Cuando el gong puso fin a mi combate con Kid Leary, en el Sweet Dreams, la sala de boxeo de Singapur, yo estaba agotado pero contento. Los siete primeros asaltos habían estado igualados, pero en los tres últimos había llevado al Kid por el ring de un lado a otro, batiéndole como si fuera yeso. Sin embargo, no conseguí dejarle K.O., como había hecho en Shangai unos meses antes, cuando le tumbé en el duodécimo asalto. El combate de Singapur estaba previsto a diez asaltos; uno más y le habría noqueado.
De todos modos, fui tan superior a él que supe que había justificado los pronósticos de los expertos que en las apuestas me daban ganador tres a uno. La multitud aplaudía frenéticamente, el juez se acercaba, y yo me adelanté levantando el puño derecho... cuando, para mi enorme estupor, ¡me apartó con un gesto brutal y levantó el brazo del Kid, atontado y sangrante!
Durante un instante reinó el más profundo silencio, un silencio que sólo fue roto por un grito aterrador que llegó desde la primera fila de asientos del ring. El árbitro, Jed Whithers, soltó a Leary, que se derrumbó sobre la lona del cuadrilátero; luego, Whithers se deslizó entre las cuerdas y se fue a la carrera como un conejo. Los espectadores se pusieron en pie aullando. Recuperándome de la sorpresa, dejé escapar una sarta de juramentos y salté del ring para lanzarme en pos de Whithers. Los espectadores gritaban sanguinarios, rompían los asientos, arrancaban las cuerdas del cuadrilátero y reclamaban la presencia de Whithers para colgarle de una viga. Pero había desaparecido y la multitud estaba enloquecida.
Sorprendido, me abrí paso hasta el vestuario. Cuando llegué, me senté sobre una mesa e intenté recuperarme de la impresión. Bill O'Brien y el resto de mi equipo estaba allí, con espuma en los labios, porque habían apostado todo su dinero por mí. Intenté llegar al vestuario de Leary y seguir golpeándole, pero cambié de opinión. No había tenido nada que ver en la deshonesta decisión del árbitro. ¡Pareció tan sorprendido como yo cuando Whithers le declaró vencedor del combate!
Mientras intentaba vestirme, mas entorpecido que ayudado por mis compañeros rabiosos, cuyo lenguaje se iba haciendo cada vez más violento a medida que pasaban los segundos, una silueta delgada y mostachuda irrumpió en el vestuario, abriéndose paso con los codos entre el tropel de gente que me rodeaba; como si lo hiciera bailando una giga fantástica, llegó a mi lado. Era el Viejo; su aliento apestaba a alcohol y tenía lágrimas en los ojos.
—¡Estoy arruinado! —bramó—. ¡Estoy acabado! ¡Oh, es como si hubiera cobijado una víbora en el vientre! ¡Dennis Dorgan, eres la gota que ha hecho derramarse el vaso!
—¡Espera un momento! —gruño Bill O'Brien—. No ha sido culpa de Dennis. Ha sido ese maldito ladrón, ese hipócrita, esa rata, ese gusano de árbitro...
.
—¡Y pensar que me veo en el arroyo, a mi edad! —gritó el Viejo retorciéndose los bigotes por los que resbalaba el agua salada de sus lagrimeos. Se dejó caer sobre un banco y empezó a lloriquear como una magdalena—. ¡He perdido mil dólares... cada centavo que pude amasar, rebañar o coger! —protestó.
—Vamos, todavía te queda el barco —le dijo alguien con cierta impaciencia.
—¡Ni eso! —se lamentó el Viejo—. Esos mil dólares son lo que les debo a esos piratas, a McGregor, McClune y McKile. Una parte de lo que les debo, para ser exactos. Estaban de acuerdo en que, si les daba esos mil dólares como pago parcial, me darían una prórroga para que pudiera encontrar el resto del dinero. ¡Ahora, ese dinero no existe y se quedarán con mi barco! ¡Con el Python! ¡Todo lo que tengo en el mundo! Esos tiburones tienen menos corazón que un pirata malayo. ¡Estoy arruinado!
Mis hombres se quedaron silenciosos, asombrados ante aquella noticia; yo le pregunté:
—¿Por qué apostaste todo ese dinero?
—Oh, me hicieron beber —sollozó—. Y pierdo la cabeza cuando voy pedo. Donnelly, McVey, esos canallas y los demás me liaron y, cuando me recuperé, me di cuenta de que había apostado por ti mis mil dólares. ¡Y ahora estoy en la ruina!
Echó la cabeza hacia atrás y empezó a bramar como una morsa con un cólico.
