Capítulo XIII

UNA VISITA INESPERADA

—Bueno, ¿a dónde vamos? —preguntó Jorge, mientras paseaban por el pueblo—. Mirad, ése es el estanco de Tom. Ya que estamos aquí, compremos el tabaco para el viejo.

Julián entró en la tienda y se acercó al mostrador. Un hombrecillo salió de un rincón oscuro.

—Quiero tabaco. Es para Jeremías Boogle —pidió Julián—. Me dijo que usted ya sabía el que le gustaba.

—Ya lo creo que sí —contestó Tom, buscando en uno de los estantes—. El tabaco que se ha fumado el viejo Jeremías desde que yo lo conozco bastaría para alimentar una hoguera durante varios años. Aquí tiene usted, joven. Son tres chelines, por favor.

—Conoce unas historias muy interesantes —comentó Julián, depositando el dinero sobre el mostrador.

—Seguro que os ha contado la historia de Bart, Narizotas y todo lo demás —dijo Tom, riéndose—. Es un tipo la mar de extraño el viejo Jeremías. No ha olvidado nada, aunque sean cosas ocurridas hace más de ochenta años. Tampoco perdona nunca. Hay dos hombres en este pueblo a los que odia. Cuando se cruza con ellos siempre escupe en el suelo. Sí, es un tipo extraño.

—¿Y qué han hecho esos dos hombres para merecer que los desprecie tanto y escupa al verlos? —preguntó Dick, sorprendido.

—Bueno, son parientes más o menos lejanos de su viejo enemigo, Bill Oreja Cortada —respondió Tom—. Me imagino que os hablaría también de él, ¿no?

—Sí, desde luego —asintió Julián—. Pero todo eso de los naufragios sucedió hace muchísimos años. No puedo creer que Jeremías continúe odiando a los descendientes de Oreja Cortada.

—Pues si que los odia —repuso Tom—. Estos dos hombres a los que escupe se ganan la vida enseñando a los turistas las cuevas de los acantilados, especialmente la de los piratas. Me imagino que el viejo Jeremías todavía sigue pensando en el tesoro de Bill y tiene miedo de que ellos lo encuentren. ¡Encontrarlo! Ya hace más de setenta años que sucedió aquello. El faro fue construido por aquella época, cuando todo el asunto de los piratas. ¿Quién sería capaz de localizar el tesoro ahora?

—Claro que es posible —intervino Jorge—. Depende de donde lo escondiesen. Si lo dejaron en un sitio seco, resguardado del agua y de la humedad, estará en perfecto estado. Además, el oro y la plata no se oxidan. Cualquiera que sea el sitio donde lo hayan escondido, sigue estando allí.

—Eso es lo que opinan todos los forasteros —dijo Tom—. Y también piensan así Jacobo y Elías, los dos hombres que enseñan las cuevas. Pero creo que sólo lo dicen para impresionar un poco a los visitantes, lo mismo que el viejo Jeremías. Bueno, podéis creer lo que queráis, pero yo os aseguro que no encontraréis ningún tesoro. El mar se lo llevó hace muchos años… No os preocupéis, ya le daré a Jeremías el tabaco cuando lo vea. ¡Buenos días!

—¡Vaya! —dijo Dick cuando salieron del estanco—. Todo esto resulta la mar de interesante. Creo que seguramente tiene razón Tom. El tesoro no ha sido encontrado porque el mar se lo llevó.

—Pues yo sigo creyendo que todavía está escondido —terqueó Jorge—. Y Manitas también.

—Sí, y me imagino que también Tim creerá que el tesoro existe —se burló Dick—. Al fin y al cabo, también él tiene una mentalidad muy infantil.

Inmediatamente Jorge le propinó un fuerte puñetazo en la espalda. Dick se echó a reír.

