Había llegado a Hong Kong apenas hacía hora y media cuando alguien me golpeó en la cabeza con una botella. No fue algo que me sorprendiera especialmente... los puertos asiáticos están llenos de tipos que buscan a Dennis Dorgan, marinero de segunda clase, a causa del uso poco considerado que les he dado a mis puños... Sin embargo, aquello me irritó.
Iba caminando por un callejón sombrío, ocupándome de mis propios asuntos, cuando alguien dijo «¡Psst!» y, cuando me volví y dije «¿Qué?»... ¡bang! cayó sobre mi cráneo la susodicha botella. Aquello me exasperó tanto que le largué un porrazo a mi invisible agresor y luego nos enzarzamos y luchamos en la oscuridad durante un buen rato, y el modo en que gruñía y resollaba cuando hundí en su blando cuerpo mis puños de acero, fue música celestial para mis oídos. Finalmente, sin soltarnos el uno del otro, salimos titubeando de la calleja para seguir abanicándonos bajo un farol de luz tenue donde me libré de él y le lancé un gancho con la derecha, y la única razón por la que mi puño no le noqueó fue porque contuve el golpe en el último instante. Y la razón por la que contuve mi golpe fue porque en mi agresor reconocí no a un enemigo, sino a un compañero de a bordo... una mancha para la reputación del Python. Jim Rogers, para ser más precisos.
Me incliné sobre él para ver si seguía con vida... porque bloquear con la mandíbula uno de mis ganchos de derecha, aunque lo frenase en el último segundo, no era un asunto para desdeñar... pasado un momento, parpadeó y abrió los ojos, y declaró, completamente groggy:
—¡Esa última ola debe haberse llevado todo lo que había sobre el puente!
—No estamos a bordo del Python, merluzo —repliqué irritado—. Levántate y explícame por qué te has ido a meter con un hombre de tu misma tripulación, cuando tienes a tu disposición toda una ciudad llena de chinos.
—Quería dinero, Dennis —dijo, avergonzado.
—¡Y qué! No veo la relación —gruñí, porque detesto que me cuenten cuentos.
—Tienes cincuenta dólares —dijo con un tono acusador—. Pero te apuesto lo que quieras a que te negarías a prestármelos para que me compre un mono de jade, ¿o me equivoco?
—Escucha, Jim —le dije—. No tienes que preocuparte. Un día, a un maldito holandés, le golpeé como acabo de hacer contigo y, durante varias semanas, se creyó el emperador de la China, y llevaba la camisa por fuera del pantalón. Pero ahora ya está bien y tú también te recuperarás. No creo que tu cerebro se haya visto afectado de un modo irremediable.
—¡Mil rayos, no deliro! —declaró encolerizado—. He conocido a una chica que tenía un mono de jade que vale una fortuna. Está dispuesta a venderlo por cincuenta dólares. Yo sabía que tú tenías esos cincuenta dólares y yo... bueno, que no quería pedírtelos prestados porque como era todo el dinero que tenías y estabas en tierra... quería darte un suave golpe en la cabeza y quitarte los cincuenta dólares... y luego devolvértelos... ¡te lo juro, Dennis!
Le miré con más pena que cólera.
—Y pensar —me lamenté— que mi reputación es tan frágil que incluso un compañero de a bordo puede imaginarse que podría tumbarme de un simple botellazo, como si yo fuera un vulgar estibador. ¡Yo, el campeón del Python, el navío más orgulloso que surca los Siete Mares! Y además, no tengo esos cincuenta dólares. Cuando salí de los muelles me metí en una partida de fan-fan y lo perdí todo.
Lanzó un gemido y dijo:
—¡Qué mala suerte tengo! ¡Cada vez que tengo ocasión de hacerme con algo de dinero, el Destino pasa sigiloso a mis espaldas y me de una patada en el culo con una bota de clavos! ¡Lástima, porque esa muñeca era bastante guapa!
—¿Quién es? —pregunté, saliendo bruscamente de mi ensimismamiento.