Me contenté con lanzar un gemido de consternación y me sujeté la cabeza con las manos, demasiado abatido como para decir algo. Los muchachos se dedicaron a insultar a Whithers y, un momento después, se fueron en su busca con atroces expresiones pintadas en el rostro. Los chicos se llevaron con ellos al Viejo, que no dejaba de proclamar su infortunio a grandes voces.
Un poco después, me levanté suspirando y me puse mis ropas. En el pasillo no se oía nada. Aparentemente, estaba sólo en el edificio, salvo por Spike, mi bulldog blanco. Observé de pronto que estaba olisqueando la puerta de un armario. Rascaba la puerta, gemía y gruñía. Llevado por una apremiante sospecha, me acerqué al armario y abrí la puerta violentamente. En su interior, pude ver una forma encogida. La saqué sin más miramientos y la obligué a incorporarse. Era Jed Whithers. Estaba blanco como un sudario y temblaba y tenía telarañas en el pelo. Se encorvó tanto que daba pena, esperando que yo le insultara salvajemente. Por una vez, estaba demasiado furioso como para hacerlo. Probablemente yo estaba tan pálido como él, y sus ojos se fueron entornando a medida que pudo leer las peores intenciones en los míos.
—Jed Whithers —-dije, empujándole contra el muro con una mano y transformando la otra en un mazo—, ¡en este momento quisiera matar a alguien, y eso es algo que me pasa raras veces, puedes creerme!
—¡Por el amor del cielo, Dorgan —graznó—, no puedes asesinarme!
—¿No? ¡Dame una sola razón que me lo impida! ¡Vas verte en una silla de ruedas para el resto de tus días! —rugí—. Has arruinado a mis amigos y a todos los que apostaron por mí, mi capitán perderá su barco...
—¡No me pegues, Dorgan! —suplicó con voz rota, sujetándome el puño—. Me vi obligado a hacerlo, lo juro ante Dios, ¡Dennis, tuve que hacerlo! Sé que la victoria era tuya, sé que ganaste... ¡y por mucho! ¡Pero era lo único que podía hacer!
—¿Qué quieres decir? —pregunté, desconfiado.
—¡Sentémonos! —dijo sofocado.
A disgusto, le solté, y se dejó caer en un banco que había a su lado. Se quedó allí sentado, limpiándose el sudor que le bañaba el rostro. Temblaba como una hoja.
—¿Se han ido todos? —preguntó.
—Aquí no queda nadie, salvo tú y mi bulldog devorador de hombres —respondí siniestro, plantándome ante él—. Vamos... di lo que tengas que decir antes de que pinte las paredes con tus intestinos.
—Me vi obligado a hacerlo, Dennis —dijo—. Un hombre me presionó.
—¿Qué clase de presión? —dije, receloso—. ¡Explícate!
—Bueno, me tiene a su merced —respondió—. Tengo que hacer cuanto dice. Pero no tengo que pensar en mí mismo... Escucha, Dorgan, te contaré toda la historia. Tienes la reputación de ser un buen tipo y voy a confiar en ti.
—No soy un luchador —reconoció—. Es demasiado fuerte para mí. No tendría ni la sombra de una oportunidad.
—Conmigo las cosas serían diferentes —dije—. Vamos, Whithers, recupérate y deja de llorar. Estoy dispuesto a ayudarte.
—¿Quieres decir que me ayudarás a recuperar ese documento?
—¡Claro que sí! —repliqué muy seguro de mí mismo—. ¡No puedo permitir que le hagan esas cosas a una joven inocente! Además, ese canalla es el responsable de lo que ha pasado esta noche.
Durante un momento Whithers se quedó sentado, y creí ver que una ligera sonrisa se dibujaba en sus labios, pero debieron ser imaginaciones mías porque no sonreía cuando me ofreció la mano y dijo con voz temblorosa:
—¡Dorgan, no has faltado a tu reputación!
Una observación como aquella no era obligatoriamente un cumplido; a veces se cuentan sobre mí cosas que no son muy halagadoras. Pero la tomé como había que tomarla y bramé:
—Ahora, ¡dime quién es esa maldita rata!
Miró inquieto a su alrededor y susurró:
—¡Ace Bissett!
Gruñí sorprendido.
—¡Es un desalmado!
—Es un demonio en forma humana —dijo Whithers con amargura—. ¿Cuál es tu plan?
—Extremadamente simple —dije—. Iré a su establecimiento, el Diamond Palace, y le exigiré que me entregue el documento. Si se niega, le noquearé y se lo quitaré por la fuerza.
