Capítulo XVI

EN LAS CUEVAS

A la mañana siguiente, Jorge se despertó de repente al sentir que Tim la empujaba suavemente con el hocico.

—¿Qué es lo que pasa, Tim? —preguntó Jorge.

Tim emitió un breve ladrido y corrió hacia donde comenzaba la escalera de caracol.

—Bueno, vete abajo y cuéntales a los chicos lo que quieres —protestó Jorge, medio dormida todavía.

Obediente, Tim corrió escaleras abajo y penetró en la habitación donde dormían los muchachos. Empujó a Julián con el morro, pero el chico estaba tan dormido que ni siquiera se enteró.

Entonces Tim se subió encima de él y Julián se despertó sobresaltado.

—¡Ah! ¿Eres tú, Tim? ¿Qué diablos quieres? ¿Les ocurre algo a las niñas? —preguntó.

—¡Guau! —respondió Tim, y se dirigió hacia las escaleras.

«¡Vaya! Debe de haber oído a alguien —se dijo Julián—. Pues si es Jacobo o Elías… No, Jacobo no puede ser…, le diré lo que pienso de la gente que se dedica a robar a los demás».

Julián desatrancó la puerta del faro y la abrió. En el escalón había dos botellas de leche.

«¡Vaya con Tim! ¡Mira que despertarme sólo porque ha venido el lechero! ¡Qué lechero tan simpático! Habrá tenido que venir en bote. El mar está alto, aunque quizá le haya dado tiempo a venir andando sobre las rocas».

Durante el desayuno, los muchachos no hicieron más que hablar de su próxima visita a las cuevas. Tomaron tocino ahumado fresco, comprado el día anterior, huevos, tostadas con mantequilla y mermelada. Ana preparó un poco de café y todos lo saborearon complacidos. Travieso metió una de sus manos traseras en el bote de mermelada y luego dejó la habitación perdida con sus huellas,

—Ahora tendremos que pasar un trapo húmedo por todas partes —protestó Ana, enfadada—. Lo ha dejado todo perdido: la mesa, las sillas, el suelo… Eres muy malo, Travieso. ¡Con la poca gracia que me hace a mí embadurnarme!

Travieso se sintió tan triste al ver a los niños enfadados con él que se arrojó al cuello de Manitas, pidiendo disculpas y dejándolo todo pringado de mermelada.

—¡Quita esas patas llenas de mermelada de mi cuello! —ordenó Manitas, indignado.

—Nosotras fregaremos los cacharros en el fregadero. Mientras tanto vosotros podéis ir arreglando las habitaciones —dijo Ana—. Luego nos iremos. Hace un día estupendo.

—¡Hum! Parece como si amenazase tormenta —dudó Dick—. ¿Tú qué crees, Tim?

Tim asintió. Agitó alegremente el rabo y ladró. Ana recogió los platos y los llevó al fregadero. Una hora después, estaban listos para salir.

—Antes de irnos escribamos una postal a tía Fanny —propuso Ana—. Pero será mejor que no digamos nada sobre el robo. Se asustaría y nos mandaría que volviésemos a «Villa Kirrin». Y entonces, ¿qué dirían tío Quintín y el profesor Hayling?

—Apuesto a que se lo estarán pasando estupendamente discutiendo todo el día, haciendo números y estudiando documentos —comentó Julián—. Seguro que tía Fanny tiene que llamarlos veinte veces cada día para que se acuerden de comer.

Ana escribió la postal y puso el sello.

—Bueno, ya estoy lista —dijo cuando lo hubo hecho. Tim corrió alegremente hacia las escaleras, contento de que por fin todos pareciesen dispuestos a salir. ¡Le gustaban tanto los paseos!

Tim, guapo —lo retuvo Jorge—. Tienes que quedarte a vigilar el faro. No tenemos llave, ¿sabes?, y no podemos cerrar desde fuera. Por favor, quédate y vigila. Ya sabes lo que quiero decir, ¿verdad? ¡Vigila!

Tim detuvo el alegre movimiento de su rabo y gimió. No le gustaba nada que lo dejasen en casa, y menos cuando se iban a pasear. Tendió una pata hacia Jorge, como diciendo «Déjame ir con vosotros».

