Capítulo III

TRAVIESO, MANITAS Y TIM

Julián y Dick se pusieron en seguida manos a la obra y llevaron al desván los dos colchones, algunas mantas y dos cojines que hicieron las veces de almohadas. El desván era muy frío, pero aun así resultaba soportable. Más frío pasarían si hubiesen tenido que dormir fuera, en una tienda de campaña. Entre tanto, Jorge se mostraba muy malhumorada.

—Te van a salir arrugas si sigues poniendo esa cara —se burló Dick—. ¡Vamos! ¡Anímate! Tu madre lo está pasando mucho peor que cualquiera de nosotros. La pobre va a tener mucho trabajo durante toda la semana.

Dick tenía razón. No era nada fácil preparar la comida para nueve personas, cinco de las cuales eran niños con un excelente apetito. Juana se pasaba todo el día cocinando, mientras las niñas ayudaban a hacer el trabajo de la casa.

Por su parte, los muchachos iban todas las mañanas en sus bicicletas al pueblo para hacer la compra.

—¿Por qué no ayuda también Manitas? —preguntó Jorge a la mañana siguiente—. ¿Qué demonios está haciendo ahora en el jardín? Míralo, corriendo como un loco y armando un ruido horroroso. ¡Manitas, cállate de una vez! Vas a molestar a tu padre y al mío.

—¡Cállate tú! —le gritó Manitas de mala manera—. ¿No te das cuenta de que soy un «Bentley» con un motor muy potente? Mira cómo se para cuando freno. Sin un solo chirrido. Y escucha la bocina. ¡Es maravillosa!

Hizo una imitación muy buena de una potente bocina. Inmediatamente se abrió la ventana del despacho y dos hombres muy enfadados gritaron al unísono:

—¡Manitas! ¿Qué significa este ruido tan espantoso? Te hemos ordenado que te estuvieses quieto.

Manitas empezó a explicarles que él era un «Bentley», pero al ver que los dos hombres no se daban por satisfechos con sus explicaciones, les propuso convertirse en un mini-auto.

—¿Veis? Funciona así —dijo, comenzando a moverse despacio y a emitir un apagado ronroneo—. Y…

Pero la ventana se cerró de golpe, por lo cual el mini-auto se dirigió a la cocina anunciando que tenía mucha hambre.

—Yo no alimento coches —le contestó Juana—. No tengo gasolina. Así que puedes marcharte.

El mini-auto salió de la cocina sobre sus dos piernas y se fue en busca de pasajeros. Travieso, el mono, que lo estaba esperando, se encaramó encima de él hasta llegar a su hombro.

—Eres mi pasajero —dijo Manitas, y Travieso se agarró con fuerza a su pelo, mientras el niño corría a toda velocidad por el jardín, aunque ahora procuraba hacer muy poco ruido

—Es un crío muy divertido —comentó Juana con la señora Kirrin—. Y no es malo. ¡Él y sus coches! ¡En mi vida había visto un niño al que le gustasen tanto! Uno de estos días va a convertirse de verdad en uno.

Al día siguiente llovió y Manitas no pudo salir al jardín. Todos se sentían a punto de volverse locos al verlo correr sin parar por los pasillos, imitando siempre el ruido de un potente motor.

—¡Oye! —le dijo Juana al pasar por centésima vez por la cocina—. Me importa un rábano que seas un «Morris Minor», un «Austin», un «Cónsul» o aunque sea un «Rolls». ¡Lárgate de mi cocina! ¿Te parece bonito que un coche tan estupendo como un «Rolls» se dedique a robarme los bollos? Tendría que avergonzarse de sí mismo…

—Ya que no puedo conseguir gasolina tengo que tomar algo para poder seguir en marcha, ¿no? —contestó el pequeño, con desparpajo—. Además, mira a Travieso. Está comiéndose manzanas en la despensa y sin embargo a él no le dices nada.

—¡Madre mía! ¿Otra vez está ese animal en mi despensa? —gritó la pobre Juana, corriendo a toda velocidad hacia allí—. Me gustaría saber quién le ha abierto la puerta.