—Harás que te maten —replicó Whithers—. Bissett es un hombre peligroso; no te dejará actuar como pretendes. Escucha, tengo un plan mejor. Si conseguimos llevarle a una casa que conozco, podremos registrarle y quitarle el documento. Siempre lo lleva encima, pero dónde, es algo que ignoro. Vamos a hacer lo siguiente.
Le escuché atentamente, y el resultado fue que, cosa de una hora más tarde y acompañado por Spike, recorría las estrechas callejas de la ciudad al volante de un coche cerrado que Whithers había conseguido misteriosamente. Whithers no iba conmigo; se encaminaba a preparar el lugar al que debía conducir a Bissett.
Subí por la calleja que bordeaba la parte trasera del Diamond Palace, el nuevo establecimiento de Ace, bar y casa de juegos, y aparqué junto a la puerta posterior. Era una sala de primer orden. Bissett conocía a gente de la mejor sociedad, sportmen muy ricos, miembros del gobierno y personas del mismo calibre. Era lo que se llama un soldado de fortuna, y había sido todo cuanto uno pudiera imaginar, pero especialmente aviador, explorador, cazador de grandes fieras, oficial en diversos ejércitos, en América del Sur y en China, ¡y no sé cuántas cosas más!
Un empleado indígena me detuvo ante la puerta y me preguntó lo que quería, y le respondí que quería hablar con Ace. Me hizo entrar en la habitación que daba al callejón y se fue a buscar a Bissett... lo que me venía de perlas.
Poco después se abrió una puerta y Bissett apareció... un tipo joven, alto y ancho de hombros, con una mirada de acero y los cabellos rubios. Vestía un smoking y, en resumidas cuentas, daba la impresión de ocupar un buen sitio bajo el sol. Según le miraba, tan calmado y seguro de sí mismo, pensé en que el pobre Whithers tenía que seguirle el juego y que el Viejo perdería su barco a causa de las maquinaciones deshonestas de aquel individuo... mi mirada se enrojeció.
—Saludos, Dorgan, ¿qué puedo hacer por ti? —preguntó.
No dije nada. Me acerqué a él y le lancé un gancho a la mandíbula. No sé lo esperaba, claro, y le pilló totalmente desprevenido. Se vino abajo y se quedó tendido cuan largo era sobre el suelo de madera; no se movió.
Me incliné sobre él y le registré rápidamente; encontré un revólver de seis balas y lo arrojé a un rincón. Música y ruido de jolgorio llegaron a mis oídos, apagados ambos por los tabiques, pero estaba claro que nadie me había oído golpear a Bissett. Le levanté y me le eché sobre los hombros... lo que no era tarea fácil, pues era tan alto como yo y flojo como una bayeta.
Pero lo conseguí y me encaminé al callejón. Crucé la puerta sin problemas, pero la tuve que dejar abierta, pues tenía las dos manos ocupadas; justo cuando estaba dejando caer a Ace sobre el asiento trasero del coche, escuché un grito estridente. Dándome media vuelta vi a una joven que acababa de entrar en la habitación de que yo salí unos momentos antes. Inmóvil, aterrada, me miraba fijamente. La luz que emanaba por la puerta abierta nos iluminó de lleno a mi cautivo y a mí. La joven era Gloiy O'Dale, la amiguita de Ace Bissett. A toda prisa cerré la portezuela del coche y me puse al volante. Según me alejaba calle abajo envuelto por el rugido del motor, me di vagamente cuenta de que Glory había salido corriendo del edificio y que intentaba detenerme lanzando gritos desesperados.
* * *
Era ya bastante tarde y no había casi nadie por la calle. A mis espaldas pude escuchar a Bissett que empezaba a moverse y a gimotear, y mandé a Spike al asiento trasero para que le echara un vistazo. Seguía en las nubes cuando me detuve entre las sombras cercanas al lugar que me indicara Whithers... un viejo edificio medio en ruinas, cerca de un embarcadero abandonado y maloliente. Por allí no parecía vivir nadie o, si tal era el caso, los que lo hicieran no daban señales de vida. Según bajaba del coche, se entreabrió una puerta y vi el rostro de Whithers, blanco como una sábana, que me miraba lleno de aprensión.
—¿Le tienes, Dennis? —susurró. Por toda respuesta, abrí brutalmente la puerta trasera. Bissett cayó al suelo con la cabeza por delante, y se quedó tendido lamentándose débilmente. Whithers dio un salto hacia atrás y profirió un gañido.
—¿Está muerto? —preguntó, aterrado.
—¿Protestaría como lo hace si lo estuviera? —repliqué irritado—. Ayúdame a llevarle al interior. Luego le registraremos.
