Capítulo XI

JEREMÍAS BOOGLE

Cuando empezó a oscurecer, Manitas se levantó de la mesa y fue a coger una antigua lamparilla de aceite. La agitó.

—¡Estupendo! —exclamó—. Todavía tiene aceite. La encenderé y así veremos mucho mejor.

—¡Qué lástima que no podamos encender el fanal del faro! —se lamentó Jorge—. Debía de ser el momento cumbre de la jornada del torrero cuando encendía la lámpara para mantener alejados a los barcos. Me pregunto quién sería el primero al que se le ocurrió construir un faro. Supongo que sería alguien que tenía marineros en su familia y los perdió al chocar su barco contra las rocas.

—Uno de los primeros faros del mundo fue construido hace muchos años en una isla llamada Faros, situada en la desembocadura del Nilo, cerca de Alejandría —explicó Julián.

—¿De qué estaba hecho? ¿De piedra como éste? —preguntó Manitas.

—No. Era todo de mármol blanco —continuó Julián—. Me acordé de él mientras subíamos por las escaleras de caracol, porque el de Faros tenía una, pero mucho, muchísimo más grande que la nuestra.

—¿Tenía un fanal como éste? —volvió a preguntar Manitas.

—No sé si tenía o no fanal —dijo Julián—. Se dice que todas las noches encendían una fogata tan enorme en lo más alto del faro que sus llamas se veían desde cientos de kilómetros de distancia.

—¡Caramba! Entonces debía de ser altísimo —dijo Dick.

—Bueno, pues se supone que alcanzaba unos doscientos metros de altura.

—¡Córcholis! No sé cómo el viento no lo echaba abajo —dijo Dick—. Tenemos que ir a visitarlo algún día, si es que todavía sigue en pie.

—¡Tonto! Hace ya muchos años que desapareció —repuso Julián—. Después de todo, había sido construido hace unos dos mil doscientos años. Creo que hubo un terremoto y el magnífico faro se derrumbó destrozado en mil pedazos.

Todos quedaron silenciosos, contemplando las paredes del faro. ¡Un terremoto! ¡Qué catástrofe incluso para un faro pequeñito!

—Anima esa cara. Ana —rió Julián—. No creo que nos visite ningún terremoto esta noche. El faro de la isla de Faros era una de las Siete Maravillas del Mundo. Y no me preguntéis ahora cuales eran las otras seis porque tengo demasiado sueño para intentar recordarlo.

—También a mí me gustaría encender el fanal de este faro —dijo Ana—. Así apagado, después de haber brillado tantos años, es como si estuviese ciego. ¿Podría encenderse el fanal, Manitas, o es que está estropeado?

—Ana, si piensas que vamos a tratar de encender esa lámpara sólo porque a ti te dé pena estás muy equivocada —dijo Dick con firmeza—. Además, después de tantos años sin usar, seguro que no funciona.

—No veo por qué no había de funcionar —objetó Manitas—. Nadie se ha entretenido en estropearla.

—Bueno, ¿atendéis al juego o no? —se cansó Julián—. Hasta ahora os he ganado prácticamente todas las partidas. Y como alguno de vosotros no gane una muy pronto voy a pensar que estoy jugando con cerebros de mosquito.

Al oír esto, todos cogieron sus cartas y atendieron al juego, tratando de ganar a Julián.

—Seguiremos jugando hasta que te hayamos derrotado por completo —aseguró Dick.

Pero fue imposible. Nadie era capaz de ganar a Julián aquella noche. La suerte estuvo todo el rato de su lado. Acababan ya la quinta partida cuando Ana bostezó sonoramente.

—¡Perdón! —se disculpó—. No vayáis a pensar que me estoy aburriendo. Me han entrado ganas de bostezar tan de repente que no he tenido tiempo de evitarlo.

—La verdad es que a mí también me están entrando unas ganas tremendas de bostezar —afirmó Dick—. ¿Qué os parece si nos tomamos un bocado y nos vamos en seguida a la cama? Después de la merienda-cena que hemos hecho no me quedan demasiadas ganas de comer otra vez. Aunque, a pesar de todo, un par de bizcochos de chocolate me vendrían estupendamente.

—¡Guau! —ladró Tim, contentísimo al oír la palabra bizcocho. También Travieso empezó a parlotear y tiró de la manga de Manitas.

—Os traeré los bizcochos —dijo Ana, levantándose. Pronto estuvo de vuelta con una bandeja. En ella traía limonada, grandes porciones de la tarta que les había preparado Juana y un bizcocho para cada uno, incluidos Travieso y Tim.

Comieron alegremente. Se sentían felices, aunque un poco cansados.

—Y ahora, a la cama —dijo Julián—. Niñas, ¿queréis que os ayudemos con el colchón y las mantas?

—No, gracias. No hace falta —contestó Ana—. Si queréis lavaros y limpiaros los dientes en el fregadero, podéis hacerlo ahora.

Antes de un cuarto de hora todos estaban acurrucados entre sus respectivas mantas. Los tres muchachos se envolvieron en ellas en la habitación de abajo, con Travieso apretujado contra Manitas. Por su parte, las dos niñas y Tim dormían en el colchón, en la habitación de arriba, tapadas por una manta. Tim estaba echado al lado de Jorge y de cuando en cuando le lamía cariñosamente la oreja.

