraba al borde del suelo, abatí la pata de la mesa que llevaba conmigo y le propiné un terrible golpe en los dedos. Lanzó un atroz aullido y volvió a caer en la cueva, sobre la espalda de Frankley, que bramó:
—¡Estás completamente loco, cabrón!
—¡Cierra la boca! —aulló Kells lamiéndose los dedos—. ¡Ese maldito marino está ahí arriba armado con una cachiporra! ¡Acaba de romperme los dedos!
Y a continuación todos empezaron a jurar abominablemente, con lo que me asomé a la cueva y les grité:
—¡Ya basta, inmundas ratas de cloaca! ¡Ya me he cansado de oíros jurar como si fuerais malditos cosacos!
—¡Déjanos salir, Dorgan! —me suplicaron.
Repliqué, implacable:
—Sólo cuando Dutchy me haya dicho dónde están los cien dólares que nos robó a Corrigan y a mí.
Kells se limpió la sangre, el sudor y el barro que le manchaban el rostro; luego, le dijo a Dutchy:
—¡Dale el dinero, por amor del Cielo!
—¡Ya no lo tengo! —se lamentó Dutchy—. ¡Lo perdí!
—¡Eres un mentiroso, holandés cabeza de muía! —gruñó Frankley—. Dale el dinero ahora mismo. ¿Quieres que perdamos diez mil dólares por tu testarudez?
Pero Tatterkin juró que su fajo de billetes se le debió caer del bolsillo cuando se hundió el suelo. Le insultaron a sus anchas, y empezaron a discutir, y Kells y Frankley le dieron una buena tunda a Tatterkin y le quitaron la ropa a tirones; como no le encontraron dinero encima, llegaron a la conclusión de que decía la verdad; empezaron a buscar los billetes por el barro. Mientras tanto, me senté, cerca del umbral de la puerta, con la pata de la mesa en la mano esperando a que recuperaran el dinero.
Grogan volvió en sí y unió sus lamentos a los de McCoy, con lo que la melopea resultaba horrorosa. Poco después, Ti Ying recuperó el conocimiento, pero seguía tan en las nubes que no parecía entender dónde se encontraba, ni lo que pasaba a su alrededor. Hay que decir que le había propinado un espléndido gancho de derecha en el mentón justo antes de que el suelo se derrumbase.
* * *
Mientras permanecía allí sentado, escuchando serenamente la conversación animada que provenía de la cueva, percibí unos ruidos apagados a mis espaldas, y me di media vuelta a toda velocidad. Había tres puertas en aquella habitación: la puerta ante la que me encontraba sentado, una lateral que daba al callejón y una más que daba a la habitación del fondo. El sonido provenía de la del fondo. Vi que los merluzos de la cueva estaban bastante ocupados en sus cosas como para darse cuenta de lo que yo pudiera hacer. Me levanté sin hacer ruido y fui a abrir la puerta en cuestión. Había un hombre en aquella habitación, atado y amordazado; con la cabeza estaba golpeando el suelo, como si pretendiese llamar mi atención.
Le solté y vi que era un chino. Pero no un coolie ordinario, ¡atención! Era un tipo esbelto, de aspecto despierto y de mirada atenta.
—¿Quién diablos eres? —le pregunté.
—Soy Soo Ong, un detective —respondió—. Trabajo con sir Cecil Clayton. Hace unos meses robaron una colección de piedras preciosas entre las que se encontraba una joya de gran valor llamada el rubí Mandarín. Un hombre, Ki Yang, fue detenido, aunque era inocente, y condenado mediante pruebas falsas. Desde entonces me ocupo de demostrar su inocencia y encontrar al verdadero ladrón... Yut Ling. Estos hombres prometieron ayudarme, pero me han traicionado. Me capturaron, con la intención de venderme a Yut Ling, que desea matarme porque sabe que soy el único hombre del mundo fue conoce la identidad del verdadero ladrón.
—No tiene nada que temer —le aseguré—. ¡Estoy aquí para echarle una mano!
—¡Eh, Dorgan! —bramó Frankley desde la cueva—. ¡No conseguimos encontrar el maldito fajo de billetes!
—¡Seguid buscando! —les sugerí.