—Betty Chisom es la muñeca que tiene el mono de jade —gimió—. Dennis, me apena enormemente ver a una chica tan guapa en problemas. Tiene que vender su mono de jade para pagarse un billete de barco hasta Australia, o Shangai, o algún otro lado, que lo he olvidado. En todo caso, puede hacerlo con cincuenta dólares.
—¿Y en este momento dónde esta? —pregunté.
—¿Y qué vas a hacer? —replicó—. No tienes los cincuenta dólares.
—Pero tengo conciencia —dije, frunciendo el ceño—. No dejaré que una joven de raza blanca malviva en un país extranjero rodeada de paganos chinos.
—Bueno —dijo—, la dejé en la trastienda del American Bar mientras yo me iba a reunir la suma necesaria. Supongo que seguirá allí, esperando a que vuelva. No la dije cómo pensaba conseguir los cincuenta dólares.
—Iré allí para hablar con ella —-declaré—. El mono de jade no me interesa, pero quizá pueda ayudarla.
—Quieres ese mono —dijo acusador.
—No quiero nada, excepto el respeto que me debe un merluzo que acaba de intentar noquearme —gruñí—. Si saco algún beneficio de todo este asunto, procuraré que recibas la mitad de lo que saque yo mismo. Ahora llévate de aquí tus malditos huesos mientras yo me acerco vigilante hasta el American Bar, para ayudar a esa preciosidad en apuros dueña de un mono de jade.
Y con estas palabras me encaminé al bar en cuestión, y en la tras-tienda encontré a una muñeca que esperaba pacientemente. Era muy bonita, distinguida y todo, y no era, a todas luces, el tipo de chica que uno puede esperar encontrar en un lugar como aquel. Pillado por sorpresa, me quité la gorra y me quedé plantado, embarazado, mientras la joven me miraba con curiosidad.
—Su amigo Jim no ha podido venir, miss Chison —balbuceé finalmente—. Por eso he venido yo en su lugar.
—¡Oh, qué lástima! —exclamó la joven—. Por mister Rogers, quiero decir. Él... él debía encontrar un dinero para comprar algo que me pertenece...
—Sí, e intentó noquearme, pero pasó todo lo contrario. De hecho, en aquel momento no llevaba ni un céntimo en los bolsillos, y si he de ser sincero, ahora tampoco. Pero me dijo que estaba en un atolladero y quizá... bueno, pensé... me dije...
Balbuceaba que daba pena oírme y sudaba de tal manera que habría preferido enfrentarme a todo un ejército de canallas o algo así de fácil antes de seguir allí plantado.
—¿Quiere usted decir que le gustaría ayudarme? —preguntó.
—Eso es —reconocí a toda prisa—. No tengo dinero, pero...
—Siéntese, se lo ruego —me dijo la joven.
Cuando obedecí, la muchacha apoyó los codos sobre la mesa y colocó el mentón entre las manos; luego, me preguntó:
—¿Por qué quiere ayudarme?
—Bueno, eh... —titubeé—, cualquier hombre blanco digno de ese nombre reaccionaría del mismo modo al ver a una joven en apuros, sola y desamparada y rodeada de chinos. Este no es lugar para usted. Si no estuviera en la ruina...
—Aprecio su bondad, pero no podría aceptar la caridad de nadie. Nosotros, los Chisom, tenemos orgullo, aunque sea a nuestro propio estilo. Pero poseo un objeto que quiero vender, y que vale mucho más que la suma que le pedí a mister Rogers. Es inútil que le aburra contándole como llegué hasta aquí para verme en la indigencia. Pero, si tuviera cincuenta dólares, podría irme y encontrarme con alguien que... que se preocuparía por mi bienestar. ¡Mire!
Apoyó algo encima de la mesa, frente a mí. Era una estatuilla de unos doce centímetros de alto, un mono verde esculpido en una materia parecida al vidrio.
—¿Sabe lo que es esto? —me preguntó. Luego, en voz baja, con algo que podía pasar por un susurro de temor, añadió—: ¡Es el mono de Yih Hee Yih!
—¿Qué me dice? —apunté, prudentemente—. ¿Y cómo ha llegado aquí?