—Ha sido Tim.

—¡Mentiroso! —le reprendió Juana mientras sacaba al mono de la despensa—. Tim sería incapaz de hacer una cosa así. Es muy honrado, no como ese mono ladrón que tú tienes.

—¿No te gusta? —preguntó Manitas, con expresión triste—. Pues tú a él le gustas mucho.

Juana miró al monito. Sentado en un rincón, se tapaba la cara con sus manitas con un aspecto muy, muy desolado. Entre los dedos de las manos, uno de sus ojos marrones miraba a la cocinera.

—Eres un embustero, eso es lo que eres —dijo Juana—. Pones cara de ser el mono más desgraciado e inofensivo del mundo y en realidad estás ya pensando en la próxima travesura que harás. Toma este bizcocho, y ve con cuidado de no acercarte a Tim. Está muy pero que muy enfadado contigo.

—¿Qué le ha hecho a Tim? —preguntó Manitas, sorprendido.

—Pues se acercó a su plato y le robó un hueso —contestó Juana—. Tim se puso a ladrar como un loco y por un momento creí que iba a morderle la cola. ¡Tendrías que haberlo visto!

Travieso se había acercado mientras tanto a Juana, sin dejar de mirar el bizcocho que la cocinera sostenía en su mano. Ya se había llevado un par de golpes por robar manzanas y temía la rapidez de la mano derecha de Juana.

—Anda, cómete el bizcocho de una vez —dijo ésta—. Y no pongas esa cara tan triste. Lo que pretendes es darme lástima y que te dé otro. ¡Eh! ¿Dónde se ha metido?

El mono había cogido el bizcocho con una de sus pequeñas manitas y había salido disparado hacia la puerta. Estaba cerrada y Manitas hubo de abrírsela. En aquel instante entró Tim, que desde hacía rato estaba echado al otro lado, olfateando el rico olor de la comida que preparaba Juana, penetrando en la cocina.

Travieso saltó como un rayo al respaldo de una de las sillas y, desde allí, inició un extraño y triste parloteo. Parecía como si pidiese disculpas. Tim le miraba con las orejas muy tiesas. Entendía perfectamente el lenguaje animal.

Travieso seguía con el bizcocho entre sus manos. De pronto, se bajó del respaldo y —ante la enorme sorpresa de Juana—, se lo ofreció a Tim. El enorme perro lo tomó delicadamente, lo tiró al aire, lo recogió y lo engulló de un solo bocado.

—¡Vaya! ¿Habías visto alguna vez en tu vida cosa semejante? —exclamó Juana, maravillada—. Es como si Travieso le pidiese perdón a Tim por haberle robado el hueso y luego le ofreciese el bizcocho para congraciarse con él. ¿Qué dirá Jorge cuando se entere?

Tim se lamió el morro a fin de comprobar si le quedaba alguna miga de bizcocho y luego dio un rápido lengüetazo a la carita del mono.

Tim le está dando las gracias —dijo Manitas, encantado—. Ahora serán amigos. Ya lo verás.

Juana continuaba atónita, pero se sentía muy contenta. ¡Pensar que aquel monito era lo suficientemente listo como para ofrecerle a Tim aquel bizcocho que tantas ganas tenía de comerse él mismo! Después de todo, no era tan malo. Corrió en seguida a contárselo a Jorge.

Pero Jorge no la creyó.

—¡Tim nunca aceptaría un bizcocho de ese monito tan tonto! —denegó—. ¡Nunca! Eso te lo estás inventando porque le has cogido cariño a Travieso. Espera a que te vuelva a coger el tenedor de las tostadas y ya verás lo que dices entonces…

Sin embargo, bajó con Juana a la cocina, llena de curiosidad por ver si era cierto que los dos animales se habían hecho amigos. ¡Y lo que vio fue muy extraño! Travieso se hallaba sentado en el lomo del perro, y Tim trotaba solemnemente por la cocina, paseándolo. El monito no dejaba de parlotear, contentísimo, en tanto Manitas los miraba entusiasmado.