—De acuerdo, de acuerdo. Te daremos una oportunidad para que localices el tesoro, ¿verdad, Julián? Visitaremos la Cueva de los Piratas tan pronto como podamos. Ahora, ¿por qué no vamos hasta los acantilados y tratamos de encontrar el lugar donde colocaban la lámpara para advertir a los barcos del peligro de las Rocas del Diablo?

Fue un paseo estupendo a lo largo del acantilado. Entre la hierba asomaban flores de todas clases. La brisa soplaba con fuerza y Travieso se agarraba a la oreja de Manitas, por miedo a que el viento lo arrancase de su hombro. Tim saltaba y corría entre las flores, agitando alegremente su rabo y olfateándolo todo.

Finalmente llegaron hasta el poste de la bandera que se alzaba en la parte más alta del acantilado. La roja bandera se agitaba por la brisa. En el poste había clavado un letrero. Jorge lo leyó:

—«Esta bandera advierte a los barcos la presencia de las Rocas del Diablo. Por la noche es el gran faro de High Cliffs, más arriba, el que los avisa. Hace muchos años, en este lugar se encendía una lámpara para alejar a los barcos, y más tarde se construyó un pequeño faro en las Rocas del Diablo. Aún sigue allí, aunque está fuera de uso».

—En eso se equivoca —dijo Manitas, señalando la última frase—. Porque nosotros lo estamos usando. Cambiaré la frase.

Y Manitas sacó un lápiz de su bolsillo para tachar las últimas palabras.

—¡No seas burro! —le detuvo Julián—. No se puede escribir nada en los carteles públicos. No me digas que eres uno de esos estúpidos que se entretienen emborronándolos.

—Está bien —se conformó Manitas, guardándose el lápiz—. Sólo pensaba que sería mejor corregirlo. No soy ningún estúpido de esos que tú dices.

—Oye, Manitas —dijo Julián—, ¿tú crees que se pueden ver desde aquí las Rocas del Diablo?

—No. El acantilado está orientado hacia la izquierda y las Rocas del Diablo están a la derecha, allí, detrás de aquella colina. A partir de aquí los barcos ya no pueden seguir la línea de la costa. Tienen que meterse mar adentro para alejarse de las rocas. Cuando los piratas retiraban la lámpara de aquí y la colocaban mucho más atrás, en el camino por el que hemos venido, los barcos viraban demasiado tarde, cuando estaban ya encima de las rocas.

—Creo que empiezo a odiar a Bill Oreja Cortada tanto como el viejo Jeremías —dijo Jorge, imaginándose los hermosos barcos que se harían pedazos contra las rocas sólo porque un hombre codiciaba el oro que llevaban.

—Bueno, será mejor que volvamos —resolvió Julián, consultando su reloj—. Aún nos quedan por hacer algunas compras, y además parece como si quisiera llover.

Tenía razón. No habían hecho más que llegar al pueblo cuando empezó a llover a cántaros. Entraron corriendo en un bar que se llamaba «Café Matinal» y pidieron un café con leche y unos bollos. Éstos eran tan buenos que encargaron algunos más para llevárselos. De pronto Ana se acordó de las postales.

—Tenemos que comprar algunas y enviar una a casa —dijo—. Lo mejor será que vayamos a buscarlas ahora mismo y escribamos aquí.

Dick salió del bar y regresó al poco rato con un montón de bonitas postales en colores.

—En algunas de ellas se ve el faro —explicó—. Mandaremos una de ellas ahora. Escoge una para tu padre, Manitas.

—¿Para qué? —dijo éste—. No se tomará ni la molestia de leerla.

—Bueno, pues manda una a tu madre —propuso Ana.

—No tengo. Murió cuando yo nací. Por eso mi padre y vamos siempre juntos a todas partes.

—Lo siento, lo siento muchísimo —se lamentó Ana. Todos se sintieron muy apenados por el pobre Manitas.