—Es el secreto del mandarín Tang Wu —me explicó—. Durante miles de años, esta estatuilla ha encarnado el poder de la China imperial. Fue el símbolo de los Manchúes y, antes de ellos, el fetiche de Genghis Khan, el único dios al que adoró. Su valor intrínseco representa varios miles de dólares; como pieza de museo, su propietario podría pedir lo que quisiera; como símbolo de la China, es de un valor inestimable. Naturalmente, usted habrá oído hablar del mandarín Tang Wu, el señor de la guerra de Cantón.
Era la primera vez que oía pronunciar aquel nombre, pero no abrí la boca porque no quería parecer un ignorante.
—Pues bien —siguió diciendo—, no se separaba nunca de esta figura cuando partía a la guerra. La estatuilla iba atada a su estandarte real, en la vanguardia de sus tropas... y sus soldados lo barrían todo a su paso... algo psicológico, ya me entiende; pero la estatuilla fue robada. El portaestandarte murió y, en medio de la confusión de la batalla, un bandido manchú se apoderó de la estatuilla y huyó.
»Aquel bandido fue ejecutado por los japoneses, y éstos se llevaron el mono de jade. Un hindú lo robó a su vez, y se lo vendió a mi hermano como si fuera una baratija, pues ni el uno ni el otro conocían su verdadero valor. Mi hermano me lo hizo llegar, y cuando lo tuve en mis manos me di cuenta de que era el mono de Yih Hee Yih. Mi intención era entregárselo al mismísimo Tang Wu —me había enterado de que ofrecía diez mil dólares al que recuperase la estatuilla—, pero, con la guerra declarada, no me he atrevido a emprender ese viaje. Ahora debo volver a Australia lo antes posible. Por eso estoy dispuesta a vender el mono por una suma irrisoria.
—¡Maldita sea! —protesté, mientras la cabeza me daba vueltas pensando en los diez mil dólares—. ¡No es justo que usted se vaya a sacar sólo cincuenta dólares cuando el merluzo que lo compre se llevará diez mil!
—Ya ve —suspiró—, pero si no encuentro los cincuenta dólares los diez mil no me serán de ninguna utilidad. Se lo ruego, ¿no puede ayudarme?
Se inclinó hacia mí, entrelazando sus hermosos y blancos dedos, mirándome con esos ojos que tienen las mujeres débiles cuando le piden ayuda a un hombre fuerte y valeroso con puños de acero. ¡En aquel mismo segundo habría saltado del palo mayor del Python para acudir en su ayuda!
—Si no estuviera navegando con unos marinos de agua dulce de la peor especie... —dije con amargura—. ¿Se olvidarían de su dinero para ayudar a una joven en apuros? ¡Seguro que no! ¡Se lo juegan todo en las partidas de fan-fan y a los dados, malditos becerros! Y ahora que podríamos sacar diez mil dólares de ese macaco, no tenemos ni un centavo. ¡Qué el diablo se los lleve a todos! Si pudiera encontrar un combate contra algún pardillo... ¡Eh, un instante! ¡Tengo una idea! — Me levanté de un salto y añadí con voz febril—: ¡Espéreme aquí! ¡No se mueva en una hora y media! ¡Cuando vuelva, traeré dinero!
Dándome la vuelta, salí del bar como una tromba y me alejé a grandes pasos calle abajo.
Enfilé hacia el Quiet Hour Arena, una sala de boxeo dirigida por un tipo que atendía al nombre de Spagoni, un local situado en el barrio de peor fama de todo el puerto. Llegué a la taquilla casi sin aliento. Desde el interior llegaban ruidos extraños, un jaleo indescriptible, como si unos cuantos gladiadores estuvieran luchando con los leones. El tipo de la taquilla era un inglés, un pelirrojo con hombros como cabrestantes.
—¿Ha terminado el combate principal? —le pregunté.
—Empezó hace un instante —rezongó.
—No tengo dinero —fue lo primero que le dije.
—¿Y yo qué quieres que haga? —se burló.
—Quiero que me dejes entrar, hijo de un babuino inglés, cara de cerdo, de rodillas pellejudas y cabeza de madera —respondí, refrenando mi legítima indignación.
—¡Lárgate de aquí a toda prisa, gorila perfumado con agua de mar! —me gruñó.