—Espera, antes voy a atarle —dijo Whithers.
Empezó a atar —muy a mi pesar— con cuerdas al pobre tipo in-consciente.
—Así es más seguro —declaró Whithers—. Este tipo es un demonio, y no tenemos que correr ningún riesgo.
Luego, le levantamos y le llevamos al interior de una habitación débilmente iluminada. La cruzamos y entramos en otra sala con mejor luz... las ventanas estaban cubiertas por gruesos postigos, de tal forma que no se podía ver la luz desde la calle. Me llevé la sorpresa de mi vida. En aquella habitación había otros cinco sujetos. Me volví a toda prisa hacia Whithers.
—¿Eh, qué significa esto? —pregunté.
—Vamos, no te alteres, Dennis —dijo Whithers estirando a Bissett sobre el banco en el que le habíamos sentado—. Son mis compañeros. Están al corriente del asunto que hay entre Bissett y mi hermana.
Me pareció escuchar una risa burlona y me di media vuelta para examinar a sus supuestos «amigos». Mi mirada se concentró en un tipo rechoncho y grasiento, con un traje llamativo y que fumaba un grueso cigarro; algunos diamantes brillaban en sus dedos, al igual que en el alfiler que le sujetaba la corbata. Los otros eran meros malandrines.
—¡Menuda banda de amigos has reunido aquí! —dije, irritado, dirigiéndome a Whithers—. «Diamond» Joe Galt está mezclado en todos los asuntos sucios de Singapur desde hace ya tres años. Ni si-quiera en el fondo de los Siete Mares se podría encontrar a tipos más infames que Limey Teak, Bill Reynolds, Dutch Steimann y Red Partland...
—¡Eh, tío! —dijo Red Partland levantándose y cerrando los puños; pero Galt le sujetó por el brazo.
—Déjalo estar, Red —le aconsejó—. Calma, Dennis —dijo, dedicándome una amplia sonrisa que me desagradó profundamente—. Es inútil que nos enfademos. Nos hemos reunido aquí para ayudar a nuestro compañero Whithers a hacer justicia. Eso es todo. Tú ya has hecho tu parte del trabajo. Ahora puedes irte, te damos las gracias.
—No tan deprisa —rezongué.
En el mismo momento, Whithers intervino:
—¡Bisset vuelve en sí!
Todos nos volvimos y vimos que los ojos de Bisset estaban abiertos... y que ardían de cólera.
—Vaya, malditas ratas —dijo a modo de saludo y poniéndonos a todos en el mismo saco—, al fin me habéis pillado, ¿eh? —Su mirada se clavó en mí y me dijo—: Dorgan, te consideraba un buen tipo. Si me hubiera imaginado que estabas metido en esta historia, no habrías tenido ocasión de noquearme como lo hiciste.
—¡Oh, cierra la boca! —refunfuñé—. ¡No sé cómo te atreves a hablar así después de lo que has hecho!
Galt me empujó a un lado y se acercó a Bissett. Vi que sus puños grasientos estaban crispados, y que las venas se le abultaban en las sienes.
—Bissett —dijo—, te tenemos y lo sabes. Vacía lo que lleves en la chaqueta... ¿dónde está ese papel?
—¡Pobres locos! —se burló Bissett, debatiéndose y luchando contra sus ligaduras; tenía el rostro rojo de rabia—. Os repito que ese papel no tiene ningún valor.
—¿Y por qué te niegas a dárnoslo? —preguntó Whithers.
—¡Porque ya no lo tengo! —gritó Bissett—. Lo he destruido, exactamente como ya os he dicho.
—Miente —gruñó Red Partland—. Nunca destruiría una cosa como esa. Representa millones. Dejadme, que le haré hablar...
Se adelantó moviendo los hombros y agarró a Bissett por la garganta. A mi vez, sujeté a Red y le obligué a soltarle.
—¡Eso no! —siseé—. Es un crápula, de acuerdo, pero no permitiré que se torture a un hombre indefenso.
—¡Caramba! —bramó Red, golpeándome en la mandíbula.
Esquivé el golpe y le hundí en el vientre el puño izquierdo hasta la muñeca. Se derrumbó como si le hubieran cercenado las piernas.
Me di la vuelta, buscando bronca. Pero Galt se puso entre nosotros e hizo recular a sus gorilas.
—¡Ya basta! —aulló—. ¡No luchéis entre vosotros! ¡De pie, Red! Vamos, Dennis —dijo con una voz tranquila, dándome palmadas en el brazo, lo que casi me sacó de mis casillas, cosa que no habían logrado sus palabras—. Pero debemos conseguir ese documento. Ya sabes...
