OTRA VEZ EN EL TÚNEL
Era fantástico pensar que la escala de hierro que flanqueaba el pozo de cemento podía llevarles hasta el túnel que les había enseñado Jeremías el día anterior. Julián había visto agua en el fondo del pozo cuando la marea estaba alta. Tal vez si lo intentaban cuando estuviese baja no habría peligro de quedar atrapados.
La tormenta rugía a intervalos. Tan pronto se calmaba, como el viento soplaba con tanta fuerza que parecía que el furo fuese a derrumbarse. Aquella noche llovió torrencialmente y a primeras horas de la madrugada, mientras la marea estaba alta, enormes olas rompían contra las rocas y su espuma alcanzaba casi hasta lo alto del faro. Julián se despertó y miró por la ventana.
—Espero que no ande ningún barco por ahí fuera —dijo. De pronto exclamó—: ¿Qué ha sido eso? ¡He visto brillar algo en el cielo!
—Es la luz del nuevo faro —contestó Dick—. La vi la olía noche. Debe de tener un fanal muy potente para que se ven el reflejo en una noche como ésta.
Durante algún tiempo continuaron contemplando el cielo. Luego Julián bostezó.
—Será mejor que tratemos de dormir un poco —dijo—. Pensábamos que íbamos a pasar unas tranquilas vacaciones y ¡ZAS!… Ya estamos metidos en un lío.
—Bueno, espero que todo acabe bien —contestó Dick, acurrucándose en sus mantas una vez más—. La verdad es que en estos momentos me siento muy lejos de la civilización. Buenas noches, Julián.
Por la mañana la tormenta seguía y el viento era terrorífico. Julián corrió hacia la puerta para ver si el lechero había descubierto su nota.
No. El papel seguía en el mismo lugar en que lo habían dejado y se agitaba a efectos del viento. Probablemente el lechero no se había atrevido a cruzar el mar con aquel tiempo, ni por las rocas ni en el bote.
Dick se había asomado a la ventana para comprobar si el bote se encontraba a salvo, pero para su sorpresa descubrió que había desaparecido. Manitas se puso muy triste.
—¿Adónde habrá ido a parar mi bote? ¿Lo habrá robado alguien?
—Es posible. Pero también puede ser que la fuerza de la tormenta haya roto la amarra y el bote se haya hecho pedazos contra las rocas —dijo Julián—. De todos modos no está. ¡Pobre Manitas! ¡Qué lástima!
Manitas estaba desconsolado y, aunque Travieso hizo toda clase de cabriolas y gracias para tratar de alegrarlo, Manitas no quería reír. Estaba muy, muy triste.
Tomaron un frugal desayuno. Todos estaban muy silenciosos. Ana retiró la mesa y fregó los cacharros. Luego Julián los reunió a todos.
—Bueno, ahora debemos decidir si hemos de bajar al pozo y comprobar si realmente conduce hasta el túnel —dijo—. Yo mismo lo haré.
—¡Ni hablar! —protestó Dick—. ¿Por qué no he de bajar yo? O, mejor, podríamos bajar los dos juntos. Así, en el caso de que le pasase algo a uno de nosotros nos ayudaríamos el uno al otro.
—No es mala idea —aprobó Julián—. Pero si hacemos eso, no quedará nadie para cuidar a Manitas y a las chicas.
—¡Guau! —protestó Tim, muy ofendido.
Julián se echó a reír y lo acarició cariñosamente.
—De acuerdo, Tim. Sólo quería saber si te creías capaz de guardarlos bien. Bueno, Dick y yo bajaremos al pozo. Cuanto más pronto, mejor. Hay que aprovechar la marea baja. ¿Bajamos ahora, Dick?
Solemnemente descendieron todos la escalera de caracol hasta la puerta del faro, donde se hallaba la trampa que cerraba la entrada a los cimientos. Julián la abrió y observó la oscuridad del agujero. Encendió la linterna y la enfocó hacia abajo, pero no alcanzó a vislumbrar el fondo.
