LA HISTORIA DE JEREMÍAS
—Cuando yo era un muchacho, un muchacho no mayor que ése —comenzó el viejo, señalando a Manitas—, todavía no había aquí ningún faro, pero esas malditas rocas sí que existían. Muchas, muchas veces sus afilados bordes destrozaban a los barcos que habían sido empujados hacia ellas por la corriente. ¿Sabéis cómo se llaman esas rocas?
—Sí —repuso Manitas—. Se llaman las Rocas del Diablo.
—Pues bien, en esa colina de ahí vivía un viejo malvado y cruel. Y con él vivía su hijo, tan canalla como él, y un sobrino suyo. Los tres piratas les llamaban, y os diré de dónde les vino ese apodo.
—¿Los conocía usted? —preguntó Dick.
—Ya lo creo. Como os decía, eran crueles y malvados. Todos les tenían miedo y se apartaban de ellos. El viejo se llamaba Oreja Cortada. Se decía que se la había arrancado un mono de un mordisco. La verdad es que no puedo condenar a aquel mono, como tampoco condenaría al vuestro si le arrancase la oreja a alguien que yo me sé. Pero no quiero mencionar nombres, podría oírme…
Y el viejo echó una rápida ojeada por encima de su hombro, como temeroso de que el hombre al que se refería apareciese a sus espaldas.
—Bueno —continuó—, estaba Oreja Corlada, ese hombre cruel, y Narizotas, su hijo, y Bart, su sobrino, a cuál más pérfido y egoísta. Sólo una cosa les interesaba: el dinero. ¡Y qué método más horrible emplearon para conseguirlo!
El viejo interrumpió su relato y escupió al suelo en señal de desprecio.
—¡Qué repugnante! Os contaré también lo que les sucedió al final. Será una lección para vosotros y para todos. Continúo. ¿Veis esa colina que se alza un poco más allá, ésa en la que ondea una bandera?
—Sí —dijeron todos.
—Bueno, pues a partir de ese punto los barcos saben que no pueden navegar muy cerca de la costa. Si lo hacen, son empujados hacia tierra por las rompientes y se ven arrojados contra las Rocas del Diablo. Y eso sería el fin para ellos. Ningún barco ha conseguido nunca escapar de los aguzados dientes de esas malditas rocas una vez que es arrastrado por las rompientes. Bueno, pues antiguamente, para detener a los barcos que se acercaban demasiado a la costa, se usaba una bandera durante el día y una lámpara durante la noche. Al verlas, los marineros sabían que les estaban gritando: ¡CUIDADO! ¡ALEJAOS! ¡PELIGRO!
»Desde luego —prosiguió el viejo—, todos los marineros conocían esas señales y más de uno las bendecía al verlas, sabiendo que le apartaban de las Rocas del Diablo. Pero aquello no le hacía ninguna gracia a Oreja Cortada. Prefería que los barcos naufragasen porque así, cuando bajaba la marea, recogía todos cuantos despojos podía. ¿Creéis que salvó nunca a un solo superviviente? Jamás. Mucha gente decía que él era el mismísimo diablo de las rocas.
—¡Qué hombre tan malvado! —exclamó Ana. horrorizada.
—Tienes toda la razón, niña —asintió el viejo lobo de mar—. Pero los naufragios no se producían tan a menudo como él y sus crueles compinches hubiesen deseado. Entonces se pusieron a pensar y elaboraron el plan más diabólico que hombre alguno pudiera imaginar.
—¿En qué consistía? —preguntó Manitas, con los ojos casi saliéndosele de las órbitas.
—Bueno, pues, durante una noche de tormenta, Oreja Cortada apagó la lámpara de la colina, y él y Narizotas la llevaron a esa otra colina que sobresale un poco más. Y vosotros sabéis ya lo que hay detrás de esa colina, ¿verdad?
—Rocas, rocas afiladas y crueles, las Rocas del Diablo —exclamó Manitas.
—¿Quiere usted decir que Bill Oreja Cortada y los otros encendían deliberadamente la lámpara en las noches de tormenta para guiar a los barcos hacia las rocas? —se asombró Julián.
—Exactamente. Eso es lo que quiero decir —afirmó Jeremías Boogle—. Y lo que es más, una noche de tormenta descubrí a Bill Oreja Cortada acompañado de Narizotas. ¿Y sabéis lo que llevaba? ¡La lámpara! La llevaban apagada, desde luego, pero yo los enfoqué con mi linterna y la vi perfectamente. ¡En menudo lío me metí! Cuando me vieron le ordenaron a Bart que me empujase al acantilado. Así no hablaría. Pero yo me escapé y fui corriendo a denunciarlos. ¡Ya lo creo que lo hice! Y Bill Oreja Cortada fue a parar a la prisión. Sin embargo, a él no le importó. ¿Por qué le iba a importar? Era rico. ¡RICO!
—¿Cómo rico? —preguntó Dick.
—Pues sí, hijo mío, sí. Los barcos que navegaban junto a esta costa en aquellos días venían de países muy lejanos y muchos de ellos traían verdaderos tesoros. Y Bill Oreja Cortada había robado tanto oro, plata, perlas y otras cosas de valor que sabía que no tendría necesidad de volver a trabajar cuando al fin saliese de la cárcel. Sería un hombre muy rico, y ya no necesitaría volver a hundir más barcos.
—Pero, ¿por qué no le quitaron todo lo que había robado? —preguntó Julián.
