UNA IDEA MARAVILLOSA
—Tengo sed —dijo Manitas—. Iré a buscar un poco de limonada.
—Bueno, pero no tomes demasiada —le advirtió Dick—. No sabemos cuánto tiempo tendremos que estar encerrados aquí, y la comida y la bebida no van a durarnos eternamente.
—¿Quieres decir que podemos quedarnos encerrados aquí durante semanas? —dijo Manitas, asustado.
—Bueno… Si la gente piensa que hemos abandonado el faro y regresado a casa a causa del mal tiempo es fácil que nos veamos obligados a pasar aquí algunos días —dijo gravemente Julián—. Nadie se preocupará de nosotros, si creen que estamos ya en casa.
—Pero mamá sí que empezará a preocuparse si no recibe noticias nuestras en seguida —intervino Jorge—. Le prometimos que le enviaríamos una postal todos los días, y en cuanto falten una o dos seguro que empezará a preguntarse qué nos pasa y mandará a alguien aquí.
—¡Vivan las madres! —exclamó Dick, aliviado—. Aunque, de todos modos, no me hace ninguna gracia pasar aquí una semana sin comida. Menos mal que por lo menos agua de lluvia no nos va a faltar.
—Tiene que haber algún medio para salir de aquí —insistió Julián, que había permanecido en silencio, frunciendo el ceño sin dejar de pensar.
—¿No podríamos hacer llegar un mensaje al exterior? ¿No hay ninguna bandera que podamos colgar afuera en la ventana?
—No —dijo Manitas—. Nunca he visto ninguna. ¿Qué os parece si ponemos un mantel? Tenemos uno.
—Sí. Eso servirá —asintió Julián—. Vete a buscarlo, Manitas.
Manitas lo retiró de la mesa y se lo entregó a Julián. Éste se dirigió hacia la ventana y miró a través del cristal, salpicado por la espuma de las olas.
—No creo que nadie note la presencia de un mantel en la ventana —suspiró—. De todos modos lo intentaré. ¡Vaya! ¡Qué dura está esta ventana! Parece como si estuviese atrancada.
Por fin logró abrirla. Inmediatamente penetró por ella una fuerte ráfaga de viento.
Todo salió volando: papeles, libros, cuadernos. Cayeron algunas sillas, e incluso Travieso se vio zarandeado de un lado a otro de la habitación.
Tim ladró asustado, tratando de atrapar los papeles que volaban al verlos pasar ante su nariz.
Y lo peor fue que el mantel desapareció arrastrado por el viento.
Tras muchos esfuerzos, Julián consiguió cerrar la ventana y de nuevo reinó la tranquilidad en la habitación.
—¡Caramba! No me imaginaba que el viento soplase con tanta fuerza. El mantel debe de estar ya a cinco o seis kilómetros de distancia. Las gaviotas se van a quedar muy sorprendidas cuando lo vean volar entre ellas.
Jorge no pudo menos de reírse, a pesar de lo asustada que se sentía.
—¡Julián! ¡Menos mal que no saliste volando tú también con el mantel! ¡Vaya viento! —dijo—. Me pregunto cómo puede aguantar el faro.
—Bueno, ahora que lo dices, acabo de sentir como una especie de temblor —contestó Dick—. ¿No lo habéis notado? No sé si ha sido una ola que ha roto contra las rocas o la fuerza del agua al chocar con el faro, pero noté como si se moviese.
—¡Pamplinas! —rechazó Julián, al ver la cara asustada de Ana—. Dick, haz el favor de no gastarnos bromas pesadas
—¿Estáis completamente seguros de que el faro no puede derrumbarse? —preguntó Ana con un hilo de voz.
—Ana, querida, ten un poco de sentido común —contestó Julián—. ¿Crees que hubiese aguantado tantos años si no hubiese sido, lo bastante fuerte como para soportar tormentas mucho peores que ésta?
—Travieso está también muy asustado —dijo Manitas—. Mirad, se ha escondido en un rincón.
—Bueno, pues que le dure mucho tiempo —repuso Julián—. Por lo menos no intentará abrir la lata de las pastas, ni rebuscar en el paquete de los dulces. Me gustaría saber cuántos se ha comido hasta ahora.
¡UUUUUUSSSSSHHHHHH!