—Bien, adelante —dijo. Y comenzó a bajar, buscando cuidadosamente con los pies las agarraderas de hierro—. Levantad esos ánimos, chicos. Llegaremos por los túneles hasta la entrada del acantilado. Desde allí, iremos a buscar ayuda y regresaremos en un vuelo.
—Julián, por favor, tened cuidado —suplicó Ana, con un hilo de voz—. Por favor, tened mucho cuidado.
Julián desapareció, sosteniendo la linterna entre los dientes. Detrás de él bajó Dick. Las niñas alumbraron el pozo con sus linternas, pero pronto los muchachos se perdieron de vista. Sólo se oían sus voces de vez en cuando, multiplicadas por el eco.
—Ya he llegado al fondo —gritó por fin Julián—. Es roca. Ahora no hay ni una gota de agua. El camino está muy claro. He encontrado una especie de túnel. Vamos a seguirlo. ¡Ánimo todos! ¡Hasta pronto!
La voz calló, y las muchachas y Manitas ya no oyeron nada más. Tim gimió. No le gustaban nada aquellas extrañas idas y venidas.
En cambio, Julián y Dick se sentían muy satisfechos. No había sido nada difícil encontrar el túnel. Ahora caminaban por él. Era muy estrecho y el techo en algunos puntos bajaba tanto que debían marchar agachados. Olía a salitre y a humedad, pero parecía estar bien ventilado. Incluso a veces sentían una ligera brisa.
—Saltaré de contento cuando nos veamos en un túnel conocido —dijo Julián—. Debemos de estar ya muy cerca de donde llegamos el otro día. ¡Eh! ¿Qué es esto? ¡Mira, Dick!
Dick miró hacia donde alumbraba la linterna de Julián y dejó escapar un leve grito:
—¡Una moneda! Debemos de estar cerca de donde Travieso encontró la suya. Mira, otra. Y otra. ¿De dónde habrán salido?
Los muchachos buscaron con sus linternas por todas partes y vieron por fin de dónde salían todas aquellas monedas. Sobre sus cabezas había un negro agujero, excavado en la roca. Cuando apuntaron con sus linternas hacia allí, una moneda de oro cayó sobre las demás.
—¡Aquí es donde Travieso encontró la moneda! —gritó Dick—. Julián, parece que ahí arriba hay un cofre roto y deja escapar las monedas de cuando en cuando.
—¿Quién hubiese pensado en semejante escondite? —dijo Julián, maravillado, sin dejar de enfocar el agujero con su linterna—. Desde aquí sólo se ve el agujero. Del cofre, ni rastro. El que lo escondió debió de haberlo metido muy adentro. Sin duda fue alguien que conocía muy bien este escondite.
—Déjame apoyarme en tus manos. Me izaré y trataré de averiguar lo que hay —urgió Dick—. Date prisa, estoy impaciente.
Julián le sostuvo los pies con sus manos unidas, y Dick se alzó hasta el agujero. Tanteó con una mano a un lado. Nada. Tanteó hacia el otro lado y su mano tropezó con algo duro y frío. ¿Una barra de hierro? Metió un poco más la mano y tocó algo más blando. Quizá se tratase de madera podrida. Posiblemente eran los restos de un cofre, sostenidos sólo por su armazón metálica. Lo removió un poco y Julián soltó una exclamación:
—¡Eh! Me estás duchando con monedas. ¡Caramba! No había visto tantas monedas juntas en toda mi vida.
—Julián, creo que ahí hay más de un cofre —dijo Dick, saltando al suelo y mirando las monedas desparramadas sobre la roca—. Debe de haber una verdadera fortuna. ¡Esto sí que es descubrir un tesoro! Será mejor que no toquemos nada. Nadie sabe que el tesoro está ahí. Lo mejor será que recojamos todas estas monedas por si aparece ese bandido de Elías.
Los dos muchachos llenaron sus bolsillos de monedas y siguieron adelante. Pronto reconocieron uno de los túneles que habían visitado con el viejo Jeremías.