Súbitamente, se escuchó un ruido apagado.
—¿Qué ha sido eso? —exclamó Limey, pálido de repente.
—Es Spike —declaré—. Le dejé en el coche. Se habrá cansado de esperar y está arañando la puerta para entrar. Voy a buscarle, pero volveré en seguida; si en mi ausencia alguien le pone una mano encima a Bissett, le haré pedazos. Tendremos el papel, pero nadie torturará a nadie.
Con estas palabras, salí de la habitación con largas zancadas, ignorando las negras miradas que me dedicaron. Según cerraba la puerta a mis espaldas estalló una animada conversación. Todos hablaban al mismo tiempo, con lo que no comprendí gran cosa, pero la voz de Ace Bissett se alzaba de vez en cuando por encima de la barahúnda, expresando cólera, no dolor. Me aseguré; no le hacían mal alguno. Atravesé la habitación débilmente iluminada, abrí la puerta y dejé entrar a Spike; luego, olvidando pasar el cerrojo —no estoy muy acostumbrado a los misterios—, di media vuelta para volver a la otra habitación.
En el mismo momento escuché el ruido de una carrera precipitada. Me volví... la puerta de entrada se abrió violentamente, y Glory O'Dale irrumpió en la estancia. Estaba sin aliento, su traje había sido desgarrado y sus negros cabellos se le pegaban a la cabeza a causa del sudor; sus ojos se mostraban tan húmedos y brillantes como dos joyas negras bajo la lluvia. ¡Empuñaba el revólver de seis balas de Ace Bissett!
—¡Inmunda rata de alcantarilla! —gritó apuntándome con la pistola.
Contemplé la boca del revólver mientras la joven apretaba el gatillo. El percutor golpeó con un ruido seco contra un cartucho defectuoso. Antes de que pudiera disparar de nuevo, Spike saltó sobre ella. No le había enseñado a morder a una mujer, de modo que no mordió a Glory. Simplemente se lanzó sobre ella, pero con tanta fuerza que la joven se fue al suelo y el revólver voló de su mano.
Lo recogí a toda prisa y me lo metí al bolsillo. Luego, intenté ayudarla a levantarse, pero la muchacha me apartó la mano violentamente y se puso en pie de un salto. Lágrimas de furor la corrían por las mejillas. ¡Maldita sea, estaba preciosa!
—¡Bruto! —chilló—. ¿Qué le has hecho a Ace? ¡Te mataré si le has hecho daño! ¿Está en esa habitación?
—Claro, y está sano y salvo —respondí—, pero se merece la soga...
Lanzó un grito estridente.
—¡No te atreverás! ¡No toques un pelo de su cabeza! ¡Oh, Ace!
Luego, me lanzó un sopapo, me arrancó un mechón de pelo y me pateó las tibias.
—Hay algo que me extraña, Glory —dije, evitando sus uñas—. ¿Cómo una chica tan bonita como tú ha podido interesarse por un canalla como Bissett? Podrías encontrar algo mejor. Yo mismo, por ejemplo...
—¡Oh, déjame en paz! —sollozó al tiempo que pataleaba—. Déjame pasar; sé que Ace se encuentra en esa habitación... al entrar, oí su voz.
En aquel momento no se oía ningún sonido proveniente de la vecina estancia. Evidentemente, todos, incluido Ace, escuchaban lo que pasaba en la sala en la que nos hallábamos Glory y yo.
—No puedes entrar —dije—. Vamos a registrar a Ace y a buscar ese famoso papel que incrimina a la hermana de Jed Whithers.
—¡Estás loco de atar! —gritó—. ¡Déjame pasar!
Se lanzó bruscamente sobre mí y me empujó con ambas manos. Aquel gesto fue tan inesperado que caí al suelo de un modo ignominioso. Ella lo aprovechó para abrir violentamente la puerta que daba a la otra habitación. Spike se lanzó sobre ella con la mirada enrojecida. Pero le sujeté por el collar cuando pasó a mi lado.
Durante un instante, Glory se detuvo en el umbral, gritando triunfal, pero también de miedo y de rabia, todo a la vez. Me levanté, jurando entre dientes y limpiándome con la mano el polvo del pantalón. Glory atravesó la habitación a la carrera, evitó las manazas de Joe Galt que intentó atraparla, y se lanzó apasionadamente sobre la postrada forma de Ace Bissett, que hasta el momento no había demostrado tenerle miedo a nada pero que palideció bruscamente y adelantó la mandíbula.
—No deberías haber venido, Glory, es una locura —murmuró.