Una tremenda ráfaga de viento hizo que Tim se levantase de un salto, gruñendo asustado. La lluvia golpeaba los cristales de la ventana como si alguien estuviese arrojando piedrecitas contra ellos.
Julián se mostraba muy preocupado. Parecía como si aquel tiempo infernal fuese a mantenerse durante días y días.
La comida no iba a durar demasiado. Aún quedaban algunas latas de conserva y toda el agua que quisiesen, gracias a la lluvia.
Pero por alguna extraña razón, todos se sentían muy hambrientos.
—¡Ánimo, Julián! —dijo Jorge—. Pones una cara muy triste.
—Sí, la verdad es que me siento bastante desesperado —respondió Julián—. No veo la manera de salir de aquí, ni siquiera de conseguir ayuda. Si hubiese algún modo de avisar a la gente.
—Es una lástima que el fanal del faro ya no funcione —le interrumpió Manitas—. Ésa sí que sería una buena señal.
De repente, y ante la sorpresa de Manitas, Julián dejó escapar un grito, se levantó, se arrojó sobre el niño y le dio tal golpe en la espalda que casi lo hizo caer de la silla.
—¿Qué… qué… qué sucede? —balbuceó Manitas, encogiendo los hombros.
—¿Pero es que no lo ves? Quizá podamos hacer funcionar el viejo fanal de aceite y conseguir que ilumine como antes… No para advertir a los barcos, desde luego, sino para que los del pueblo se den cuenta de que estamos prisioneros en el faro —dijo Julián, contentísimo—. Manitas, ¿sabes lo que hay que hacer para intentar que funcione el fanal?
—Pues sí —respondió el niño—. Mi padre me enseñó cómo funcionaba y creo que lo recordaré. ¡Ah! También hay una campana que podemos hacer sonar.
—Mejor que mejor —dijo Julián—. ¿En dónde está esa campana?
—La desmantelaron y la dejaron en un rincón —contestó Manitas—. Solía estar colgada en la terraza que hay afuera, alrededor del cuarto del fanal. Hay un gran gancho para colgarla.
—¿De modo que estaba colgada afuera? —repuso Julián—. Bien, eso significa que uno de nosotros tendrá que salir afuera a luchar contra el viento para colocarla en su lugar. No será fácil. El viento debe de alcanzar una velocidad de casi ciento cincuenta kilómetros por hora. De todos modos, vayamos a ver la campana.
La enorme campana yacía en el cuarto de los trastos, cubierta por una tela. Era de metal y en sus buenos tiempos tenía una especie de martillo, regulado por un mecanismo automático que la golpeaba a intervalos haciéndola sonar. Pero el mecanismo se hallaba hecho pedazos.
—Subiremos la campana arriba —decidió Julián—. ¡Caramba! Pesa como un burro muerto. Dick, ayúdanos, por favor.
Entre los dos muchachos transportaron la campana hasta la habitación, mientras Manitas cargaba con el martillo que la hacía sonar. Julián y Dick la sostenían por la barra de hierro que servía para colgarla.
—Golpéala con el badajo —ordenó Julián—. Veremos si suena lo bastante fuerte.
Manitas la golpeó con todas sus fuerzas e inmediatamente, con gran susto de Tim, un profundo «clang» resonó por toda la habitación.
El perro y Travieso salieron corriendo y bajaron a toda velocidad la escalera de caracol.
También los chicos se asustaron muchísimo y se quedaron contemplando la campana, asombrados de que pudiese sonar tan fuerte. El sonido retumbó por todo el faro, haciéndoles vibrar de tal modo los tímpanos que tuvieron que sacudir la cabeza para librarse de él, tapándose los oídos. Por fin Julián cogió con las dos manos el borde de la campana y el ruido cesó.
—¡Qué estupenda campana! —exclamó asombrado—. Mirad, es antiquísima. Aquí dice: «Fundida en 1896». Si consiguiésemos colgarla en la terraza, se oiría en el pueblo… y hasta mucho más lejos. Me pregunto cuántos barcos la escucharían hace años, cuando el martillo la golpeaba regularmente.
Manitas levantó de nuevo el martillo, pero Dick lo detuvo.
—Estáte quieto. Ya has visto cómo se asustaban Travieso y Tim. Si la vuelves a tocar, a lo mejor se les ocurre saltar por la ventana.
