Capítulo XIV

EL VIEJO PLANO

Julián y Dick registraron todas las habitaciones del faro, corriendo arriba y abajo por la escalera de caracol. ¡Qué tontos habían sido! Tenían que haberse asegurado de que Manitas cerraba la puerta

¡Sí! ¡Les habían robado una serie de cosas!

—¡Mi manta! —exclamó Jorge—. ¡Ha desaparecido!

—¡Y también mi monedero! —añadió Ana—. Lo dejé encima de esta mesa y ahora no está aquí…

—Yo tampoco encuentro mi despertador —gruñía Julián—. ¿Para qué lo habré traído? Me las hubiese arreglado muy bien con el reloj.

Y algunas otras cosas habían asimismo desaparecido.

—Tiene que ser un hombre horrible —decía Ana casi llorando—. Aprovecharse para entrar cuando nosotros no estábamos y robarnos. No comprendo quién pudo hacerlo. Lo lógico es que le hubiesen visto desde el muelle.

—Tienes razón —asintió Julián—. Pero probablemente el ladrón aprovecharía para entrar aquí el rato que estuvo lloviendo. Entonces no había nadie en los muelles. Creo que debemos decírselo a la policía. Lo mejor es que comamos primero y luego cogeré el bote y me acercaré al pueblo. La marea estará alta y no podré pasar por las rocas. ¡Maldito ladrón! ¡Y yo que pensaba esta tarde quedarme tranquilamente a leer!

Después de comer, Julián cogió el bote y se acercó hasta el pueblo. Se dirigió directamente a la comisaría de policía, donde un agente de aire taciturno escuchó su historia, mientras iba anotando cuidadosamente en su libreta de notas lo que escuchaba.

—¿Tienes alguna idea de quién pudo ser el ladrón? —preguntó el policía al terminar el relato—. ¿Sabes si estuvo alguien en el faro mientras vosotros os hallabais fuera?

—Bueno, al parecer nos visitaron dos hombres —contestó Julián—. El lechero, porque encontramos dos botellas de leche en la puerta, y el cartero, pues también había una carta. No sé si habrá estado alguien más.

—Por lo que yo sé de ellos, tanto Guillermo, el lechero, como el cartero son dos hombres absolutamente honrados —dijo el policía, rascándose la barbilla con el lápiz—. Sin duda entró un tercer visitante, alguien que no dejó ni leche ni cartas. Investigaré para averiguar si alguien estaba en aquel momento en el muelle y vio a algún hombre acercarse a las Rocas del Diablo. ¿Tú sospechas de alguien?

—No, no conocemos a nadie aquí, a no ser Tom, el estanquero, y Jeremías Boogle —respondió Julián.

—A ésos creo que podemos descartarlos —sonrió el policía—. Bueno, haré lo que esté en mi mano y ya os comunicare lo que descubra. Buenas tardes. ¡Ah! A propósito. Puesto que no podéis cerrar la puerta del faro y hay ladrones por los alrededores, yo en vuestro lugar no dejaría el faro solo —añadió el agente

—Sí. Ya había pensado en eso —dijo Julián—. Mientras estemos en el faro podremos tener atrancada la puerta, pero no sé qué vamos a hacer cuando salgamos.

—Sí, la cuestión es algo difícil de resolver. Pero dicen que va a hacer mal tiempo, así que de todos modos tendréis que quedaros de momento en el faro. Espero que estéis cómodos allí, aunque a mí me parece un sitio bastante raro para vivir, ¿no?

—Pues no. Estamos muy cómodos —repuso Julián—. Venga algún día a visitarnos.

—Gracias, iré —aceptó el policía, acompañando a Julián hasta la puerta.

El policía tenía razón al predecir mal tiempo. Durante toda la tarde no cesó de llover, y los muchachos tuvieron que matar el tiempo jugando a las cartas. Julián y Dick habían encontrado un tronco grande con el que atrancar la puerta y todos se sentían mucho más tranquilos. Ahora nadie podía entrar en el faro sin armar un gran estrépito.

—Me siento entumecida —dijo Jorge al cabo de cierto tiempo—. Me parece que voy a estirar las piernas subiendo y bajando unas cuantas veces la escalera.

