ANA SE CONVIERTE EN TIGRE
Mientras tanto, Jorge se apresuraba a llegar por el pasadizo secreto hasta los acantilados. Tim corría delante de ella, con las orejas muy tiesas prestas a captar cualquier ruido extraño. No oyó nada sospechoso. ¡Estupendo! Jorge y Tim estuvieron encantados de volver a oír el pequeño riachuelo que corría suavemente hacia el mar.
—Es un sonido simpático, Tim —observó Jorge—. Me gusta.
En dos ocasiones resbalaron en las húmedas rocas. Jorge temió caerse y que se le rompiera la linterna.
«No sería nada divertido recorrer este pasadizo a oscuras», pensó.
—¿Qué es aquella luz? —exclamó Jorge, repentinamente, deteniéndose—. Mira, Tim, ¿se acerca alguien con una linterna?
Tim dio un fuerte ladrido y echó a correr hacia adelante. Conocía perfectamente aquella linterna. Era una que estaba muchas veces colgada en el cielo y a la que Jorge llamaba Luna.
Jorge se dio cuenta en seguida y se sintió muy alegre.
—¡Claro! ¡Si es la Luna! Nuestra querida amiga la Luna. Se me olvidaba que hoy hay Luna llena. ¿Dónde estarán los otros, Tim? ¿No los hueles?
Tim ya sabía dónde se encontraban. Su fino olfato había captado su olor traído por la brisa. ¡No estaban muy lejos! Pronto volverían a estar todos juntos de nuevo.
Tim y Jorge salieron del pasadizo y se encontraron al pie del acantilado. Las olas se estrellaban contra las rocas y su espuma resplandecía a la luz de la luna.
Jorge vio algo que se movía a lo lejos. Agarró a Tim por el collar.
—Cuidado, Tim —dijo—. ¿Viene alguien? Quédate conmigo.
Pero Tim no le hizo caso. Salió corriendo chapoteando en las balsas de agua y ladrando como un loco.
—¡Tim! —le llamó Jorge, sin saber quién se acercaba—. ¡TIM, VEN EN SEGUIDA!
Pero entonces vio quién se aproximaba saltando entre las rocas, resbalando a veces. Jorge agitó alegremente los brazos y comenzó a gritar.
—¡Estoy aquí! Me he escapado fácilmente.
Fue un encuentro muy emocionante. Todos se sentaron sobre las rocas y comenzaron a contarse unos a otros lo que había sucedido. De repente una gran ola se estrelló contra las rocas y los salpicó a todos.
—¡Vaya! La marea está subiendo —dijo Julián—. Venga, volvamos al bosque.
Ana dio un tremendo bostezo.
—No sé qué hora es, hay tanta claridad que no sé si es de noche o de día. De lo único que estoy segura es de que tengo un sueño espantoso.
Julián consultó su reloj.
—Es muy tarde —dijo—. Ya hace mucho tiempo que tendríamos que estar en la cama. ¿Qué hacemos? ¿Dormimos en la isla o buscamos el bote de Wifredo, nos vamos a la costa y dormimos tranquilamente en casa?
—¡Oh! No nos quedemos aquí —protestó Ana—. No podría dormirme en toda la noche. Tengo miedo de que esos hombres llegaran a encontrarnos.
—No seas tonta —dijo Jorge tratando de no bostezar—. No tienen ni idea de dónde encontrarnos. Francamente, no me veo con ánimos de buscar el bote de Wifredo, remar hasta la playa y luego subir la colina hasta llegar a casa.
—Bien, de acuerdo —accedió Ana—. Pero alguien tiene que quedarse de guardia. Podríamos turnarnos.
—¿Por qué tienes tanto miedo, Ana? —preguntó Jorge—. Tim nos advertiría de cualquiera que se acercase.
—Sí, espero que sí —dijo Ana—. Nos quedaremos.
Estaban todos muy cansados. Los chicos recogieron montones de hierba seca y la colocaron entre unos arbustos para protegerse del viento. Se encontraban cerca del sitio donde Wifredo había dejado el bote. Se estiraron sobre la hierba.