Soo Ong miraba por una ventana que daba al callejón que había a espaldas del edificio. Me hizo un gesto para que me reuniera con él.
—¿Dijo que estaba dispuesto a ayudarme?
—Ayudaría a cualquiera que quisiera atrapar a un ladrón —dije decidido.
—¡En ese caso, necesito su ayuda urgentemente! —dijo—. Miré por este hueco de los postigos. ¿Puede ver a un hombre?
La calle estaba a oscuras, pero vi que un hombre se acercaba furtivamente a la casa.
—Es un espía de Yut Ling —me informó Soo Ong—. Acaba de asegurarse de que no hay ningún peligro antes de que su amo se presente. Es demasiado fuerte para mí, y no tengo armas. ¿Querría capturarle para mí? No le haga daño, pero átele y amordácele; luego, lo trae hasta aquí, a la habitación del fondo. Yo vigilaré la cueva.
Le dije que estaba de acuerdo, y él se fue al umbral de la puerta. Cuando le vieron los que estaban en el sótano, se callaron bruscamente, como si les hubieran rebanado la garganta. No escuché más sonido que el que provocó Tatterkin al respirar sonoramente, como si estuviera sufriendo un ataque de nervios.
El hombre del callejón se dirigió a toda prisa a la ventana desde [a que le observaba; mientras tanto, yo había quitado los cerrojos de los postigos. Les empujó y los abrió sin hacer ruido. Pasó por el hueco de la ventana y le sujeté por el cuello con la mano izquierda al tiempo que le golpeaba en la mandíbula con la derecha. Antes de que pudiera volver en sí lo tenía atado y amordazado con las cuerdas que antes hicieran lo mismo con Soo Ong. Era un hombre blanco, vestido con harapos, sucio y apestoso como un vagabundo de los muelles.
Volví junto a la puerta y le hice a Soo Ong un gesto con la cabeza; me respondió en voz baja:
—Estos tipos son poca cosa... no vale la pena detenerles. Si están aquí cuando llegue Yut Ling, armarán jaleo y él se dará a la fuga. Dejemos que se vayan.
—Se irán cuando me hayan dado los cien dólares —dije testarudo.
Frankley me escuchó, y dijo feroz:
—¡Que el diablo se te lleve, Dorgan, es imposible echarle mano al fajo de Dutchy y ninguno de nosotros lleva dinero encima!
Soo Ong reflexionó un instante y, al fin, dijo:
—Ti Ying puede salir de la cueva.
Auparon a Ti Ying y le ayudaron a trepar; cuando llegó arriba le quité el puñal. Soo Ong miró fijamente a Ti Ying, y este último se puso a temblar. Soo Ong dijo:
—Dale a este blanco el fajo de billetes que le has quitado a Tatterkin del bolsillo.
Ti Ying se puso verde, pero sacó del bolsillo del pantalón un rollo de billetes que le tendió a Soo Ong. Cuando los de la cueva lo vieron, aullaron como lobos.
—¡Si me hubieras dado el dinero antes... antes habrías salido de la cueva! —exclamé.
El chino se encogió de hombros y respondió:
—Los hombres blancos son estúpidos. Yo ya sabía que nos dejarías salir igualmente cuando vieras que no encontrábamos el dinero.
—¡Espera a que te pille! —le prometió Tom Kells con un tono muy sanguinario.
Soo Ong sacó cien dólares del fajo y me los entregó; luego, trescientos o cuatrocientos dólares, se los devolvió a Ti Ying.
—¡Deja que me vaya antes de que los demonios blancos salgan de la cueva! —suplicó Ti Ying recogiendo el dinero.
—¡Sal por detrás! —le ordenó Soo Ong.
En cuanto le oyó, Ti Ying echó a correr como una liebre.
Los del sótano tenían espuma en la boca.
—¡Déjanos subir! —vociferaban—. ¡Ya tienes tu pasta, Dorgan, y ese maldito ladrón se ha marchado con lo que teníamos!
—Si os dais prisa, podréis cogerle —les dijo Soo Ong—. Se ha ido por la calleja trasera.