—Hazlo —contestó Julián—. Nadie te lo va a impedir.

—¿Hasta dónde llega el faro, Manitas? —preguntó Jorge—. Siempre subimos corriendo el primer tramo de las escaleras y nunca nos hemos parado a pensar en los cimientos excavados en la roca. ¿Son muy hondos?

—Ya lo creo —respondió Manitas, apartando la vista del libro que estaba leyendo—. Mi padre me contó que al construir el faro, taladraron la roca muchos metros, haciendo una especie de pozo, y que debajo de las rocas descubrieron toda una clase de extraños túneles y agujeros. A veces el taladro salía disparado hacia abajo al tropezar de pronto con un agujero.

—¿De veras? —dijo Dick, muy interesado—. No había pensado en lo que es preciso hacer para que un faro aguante los embates de las olas y las galernas. Está claro que debe necesitar unos cimientos muy hondos.

—Mi padre encontró en alguna parte un viejo plano —añadió Manitas—. Al parecer, alguien lo dibujó cuando construyeron el faro.

—¿Te refieres a unos planos como los que hace un arquitecto cuando se va a construir una casa? —preguntó Ana.

—Sí, algo así —respondió Manitas—. No lo recuerdo muy bien. Sé que se veían las habitaciones del faro, conectadas por la escalera de caracol, con la habitación del fanal arriba. Abajo estaban dibujados los cimientos.

—¿Y se puede bajar a los cimientos? —preguntó Dick—. ¿Hay escaleras para bajar allí, o algo por el estilo?

—Pues no lo sé. Nunca he estado allí. Ni siquiera se me ha ocurrido —repuso Manitas.

—¿Y no sabes dónde está ese viejo plano, el que trazó el arquitecto del faro para que lo siguiese el constructor? —preguntó Julián—. ¿Dónde lo puso tu padre?

—Bueno… me parece que lo tiró… ¡No! Espera un momento. Debe de estar en el cuarto del fanal. Recuerdo que lo llevó allí, porque tenía un dibujo en el que explicaba el funcionamiento de la lámpara.

—De acuerdo. Vayamos a ver si aún continúa allí —dijo Julián—. Ven conmigo, Manitas. Menos mal que has dejado ya de imitar a los coches. Sin duda estás creciendo.

Los dos muchachos subieron por la escalera de caracol hasta la parte superior del faro. Una vez más, Julián quedó maravillado ante el extraordinario paisaje. Había cesado de llover, y el mar, agitado por el fuerte viento, no era más que un rumor de aguas enfurecidas.

Manitas rebuscó en un espacio oscuro situado bajo el mismo fanal. Por fin extrajo un rollo de papel blanco y lo agitó enseñándoselo a Julián.

—Éste es el plano. Ya sabía yo que estaría aquí.

Julián y Manitas bajaron con el plano hasta donde estaban los demás y lo extendieron sobre la mesa. Representaba el faro y estaba dibujado con gran claridad.

—¿Por qué será que los arquitectos dibujan tan estupendamente? —se preguntó Jorge—. ¿Son arquitectos porque dibujan tan bien, o dibujan tan bien porque son arquitectos?

—Creo que mitad y mitad —respondió Julián, inclinándose sobre el plano—. Mirad, ahí están los cimientos. ¡Caramba! Se adentran muchísimo en las rocas.

—Los edificios tan altos como este faro siempre tienen unos cimientos muy profundos —sentenció Dick—. El curso pasado en la escuela estudiamos cómo…

—No nos hables de la escuela, por favor —protestó Ana—. Afortunadamente está muy lejos. Manitas, ¿por fin se puede bajar hasta los cimientos?

—Ya os he dicho que no lo sé —contestó éste—. Además tiene que ser un lugar muy desagradable, oscuro, maloliente, estrecho…

—¿Y por qué no vamos a verlo? —decidió Jorge, levantándose—. Estoy tan aburrida en estos momentos que si no hago algo me voy a quedar dormida para cien años.