Exasperado más allá de lo soportable, hice volar mi puño derecho y le golpeé de lleno en el mentón, y el inglés cayó dormido con el sueño de los justos, con una pálida sonrisa en sus labios mal afeitados, como dicen los poetas.
Cuando me di cuenta de que el controlador de los billetes había cerrado la puerta con cerrojo desde el interior, para poder ver el combate tranquilamente, tuve que derribarla. El follón hizo aparecer al controlador, un mestizo, que se mostró bastante grosero y me amenazó con un cuchillo. Empezaba a sentirme mal recibido en aquellos lugares, pero hice callar mi resentimiento y le di un baño al mestizo, mandándole a dormir a un rincón; luego, bajé a toda prisa al salón central, donde me detuve a la altura de la primera fila de asientos del ring.
En el cuadrilátero, dos pardillos, casi dos bailarinas de claqué, saltaban de un lado para otro y esbozaban gestos amenazadores. La multitud empezaba a murmurar. Los clientes habituales del Quiet Hour Arena se burlaban del boxeo técnico; lo que ellos querían era sangre... litros de sangre. Si alguno de los boxeadores no dejaba el cuadrilátero a bordo de una camilla —y el otro debía sostenerse con la ayuda de sus segundos— se imaginaban que el combate había sido amañado, y empezaban a demoler el local.
En el caso presente, su irritación estaba más que justificada. Yo conocía a los dos becerros que estaban dando aquella demostración de valses en lugar del combate central... dos remilgados que sabían golpear pero que no tenían la menor intención de que se derramara su sangre. Spagoni había sido tan estúpido que los había pagado por anticipado, y ambos púgiles movían los puños sin el menor entusiasmo. Los espectadores se impacientaban cada vez más, hablando entre ellos y agitándose inquietos en sus asientos.
Inmediatamente, me acerqué al ring y me quedé allí, de pie, sin dejar ver a nadie, lo que aumento su indignación. Luego, empecé a bramar:
—¡Eh! ¿Se están haciendo arrumacos o qué? ¡Qué peleen o que los echen! ¡Vaya dos pringados! ¡Eh, besaos y haced las paces!
Todo cuanto necesita una multitud descontenta es un portavoz con voz tonante. Todo el mundo empezó a vociferar, a jurar y a aullar como lobos. Los susodichos boxeadores dejaron de blandir los puños y se dieron la vuelta para ver cuál era el origen de aquel jaleo. Soy un hombre que destaca fácilmente en medio de cualquier multitud, y me vieron al instante.
—¡Eh, si es Dorgan! —dijo uno de ellos.
—¿Qué quieres hacer, quieres que estalle una revuelta general? —preguntó el otro.
—¡Siempre pongo un puño y final a todo lo que empiezo! —bramé, deslizándome veloz entre las cuerdas.
Avanzaron hacia mí, belicosos. En el mismo momento, los espectadores empezaron a arrojar cosas muy diversas. El aire se llenó de huevos podridos, coliflores mustias y un poco de todo lo demás. Los bailarines de ballet y el árbitro corrieron a poner a salvo, seguidos por los proyectiles y los gritos furiosos de la multitud.
Avancé con mucho cuidado sobre la alfombra de legumbres podridas, esquivé algunas nuevas y, una vez en el centro del cuadrilátero, me dirigí a la multitud con una voz que, en otras ocasiones, había valido como sirena contra la bruma.
Los espectadores estaban de muy mal humor e intentaron cubrir mi voz con sus aullidos, pero no tardaron en comprender que era inútil intentar oponer sus ridículas cuerdas vocales a las mías, y cuando agotaron todas sus municiones, se calmaron y me dejaron continuar.
—Acabáis de asistir a una triste parodia del noble arte del boxeo —bramé—. ¿Estáis contentos?
—¡No! —aullaron.
—Pues podéis estar tranquilos, ratas de cloaca —rugí—, porque vengo a dar la ocasión de ver acción de verdad, un verdadero combate. Me apuesto cincuenta dólares a que soy capaz de batir a cualquier hombre de esta sala que se atreva a subir al ring, y eso ahora mismo.