—Vi que Dorgan se te llevaba en el coche —sollozó la joven, abrazándole y tirando en vano de sus ligaduras—. Salté a otro vehículo que había allí mismo para seguirte... estalló un neumático, no muy lejos de aquí... os perdí de vista. Seguí a pie, vagando al azar por las calles oscuras, hasta que vi el coche de Dorgan, aparcado delante de esta casa. Entré...
—¿Sola? ¡Dios mío! —gimió Ace.
—¿Sola? —repitió Galt lanzando un suspiro de alivio.
Con el dorso de la mano apartó una mota de polvo del hombro de su chaqueta y volvió a meterse el cigarro en la boca con un gesto muy estudiado y declaró:
—Bueno, ahora vamos a charlar un poco. Ven aquí, Glory.
La joven se apretó contra Ace, y éste dijo con una voz apagada que apenas era un susurro:
—Déjala en paz, Galt.
Sus ojos eran como dos fuegos que ardieran bajo el hielo. Los matones de Galt esbozaron sonrisas malignas y murmuraron entre dientes. Whithers estaba nervioso y no dejaba de limpiarse el sudor de la frente. La atmósfera era tensa. Me sentía a disgusto e impaciente; había algo que no me gustaba, pero no sabía el qué. En el momento en que Galt se disponía a hablar, me hice cargo del asunto.
—Bissett —dije, atravesando rápidamente la habitación y mirándole fijamente a los ojos—, la devoción que muestra esta mujer debería impresionarte aunque tu corazón fuera el de una serpiente. ¿Por qué no intentas redimirte un poco? Compórtate como un hombre y danos ese papel. Cuando a uno lo ama una mujer como Glory O'Dale, ¿para qué aprovecharse de la inocencia de una pobre chica?
Bissett me miró con la boca abierta.
—¿De qué me habla? —preguntó a todo el mundo.
—Lo ignoro —dijo Glory, acercándose a él muy atemorizada—. Hace poco me dijo algo parecido en la habitación contigua. A mi entender, ha recibido tantos golpes en la cabeza que debe haber perdido la razón.
—Dorgan —dijo Bissett—, tú eres diferente de estos canallas. ¿Tienes alucinaciones?
—¡No me la jugarás con esas cosas, víbora! —rugí—. Sabes muy bien por lo que se te ha traído aquí... para obtener la confesión que tú le arrancaste con malas artes a la hermana de Whithers... obligándole a éste a cometer villanías como privarme de mi legítima victoria esta misma noche.
Bissett parecía totalmente anonadado, pero Glory se levantó de un salto y me plantó cara.
—¿Quieres decir que crees que Ace ha obligado a Whithers a actuar de ese modo? —me espetó.
—No es que lo piense —repliqué huraño—. Es que lo sé. Whithers me lo ha dicho.
La joven saltó en el aire como si la hubiera picado un insecto.
—¡Pobre idiota! —aulló—. ¡Se han burlado de ti! ¡Jed Whithers no tiene ninguna hermana! ¡Ha mentido! ¡Ace no tiene nada que ver en esa historia! ¡A Whithers le pagaron para que declarara vencedor a Leary! ¡Mírale! —-Su voz cambió y se transformó en un grito de triunfo al tiempo que señalaba a Whithers con un dedo acusador—. ¡Mírale! ¿No ves lo pálido que está? ¡Si está azul!
—¡Es mentira! —graznó Whithers, sudando la gota gorda y estirándose el cuello de la camisa como si le fuese a estrangular.
—¡No lo es! —se sublevó Glory, rozando la histeria—. ¡Recibió dinero para hacerte perder el combate! ¡Y éste es el hombre que lo hizo!
¡Teatralmente señaló con dedo acusador a «Diamond» Joe Galt!
Galt se levantó de un salto; sus ojillos porcinos brillaban con un destello feroz. Masticaba el cigarro con aspecto airado.
—Bien, Galt, ¿qué tienes que decir? —pregunté, totalmente desorientado y anonadado.
Tiró al suelo el cigarro y profirió una imprecación. Su rostro se veía violáceo y convulsionado.
—¿Qué tengo que decir? —gruñó—. ¿Qué te propones, Dorgan? ¡Empiezas a cabrearme muy en serio!
Deslizó la mano en el bolsillo de la chaqueta y la sacó casi en el acto, y vi la boca de una pequeña automática de aspecto maligno.
—Esto va a impedir que me noquees como hiciste con Red, ¡estúpido gorila! —dijo con una sonrisa llena de maldad—. Puedes estar seguro de que la damita ha dicho la verdad. Whithers te timó... ¡eres tan ingenuo como un cordero que bala junto a su madre!