No era extraño que tuviese tan malos modales. Sin una madre que le enseñe cómo debía comportarse ¡Pobre Manitas! A Ana le dieron ganas de comprarle todos los bollos del café

—Toma otro bollo, Manitas —ofreció—. O un helado. Te invito. Travieso también puede pedir otro si quiere.

—Podemos tomar todos otro bollo, y un helado además —dijo Julián—. Tim y Travieso también. Luego haremos nuestras compras y volveremos a casa, al faro.

Escribieron las postales, una para los padres de Jorge, otra para Juana y, al fin, le pusieron otra al profesor Hayling.

—Ahora sabrán que estamos perfectamente —dijo Ana, lamiendo los sellos.

La lluvia había cesado y marcharon a comprar lo que necesitaban, pan tierno, mantequilla, huevos, dos botellas de leche, fruta y unas cuantas cosas más. Luego se dirigieron al embarcadero.

—La marea subirá pronto —advirtió Julián—. ¡Vamos! Tenemos el tiempo justo para llegar al faro pasando por las rocas. ¡Cuidado, Manitas, que no se le caigan los huevos!

Corrieron sobre las rocas, rodeando las balsas de agua y el resbaladizo musgo que cubría la piedra en algunos lugares. A medida que se iban acercando, el faro parecía cada vez más alto.

—Es pequeño comparado con el nuevo —comentó Manitas—. Tendríais que verlo. Su fanal giratorio es magnífico y tiene una luz tan fuerte que los barcos la ven desde muchos kilómetros de distancia.

—Pues a mí nuestro pequeño faro me parece suficiente —dijo Dick, subiendo los escalones que llevaban hasta la puerta de madera—. ¡Vaya! ¡Mirad! Dos botellas de leche en el ultimo escalón. No me digáis que ha venido el lechero.

—Solía venir todos los días cuando mi padre y yo estábamos aquí —dijo Manitas—. Sólo cuando la marea estaba baja, claro, porque no tiene bote. Me imagino que se habrá enterado de que estábamos aquí y habrá venido para ver si queríamos leche. No nos encontró y dejó las botellas.

—Muy simpático de su parte —opinó Dick—. Saca la llave, Manitas, y abre la puerta.

—No recuerdo haberla cerrado esta mañana cuando nos marchamos —dijo Manitas, buscando desesperadamente en sus bolsillos—. Debí de dejarla puesta en la cerradura, al otro lado. A ver, dejadme pensar. Ayer noche, cuando subimos, cerré la puerta con llave. Por tanto esta mañana he tenido que abrirla.

—Eso es, pero después de abrirla te echaste a correr detrás de Jorge —le recordó Julián—. Nosotros salimos detrás. Ana fue la última. ¿Cerraste tú la puerta, Ana?

—No, no pensé en ello —respondió Ana—. Di un portazo y salí corriendo detrás de vosotros. Así que la llave debe de estar aún al otro lado de la puerta.

—Bueno, creo que si la empujamos se abrirá —dijo Julián con una mueca—. Y al otro lado encontraremos la llave esperándonos. Intentémoslo.

Empujó con fuerza, porque la puerta era muy pesada. Al fin se abrió. Luego buscó a tientas la llave que debería estar puesta en la cerradura. ¡No estaba! Julián se quedó mirando a los otros atónito.

—¡Alguien ha estado aquí! —exclamó—. Seguramente encontró la puerta abierta y cogió la llave. A lo mejor se ha llevado un montón de cosas. Lo mejor será que lo comprobemos. ¡Vamos!

—Esperad, hay algo en la puerta —dijo Dick, inclinándose a recoger una carta—. Parece que el cartero también ha estado en el faro. Aquí hay una carta. Viene desde Kirrin. O sea que por lo menos dos personas han entrado aquí desde que hemos salido. Aunque no creo que ninguna de las dos se haya llevado la llave, ni ninguna otra cosa.

—Bueno, pronto lo sabremos —dijo Julián, frunciendo el ceño.

Rápidamente empezó a subir la escalera de caracol.