—Alerta, Tim —continuó Jorge—. El faro queda a tu cargo. No dejes entrar a nadie. Lo mejor será que te quedes junto a la puerta.

Tim siguió lentamente a Jorge y a los demás, con expresión muy triste.

—Échate aquí —le ordenó Jorge, dándole un cariñoso golpecito en el lomo—. Más tarde uno de nosotros se quedará a guardar el faro y te llevaremos a pasear. Pero ahora queremos ir todos juntos. ¡Vigila!

Tim se echó con la cabeza apoyada entre las patas y se quedó mirando a Jorge con sus ojos castaños.

—No te preocupes, Tim, en seguida volvemos —lo consoló ésta.

Cerraron la puerta y bajaron los escalones hasta las rocas.

La marea estaba lo bastante baja como para permitirles pasar por las rocas.

—Tendremos que volver antes de que suba la marea —dijo Julián—, porque si no, no nos quedará más remedio que esperar en la playa hasta que vuelva a bajar. El bote queda junto al faro.

Siguieron paseando por las rocas hasta llegar al embarcadero. Allí estaba el viejo Jeremías Boogle, fumando su pipa y mirando solemnemente hacia el mar.

—Buenos días, Jeremías —saludó amablemente Dick—. Espero que le haya gustado el tabaco que le compramos

—¡Ah, hola! —correspondió Jeremías, soltando una gran bocanada de humo—. Hola, monito. Otra vez sobre mi hombro, ¿eh? Anda, cuéntame, ¿qué tal van las cosas por Monilandia?

Los niños soltaron la carcajada, mientras Travieso comenzaba a parlotear muy pegadito a la oreja del viejo marino.

—Tenemos la intención de ir a ver las cuevas —anunció Julián—. Sobre todo la de los Piratas.

—No permitáis que os guíe Elías —contestó el anciano de inmediato—. A Jacobo no lo encontraréis… Sí, sí… Ya me enteré de lo que le ha pasado. Le está muy bien. Si se hubiese metido las manos en los bolsillos no le habría sucedido nada. En cuanto a Elías, es tan malo como él. Sería capaz hasta de robaros los botones de los abrigos sin que os enteraseis siquiera. ¿Qué os parece si soy yo quien os enseña las cuevas? Las conozco perfectamente, y os puedo mostrar cosas que esas dos ratas ni siquiera saben que existen.

—Desde luego que nos gustaría mucho más que sea usted quien nos las enseñe —aceptó Julián—. Además, Elías estará enfadado con nosotros porque denunciamos a la policía que su hermano nos había robado. Si nos guía usted le regalaremos más tabaco.

—Pues vamos allá —dijo Jeremías—. Por aquí.

Y todos emprendieron la marcha. Travieso, el mono, se instaló en el hombro del viejo y allí se mantuvo durante todo el camino a través de las calles del pueblo. Jeremías estaba encantado al ver cómo todo el mundo le señalaba al pasar y se reía.

El viejo marino les condujo a los pies de un altísimo acantilado. Cruzaron después una playa llena de piedras, hasta llegar a un enorme agujero abierto en la roca.

—Ésta es la entrada —dijo Jeremías, señalando el agujero—. ¿Trajisteis vuestras linternas?

—Sí, llevamos una cada uno —contestó Julián, tanteando su bolsillo—. ¿Hay que pagar algo por visitar las cuevas?

—No. La gente suele darle una propina a Elías o a Jacobo cuando se las enseña —repuso el viejo—. Pero yo os las puedo enseñar mejor que ellos. No desperdiciéis vuestro dinero dándoselo a esos canallas.

El agujero del acantilado llevaba hasta la primera de las cuevas, que era muy grande. De las paredes colgaban algunos faroles, pero daban una luz escasa.

—Cuidado donde ponéis los pies —advirtió Jeremías—. El suelo está muy resbaladizo. Venid por aquí.

En la cueva hacía frío y humedad. Los niños tenían que andar con cuidado, evitando las algas depositadas en el suelo por el mar. Luego, tras un recodo, la cueva tomaba una dirección completamente distinta, bajando sin cesar.

—¡Eh! Parece que vamos en dirección al mar, ¿no es cierto? —preguntó Julián, sorprendido—. ¿Es que pasan por debajo del mar? Yo creía que se hundían en el acantilado.