Durante un segundo se hizo el silencio mientras todos contaban su dinero... la inconsciencia y la ignorancia de los hombres nunca deja de sorprenderme. Luego, un tipo gigantesco se levantó y le reconocí en el acto. Era «Espadón» Connolly, el marino más duro que haya servido nunca a bordo de un barco negrero.
—¡Pues yo tengo cincuenta dólares que dicen que eres un maldito embustero! —bramó, blandiendo en su puño un fajo de billetes.
—¡Acércate y sube al ring!—rugí, mientras empezaba a quitarme algo de ropa.
Suelo llevar un calzón de boxeo bajo mis ropas de civil siempre que me doy una vuelta por algún puerto, para estar siempre dispuesto a subir a un cuadrilátero sin perder tiempo.
—Vas a tener que esperar un momentín —gruñó—. Voy a ver si en el vestuario hay un calzón de boxeo para mí. Cuando vuelva, le confiaremos nuestro dinero a Spagoni.
La multitud gritaba feliz y contenta, pues conocían nuestra reputación. Connolly, moviendo los hombros, se dirigió hacia los nichos que servían de vestuarios y yo le hice a Spagoni un gesto para que se me acercara. Se frotaba las manos, encantado; era una ocasión inesperada para él... un combate que ponía histéricos a los espectadores; ¡y que no le costaría ni un centavo!
Le llevé a un rincón y le dije:
—Spagoni, te estoy haciendo un favor enorme luchando contra Connolly en tu sala sin que nadie me lo haya pedido. Por eso, cuando «Espadón» vuelva y te dé sus cincuenta dólares y te pida que recojas los míos, le dirás que ya lo has hecho antes.
—Pero no me has dado nada —protestó—. ¿Quieres que le mienta?
—Spagoni —dije, pasándole el brazo por los hombros y sonriéndole amablemente pero clavando mi mirada en la suya, lo que consiguió que se le erizaran los pelos de la nuca—, te aprecio como a un hermano. Tú y yo siempre hemos sido camaradas. Nunca te pediría que hicieras algo deshonesto, y lo sabes. Así que, cuando vuelva Connolly, le dirás sencillamente que ya te he confiado mi dinero, a menos que quieras pasarte lo que te queda de vida en una silla de ruedas.
—Si ganas, nadie sabrá nada —susurró, temblando ligeramente—. Pero supongamos que... qué pierdes...
—¿Perder yo? —farfullé—. ¡Deja de decir idioteces! De todos modos, Connoly se contentaría con aplastarte la nariz... lo que sería muy poca cosa en comparación con lo que yo te haré si no actúas como te he dicho.
En el mismo momento apareció Connolly, abriéndose paso a través de la multitud, acompañado por tres o cuatro haraganes de su barco. Subió sobre el ring y puso en manos de Spagoni un fajo de billetes.
—Aquí está mi dinero —gruñó—. Pon tu parte, Dorgan.
—Oh, Spagoni ya tiene cuanto va a sacarme —le aseguré—. ¿Verdad, Spaggi, viejo amigo? —le pregunté, agitando ligeramente mi puño ante su pálida faz.
—¡Oh, sí —admitió este último—. ¡Positivamente seguro y cierto!
—¡Perfecto! Entonces, empecemos —gruñó Connolly dirigiéndose hacia su rincón.
Yo me senté en un taburete, en mi rincón, donde me lo había dejado mi segundo, un mestizo que trabajaba para Spagoni. Éste levantó las manos para reclamar silencio. Lo obtuvo, lo mismo que consiguió una botella de cerveza vacía que le impactó en un lado de la cabeza.
Se tambaleó ligeramente, sonrió melosamente y empezó a hablar:
—Señores y señoras... perdonen, aquí no hay señoras. En este rincón «Espadón» Connolly, del Indignación, 98 kilos. Y en este otro rincón, Dorgan el Marino, del Python, 95 kilos. Ya les conocen...
—¡Sí, les conocemos! —aullaron los irritados espectadores—. ¡Cierra la boca y que empiece el combate o te linchamos, maldito...!
Spagoni se esfumó sin hacerse rogar más, el gong resonó y empezó la matanza.
