EN MARCHA
Aquella noche no hacían más que hablar y hablar sobre lo que iba a suceder al día siguiente: el coche que vendría a buscarlos, el paseo por la costa hasta llegar a las Rocas del Diablo. Explorarían el faro, contemplarían el horizonte, observarían las olas estrellándose contra las rocas…
—Lo que estoy segura de que me va a encantar son las noches —dijo Jorge—. Solos por completo en lo más alto de ese faro. Sin nada a nuestro alrededor más que el viento y las olas. Acurrucamos entre nuestras mantas y despertarnos de cuando en cuando para oír el agradable sonido de las olas y el viento
—No te olvides de las gaviotas —la interrumpió Manitas—. Se pasan todo el tiempo chillando. ¡Cuánto me gustaría tener alas como ellas, abrirlas, flotar en el viento y planear…!
—Flotar en el viento, sí, eso es exactamente lo que hacen —dijo Ana—. Pero me gustaría que sus gritos no fueran tan tristes.
A la señora Kirrin no le hacía demasiada gracia la excursión de los niños. El parte meteorológico era pesimista y no podía por menos de imaginárselos helados de frío, apretujados los unos contra los otros en el faro Pero tan pronto empezó a expresar sus dudas en voz alta, preguntándose si debía dejarlos ir, los niños elevaron sus voces en coro de indignación
—¡Pero si ya hemos alquilado el coche!
—¡Y hemos comprado montones de comida! Y Juana nos ha preparado una gran lata con toda clase de pastas. Incluso ha hecho una tarta especial para nosotros.
—Mamá, ¿cómo puedes estar pensando en decirnos ahora que no cuando ya nos habías dicho que sí?
—De acuerdo, de acuerdo —suspiró la señora Kirrin—. No impediré que os marchéis. Pero ponedme una postal de cuando en cuando. ¿Me lo prometéis? Suponiendo que haya donde echarlas, claro está…
—Sí, hay una pequeña estafeta en el pueblo —replicó Manitas—. Le enviaremos una postal todos los días y así sabrá que nos encontramos bien.
—Está bien, pero tened en cuenta que si algún día falta la postal empezaré a preocuparme. Así que hacedme el favor de cumplir vuestra palabra. No os olvidéis de llevaros los impermeables, ni las botas de goma, y tampoco…
—¡Mamá! No vayas a decirnos que nos llevemos también los paraguas —la interrumpió Jorge—. Los arrastrarla el viento. Manitas dice que allí sopla siempre con mucha fuerza
—No te preocupes —dijo Julián—. Cuando haga mal tiempo nos quedaremos dentro del faro, jugando a las cartas mientras la tormenta aúlla a nuestro alrededor. Nos instalaremos en nuestras mantas, con una botella de gaseosa al lado, bizcochos, chocolate…
—¡Guau! —saltó Tim al oír aquellas palabras que tanto le gustaban.
—¡Vaya! Ya estás pensando en hartarte de bizcochos de chocolate, ¿eh, Tim? —preguntó Dick, acariciándole la cabeza—. Pero haz el favor de no interrumpirnos mientras hablamos. No es de buena educación.
—¡Guau! —respondió Tim, como pidiendo excusas y lamiendo la nariz de Dick.
—Creo que lo mejor será que os vayáis pronto a la cama —propuso la señora Kirrin—. Aún os quedan algunas cosas por empaquetar y el coche vendrá a buscaros a las nueve y media.
—Bajaremos a desayunar a las ocho en punto —dijo Julián—. Apuesto a que el profesor no se levantará hasta las once, sin acordarse para nada del desayuno. Manitas, ¿llega alguna vez tu padre a tiempo de comerse el desayuno caliente? A mí me parece que nunca se acuerda de la hora de comer, y si se acuerda es cuando han pasado ya varias horas y entonces ya no sabe si está desayunando, comiendo o cenando.
—¡Bah! Cuando veo que no se acuerda de la comida, pues me la como yo toda —contestó Manitas, un poco enfadado—. Travieso se encarga de ayudarme. ¡Si vieseis cuánto le gusta el jamón!
—La verdad es que ya no me sorprende nada de lo que pueda hacer Travieso —rió Julián—. Lo que me pregunto es cómo vamos a poder soportar sus travesuras mientras tengamos que estar encerrados en el faro y no podamos mandarlo al jardín cuando nos harte. Tía Fanny, ¿sabes que esta mañana me cogió el lápiz y se puso a escribir garabatos en la pared de la sala? Menos mal que no comprendo el lenguaje de los monos. No creo que lo que estaba escribiendo fuese nada bonito
—No digas esas cosas de Travieso —protestó Manitas, molesto—. Travieso es un mono muy bien educado. Si vieses alguno de los que yo conozco…
—Muchas gracias, no tengo ninguna gana de verlos —dijo Julián.
Manitas estaba enfadado. Cogió a Travieso y salió de la habitación.
Al poco rato, se oyó en la entrada el ruido de un coche, un coche que necesitaba una buena reparación a juzgar por el sonido de su motor.
—Rrrrr, puf, puf, puf, rrrr, puf, puf, puf, rrr, paf…
La señora Kirrin corrió hacia allí.
—Te he dicho mil veces que no juegues a los coches en la entrada. Ven aquí antes de que te oiga tu padre. ¡Válgame Dios! ¡Qué tranquila va a quedar esta casa cuando os vayáis tú y tus coches!
—Ahora era un tractor —explicó Manitas, muy serio—. Siempre que la gente se porta mal conmigo o con Travieso siento la necesidad de convertirme en un coche.