—Tienes razón —explicó Jeremías—. Ésta es una costa muy rocosa y el camino que seguimos lleva hasta un túnel situado bajo las rocas y luego a unas cavernas muy profundas. Mirad el techo de roca. Si escucháis atentamente oiréis el sonido del mar.

Aquello les daba una sensación extraña y alarmante. Ana miró hacia el techo y enfocó hacia el mismo su linterna, esperando ver de un momento a otro un enorme chorro de agua salada precipitándose sobre ellos. Pero no, no había más que un poco de humedad.

—¿Falta mucho para llegar a la Cueva de los Piratas? —preguntó Jorge—. Travieso, deja ya de gritar. No hay ningún motivo para asustarse.

Pero a Travieso no le gustaba en absoluto aquella cueva oscura, fría y extraña. Parloteaba excitado y de cuando en criando exhalaba fuertes chillidos de miedo.

—¡No hagas eso! —ordenó Ana—. Me das unos sustos tremendos cada vez que lo haces. Escuchad cómo resuenan los chillidos del mono en las paredes del túnel.

Travieso se asustó aún más al oír aquellos cientos de gritos iguales a los suyos y se echó a llorar como un niño, asiéndose al cuello de Manitas como si jamás fuera a soltarlo.

—Seguramente pensará que este sitio está lleno de monos que chillan —dijo Ana, preocupada por el monito—. Es sólo el eco, Travieso, no te preocupes.

—Pronto se acostumbrará —dijo Manitas, apretando aún más al monito contra su cuerpo.

—Pues esperad a oír el eco cuando lleguemos al próximo tramo de túnel —intervino Jeremías.

Y sin añadir una palabra más, avanzó unos pasos y de pronto soltó un potente grito. El eco lo devolvió diez veces más fuerte y el túnel entero se llenó de cientos de gritos retumbando uno sobre otro. Todos pegaron un bote del susto y, con el sobresalto, Travieso cayó del hombro de Manitas. Una vez en el suelo salió disparado a toda velocidad, con la cola muy tiesa y gimiendo asustado. Corrió por el túnel y desapareció tras un recodo.

—¡Travieso! ¡Ven aquí! —gritó Manitas—. ¡Te vas a perder!

Y el eco repitió:

«¡A perder! ¡A perder! ¡A perdeeer!».

—No te preocupes por el mono —le tranquilizó Jeremías—. Yo también he tenido monos hace años. Algunas veces se me escapaban, pero siempre volvían.

—Pues yo no pienso salir de aquí hasta que Travieso vuelva —resolvió Manitas.

Al fin llegaron hasta una gran cueva. También se hallaba iluminada por faroles, pero asimismo muy pobremente. Pe repente los niños oyeron murmullo de voces. Se preguntaron a quiénes podían pertenecer.

Eran tres visitantes que, como ellos, visitaban la cueva. Acompañándolos iba un hombre de pelo negro, ojos negros muy hundidos y una boca despectiva. Era tan parecido a Jacobo que Julián adivinó en seguida que se trataba de Elías, su hermano.

Tan pronto como Elías vio al viejo marino se puso furioso.

—¡Márchate inmediatamente de aquí! Éste es mi trabajo, no el tuyo. ¡Lárgate! Yo me encargo de enseñarles la cueva a esos jovenzuelos.

Y tras estas palabras se entabló una verdadera lucha verbal, en voz tan alta que los muchachos creyeron quedarse sordos, pues el eco repetía una y otra vez cada palabra con mucha más fuerza. Los tres visitantes escaparon corriendo, temiendo una pelea. Ana se sentía muy asustada y se agarró a Julián.

Elías se acercó más al viejo, gritando con la mano alzada:

—Te he dicho más de cien veces que no entres en las cuevas. Yo y mi hermano Jacobo somos los que nos ocupamos de enseñarlas. ¡Que te largues te he dicho!

—No le hagáis caso —despreció Jeremías, dándole la espalda—. No es más que un bocazas, lo mismo que su hermano.

—¡Cuidado! —gritó Julián al ver que Elías se lanzaba sobre Jeremías con el puño levantado para golpearle—. ¡Cuidado!