Capítulo VIII

¡AHÍ ESTÁ EL FARO!

Una vez en la carretera, Manitas entabló conversación con el chófer, preguntándole cosas sobre todos los tipos habidos y por haber de automóviles. Los demás escuchaban muy entretenidos.

—No me gustan demasiado los coches modernos —decía Manitas—. Están llenos de accesorios.

—Pues algunos de esos nuevos accesorios me parecen estupendos —dijo el conductor, divertido con aquel niño tan curioso. Apretó un botón situado junto a él. Al instante el cristal de la ventanilla de Manitas empezó a bajar lentamente, emitiendo un extraño sonido.

—Oye, no abras esa ventanilla —pidió Ana—. Por lo que más quieras, haz el favor de cerrarla.

Manitas la cerró y empezó de nuevo a charlar de coches. Una vez más, el conductor apretó el botón y en el acto la ventanilla de Manitas descendió suavemente. Entraba un aire espantoso.

—¡Manitas! Haz el favor de no jugar con la ventanilla —ordenó Julián.

—¡Pero si yo no la he tocado! —contestó Manitas, mirando asustado a aquella ventanilla tan juguetona que, de repente, se cerró sola con gran lentitud.

Manitas empezaba a sentirse intranquilo. Vigilaba atentamente la ventanilla, esperando que volviese a abrirse de un momento a otro. Los demás, dándose cuenta de que el conductor podía abrirla y cerrarla automáticamente desde su asiento, se daban codazos unos a otros, riendo.

—Con esto conseguiremos que Manitas se quede callado un rato —murmuró Julián.

Tenía razón. Durante todo el resto del viaje, de la boca de Manitas no salió ni una sola palabra sobre coches, ni antiguos ni modernos.

El paseo era delicioso. La carretera estaba trazada siguiendo el contorno del mar y las vistas eran magníficas.

—A tu perro parece gustarle el paisaje —comentó el chófer—. Se ha pasado todo el rato sacando la cabeza por la ventanilla.

—¡Vaya! Pues yo pensaba que lo hacía porque le gustaba el aire fresco —repuso Jorge—. Dime, Tim, ¿sacas la cabeza porque te gustan las vistas?

—¡Guau! —contestó Tim, e introdujo su cabeza de nuevo en el coche para lamer a Jorge.

También Travieso recibió un cariñoso lengüetazo de Tim. Al pobre mono no parecía gustarle nada el movimiento del coche. Se mantenía sentado con una cara muy seria. Estaba a punto de marearse.

Además, se sentía extrañado de que no fuese su dueño, como siempre, el que hacía aquel ruido.

Se detuvieron para comer un poco y tomaron sus bocadillos sentados en unas rocas. El chófer se había traído su propia comida.

Tan pronto como Travieso descubrió que los bocadillos del hombre tenían mucho tomate, se sentó en sus rodillas para compartirlos con él.

—Llegaremos dentro de una hora más o menos —dijo el chófer—. ¿En qué parte de las Rocas del Diablo vais a alojaros? En el garaje no me lo dijeron.

—En el faro —contestó Julián—. ¿Lo conoce usted?

—Sí, lo conozco, pero la gente no se queda a dormir en el faro —respondió el chófer, pensando que Julián trataba de tomarle el pelo—. ¿A qué hotel vais? ¿O vais a casa de unos amigos?

—No, de verdad que vamos al faro —dijo Manitas—. Es mío, ¿sabe? Es propiedad particular mía.

—Bueno, pues hay que decir que tienes un sitio con una vista magnífica —dijo el chófer—. Yo nací en las Rocas del Diablo. Mi abuelo sigue viviendo en la casa en que nací. Por cierto que me contaba unas historias fantásticas sobre el faro. Al parecer, los piratas solían asaltarlo de noche. Ataban al torrero y apagaban la luz para que los barcos chocasen contra las rocas.

—¡Qué horrible! —exclamó Dick—. ¿Y lo conseguían?

—Claro que sí. Se partían en mil pedazos. Quedaban completamente destrozados. Luego los piratas esperaban a que bajase la marea y recogían su botín. Deberíais visitar a mi abuelo y pedirle que os contase todas esas historias. Quizás hasta consigáis que os enseñe la Cueva de los Piratas.

—Ya hemos oído hablar de ella —dijo Jorge—. ¿De veras existe? ¿Podremos verla? ¿Es verdad que todavía viven piratas en ella?

—No, por supuesto que no. Todos los piratas murieron hace muchos años. La construcción del nuevo faro marcó el fin de sus días. Es potentísimo. Sus rayos se pueden ver incluso en medio de la más espantosa de las tormentas. Los del faro al que vais no son demasiado brillantes, aunque hay que reconocer que también salvaron un buen número de barcos.

—¿Cuál es el nombre de su abuelo? —preguntó Jorge, proponiéndose ir en su busca tan pronto como llegasen—. ¿Dónde vive?

—No tenéis más que preguntar por Jeremías Boogle —contestó el conductor, arrimándose a la cuneta para evitar unas vacas que pasaban por la carretera—. Lo encontraréis sentado en alguna parte del muelle, fumando una gran pipa y gruñendo a cualquiera que se acerque a importunarlo. Pero le gustan los niños, o sea que no os asustéis de sus gruñidos. Os contará unas historias estupendas, ya lo creo que sí. ¡Vaya, más vacas!