»Cuando le descubriste en tu vestuario, te contó la primera tontería que se le ocurrió, sabiendo que eres un auténtico merluzo cuando se trata de algo relacionado con una dama. Cuando caíste en la trampa y te ofreciste a ayudarle, maquinó a toda prisa y te arrastró a este tinglado. Queremos robar a Bissett desde hace mucho tiempo. Porque tiene algo que deseamos mucho. Pero es demasiado astuto y coriáceo para nosotros. Ahora, gracias a ti, está a nuestra merced, y con él su joven amiga. Vamos a machacarle un poco para que nos dé lo que queremos, y tu cerrarás el pico, ¿entendido?
—¿Quieres decir que nunca ha existido Constance Whithers, ni nada fue como me lo contó? —dije lentamente, intentando ver con claridad toda aquella historia.
Una risotada saludó mi comentario.
—Pues no, patán —se burló Galt—. ¡Está vez te han pillado bien, pardillo!
Un velo rojo enturbió mi visión. Lanzando un grito furioso, me lancé sobre Galt temerariamente, sin tener en cuenta el revólver que empuñaba. Todo pasó muy deprisa. Galt apretó el gatillo en el mismo momento en que Spike, que había permanecido cerca de él durante un buen rato, cerró las mandíbulas sobre la pierna de aquel crápula. Este lanzó un alarido y saltó frenéticamente; el disparó estalló y la bala me pasó tan cerca que la pólvora me chamuscó el pelo, pero justo en el mismo momento en que mi puño derecho se estrellaba en el rostro de Galt, aplastándole la nariz, haciéndole saltar todos los dientes y fracturándole la mandíbula. Según caía al suelo, Spike le saltó a la garganta.
Un segundo más tarde, los matones de Galt se lanzaron sobre mí. Luchamos por toda la habitación convertidos en un feroz amasijo de brazos y piernas, rompiendo las mesas y las sillas que se pusieron en nuestro camino. Spike, cuando se dio cuenta de que Galt estaba in-consciente, perdió el interés y acudió en mi ayuda. Oí que Red Partland lanzaba un aullido cuando los colmillos de Spike desgarraron los fondos de su pantalón. Pero yo mismo tenía mucho que hacer. Puños y zapatos con remaches de hierro volaban hacia mí y me impactaban; un pulgar intentó arrancarme un ojo. Clavé los dientes en el susodicho pulgar, pero la mano no se detuvo pese a todo.
Mientras estrangulaba a Limey Teak, inmovilizado bajo mi peso, los otros tres se dedicaban a machacarme las costillas e intentaban convertir mi cabeza en picadillo; en ese momento me di cuenta de que un nuevo elemento entraba en liza. Se escuchó el sonido provocado por la pata de una silla al impactar con un cráneo de piedra, y Jed Whithers se vino abajo con un lloriqueo. ¡Glory O'Dale me estaba echando una mano!
Un instante más tarde, Dutch Steinmann lanzaba un penetrante alarido, y Bill Reynolds me soltó para ocuparse de Glory. Cuando me di cuenta de que Limey aflojaba, me levanté, librándome de Steinmann, que estaba sobre mis hombros, justo a tiempo de ver a Reynolds esquivando la pata de una silla con la que Glory intentaba derribarle golpeándole en el cráneo; tiró al suelo a la chica con una sonora bofetada. Bissett lanzó un terrible grito de rabia, pero yo estaba aún más furioso que él. De un salto, me lancé sobre Reynolds y ambos rodamos por el suelo. El choque fue tan violento que Reynolds casi se rompe la cabeza. Tan enloquecido que no podía razonar, empecé a machacarle el rostro y a golpearle donde podía. Estaba ya en las nubes, pero yo habría seguido golpeándole de manera indefinida de no ser porque Dutch Steinmann distrajo mi atención rompiéndome una silla en la espalda.
Me levanté entre los restos de la silla y le lancé un gancho de izquierda que casi le arranca la oreja y le mandó rodando hasta un rincón. Luego, busqué a Red Partland con la mirada, y vi que se intentaba tirar por una ventana de la que había arrancado los postigos. Estaba echo un asco, con la ropa convertida en jirones y sangraba como un cerdo y olía casi peor. Spike no parecía decidido a renunciar a su presa. Sus mandíbulas eran como un cepo aferrado a lo que quedaba de los pantalones de Red y se apoyaba con las patas en la pared de la ventana. Red tiró con todas sus fuerzas haciendo un esfuerzo desesperado, y cayó a la calle. Escuché cómo sus lamentos se perdían en la noche.