Yo y «Espadón» éramos de la misma opinión. Abandonamos nuestros respectivos rincones, ambos decididos a borrar al otro de la superficie del globo con el primer golpe. El resultado de aquella prisa excesiva fue que ambos fallamos... y que nos fuimos a la lona, para gran hilaridad de la multitud.
Nos levantamos, sin que nuestras intenciones hubieran cambiado a pesar de aquel molesto incidente, y Connolly intentó alegrar aquel brillante momento con un gancho de derecha que me permitió observar mi propia columna vertebral. Me vengué de él hundiéndole el puño derecho hasta la muñeca en el estómago, lo que transformó su rostro en una máscara verdosa muy llamativa. Habría podido acabar con él en aquel instante, pero me tomé un momento para preguntarle si estaba mareado. La observación le puso tan furioso que su puño me rompió el labio superior cuando lo estampó sobre mis dientes delanteros... lo que me envió a la lona.
Irritado por tamaña desventura, me puse en pie y me lancé contra él, con los dos puños por delante. Aguantó mi asalto sin rechistar, incluso con gran placer. Intercambiamos potentes golpes en el centro del cuadrilátero. En cosa de unos momentos, las luces parecían flotar en el seno de una niebla rojiza, y el ring giraba y oscilaba bajo nuestros pies como el puente de un navío cargado con grano. Ninguno de los dos escuchó el sonido del gong y nuestros respectivos segundos tuvieron que separarnos por la fuerza; uno de los de Connolly aprovechó para darme una buena patada en el vientre, y yo le repliqué con un directo al mentón que le envió dando tumbos por entre las cuerdas y caer en las primeras filas de espectadores, donde se quedó tendido, durmiendo placenteramente, hasta el final del combate.
Mi segundo empezó a echarme agua en la cara y a masajearme la nuca con un trapo húmedo, pero le dije irritado que mejor sería que se ocupase de mi labio partido, que seguía aún entre mis dientes. No consiguió gran cosa y, como el gong volvió a sonar, no se le ocurrió otra cosa que sacar la navaja y cortar el trozo de carne incrustado. Quedé como inundado en sangre, pero me sentí tan bien que me levanté para el segundo asalto.
Los espectadores, nada más ver que la sangre me chorreaba por la boca y el mentón, lanzaron un aullido de excitación, pensando que se me habría estallado una vena o cosa parecida, y Connolly se apresuró para alcanzarme dispuesto a la matanza, con la guardia abierta y moviendo los brazos como si fueran las aspas de un molino.
Según llegaba, le recibí con un restallante gancho de izquierda en la mandíbula. Despegó del ring y, de no haber estado construido con acero macizo, se habría roto el cuello al caer. De hecho, el árbitro contó hasta nueve, y cuando se levantó, su mirada era algo más que vidriosa. Ataqué en el acto, pero se batió en retirada, atontado, encogido sobre sí mismo y protegiéndose cuidadosamente. Le perseguí por todo el ring, intentando que bajase la guardia, martilleándole los brazos y la parte alta de su cabeza, que era todo lo podía ver.
Al fin, exasperado, balanceé el puño derecho y lo aplasté contra su nuca. Connolly cayó cuan largo era, sobre el vientre. Me dispuse a volver a mi rincón, seguro de que el baile había terminado, cuando, ¡splash! , uno de sus ayudantes le echó por encima un cubo de agua helada y Connolly volvió a la vida lanzando un frenético aullido. Se levantó, con la mirada llena de furor, y lanzó un feroz gruñido. Evidentemente, ¡me hacía responsable del baño de agua helada! Se arrojó contra mí imprudentemente. Me dispuse a abatirle... pero en el mismo instante mi pie resbaló en la lona empapada en agua... y mi gancho de izquierda le pasó por encima de la cabeza silbando y el me alcanzó de pleno con un derechazo en el plexo solar. Mientras caía, le envíe un feroz golpe a la mandíbula, y cuando el asalto terminó ambos estábamos tendidos en el cuadrilátero.
