Capítulo IX

DENTRO DEL FARO

Los cinco montaron en el bote y Tim subió tranquilamente detrás de Jorge.

En cambio, Travieso gritó horrorizado cuando Manitas lo metió en aquel casco de madera que se balanceaba de aquel modo y se agarró con todas sus fuerzas al cuello de su amo.

—No tengas miedo, Travieso —lo tranquilizó Manitas—. ¿Es que ya no te acuerdas del bote? Ya sé, ya sé que nunca te gustó pasear en él.

Había dos pares de remos. Julián tomo uno y Jorge se disponía a situarse ante el otro cuando Dick se le adelantó y lo cogió con firmeza, sonriendo a Jorge:

—Lo siento —le dijo—. La distancia es bastante grande y tendremos que remar a través de olas bastante grandes también. Recuerda que soy un poquito más fuerte que tú, Jorge.

—Puedo remar tan bien como tú —protestó Jorge. Pero en aquel momento el bote saltó sobre una ola, cabeceando con fuerza, y Jorge apenas pudo llegar a tiempo para evitar que una de las maletas cayese al mar

—¡Fantástico! —exclamó Julián—. ¡La has sujetado justo a tiempo! ¡Vaya oleaje!

—¿Vais a pasar por en medio de esas rocas? —preguntó Ana, observando fijamente el agua—. Ahora están cubiertas por el agua. Tened cuidado de que no rocen la quilla.

—Éstas son las rocas por las que podremos caminar cuando baje la marea —dijo Manitas—. Se forman unas bolsas estupendas entre las rocas cuando el agua baja. Yo solía bañarme en ellas. Los rayos del sol las calientan tanto que parecen piscinas de agua caliente.

—Me contentaría con que el agua estuviese lo suficientemente caliente como para tomar un baño —repuso Ana—. ¡Caramba! Mirad qué rocas tan espantosas hay ahí, justo debajo del bote.

—Sí. Apuesto a que han hecho naufragar a más de un barco hace años —asintió Julián—. No me extraña que les llamen las Rocas del Diablo.

—Ahora dejadme remar a mí un rato —dijo Jorge, cogiendo uno de los remos de Dick.

—¡Ni hablar! —contestó éste—. Preocúpate de no perder de vista el equipaje.

—¿Es muy viejo el faro? —preguntó Ana, mientras se iban acercando cada vez más y más—. Parece muy antiguo…

—Sí, lo es —explicó Manitas—. La verdad es que resulta bastante feo. Dicen que lo construyó un hombre muy rico. Su hija se ahogó cuando el barco en que viajaba se despedazó contra estas rocas, y entonces él mandó construir el faro, en parte en recuerdo de su hija, y en parte para advertir a otros barcos que estuviesen en peligro de naufragar.

Ana se quedó mirando el faro. Parecía sólidamente construido y muy alto. Su base se asentaba firmemente sobre las rocas. Dick pensó que sus cimientos tenían que estar muy profundos. De otra manera no serían capaces de sostener el faro cuando soplasen las fuertes galernas del invierno. Justo debajo de las ventanas por las que en otros tiempos pasaba la luz del faro había una pequeña terraza.

«¡Qué vista tan maravillosa debía de abarcarse desde allí!», pensó Ana.

Se aproximaron aún más al faro. Unos escalones de piedra llevaban hasta una puerta, resguardada de las olas

—¿No estará cerrada la puerta por casualidad? —dijo súbitamente Julián—. No tendría ninguna gracia haber hecho todo este camino para encontrarnos con que no podemos entrar.

—Claro que estará cerrada —contestó Manitas—. ¿A que a nadie se le ha ocurrido traer la llave?

—¡Vaya, no seas estúpido! —se indignó Julián—. ¿Quieres decir que después de darnos el paseo no podremos entrar?

—Bueno, no te preocupes —dijo Manitas, sonriendo al ver la cara desilusionada de Julián—. Sólo estaba tomándote el pelo. ¡Aquí está la llave! Es mi faro ¿no? Pues como es mío, papá me dio la llave y la llevo siempre conmigo. ¡Es mi tesoro!

Era una llave larguísima y, al verla, Jorge se asombró de que cupiese en el bolsillo de Manitas. Éste se la mostró una vez más, muy orgulloso.

—Voy a abrir la puerta de mi faro con mi llave —dijo—. Apuesto a que a ti también te gustaría tener un faro, Jorge.

—¡Ya lo creo que me gustaría! —suspiró Jorge, contemplando el faro, ya muy cerca de ellos.

—Id con cuidado ahora —recomendó Manitas—. Esperad a que venga una ola un poco grande y remad sobre ella. Tened cuidado de no chocar con esa roca que sobresale ahí. Detrás, el agua estará en calma y podremos llegar sin peligro hasta los escalones. Al llegar busca un poste de piedra que hay ahí, Jorge, y ata la cuerda. Desde aquí yo no puedo hacerlo.