Sacudí la cabeza —estaba lleno de sudor y la sangre me corría por los ojos— y recorrí con centelleante mirada el campo de batalla lleno de muertos y moribundos... al menos, hombres desvanecidos... algunos gemían sonoramente, mientras que otros dormían con placidez. Glory se estaba levantando, atontada y con las piernas flojas. Spike olisqueó a cada una de las víctimas, una por una, y Ace suplicaba que alguien le desatara. Glory se acercó al lugar donde estaba caído, atado junto a un banco hecho pedazos, y yo la seguí un poco más despacio. Un golpe me había roto al menos una costilla. Tenía una herida bastante ancha en el cuero cabelludo y la sangre me corría por el pecho, donde Limey Teak intentó —para su desgracia— clavarme un cuchillo. Tenía la impresión de que uno de aquellos canallas me había golpeado por la espalda con una cachiporra, hasta que recordé que, en la pelea, en un momento dado, había caído sobre algo duro que llevaba en el bolsillo. Me di cuenta de que era el revólver de Ace Bissett. Me había olvidado por completo de que lo llevaba encima. Lo tiré disgustado a un rincón; las armas de fuego son una trampa y una engañifa.
Parpadeé —al menos con mi único ojo útil, porque el otro llevaba cerrado un buen rato— mirando a Ace, mientras Glory se ocupaba de sus ligaduras.
—Reconozco que me había equivocado contigo —le dije mientras le echaba una mano a Glory—. Te presento mis excusas y si quieres algún tipo de reparación, estoy a tu disposición, aquí mismo o cuando quieras.
—Gran Dios, Dorgan —dijo, abrazando a Glory—. No tengo ningún interés en combatir contigo. No sé muy bien lo que significa todo esto, pero empiezo a entenderlo.
Todavía un poco atontado, me dejé caer sobre un banco, ¡el único que, por un verdadero milagro, no había resultado destruido durante la pelea!
—Hay algo que me gustaría saber —dije—. ¿De qué papel estaban hablando?
—Oh, claro —dijo—. Hace cosa de un año, le presté un servicio a un sabio ruso medio loco, y decidió agradecérmelo a su estilo. Me dijo, en presencia de Galt, que me iba a dar una fórmula que haría de mí el hombre más rico de la Tierra. Poco tiempo después, encontró la muerte en una explosión ocurrida en su laboratorio, y en su cuarto encontraron un sobre dirigido a mí y que contenía una fórmula. Galt se enteró de aquello y, desde aquel día, me ha perseguido de un modo encarnizado, intentando por todos los medios hacerse con el documento. Estaba convencido de que la famosa fórmula de la que habló el ruso representaba millones. De hecho, se trataba nada más que de un montón de sandeces sin sentido, los inventos de un loco... ¡Esa fórmula era un procedimiento que permitía la fabricación artificial de diamantes! Una verdadera locura... y así se lo dije a Galt, aunque nunca quiso creerme.
—Y Galt me tomó por un imbécil —medité—. Pero dime, Glory, ¿cómo sabías que Galt le pagó a Whithers para que declarara vencedor a Leary aunque la victoria fuese mía?
—Lo ignoraba —reconoció la joven—. Me limité a acusar a Galt para que estallara la pelea.
—¡Estoy perdido! —murmuré.
Justo en aquel momento, una de mis víctimas, que parecía haber recobrado el sentido mientras hablábamos, se puso a cuatro patas y empezó a dirigirse con mucha cautela hacia la ventana. Era Jed Whithers. Le alcancé a tiempo y le obligué a ponerse en pie.
—¿Cuánto te pagó Galt para que declarases vencedor a Leary?
—Mil dólares —balbuceó.
—¡Aflójalos, y date prisa! —ordené.
Con mano temblorosa sacó de la chaqueta un fajo de billetes. Les conté; eran mil dólares justos.
—Date la vuelta y mira las estrellas por la ventana —dije secamente.
—Pero no veo las estrellas —protestó.
—¡Oh, las verás! —le prometí mientras balanceaba el pie y le mandaba por encima del hueco que daba a la calle.
Mientras sus lamentos se iban perdiendo al final de la calleja, me volví hacia Ace y Glory y dije:
—Esto le ha debido reportar un buen montón de dinero a Galt, porque, en caso contrario, no le habría dado a Whithers una suma parecida. Bueno, este dinero que fue ganado con tan malas artes servirá para una buena causa. El Viejo ha perdido todo su dinero por culpa de Whithers y su podrida decisión. Estos mil dólares le permitirán conservar su barco. Ahora, vámonos. Quiero encontrar al propietario del Sweet Dreams y concertar otro combate contra el Kid Leary mañana por la noche... ¡y esta vez será con un árbitro honesto!