—¿Por qué no toca la bocina? —dijo Manitas.

—No. Ningún buen conductor toca la bocina a las vacas. Se asustan tanto que se vuelven locas y empiezan a saltar como si fuesen caballos salvajes. ¿Veis aquella colina detrás de esa curva que hace la costa? Pues ahí empiezan las Rocas del Diablo. Pronto llegaremos.

—¿Por qué les llaman así? —preguntó Jorge.

—Bueno, es que esas rocas son tan traicioneras que se dice que sólo pudo ponerlas ahí algún demonio maligno. Algunas están a flor de agua, de modo que, si cogen la quilla de un bote, la rasgan como si fuese papel. Otras se levantan tan afiladas como los dientes de un tiburón y hacen pedazos cualquier embarcación que sea empujada contra ellas por la fuerza de las olas. Sí, verdaderamente tienen por qué llamarse las Rocas del Diablo

—¿Cuándo veremos el faro? —preguntó Manitas—. No puede estar ya muy lejos.

—Espera que lleguemos a lo alto de esa colina —contestó el chófer—. Y dile a tu mono que saque sus manos de los bolsillos de mi chaqueta. Ya no me quedan más tomates.

—¡Estáte quieto, Travieso! —ordenó Manitas, tan enfadado que el mono escondió su carita entre las patas, gimoteando.

—¡Bah! Es un cuentista —comentó Jorge—. No se le escapa ni una lágrima. ¡Mirad! ¿Es ése el faro?

—Sí. Ése es —dijo el chófer—. Ahora podéis verlo bien. Para ser tan viejo se conserva estupendamente. En aquellos tiempos se construía bien, no como ahora. Está hecho todo de piedra, ¿sabéis? Lo levantaron muy alto porque, como las rocas son constantemente barridas por las olas, las salpicaduras del agua impedirían que se viese la luz.

—¿Dónde vivía el torrero? —preguntó Dick.

—Hay una habitación debajo de la del fanal —contestó el chófer—. Mi abuelo me llevó una vez a visitarla. Nunca había visto una tormenta tan impresionantemente cerca.

—Mi padre vivió allí todo un verano —dijo Manitas—. Yo estuve con él casi todo el tiempo. ¡Fue fenomenal!

—¿Y para qué quería tu padre vivir en un faro? —preguntó el chófer con curiosidad—. ¿Es que tenía que esconderse?

—Desde luego que no —protestó Manitas—. Es un científico, y necesitaba un sitio tranquilo, sin teléfonos que sonasen ni visitas que le molestasen.

—¿Y pretendes hacerme creer que podía estar tranquilo y en paz teniéndote a ti allí? —bromeó el chófer—. ¡Vaya! ¡Vaya!

—Pues la verdad es que tampoco es un sitio tan tranquilo como parece —dijo Manitas—. Las olas hacen mucho ruido, y el viento también. Pero mi padre ni siquiera se daba cuenta. Sólo le molestan los teléfonos que suenan, la gente que habla o que llama a la puerta. Le ponen furioso. Por eso le encantó el faro.

—Bueno, espero que os divirtáis mucho aquí —dijo el chófer—. La verdad es que yo no encuentro nada especialmente divertido en estar oyendo el sonido de las olas y el chillido de las gaviotas.

Al descender por el otro lado de la colina, el faro desapareció momentáneamente de su vista.

—Pronto llegaremos —dijo Manitas—. Travieso, ¿te gustará estar otra vez en el faro? ¿Te acuerdas a qué velocidad subías y bajabas por la escalera de caracol?

El automóvil se detuvo junto a la orilla del mar. El faro se veía ahora perfectamente, aunque alejado de la playa. Un pequeño bote cabeceaba atado a un pequeño embarcadero de piedra, y Manitas lo señaló con júbilo.

—Éste es el bote que usábamos para ir hasta el faro cuando la marea estaba alta.

—¿Es tuyo? —preguntó Jorge, un poquito envidiosa.

—Bueno, al parecer nos lo vendieron junto con el faro. De modo que me imagino que sí. De cualquier forma, lo usaremos cuando no se pueda pasar sobre las rocas.

—Espero que no os quedéis sitiados por ninguna tormenta —les deseó el chófer—. Cuando hay tormenta, el mar está demasiado agitado para que podáis cruzar entre el faro y la playa.

—Yo sé manejar perfectamente el bote —se enorgulleció Manitas—. He tenido uno desde pequeño.

—De acuerdo, de acuerdo —sonrió el chófer—. Bueno, ¿vais a ir directamente a la isla en el bote? ¿Queréis que os ayude a colocar las cosas?

—Gracias —aceptó Julián. Y entre los dos colocaron todo el equipaje en el bote.

Un hombre ya anciano se hallaba sentado junto al mismo. Cuando llegaron junto a él, se llevó la mano derecha a la gorra.

—Llegó un mensaje desde «Villa Kirrin» diciéndome que les tuviese preparado el bote —dijo—. ¿Quién de ustedes es el señorito Hayling?

—Yo —contestó Manitas—. Y éste es mi bote y ése mi faro. ¡Venga, todo al faro! Vamos, de prisa. No puedo estarme aquí parado ni un segundo más.