—Lo escondió —respondió el viejo—. Sí, lo escondió muy bien. Ni su hijo ni su sobrino supieron nunca dónde lo había hecho. Estaban seguros de que lo había escondido en una de las cuevas de los acantilados, pero por mucho que buscaron jamás lograron encontrarlo. También ellos fueron a prisión, pero salieron mucho antes que Bill Oreja Cortada. Y aunque buscaron y buscaron, no encontraron nada.
—¿Lo recogió Bill cuando salió de la prisión? —preguntó Dick, pensando que aquélla era una historia mucho más emocionante que todas las que había leído en los libros. ¡Y, además, era cierta!
—No. No lo consiguió —dijo Jeremías, soltando una bocanada de humo—. Me alegro de poder decirlo. Aquel malvado murió en la prisión.
—Entonces, ¿qué pasó con el tesoro de los barcos hundidos? —preguntó Jorge—. ¿Quién lo encontró?
—Nadie —respondió el viejo—. Nadie llegó a encontrarlo jamás. Sigue en el mismo lugar en el que lo dejó aquel bribón. Se llevó su secreto a la tumba. Bart lo buscó durante mucho tiempo, y Narizotas también. Yo los veía en las cuevas, día tras día, y noche tras noche, con una lámpara. Pero nunca encontraron nada, ni siquiera un simple collar de perlas. Ahora los dos han muerto ya, pero en las Rocas del Diablo viven aún parientes suyos, pobres como ratas, a los que vendría muy bien una pequeña parte de aquel tesoro.
—¿Y nadie tiene ni idea de dónde está escondido el tesoro de los barcos naufragados? —preguntó Julián—. ¿Qué me dice usted de la cueva de la que nos han hablado, la Cueva de los Piratas?
—Sí, en efecto, la Cueva de los Piratas —se burló el viejo, golpeando su pipa contra una roca—. Más de quinientas personas la han recorrido palmo a palmo, buscando en todos los rincones y agujeros, esperando hallar lo que Bart y Narizotas no consiguieron. No me importa decíroslo. Yo mismo he estado allí buscando, pero no he visto ni una sola moneda de oro. Os llevaré allí algún día, si queréis. Pero no os hagáis ilusiones de encontrar nada. Creo que Bill Oreja Cortada no escondió allí su tesoro. Sólo dijo que lo había hecho para engañar a Narizotas y a Bart.
—Nos encantaría ir a visitar la cueva —dijo Dick, y Jorge asintió con la cabeza—. Desde luego, no para buscar el tesoro, porque es evidente que no está allí. A lo mejor alguien lo encontró y se lo llevó en secreto.
—Es posible —asintió Jeremías—. De acuerdo, ya me diréis cuando estéis dispuestos a ir. Yo estoy sentado aquí mismo casi todos los días. Y si alguna vez tenéis un poco de tabaco con el que no sepáis qué hacer, acordaos del viejo Jeremías.
—Iremos a comprarle un poco ahora mismo —ofreció Julián, riéndose—. ¿Qué clase de tabaco fuma usted?
—Basta con que le digáis a Tom, el estanquero, que es para el viejo Jeremías Boogle. Él ya os dará el que a mí me gusta —dijo el hombre—. ¡Ah! Y no andéis solos por las cuevas. Podríais perderos. Son verdaderos labe… labe…
—Laberintos —apuntó Julián—. De acuerdo, andaremos con cuidado.
Los Cinco se pusieron en marcha. Tim se mostraba muy contento. No había entendido una palabra de la historia del marino y se preguntaba por qué Jorge no lo había llevado de paseo como todos los días después de desayunar.
—Perdona, Tim —se disculpó Jorge—. El viejo nos ha contado una historia tan interesante que me olvidé por completo de que te estabas muriendo de ganas de dar un paseo. Vamos ahora.
—Iremos primero al estanco —dijo Julián—. El viejo se merece una ración extra de tabaco por su historia. Dios sabrá si es o no cierta, pero hay que reconocer que la contó muy bien
—¡Claro que era cierta! —protestó Jorge—. ¿Por qué iba a mentirnos?
—Bueno, quizá para conseguir una ración extra de tabaco —sonrió Julián—. No le culpo por eso. Era una bonita historia, pero, por favor, Jorge, no pienses que hay un tesoro escondido por aquí. No te servirá de nada.
—Pues yo lo creo —insistió Jorge—. Pienso que estaba diciéndonos la verdad, con tabaco o sin tabaco. ¿No lo crees tú también, Manitas?
—Sí, desde luego —contestó éste—. Esperad a que veáis las cuevas. Podría haber miles y miles de tesoros en ellas y nadie las encontraría jamás. Yo rebusqué un poquito la otra vez, pero esas cuevas dan mucho miedo. Una vez tosí y el eco repitió mi tos cientos de veces. Me asusté tanto que salí corriendo y me caí al agua.
Todos se echaron a reír.
—Bueno, hagamos nuestras compras —dijo Dick—. Luego podríamos dar un largo paseo.
—La verdad es que no me apetece cargar con los huevos, el pan y la leche durante kilómetros y kilómetros —protestó Jorge—. Yo voto por pasear primero y luego volver, tomarnos un helado, hacer nuestras compras y regresar al faro.
—De acuerdo —dijo Julián—. ¡Vamos, Tim! ¡VAMOS A PASEAR! ¡A PASEAR! ¡Ah! Esa simple palabra te hace menear el rabo ¿eh? Mira, Travieso, ¿no te gustaría poder menear el rabo así?