—Esperaremos a que el viento cese de soplar un rato y trataremos de colocarla —dijo Julián—. Veamos ahora el fanal. Tendremos que ponerle aceite ¿verdad, Manitas?
—Seguramente, aunque creo que aún le quedará un poco de cuando cerraron el faro —contestó Manitas—. De todos modos, abajo hay todo el aceite que necesitemos.
—¡Estupendo! —se entusiasmó Julián. Se sentía mucho más animado—. Bueno, si el viento amaina un poco, trataremos de colgar la campana. Y la haremos sonar en cuanto la colguemos, sin esperar a encender el fanal.
Pero la tormenta iba empeorando y Julián se preguntó si el faro resistiría en pie. ¿Debía obligar a sus compañeros a que bajasen al cuarto de almacenaje, por si acaso?
«Lo haré si el tiempo empeora aún más —pensó—. Aunque no creo que importe en qué sitio estemos si el faro se derrumba».
Subieron a la habitación del fanal y se dispusieron a examinarla.
Manitas explicó cómo funcionaba:
—Daba vueltas mecánicamente, y aquí había una especie de cortinillas que impedían el paso de la luz, de modo que la ocultaban cuando iba pasando. Así la luz parecía apagarse y encenderse cuando se miraba el faro desde algún barco. De este modo los barcos la descubrían antes.
Pero las cortinillas estaban completamente rotas y resultaban inútiles. En cambio, aún quedaba algo de aceite en el fanal. Sin embargo, Julián le añadió un poco más. La mecha parecía funcionar perfectamente. Si lograban encenderla y mantenerla así, alguien del pueblo vería la luz y se preguntaría qué significaba.
Julián buscó las cerillas en su bolsillo. Allí dentro no soplaba el viento, y la cerilla se mantuvo bien encendida. La acercó a la mecha y en seguida el fanal se iluminó.
Era enorme y, desde tan cerca, la luz que desprendía cegaba.
Dick comenzó a canturrear lleno de alegría:
—¡Lo hemos conseguido! ¡Lo hemos conseguido! Viejo faro, esta noche vas a funcionar como en tus buenos tiempos. ¡Estás vivo otra vez!
—Ahora intentaremos colgar la campana —decidió Julián, y con muchas precauciones abrió la puerta que conducía a la terraza.
Esperó a que la fuerza del viento amainase por unos momentos. Y, sin perder tiempo, Dick y él alzaron la campana hasta el gancho que sobresalía en la pared. La campana quedó bailoteando. Julián levantó el martillo con ánimo de golpearla, pero en aquel momento una violentísima ráfaga de viento lo envolvió tirándolo contra la barandilla.
Dick lo agarró justo a tiempo y, con ayuda de Jorge, lo hizo entrar. Estaban todos muy pálidos.
—¡Te has escapado por los pelos! —exclamó Jorge, con las manos aún temblorosas y el cuerpo empapado en sudor—. Tendremos que ir con cuidado si queremos salir otra vez a la terraza. Quizá sería mejor que confiásemos únicamente en la lámpara.
—Voto porque vayamos abajo a tomar una taza de té —dijo Julián, dando gracias al cielo por haberse librado de la caída.
Estaba asustadísimo. Había pasado un miedo horroroso, y las piernas aún le temblaban, entrechocando sus rodillas. Casi no podía bajar las escaleras.
Después de tomar una taza de té y unos bizcochos, todos se recuperaron del susto.
—Me gustaría que hubiese oscurecido ya para ver la potencia del fanal —dijo Dick—. Hoy se hará muy pronto de noche.
Sí, no tardó nada en oscurecer. La noche era tan oscura que la luz del viejo fanal brillaba extraordinariamente. Parecía cortar la cortina de tinieblas con su haz dorado.
Sobre el rugido del mar se oía el tañer de la campana que Julián, fuertemente sujeto por Dick, hacía sonar en la terraza.
—Escucha —dijo Jorge, con la mano en el collar de Tim—. ¡Tolooonggg, tolooongg! La campana debe de estar muy contenta, Tim. Esta noche ha recuperado su voz.
¡TOLOOOOOONGGGGG! ¿Escucharía alguien el sonido de la vieja campana en medio de una noche de tormenta? ¿Vería alguien la luz del viejo fanal?
¡¡¡TOLOOOOOONGGGGG!!!