Tim, precioso —murmuró Jorge, ya medio dormida—. Te quiero muchísimo, ¿sabes? Pero haz el favor de guardarte la lengua para ti sólito.

Pronto tanto los niños como los animales quedaron profundamente dormidos. En el exterior, el mar se animaba con el sonido de las olas estrellándose contra las rocas, y el viento gritaba al igual que las gaviotas. Pero en el interior del faro todo era paz y quietud.

Fue muy divertido levantarse a la mañana siguiente y oír el chillido de las gaviotas, tomar el desayuno de huevos acompañados con pan y mantequilla y manzanas y hacer planes para el día.

—Yo voto porque vayamos al pueblo a comprar algunos huevos, pan tierno y una o dos botellas de leche —propuso Ana.

—Y al mismo tiempo podríamos tratar de encontrar al abuelo del chófer para preguntarle unas cuantas cosas sobre el faro y los piratas —asintió Dick.

—Sí, quizá se decida a enseñarnos la Cueva de los Piratas —dijo Julián—. Me gustaría horrores verla. Acabad rápidamente lo que tengáis que hacer, niñas La marea está baja y podremos ir andando por las rocas hasta el embarcadero

—Bueno, pero tendremos que darnos prisa y regresar antes de que vuelva a subir —advirtió Manitas—. Si dejamos el bote amarrado junto al faro, luego, cuando suba la marea, no podremos volver.

—De acuerdo —dijo Julián—. Andad de prisa, niñas.

Las chicas se apresuraron a terminar sus faenas y la pandilla emprendió el camino hacia el embarcadero. Las rocas sobre las que caminaban eran muy afiladas. También ellas hubiesen hundido un barco en pocos segundos.

Pronto los niños llegaron al embarcadero de piedra.

—¿Os acordáis de cómo se llamaba el abuelo? —preguntó Dick.

—Jeremías Boogle —respondió Ana—. Fuma una pipa muy larga y gruñe a todo el que se le acerca.

—Bueno, será fácil de encontrar —dijo Julián—. Venid. Probablemente estará en algún lugar del muelle.

—¡Allí está! —exclamó Jorge, señalando a un viejo con una larga pipa en la boca—. Ése es Jeremías. Estoy segura.

Sí, allí estaba sentado, con sus largas piernas estiradas. Era un hombre anciano y fumaba una enorme pipa. Usaba barba, se cubría con una gorra de marino la cabeza y sus cejas eran tan espesas que apenas se le veían los ojos.

Los Cinco se acercaron a él, con Tim trotando detrás y Travieso encaramado en el hombro de Manitas. El viejo señaló inmediatamente al mono.

—¡Vaya, vaya, un mono! —dijo—. Yo he traído tantos al volver de mis viajes…

Hizo chasquear los dedos y emitió un curioso sonido con la garganta. Travieso se quedó inmóvil, escuchándolo. De pronto saltó del hombro de Manitas y fue a instalarse en el del viejo, apoyando cariñosamente su carita contra la barba del marinero.

—¡Travieso! —exclamó Manitas, sorprendidísimo—. Mira eso, Jorge. Nunca se va con extraños.

—Bueno, a lo mejor es que conocí a su bisabuelo —rió el viejo lobo de mar, mientras rascaba el cuello de Travieso—. Todos los monos me quieren muchísimo y yo los quiero también a ellos.

—¿Es… es usted Jeremías Boogle? —preguntó Julián.

—Sí. Jeremías Boogle, ése soy yo —contestó el viejo llevándose la mano derecha a la gorra—. ¿Y cómo sabes mi nombre?

—Bueno, Jackson, el chófer, nos dijo que era su nieto. ¿Sabe? Estamos pasando unos días en el faro y Jackson nos dijo que usted podría contarnos muchas cosas sobre él, sobre su historia y los piratas que vivían aquí antes de que se construyese el nuevo faro.

—¡Ya lo creo que puedo contaros montones de historias! —respondió Jeremías soltando una bocanada de humo que hizo toser al pobre Travieso—. Muchas más que las que pudiese contaros el tonto de mi nieto. No sabe nada, nada de nada. Sólo entiende de coches. ¿Y a quién le interesan esos ruidosos, malolientes y horribles cacharros? ¡Bah! Ese Jorge Jackson no es más que un mentecato.

—No es cierto. Es el mecánico más listo de toda la región —protestó Jorge—. No hay nada que no sepa sobre coches.

—¡Coches! Ya lo he dicho, cacharros ruidosos, malolientes y horribles —gruñó Jeremías.

—No hemos venido aquí a hablar de coches —lo calmó Julián—. Por favor, cuéntenos cosas de los viejos tiempos, de cuando vivían los piratas.

—¡Ah, los viejos tiempos! —suspiró el viejo—. Bueno, pues yo conocía a algunos de los piratas. Estaba Bill Oreja Cortada

Y el viejo Jeremías empezó a relatar una historia que los Cinco y Manitas escucharon maravillados.