—Todo va estupendamente —dijo Dick—. Pronto estaremos al aire libre y podremos avisar al cerrajero para que abra la puerta del faro.
—¡Chist! —dijo Julián de repente—. Me parece haber oído algo.
Los dos muchachos se detuvieron y prestaron atención por un momento. Nada. Siguieron adelante, pensando que Julián estaba equivocado.
Pero no lo estaba. Al dar la vuelta al recodo que daba a la cueva, alguien se arrojó contra ellos. Los dos cayeron al suelo, pero Dick tuvo tiempo de vislumbrar a Elías, acompañado de alguien más, quizá Jacobo.
Al caer Dick, unas cuantas monedas de oro saltaron de su bolsillo. Elías dio un grito y se lanzó inmediatamente sobre ellas. Julián trató de aprovechar aquel momento para escaparse, pero el otro hombre lo agarró y le dio un fuerte empujón, tirándolo de nuevo al suelo.
—¿Dónde habéis encontrado estas monedas? —gritó Elías—. ¡Decídmelo u os pesará!
El eco repitió en seguida…
—Pesará… pesará… pesará…
—¡Corre, Dick! —gritó de pronto Julián—. ¡Es nuestra única posibilidad!
El muchacho dio un fuerte empujón a Elías, que tropezó con el otro hombre. Sí, era Jacobo. Julián y Dick salieron disparados y corrieron todo lo de prisa que podían, tratando de regresar al faro.
—¡Venid aquí! —gritó Elías, corriendo tras ellos.
—¡Corre! —exclamó Dick—. Si podemos llegar hasta el pozo, estaremos a salvo.
Pero desgraciadamente equivocaron el camino. Pronto se encontraron en una cueva que no habían visto el día anterior. Elías y Jacobo aparecieron corriendo. Por fortuna, pasaron a su lado sin verlos.
—Será mejor que nos quedemos aquí un rato —dijo Julián—. Esperemos a que se alejen un poco más.
Durante unos minutos permanecieron inmóviles y en silencio. Por fin se aventuraron a salir de su escondite y trataron de encontrar el camino de regreso hacia el faro.
—Si nos extraviamos por aquí dentro no tenemos salvación —dijo Julián—. Una vez que suba la marea, ya no habrá nada que hacer. Nos ahogaremos sin remedio. Tenemos que llegar de algún modo al acantilado o al pozo. Agárrate a mí, Dick. Lo importante es no separarnos, pase lo que pase.
Y empezaron a dar vueltas y vueltas. Realmente ni siquiera sabían hacia dónde iban. Parecían caminar por cuevas y túneles sin fin. Aquello era un enorme laberinto de roca. De pronto oyeron voces.
—Son Elías y Jacobo —murmuró Julián—. Vienen hacia aquí. Escondámonos aquí, pronto. ¡Y ni una palabra!
Se apresuraron a ocultarse y pronto llegaron claramente a sus oídos las voces de los bandidos.
—Esos malditos críos tienen que volver por aquí —decía Elías—. Los esperaremos. No hagas ruido.
—Tendremos que jugarnos el todo por el todo. ¡Ojalá tengamos suerte! —susurró Julián—. Vamos. Pronto nos atrapará la marea si no corremos.
Los dos se echaron a correr súbitamente, pasando justo al lado de Jacobo y Elías. Éstos, sorprendidos, tardaron en reaccionar. Con toda la velocidad que les permitían sus piernas avanzaron por el túnel que tenían frente a ellos, sosteniendo firmemente las linternas a pesar de los golpes que se daban contra las rocas en piernas y brazos. Detrás de ellos, oían los pasos de Elías y Jacobo, siguiéndoles muy de cerca.
—Esto parece una pesadilla —exclamó Dick—. ¡Julián! ¡Mira! El agua está entrando ya por el túnel. ¡La marea sube!
—Sigamos —apremió Julián—. Presiento que el pasadizo no se encuentra ya muy lejos. Este túnel y esta cueva me resultan conocidos. Vamos, Dick, no hay un minuto que perder. Tenemos que encontrar el faro.