—¡No seas tonta! —le dijo Dick—. Pero la verdad es que has tenido una idea muy buena. Así, mientras tú duermas, nos sentiremos la mar de tranquilos. ¡Caramba, Jorge, deja de darme puñetazos!

—¡Venga, vamos! —insistió Jorge—. Vayamos corriendo a ver qué hay en los cimientos.

Ana no tenía el menor interés en visitar los cimientos, pero, antes de que pudiese protestar, los otros se echaron a correr escaleras abajo y no tuvo más remedio que seguirlos. Pronto estuvieron junto a la entrada del faro.

Manitas les mostró una trampilla en el suelo.

—Si la abrimos, encontraremos directamente debajo el pozo de los cimientos —dijo.

Entre todos levantaron la pesada trampa de madera y miraron hacia abajo. No se veía nada. Todo era oscuridad.

—¿Dónde está mi linterna? —dijo Julián—. Voy a buscarla.

Al cabo de un momento, su linterna iluminaba el redondo agujero. El haz de luz les descubrió la existencia de unas agarraderas metálicas empotradas en la pared, en uno de los lados del pozo. Julián bajó un poco por ellas y examinó las paredes.

—Son de cemento —gritó—. Deben de ser muy espesas. Voy a seguir bajando.

Fue descendiendo, descendiendo, maravillándose ante las enormes paredes de cemento del pozo. Iba preguntándose por qué no lo habrían rellenado. ¿Quizá porque un pozo de cemento hueco aguantaba mejor que uno lleno? No lo sabía.

Llegó casi hasta el final, pero no se aventuró a recorrer los últimos escalones. Un ruido peculiar, una especie de gorgoteo, sonaba a sus pies. ¿Qué sería aquello? Enfocó su linterna para averiguarlo y quedó sorprendido. Al final del pozo había agua. Agua que iba y venía produciendo un extraño sonido. ¿De dónde salía?

«Sin duda hay un túnel o algo por el estilo que permite penetrar el agua del mar —pensó—. Ahora la marea está alta y el agua entra. Me pregunto si se quedará seco cuando baje la marea. Y si es así, ¿adónde conduce este túnel? ¿O acaso se hundirá en el mar? Iré a decírselo a los otros y echaremos una nueva ojeada al plano».

Volvió a subir, contento de abandonar aquella apestosa oscuridad. Los otros le esperaban, líenos de curiosidad.

—¡Ahí viene! —gritó Jorge—. ¿Has visto algo interesante, Julián?

—Creo que si —respondió éste, saliendo del agujero—. ¿Tenéis ahí el plano? Quiero echarle un vistazo.

—Será mejor que vayamos arriba —opinó Dick—. Podremos verlo mejor allí. ¿Qué había abajo, Julián?

—Esperad a que estemos arriba —contestó Julián.

Una vez allí, cogió el plano que le tendía Manitas y se sentó para examinarlo. Hizo correr su dedo sobre el dibujo del pozo hasta llegar al final y lo detuvo al llegar a una señal en forma de círculo.

—¿Veis esto? —dijo—. Es un agujero situado al final del pozo. Por allí entra el agua del mar. Ahora la marea está alta y el agua llena el pozo, aunque no tiene demasiada profundidad. Seguro que cuando baje la marea no quedará ni una sola gota. Me gustaría saber adónde va a dar el túnel. ¿A las rocas? ¿O las atraviesa para salir mucho más lejos?

—¡Un túnel submarino! —exclamó Jorge, con los ojos brillantes—. ¿Por qué no lo exploramos cuando baje la marea?

—Bueno, pero tendremos que tomar precauciones para no ahogarnos cuando suba el agua —asintió Julián, enrollando el plano—. Me imagino que dejaron el agujero para que la constante presión del agua, cuando la marea estuviese alta, no minase los cimientos. Más vale que el pozo se llene de agua que no que las constantes mareas lo vayan desmoronando.

—Bien… —empezó a decir Ana. Pero se detuvo de pronto, asustadísima. Una potente voz acababa de sonar en las escaleras, haciendo que todos se sobresaltasen.

—¿HAY ALGUIEN EN CASA? ¡EH! ¿HAY ALGUIEN EN CASA?