Todo fue más fácil de lo que esperaban los Cinco. El bote entró en un brazo de agua completamente en calma, y los muchachos remaron con fuerza hasta llegar a los escalones. Jorge ató la cuerda en torno al poste de piedra y todos desembarcaron. Sólo faltaba subir unas rocas y estarían ya en los escalones. Uno por uno, los niños y Tim subieron y se quedaron mirando asombrados el faro. Ahora que se hallaban en su base parecía mucho más alto.

—Abriré la puerta —dijo Manitas, lleno de orgullo, y empezó a subir las escaleras—. Mirad con qué piedras tan enormes está construido mi faro. No es extraño que haya aguantado en pie tantos años.

Introdujo la enorme llave en la cerradura de la puerta de madera y procuró hacerla girar. Estuvo intentándolo durante un minuto y luego se dirigió a los otros, con cara preocupada.

—No puedo abrir la puerta —dijo—. ¿Qué hacemos ahora?

—Déjame probar a mí —contestó Julián—. Seguramente estará encallada.

Julián tomó la llave y la hizo girar con fuerza. La puerta se abrió inmediatamente. Todos suspiraron aliviados y se apresuraron a entrar y ponerse a resguardo del viento y de las salpicaduras de las olas.

—Bueno, ya estamos dentro —dijo Julián—. ¡Qué oscuro está esto! Menos mal que me he traído la linterna.

La encendió, pero lo único que alcanzaron a ver fue una escalera metálica que subía y subía, girando sobre sí misma, hasta la cima del faro.

—La escalera llega hasta arriba de todo, hasta la habitación del fanal —explicó Manitas—. Pasa por delante de varias habitaciones. Os lo enseñaré. Cogeos bien a la barandilla. A lo mejor os mareáis de tanto subir dando vueltas.

Y Manitas, muy satisfecho, enseñó a los demás el camino. Pronto llegaron a una pequeña y oscura habitación.

—Ésta es una de las habitaciones que se usaban para guardar cosas —dijo Manitas, recorriéndola con el haz de su linterna—. Mirad: como os dije, ahí están las latas de conservas que dejó mi padre. Vayamos ahora al cuarto del aceite. Tampoco es muy grande.

—¿Qué es eso del cuarto del aceite? —preguntó Ana

—Pues es la habitación en la que se guardaba el aceite de parafina que se usaba para la lámpara del faro. En aquellos tiempos no había electricidad y el fanal funcionaba con aceite. Aquí está el cuarto.

El cuarto del aceite tenía un techo muy bajo, carecía de ventanas y estaba lleno de bidones de aceite. Olía bastante mal, y Ana se tapó la nariz con los dedos.

—No me gusta nada esta habitación —dijo—. Huele muy mal. Sigamos subiendo.

A la siguiente habitación le correspondía una de las pocas ventanas con que contaba el faro. La brillante luz del sol entraba por ella a raudales y le daba un aspecto mucho más acogedor

—Aquí es donde dormíamos mi padre y yo —explicó Manitas—. ¡Vaya! Nos dejamos olvidado este colchón. ¡Qué suerte! Podremos usarlo.

Continuaron subiendo por la escalera de caracol hasta llegar a una nueva habitación. Ésta tenía el techo más alto que las demás y una estupenda ventana, aunque no demasiado grande, a través de la cual penetraba la luz del día. En ella había una mesa, tres sillas y un baúl. También pudieron ver un viejo escritorio y una pequeña cocina de petróleo que serviría para calentar el agua o cocinar la comida.

—Ahí está mi vieja sartén —dijo Manitas—. Nos vendrá estupendamente. También la cacerola y la olla. Y creo recordar que dejamos cucharas, cuchillos y tenedores, aunque me temo que no serán suficientes para todos. Hay algo de vajilla, aunque muy poca. Yo rompí un montón de cosas cuando las mojaba un poco con un trapo húmedo para limpiarlas. El agua es preciosa en un faro.

—¿Dónde está el depósito de agua? —preguntó Jorge—. Necesitaremos alguna para beber y cocinar.

—Mi padre construyó uno —contestó Manitas orgullosamente—. Es algo muy ingenioso. El agua de lluvia se recoge en el tejado, luego pasa por un tubo a través de la ventana y llena un pequeño depósito que hay encima del fregadero. Me he olvidado de enseñároslo. Tiene incluso un grifo. Mi padre es muy listo, ¿sabéis?, y para él una cosa como ésta es tan sencilla como el ABC. Lo construyó para no tener que ir a buscar agua todos los días. ¡Qué bien lo pasamos!

—Bueno, pues me parece que esta vez aún te lo pasarás mejor —dijo Dick—. Porque ahora estás mejor acompañado. Estoy seguro de que entonces te sentías un poco solo.

—Es verdad. Pero tenía conmigo a Travieso —repuso Manitas.

Cuando el monito oyó pronunciar su nombre, saltó a los brazos del niño y se acurrucó en ellos, encantado.

—¿Y cuál es la siguiente habitación de este maravilloso faro? —preguntó Julián.

—Sólo queda una más, la habitación del fanal —explicó Manitas—. Os la enseñaré. Antes era la habitación más importante del faro, pero ahora no se usa. Está completamente olvidada y abandonada. Venid a verla.

¡Qué orgulloso se mostraba Manitas de su faro!