—¡Qué cómoda! —exclamó Jorge, bostezando—. ¡Oh! Nunca he tenido más sueño en toda mi vida.
En tres segundos Jorge estaba ya durmiendo. Wifredo se durmió también en seguida, y, poco después, Julián y Dick se hallaban roncando suavemente.
Ana seguía despierta. Estaba nerviosa.
«Me gustaría saber qué están haciendo esos hombres —pensó—. No les habrá hecho ninguna gracia que nos hayamos escapado. Se imaginarán que volveremos a tierra firme tan pronto como podamos y que le diremos a todo el mundo lo que hemos encontrado. Estoy segura de que tratarán de impedir que nos vayamos y deben saber que tenemos un bote».
Se echó preocupada, pero escuchando por si oía algo. Tim la oyó moverse y se acercó a ella sin ruido para no despertar a Jorge. Se echó junto a Ana y le lamió la mano, como diciendo: «Ahora duerme un poco, que yo vigilo».
Pero Ana no podía dormirse. Seguía escuchando atentamente. De pronto, oyó algo. Tim también lo oyó. Se incorporó y gruñó. Ana afinó el oído. Sí, eran voces, muy bajas, como de alguien que agazapado no quiere ser oído. Efectivamente, se trataba de unos hombres que buscaban el bote de Wifredo. Si lo encontraban, ya no podrían marcharse de la isla…
Tim se dirigió hacia los arbustos y se volvió hacia Ana, como diciendo «¿Vienes conmigo?».
Ana se levantó rápidamente y se fue con Tim. Él iba delante y ella lo seguía. Debía averiguar qué estaba pasando y si era importante podría volver a buscar a los otros. Tim la llevaba a la cueva donde Wifredo había dejado su bote, muy sujeto por miedo a que se lo llevasen las olas.
Ambos se detuvieron y quedaron inmóviles. Tim gruñó de nuevo al oír las voces, esta vez mucho más próximas. Los hombres habían venido remando en su propio bote con el fin de empujar el bote de Wifredo hacia el mar hasta dejarlo a la deriva. Una vez estuviese en el agua, ella y los otros estarían prisioneros en la isla. Gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
—¡Alto! Ése es nuestro bote.
Tim empezó a ladrar furiosamente, amenazando a los hombres que empujaban el bote, y enseñándoles los colmillos. Su ladrido despertó a los otros, que se levantaron en seguida.
—¡Es Tim! —gritó Julián—. Vamos, rápido, pero con cuidado.
Corrieron a toda velocidad hacia la cueva. Tim seguía ladrando con furia y alguien gritaba. Parecía la voz de Ana. Pero no, no podía ser la pacífica y tranquila Ana —pensó Julián.
Sin embargo, sí, era ella. Cuando los cuatro llegaron a la playa pudieron contemplar como Ana azuzaba a Tim para que mordiese a los hombres.
—¿Pero cómo se atreven a robar nuestro bote? ¡Le diré a Tim que les muerda! ¡A por ellos, Tim! ¿Cómo se atreven a robar nuestro bote? ¡Muérdelos, Tim!
Tim ya había mordido a los dos hombres que se alejaban ahora en su bote, remando a toda velocidad. Ana cogió una piedra y se la arrojó con furia. Dio de lleno en el bote y los hizo saltar.
Ana se llevó un gran susto cuando vio de pronto a Julián detrás de ella, junto a Wifredo, Dick y Jorge.
—¡Qué alegría veros! —dijo—. Creo que Tim y yo los hemos asustado. ¡Qué animales!
—¿Asustado? Deben estar temblando de miedo —dijo Julián, abrazando a su hermana—. Casi me has asustado a mí. La mosquita muerta se ha convertido en un peligrosísimo tigre. Casi puedo ver el humo que sale de tu nariz.
—¿Un tigre? ¿Sí? ¿Me he portado como un tigre? —exclamó Ana—. ¡Me encanta! No me gusta que todos penséis que soy una mosquita muerta. Será mejor que vayáis con cuidado, pues puedo transformarme de nuevo en un tigre.