Les dejamos salir de la cueva, uno por uno. Pero no tenían ganas de pelear. Soo Ong estaba atento, sujetando en la mano el cuchillo de Ti Ying, y yo contaba con mi fiel pata de mesa. Cada hombre, según salía de la cueva, atravesaba corriendo la habitación del fondo sin echar siquiera una mirada al tipo que estaba atado en el rincón y se iba como una bala hacia el callejón con intenciones claras de alcanzar a Ti Ying. El último en salir fue Dutchy Tatterkin. Yo mismo le ayudé y le escolté hasta la puerta, e incluso le eché una mano a trasponerla con una buena patada en el culo.
—¿Cómo supiste que Ti Ying tenía el dinero de Dutchy? —le pregunté a Soo Ong.
—Conozco a Ti Ying —respondió.
—¿Y por qué le devolviste el dinero robado? —quise saber.
—Para que se lanzaran en su busca y se quitaran de en medio —declaró—. Todos intentarán alcanzar a Ti Ying y quitarle el dinero antes de que lo hagan los demás. Así podremos esperar tranquilamente la llegada de Yut Ling. No tardará mucho. Sorprendí su conversación.
Yut Ling debía llegar por el callejón al que daba la puerta lateral, y Ti Ying y los otros se habían largado en dirección contraria. Soo Ong me dijo que esperase en la habitación del fondo, y se sentó, con las piernas cruzadas ante la puerta lateral, sujetando en la mano el largo y fino puñal de mango de marfil de Ti Ying.
Acabábamos de instalarnos cuando escuché que alguien se acercaba furtivamente por la calleja. Sonaron unos ligeros golpes en la puerta. Soo Ong se levantó y abrió la puerta, retrocediendo en el acto para permanecer en la sombra. Un chino grasiento, de piel brillante y sonrisa afectada, entró en la habitación. Se quedó quieto cuando vio a Soo Ong saliendo de la oscuridad. Parecía petrificado y su rostro adquirió el color verdoso de algunos peces.
—¡Traidor! —dijo Soo Ong.
Y con éstas, hundió hasta la guarda el puñal en el corazón de Yut Ling.
Me sentí bañado en sudor en el acto. ¡No esperaba nada parecido!
—¡Maldita sea! —exclamé—. ¡Así no es como suelen actuar los detectives! Al menos en América...
—Cada país tiene sus métodos —replicó Soo Ong—. ¡Pero un traidor merece la muerte en todos los países!
Se inclinó y tomó un pequeño estuche de cuero de uno de los bolsillos interiores de la túnica de Yut Ling.
—Estaba seguro de que no se separaría de él por nada del mundo —murmuró—. Ni siquiera en presencia de unos ladrones que ya se imaginaban su culpabilidad.
Tomó un trozo de papel y un lápiz y garabateó algunas palabras en inglés; luego, enrolló el papel alrededor del estuche y me lo entregó.
—Déselo al hombre blanco que se encuentra en la habitación del fondo y desátele —dijo.
Antes de que yo pudiera decir una sola palabra, desapareció en la noche y yo me quedé allí, en compañía del cadáver de un chino con un mendigo sólidamente atado.
* * *
Empezaba a presentir vagamente que había algo extraño en todo aquel asunto. Me daban escalofríos cada vez que echaba un vistazo a Yut Ling, tendido en el suelo con un puñal clavado en el pecho. Finalmente, me fui hasta la habitación del fondo y llevé al tipo maniatado hasta un lugar donde hubiera algo más de luz. Le quité la mordaza y lo primero que dijo casi me hizo caerme de culo.
—¡Canalla! —gruñó—. ¡Te ahorcarán por esto!
—¿Qué? —dije.
El cabello se me erizó, porque, pese a los harapos, reconocí a quien me imprecaba.
—¡Cecil Clayton! —boqueé—. ¡El policía inglés!
—¡Str Cecil Clayon, rufián! —vociferó—. Dorgan, ¡nunca me hubiera imaginado que algún día podría verte envuelto en un asesinato!
—¡No he sido yo quien ha matado al chino! —protesté.
—Lo sé —dijo—. He oído lo que pasaba, pero tú...
—¡Nada de nada! —protesté, soltándole—. No he hecho otra cosa que ayudar a ese detective, Soo Ong...