—¡Mira! ¡Ahí está el pozo! —gritó Dick al cabo de un momento—. Disponemos del tiempo justo para subir. El agua me llega hasta los tobillos.
Alcanzaron el pozo y tuvieron que ponerse a cuatro patas para pasar bajo los arcos que permitían que el agua entrase en los cimientos. Luego empezaron a trepar por las agarraderas de hierro, aunque se detuvieron antes un instante con objeto de escuchar si todavía les seguían Elías y Jacobo. En seguida oyeron unos gritos:
—¡ELÍAS! ¡VUELVE! La marea está subiendo.
Y a continuación pudieron escuchar la voz de Elías.
—Ya voy. Esos malditos críos han seguido adelante. Pero se van a arrepentir. Se ahogarán antes de llegar muy lejos.
Dick sonrió al oír aquello.
—¡Vamos, Julián! ¡Arriba! Ahí arriba se ve luz. Las chicas deben de haber dejado la trampa abierta.
Pronto los dos muchachos aparecieron por la trampilla. Tim los recibió con grandes saltos de alegría, ladrando como loco y lamiéndoles el cuello. Las niñas, lo mismo que Manitas, estaban demasiado nerviosas para poder decir una palabra.
—¿Qué ha pasado? —preguntaron al fin—. Contad. ¿Habéis conseguido salir del túnel para pedir ayuda? ¿Andaban por ahí esos hombres? ¿Qué ha pasado?
—Muchas cosas —respondió Julián—. Desgraciadamente no hemos logrado burlar a Jacobo y Elías, que nos estaban esperando ahí abajo. Tendremos que seguir encerrados en el faro. Pero…
—¿Pero qué? —se impacientó Jorge, sacudiendo el brazo de Julián—. Julián, pareces muy contento. Dinos de una vez, ¿qué es lo que ha pasado?
—¡Pues que hemos encontrado el tesoro! —contestó Julián con aire de triunfo—. Venid. Arriba os lo contaremos todo.
Y precedió a los demás por las escaleras hasta llegar a la habitación. Manitas y las niñas le seguían impacientes por enterarse de lo ocurrido. Los muchachos comenzaron a contar lo que les había sucedido, y Manitas, Jorge y Ana les escuchan atentamente, asombrados ante todas las peripecias pasadas por los chicos.
—Debe de haber sido la mar de emocionante. ¡El tesoro en un cofre! ¡Cientos de monedas! Julián, ¿qué sentiste cuando cayó sobre ti aquella lluvia de monedas?
—¡Caramba! Fue un momento extraordinario —repuso Julián—. Travieso, deja mi pelo en paz. ¡Qué mañana más ajetreada! ¿Qué os parece si ahora nos tomamos una limonada? A propósito, ¿qué tal tiempo ha hecho? Allí abajo no nos enterábamos de nada.
—Horrible —contestó Ana—. Otra vez vuelve la tormenta. Mira esos nubarrones.
—Efectivamente, tienen muy mal aspecto —sentenció Julián, sintiendo desvanecerse toda su alegría al comprender que se iba a desencadenar una fuerte tormenta—. Desde luego, hoy no podremos salir de aquí, ni aunque lográsemos abrir la puerta.
—Julián, Manitas ha encontrado la radio de transistores de su padre en uno de los cajones —anunció Ana—. Todavía funciona. Hemos estado escuchando al hombre del tiempo. Ha leído un importante aviso para los barcos que se encuentren en alta mar. Dice que se refugien en el puerto más cercano lo más aprisa que puedan.
—La verdad es que no tengo ni idea de lo que podríamos hacer —dijo Julián mirando por la ventana—. ¿Cómo podremos lograr que la gente del pueblo se dé cuenta de que estamos encerrados en el faro? Tenemos que discurrir algo.
Pero era más fácil decirlo que hacerlo. ¿Cómo podían conseguir ayuda cuando no había camino alguno para escapar de allí? ¿Cómo puede salir nadie de un faro con la puerta cerrada cuando no se tiene la llave?