Nuestros segundos nos llevaron a nuestros respectivos rincones y nos sentaron como pudieron en los taburetes que habían sacado. Vi muy claramente cómo Connolly se deslizaba de su asiento en tres ocasiones mientras los suyos intentaban que aspirase unas sales. En cuanto a mí, estaba plegado en dos, completamente hundido, y no conseguía ni recuperar el aliento ni incorporarme. Finalmente, mi segundo me apoyó la rodilla en la espalda, me sujetó por los hombros y dio un buen tirón, con lo que me estiré, más o menos, y empecé a sentirme mejor.
Vi que los segundos de Connolly le quitaban el guante derecho y le ponían algo en la mano, pero me dolía tanto el estómago que no le pude decir nada al árbitro. De todos modos, en el Quiet Hour Arena los árbitros no se preocupan mucho por lo que pasa entre los asaltos... ni durante los asaltos, si hemos de ser sinceros. Tienen miras muy amplias en lo referente a golpes bajos, algunas trampas y cosas así.
Siempre me recupero muy deprisa, y me sentía en plena forma cuando me levanté para el tercer asalto. Avancé, impaciente por volver al trabajo, pero Connolly se me acercaba lentamente, aunque se batió en retirada cuando ataqué.
Lanzaba fintas con la izquierda, y mantenía alta la derecha, y la multitud aullaba para que fuese a rematarlo. Cosa que hice, no porque me apremiaran aquellos alaridos, sino porque no tengo mucha paciencia y no me gusta juguetear cuando estoy luchando.
Me lancé a la carga, disparé un gancho de izquierda cuando le vi agachar la cabeza, y lo seguí de un derechazo... ¡bang!Me encontré tumbado de espaldas en el centro del ring, con la impresión de que mi cráneo se había roto en mil pedazos. La multitud aullaba frenéticamente, pero, al parecer, ¡los espectadores estaban muy lejos de donde yo me encontraba! En medio de una niebla que no dejaba de girar, escuché que el árbitro estaba contando, y vi vagamente a Connolly apoyado en las cuerdas y mirándome con una mueca cruel. ¡Entonces lo comprendí todo! ¡Llevaba cerca de media libra de plomo en el puño derecho! ¡Tras la caricia que me había dedicado, no podía equivocarme!
Intenté levantarme para masacrar a Connolly, pero no tenía fuerza en las piernas.
—¡Cinco! —-dijo el árbitro.
—¡Diez mil dólares! —gruñí, arrastrándome hacia las cuerdas.
—¡Seis! —contó el árbitro.
Aquellas malditas cuerdas parecían estar a mil millas de distancia. Estiré el brazo, pero fallé en mi intento por alcanzarlas y di con la nariz en la lona.
—¡Siete! —dijo el árbitro.
Volví a estirar el brazo y, en esta ocasión, alcancé las cuerdas y empecé a incorporarme.
—¡Ocho! —siguió el árbitro.
—¡Una joven en apuros! —jadeé, apoyado sobre una rodilla.
—¡Nueve! —contó el árbitro.
Pero yo ya estaba en pie, agarrado a las cuerdas, titubeante y mareado.
Connolly llegó como un huracán para acabar conmigo y movía su puño derecho lleno de plomo como un hombre que manejase un martillo. Pero le vi llegar a una milla de distancia y, según siseaba al romper el aire, bajé la cabeza, me solté de las cuerdas y basculé hacia delante, lanzándome contra Connolly. Mi derecha casi le levanta del suelo y tuvo que agarrarse a las cuerdas para no caer.
Me aferré a él, estrechándole con la fuerza de un oso gris mientras la multitud no dejaba de gritar. Connolly juraba y se debatía, el árbitro intentaba vanamente que yo le soltara. Pero cada segundo que pasaba sentía que una nueva energía corría por mis piernas medio muertas y, cuando al fin solté a mi adversario, ¡era de nuevo todo un hombre!
Connolly se lanzó sobre mí, agitando su maldito puño derecho, y casi se cae llevado por su propio impulso cuando falló el golpe. En ese mismo momento, comprendí que estaba a mi merced. «Espadón» siempre llegaba al K.O. de su enemigo con la mano derecha. Pero en esta ocasión tenía tanto plomo en su puño que no podía calibrar bien sus golpes. Debía balancear su mano derecha como si fuera una cachiporra... pesada y lentamente.