—¡Más de prisa, Tim, más de prisa! ¡Eres un caballo estupendo! Ganarías fácilmente en el hipódromo. ¡Al galope, al galope! —lo animaba el niño.

—No quiero que Tim pasee al mono —se enfadó Jorge—. Párate, Tim. Tienes una pinta la mar de ridícula…

Travieso se bajó inmediatamente, deslizándose por el cuello de Tim. Parecía decir: «De acuerdo. No quiero que tu perro parezca ridículo».

Tim sabía que Jorge estaba enfadada y por eso se echó en la alfombra. Inmediatamente Travieso se le acercó y se acurrucó entre sus dos patas delanteras, sin demostrar ningún temor. Tim torció su enorme cabeza y lo lamió muy amablemente.

A Juana se le saltaron las lágrimas de tanto reír. ¡Este Tim era el perro más simpático del mundo entero!

—Mira esto —le dijo a Jorge—. Tu perro tiene un corazón de oro. No hay motivo para que le riñas sólo porque haya hecho amistad con el mono, a pesar de haberle robado el hueso.

—No pienso reñirle —respondió Jorge, entre atónita y orgullosa de su perro—. Es una maravilla, el mejor perro de todo el país. ¿Verdad que si, Tim?

Se acercó a Tim y le acarició la cabeza. Él se quedó mirando muy contento y la lamió como diciendo: «Bueno, ya está todo arreglado, ya somos buenos amigos».

Manitas había estado contemplando la escena desde un rincón de la cocina, sin decir palabra. Tenía miedo de Jorge y de sus malos humores. Se puso muy contento cuando la vio acercarse a Tim y acariciarle la cabeza, sin tratar de molestar a su mono. En su alegría se puso a imitar una bocina, pero hacía tanto ruido que todos comenzaron a gritarle:

—¡Cállate, Manitas!

—¡A ver si te estás quieto, caramba!

—¡Guau! —apoyó Tim.

—Vas a tener que entendértelas con el señor Kirrin como sigas haciendo ese ruido —dijo Juana—. ¿No podrías jugar a ser algo más silencioso, una bicicleta, por ejemplo?

Manitas pensó que aquélla era una buena idea y se marchó de la cocina haciendo como que pedaleaba, al tiempo que emitía un silbante sonido, como el de las ruedas de bicicleta al rodar por la carretera. Luego decidió imitar el sonido del timbre. Lo hizo con tanta fuerza y con tanta perfección que la señora Kirrin corrió a abrir la puerta pensando que alguien, estaba llamando a ella.

De pronto la puerta del despacho se abrió y en el umbral aparecieron el señor Kirrin y el padre de Manitas. El pobre Manitas se vio pescado in fraganti, y su padre lo sacudió tan fuerte que se le salieron dos lápices del bolsillo y cayeron rodando por el suelo.

Manitas rompió a llorar. ¡Y de qué manera! Jorge salió de la cocina para ver qué pasaba; Dick, Julián y Ana bajaron corriendo las escaleras y Juana apareció tan de prisa que tropezó con el señor Kirrin y casi lo tiró al suelo.

De pronto Jorge hizo una tontería: se echó a reír. ¡Y cuando Jorge reía había que oírla! Pero ni el profesor Hayling ni el señor Kirrin lo encontraron gracioso. Al contrario, les pareció de muy mala educación. Jorge se estaba riendo de ellos y eso no podía tolerarse.

—¡Esto ya es el colmo! —gritó el señor Kirrin, con la cara encendida—. Primero ese niño tocando timbres por todas partes y luego Jorge animándole con su risa. ¡No puedo tolerarlo! Estamos llevando a cabo algo muy importante en esta casa, en «Villa Kirrin», algo que puede resultar muy beneficioso para toda la humanidad. Fanny, hazme el favor de mandar a los chicos a cualquier parte. No quiero que anden por la casa sin dejar de molestarnos mientras estamos ocupados en un trabajo tan importante. ¿Me oyes? ¡MÁNDALOS FUERA! ¡ÉSTA ES MI ÚLTIMA PALABRA!

Y él y el profesor Hayling desaparecieron de nuevo en el despacho, cerrando con un fuerte portazo.