—¿Detective? —se burló—. ¿Te crees que soy un imbécil? ¿Te atreves a pretender que ignorabas que era Ki Yang, el hombre que robó el rubí Mandarín?
—¿Eh? —exclamé—. Pero dijo que había sido Yut Ling quien había robado...
—Eso es lo que pretendió durante todo el proceso —aulló sir Cecil—. Juró que Yut Ling era el verdadero culpable y él una víctima de una trampa, pero fue incapaz de probar lo que decía. Yut Ling era un soplón que trabajaba para la policía... un individuo poco recomendable pero indispensable. Si sabía que Ki Yang estaba aquí es sorprendente que no nos lo hubiera advertido. Yo seguía la pista de Ki Yang desde que se evadió de prisión, hace ya una semana. Esta misma noche volví a encontrar su rastro. Pudo haber dejado Hong Kong, pero prefirió retrasarse para vengarse de Yut Ling. ¡Pobre diablo!
—Yut Ling no tenía intención alguna de decirle lo que pretendía hacer —dije—. Había venido hasta aquí para entregar diez mil dólares a una banda de malhechores a cambio de Ki Yang, a quien habían secuestrado. Quería eliminarle, ¡pura y simplemente eso!
—Estás loco o borracho —se limitó a decir sir Cecil mientras se incorporaba.
—Ni lo uno ni lo otro —repliqué, herido en mi fuero interno—. ¿Y si Yut era el hombre que robó el rubí? Esa gema vale más de diez mil dólares. ¿Y si Yut Ling sabía que no era otro que él mismo quien había robado el rubí? Puede que pensase que valía la pena gastar diez mil dólares para librarse definitivamente de Ki Yang.
—Es ridículo —protestó sir Cecil—. ¡No intentes liarme con una historia tan abracadabrante! Me atengo a los hechos: Ki Yang ha asesinado a Yut Ling, y tú has sido su cómplice. Deberás responder de...
—Oh, no, no me detendrá —rugí—. Es inútil que eche mano a su revólver. Lo tengo en mi bolsillo desde que le noqueé. No iré a la cárcel por haber cometido un error. Creí que Ki Yang era un detective y que no hacía más que ayudar a la ley. Es posible que haya caído en si ridículo, pero no iré a prisión, ¿me entiende? Voy a salir por aquella puerta; y le daré un buen consejo: ¡no intente impedírmelo! Pero, antes de partir, tengo aquí algo que Ki Yang me dijo que le entregase. Tomó este estuche de las ropas de Yut Ling después de matarle. También hay un mensaje.
Sir Cecil tomó el paquete y leyó la nota en voz alta. El contenido de la misma era el siguiente:
Sir Cecil Clayton, un inocente no pude probar su inocencia mientras se encuentra en prisión. La astucia debe ser combatida con astucia. No puedo probar que Yut Ling robara el rubí, pero la joya hablará por sí misma. Este hombre blanco, a quien he hecho creer que era un detective para que me ayudara, puede ser garante de que el rubí se encontraba en el bolsillo de Yut Ling. Su respetuoso servidor, Ki Yang.
—¡Ésta sí que es buena! —exclamó sir Cecil. Abrió violentamente el estuche de cuero. Una piedra de color rojo fuego, tan gruesa como un huevo de paloma, rodó a la palma de su mano.
—¡Así que Yut Ling era el ladrón! —rugió—. ¡Inmundo crápula! Juro que... su asesinato es un homicidio que nunca llegará a conocimiento de la corte si puedo impedirlo. Dorgan, te presento mis disculpas. Es evidente que cometiste un error y que actuaste de buena fe; al hacerlo, además, ayudaste a la justicia. Este asunto queda zanjado; la joya volverá a manos de su propietario, el verdadero ladrón ha recibido su merecido —aunque haya sido de una manera ilegal— y un hombre inocente ha demostrado su inocencia. ¡Esta noche has hecho un buen trabajo!
—¡Bah, no ha sido nada! —dije, modesto—. Pero ahora tengo que irme a buscar a Butch Corrigan. Tengo cincuenta dólares que le pertenecen y, de no haber venido hasta aquí, nunca los habría recuperado. ¡Pero, qué quiere usted, Butch no es tan listo como yo!