—A ver si dejas ya de decir tonterías —le amonestó Jorge.
—Bueno, pues entonces me voy a la cama —repuso Manitas, ofendido.
—Es una buena idea —asintió la señora Kirrin—. Mañana tienes que madrugar. Buenas noches, Manitas. Buenas noches, Travieso.
Y Manitas se sintió amablemente empujado hacia la puerta. Subió las escaleras protestando en voz baja, con Travieso sentado en su hombro. Pero pronto dejó de murmurar. Estaba pensando en el día siguiente.
Irían al faro, a su faro. Jorge y los otros se quedarían asombrados cuando lo viesen. Se metió en la cama, y Travieso se acurrucó junto a él. Al poco rato, los dos se habían quedado dormidos.
A la mañana siguiente, Jorge fue la primera en despertarse. Se sentó en la cama con el temor de que las predicciones meteorológicas hubiesen resultado acertadas y estuviese lloviendo.
Pero no, por una vez se habían equivocado. Lucía un sol espléndido y no se oía el rumor de las olas. Lo cual quería decir que el viento no era lo bastante fuerte como para levantar grandes olas.
Despertó a Ana.
—¡Hoy es el día del faro! Levántate, son ya las siete y media.
Todos llegaron puntualmente para sentarse a la mesa. Todos a excepción del profesor Hayling, claro. Como de costumbre, no apareció hasta que todos habían acabado. Llegó por la puerta del jardín.
—¡Ah! ¿Se ha levantado usted ya? Pensé que todavía estaría durmiendo —dijo la señora Kirrin.
—No. Manitas me despertó muy temprano —se quejó el profesor—. O quizá fuese el mono… Realmente no lo sé. A estas horas, los dos me parecen exactamente iguales.
El señor Kirrin también había bajado, pero no se presentó a desayunar. Se había metido directamente en su despacho, como siempre
—Jorge, vete a buscar a tu padre —ordenó la señora Kirrin—. Su desayuno pronto estará incomestible.
Jorge fue hasta la puerta del despacho y llamó:
—¡Papá! ¿Es que no quieres tu desayuno?
—¡Pero si ya me lo he tomado! —le contestó una voz sorprendida—. Un par de huevos duros. Estupendos, por cierto.
—¡Papá! Ése fue el desayuno de ayer —replicó Jorge, impaciente—. Hoy hay jamón y huevos fritos. Ya te has olvidado otra vez. Anda, ven. Nos vamos al faro dentro de un rato.
—¿Al faro? ¿A qué faro? —preguntó el señor Kirrin, atónito.
Pero no obtuvo respuesta.
Jorge estaba ya de vuelta en el comedor, sin saber si echarse a reír o fruncir el ceño. Desde luego, su padre era tan desmemoriado que algún día iba a olvidar hasta el lugar en que vivía.
Después del desayuno hubo una gran animación. Mantas, abrigos, pijamas, jerseys, latas de pastas horneadas por Juana, bocadillos para comer por el camino, libros, juegos…
Como dijo Jorge, cualquiera pensaría que se iban para un mes.
—O el coche llega con retraso o mi reloj adelanta —dijo Dick, impaciente.
—¡Ahí viene! —exclamó Ana, muy contenta—. ¡Ah, tía Fanny, cuánto me gustaría que pudieses venir con nosotros! Nos vamos a divertir tanto… ¿Dónde está Travieso? ¡Ah, aquí está! ¿Y Tim? Tim, vamos a vivir en un faro. No sabes lo que es eso, ¿verdad?
El coche llegó hasta la puerta del jardín de «Villa Kirrin» y el chófer hizo sonar la bocina.
Sobresaltado, el señor Kirrin se volvió inmediatamente hacia el pobre Manitas.
—Otra vez tú, con tus tontas ideas de ser un coche y tocar la bocina, ¿eh? ¡Confiesa!
—No, señor, no he sido yo, palabra de honor —protesto Manitas, indignado. Y al mismo tiempo se apartó por si acaso de lo que podía convertirse en una fuerte bofetada—. ¿No se da cuenta? Ha sido ese coche.
—Pues le voy a preguntar a ese conductor qué significa eso de venir aquí para tocar la bocina y asustarnos a todos —exclamó el señor Kirrin—. A ver ¿para que ha venido?
—¡Papá! Es el coche que va a llevarnos al faro —dijo Jorge, sin saber si enfadarse o tomarlo a broma.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué no me lo habíais dicho antes? Bueno, adiós. Divertíos mucho y no olvidéis secaros bien después de bañaros.
Los chiquillos se amontonaron en el coche. El chófer fue colocando el equipaje en el portamaletas.
Cuando vio que Tim y Travieso entraban también en el coche, exclamó:
—¿Os parece que tendréis suficiente sitio? Esto parece el arca de Noé.
Con un fuerte bramido del motor, que Manitas se apresuró a imitar entusiasmado, el coche dio la vuelta y emprendió el camino hacia el faro.
—¡Nos vamos! —gritó Jorge, feliz—. Y nos vamos solos, sin mayores. Es lo que más me gusta de todo. A ti también, ¿verdad, Tim?
—¡Guau! —asintió Tim, apoyando su cabeza sobre los pies de Jorge. Estaba completamente de acuerdo. ¡Qué fantástico era pasar las vacaciones con Jorge! A Tim le importaba poco adonde pudieran ir. Iría aunque fuese al fin del mundo, con tal de acompañar a Jorge.