Al verle, me eché a reír y busqué el cuerpo a cuerpo. No presté la menor atención a su puño izquierdo. Evité su izquierda y me mantuve a distancia de su derecha, golpeándole con ambos puños. Cada vez que mandaba su derecha yo podía apartarla o esquivarla fácilmente. No llegaba a tocarme. Sudaba, gruñía, soplaba, golpeaba y fallaba... mientras tanto, yo le iba machacando golpeándole en el estómago con los dos puños. Connolly no colocaba mal sus golpes de izquierda y yo tenía el rostro ensangrentado, pero aquella mano no estaba cargada con dinamita. Al fin, desesperado, volvió a soltar la derecha; la esquivé y como respuesta le envié el puño izquierdo contra su mandíbula, un golpe en el que puse todo lo que me quedaba. Hice que mi golpe naciera desde la cadera y habría podido derribar a un buey sin mayores problemas. Connolly cayó estrepitosamente y no se movió mientras el árbitro contó hasta diez.
El vocerío de la multitud llenaba la sala cuando mis segundos arrancaban de las manos de Spagoni los cincuenta dólares del guerrero vencido, recuperaba mis ropas y salía del local a la carrera. Mientras atravesaba las calles como una tromba, la gente se apartaba a toda prisa de mi paso, como si pensaran que yo era un borracho o un loco, ¡pero aquello me daba exactamente igual!
Naturalmente, miss Chisom me esperaba en la trastienda del American Bar. Aparentemente, tenía encima de la mesa una buena colección de vasos vacíos, pero no presté mayor atención. Miss Chisom emitió un pequeño suspiro al ver mi horrible aspecto. Tenía los dos ojos amoratados, el rostro lleno de heridas y magulladuras, ni siquiera había tenido tiempo de quitarme la sangre seca.
—¡Bondad divina! —exclamó—. ¿Qué le ha pasado?
—¡Aquí está la pasta! —jadeé, poniendo los billetes entre sus de-dos—. ¡Deme el macaco!
Lo puso en mis manos y yo lo estreché firme pero respetuosamente; ¡tenía la impresión de tener entre mis manos diez mil dólares!
—Indíqueme su dirección —la pedí—. Me marcho a Cantón esta misma noche, ya sea a pie o a nado. Quiero compartir con usted el dinero que obtenga de Tang Wu.
—¡Claro que se la enviaré! —respondió—. Ahora debo partir... ¡y gracias!
Se largó con tal velocidad que me sorprendió. Me quedé allí plantado, inmóvil y con la boca abierta. Luego me senté para recuperar el aliento y examinar la estatuilla. En éstas andaba cuando el barman apareció.
—¡Eh, Dorgan, la dama que se acaba de marchar me ha dicho que tú pagarías todas las consumiciones que se ha tomado en tu ausencia!— ¡Hay que ver cómo corría esa chica calle abajo...!
—¿Eh? —-murmuré, algo sorprendido—. Dime, Joe, tú que has estando en Cantón... ¿conoces a un mandarín llamado Tang Wu?
—¿Tang Wu? —dijo—. Nunca ha habido en China un mandarín con ese nombre...
En aquel mismo instante descubrí un trocito de papel pegado en la parte inferior de la estatuilla y, cuando leí lo que ponía me quedé sin voz, anonadado, y lancé un alarido que hizo que al barman se le erizaran los pelillos de la nuca.
Mi aullido tuvo un eco y Jim Rogers apareció como una tromba.
Al ver el mono emitió un gemido.
—¡Así que lo has conseguido! —bramó—. ¡Sabía que me engaña-rías!
¡Dijiste que me darías la mitad de lo que sacases por él! Exijo mi parte o llamo a la policía...
—Si te diera la mitad de lo que he recibido esta noche no sobrevivirías...
¡Así que te vas a tener que contentar sólo con el diez por ciento!
Y le di con todas mis ganas... un puñetazo en el mentón. Deposité cuidadosamente sobre su pecho el mono de jade de Yih Hee Yih y luego me fui, pensativo. Esto es lo que ponía en el trozo de papel pegado en la base de la estatuilla:
Fabricado en Bidgeport, Connecticut 15 centavos