EN LA CÁMARA DEL TESORO
La linterna de Julián perforó la oscuridad de la habitación, que parecía no tener fin. Los otros enfocaron también sus linternas. ¡Qué maravilla! Estaban en la enorme cámara que los chicos habían entrevisto por la puertecita del pozo. Era enorme, pensó Ana, extasiada ante el tamaño, la altura y el silencio de aquel lugar.
—Ahí están las estatuas de oro —observó Dick acercándose a un grupo de ellas—. ¡Extraordinarias! ¡Qué caras más extrañas tienen! No son como nosotros. Mirad cómo brillan sus ojos cuando les da la luz de las linternas. Parece como si estuviesen vivas y nos espiasen.
De pronto Ana dejó escapar un grito y echó a correr hacia un rincón.
—¡La cama de oro! —exclamó—. Tenía tantas ganas de tumbarme en ella. Ahora mismo voy a hacerlo.
Y ni corta ni perezosa se subió a la cama, cubierta por unos cortinajes que el paso de los años había reducido a harapos. De repente, la cama emitió un siniestro crujido y se derrumbó sobre la niña en medio de una nube de polvo.
Sus amigos la ayudaron a salir de aquel lío mientras Tim miraba sorprendido las nubes de polvo. ¿Por qué armaba Ana tanto polvo? Estornudó una vez y luego otra. Ana estornudó también y por fin se levantó de la destrozada cama, sacudiéndose el polvo.
—La cabecera es de oro y las patas también —dijo Dick, iluminándola—. ¡Qué cama tan enorme! Podrían dormir en ella hasta seis personas. Qué lástima que con los años la parte de madera se haya podrido. ¡Uf, menuda polvareda!
No había duda. Todo el tesoro se encontraba escondido en aquella cámara. Sin embargo, los niños no consiguieron encontrar el sable con la empuñadura de piedras preciosas, ni el collar de rubíes, aunque Julián pensó que quizás estuviese en uno de los cofres. Pero en cambio hallaron muchas cosas más.
—Mirad ese cofre, ése de ahí —dijo Ana—. Está lleno de copas de oro, fuentes y platos. Y están limpísimos.
—Y mirad lo que hay aquí —gritó Jorge.
Se agruparon todos en torno a un bonito cofre. En su interior había una serie de animales tallados en una maravillosa piedra verde. Eran perfectos, y cuando Ana los colocó encima de la mesa, se sostuvieron de pie como hicieran cientos de años atrás cuando jugaban con ellos los príncipes y las princesitas.
—Están hechos de jade —dijo Julián—. ¡Qué maravilla! Deben de valer una fortuna. Tendrían que estar en un museo y no pudriéndose en esta mazmorra.
—¿Y por qué no se los han llevado los coleccionistas, junto con las estatuas de oro y las otras cosas? —preguntó Ana.
—Bueno, está muy claro —respondió Julián—. Ésta es una cámara secreta y nadie puede llegar hasta aquí si no conoce el pasaje secreto. Probablemente estará escondido tras un panel que se desliza o una puerta camuflada. El castillo es muy viejo y algunas de las paredes se han derrumbado. A lo mejor resulta imposible llegar hasta aquí aunque se conozca el pasadizo secreto.
—¿Y qué me dices del camino por el que hemos venido nosotros? —dijo Dick.
—Bueno… No sé exactamente por qué no lo han usado antes. Aunque me parece que hay un motivo. ¿Os fijasteis en el desprendimiento de rocas que había cerca de la entrada de la cueva? Creo que una parte de las rocas cayó sobre la entrada, tapándola por completo. Luego, durante alguna tormenta, las olas debieron de llevarse parte de las rocas, abriendo de nuevo el pasadizo.
—Y alguien lo encontró —intervino Ana—. Alguien que había oído hablar de las viejas leyendas sobre el castillo de la isla de los Susurros.
—¿Un coleccionista? —preguntó Jorge—. ¿Y esos hombres que están en la isla, los que vimos en el patio del castillo? ¿Crees que conocen este pasadizo?