Los hombres se perdieron de vista y Tim siguió ladrando unos instantes. ¿Qué podían hacer aquellos bandidos frente a un perro y un tigre? «¡Guau!».
—Julián, ¿por qué no volvemos a casa? —preguntó Ana—. Tengo mucha hambre y aquí no nos queda nada de comer. Además la cama de hierba no es muy cómoda que digamos. Me muero de ganas de dormir en mi cama. Si no venís cojo el bote de Wifredo y me voy yo sola.
Julián se rió de buena gana y pasó un brazo alrededor de los hombros de su hermana.
—Supongo que debe de ser muy peligroso decirle que no a un tigre —contestó Julián—. De acuerdo, nos vamos. Yo también tengo mucha hambre y me imagino que los demás también.
Y cinco minutos más tarde todos estaban en el mar. Julián manejaba un remo y Dick el otro. Ambos remaban con fuerza. El bote avanzaba a toda velocidad.
—Apuesto a que si esos hombres nos han visto hacernos a la mar, no estarán nada tranquilos —dijo Julián—. Sabrán que se lo contaremos en seguida a la policía, mañana por la mañana. Ha sido una gran aventura, pero ya me apetece un poco de tranquilidad.
—Pronto la tendrás, Julián —dijo Wifredo—. Te espera la casita de la colina, con su magnífica vista sobre la bahía. Mañana podrás pasar otra vez momentos emocionantes cuando la policía te vuelva a llevar a la isla en su lancha y tú le enseñes el pozo, la cámara del tesoro, el pasadizo secreto y todo lo demás. Estarás presente cuando la policía detenga a esos hombres y te permitirás el lujo de ver la cara que pongan, extrañados de que los cinco hayáis podido vencerlos. ¡Qué aventura! Y qué alivio cuando todo haya pasado y puedas tenderte tranquilamente en la hierba fresca de la colina, y con la casita a tu espalda.
—Bueno, y ahora un poco de paz —dijo Ana, cuando se despidieron de los policías—. Vayamos todos a tendernos al sol, tomemos una naranjada fresca y Wifredo que toque su maravilloso silbato e invite a sus amigos para que nos vean.
—¿Pero ha encontrado su silbato? —preguntó Dick, muy contento.
—Sí, fue a coger el cubo para ir a buscar agua y el silbato estaba dentro —explicó Ana—. Creo que se le debió caer la última vez que fue a buscar agua al pozo, pero nadie se dio cuenta.
—¡Hombre!, estupendo —exclamó Jorge—. Anda, Wifredo, toca un poco el silbato. Me alegro mucho que lo hayas encontrado. Me gustará mucho oírlo de nuevo.
Wifredo estaba contentísimo.
—De acuerdo —respondió—. Veremos si mis amigos se siguen acordando de mí.
Se sentó en la hierba, un poquito apartado de los demás, y comenzó a emitir un dulce sonido con su silbato. Inmediatamente los pájaros de los árboles vecinos le miraron y en los arbustos las lagartijas asomaron la cabeza para escucharle. Los conejitos dejaron de jugar. La liebre levantó sus orejas para no perderse ni una sola nota y un gorrión vino a posarse a sus pies.
Wifredo no se movió. Siguió tocando mientras los animalitos se acercaban para escucharle. Tim escuchaba también y se acercó al muchacho, apretándose contra él y lamiéndole cariñosamente la mejilla. Luego volvió junto a Jorge.
Los dejaremos a todos ahí, calentándose a los rayos del sol, tranquilos y mirando los animalitos que Wifredo atrae a su lado.
Julián está echado mirando el cielo de abril, contento de que su aventura haya terminado felizmente. Dick mira la isla de los Susurros, situada en medio de la resplandeciente bahía azul. Ana está dormida. La pacífica Ana que puede convertirse en un tigre si es necesario.
Y Jorge, por supuesto, se encuentra cerca de Tim, con el brazo echado alrededor de su cuello, muy feliz. Adiós a los cinco, ha sido muy divertido compartir vuestra gran aventura.
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