—Sí, es lo más seguro —contestó Julián—. Quizá los hayan puesto de guardianes por miedo a que alguien más los encontrase y tratase de robar los tesoros de la cámara secreta. Aquí hay cosas de muchísimo valor. Esos hombres no están aquí para proteger a los animales de la isla. Son guardianes, como Lucas, aquel hombre tan simpático del campo de golf.
—¿Crees entonces que a esos hombres les paga alguien que conoce la cámara secreta del castillo y quiere sacar los tesoros de aquí? —preguntó Dick.
—Sí —respondió Julián—. Y lo que es más, creo que el propietario del castillo, el nieto del anciano matrimonio, ni siquiera sabe que están aquí, ni que se están llevando los tesoros de su isla. A lo mejor vive en América, o en Australia, y le importa un comino la isla.
—¡Qué tonto! —exclamó Ana—. Si yo tuviese una isla como ésta, no me movería nunca de ella. Protegería a todos los animales y a los pájaros y…
—¡Es una pena que no sea tuya, Ana! —dijo Julián—. Pero la cuestión es qué hacemos ahora. Ya hablaremos sobre esto cuando regresemos a casa. Se está haciendo tarde. Afuera estará muy oscuro, a no ser que haya luna y el cielo se encuentre despejado.
—Bueno, vámonos ya —dijo Dick.
Se dirigió hacia la puerta. En aquel momento, Tim gruñó fieramente. El niño se detuvo. Ellos habían cerrado la puerta, y ahora se estaba abriendo. Alguien iba a entrar en la cámara del tesoro. ¿Quién sería?
—Pronto, escondeos —exclamó Julián, empujando a las dos niñas detrás de un enorme cofre.
Dick y Wifredo se hallaban cerca de la gran cama de oro y se ocultaron tras ella. Dick sostenía a Tim por el collar. Había logrado que el perro se callase, pero temía que de un momento a otro empezase a ladrar de nuevo.
Un hombre entró en la habitación. Era uno de los que los niños habían visto en el patio del castillo. No aparentaba haber oído a Tim, porque entró tranquilamente, silbando. Paseó su linterna por la habitación y gritó:
—¡Emilio! ¡Emilio!
No hubo respuesta. El hombre volvió a gritar y desde el otro lado de la puerta le contestó otra voz. Después se oyeron pasos precipitados, y apareció el otro hombretón. Encendió una lámpara de petróleo y apagó su linterna.
—Te pasas la vida durmiendo, Emilio. Siempre llegas tarde —gruñó el primero que había llegado—. ¿No sabes que esta noche viene el barco a llevarse otra remesa? ¿Dónde está la lista? Tenemos que embalarlo todo y llevarlo a la playa. Esta estatua entra en el lote.
Se acercó a una figura de un niño, cuyos brillantes ojos estaban formados por dos esmeraldas.
—¡Hola, chico! —le saludó burlón—. ¿Sabes? Vas a ver mundo. ¿No te alegras después de haber estado tanto tiempo encerrado?
El otro se acercó con una gran caja y la colocó al lado de la estatua. Luego empezó a envolverla con mucho cuidado.
—¿A qué hora viene Lanyon a buscarla? —preguntó Emilio—. ¿Me dará tiempo a embalar otra?
—Sí, ésta de aquí —respondió el primer hombre.
Emilio se acercó silbando y pasó muy cerca de donde se encontraban escondidas las niñas. Éstas se aplastaron aún más contra el suelo, temerosas de que las descubriese. Pero Emilio tenía vista de lince y observó algo extraño al pasar junto al cofre. Se detuvo a mirarlo. ¿Qué era aquello que sobresalía? ¿Un pie? ¡UN PIE! Emilio se abalanzó sobre el cofre enfocando su linterna y gritando:
—¡Carlos! ¡Aquí hay alguien! Ven en seguida.
Carlos dejó lo que tenía en las manos y se acercó a Emilio, que había arrastrado a las niñas por los pies.
—¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Cómo habéis entrado? —gritó Emilio.
Julián salió disparado de su escondite, seguido por Dick y Wifredo, mientras Jorge se esforzaba por contener a Tim, que ladraba desaforadamente, tratando de abalanzarse contra los dos hombres. Pero Jorge lo mantenía firmemente sujeto, temiendo que saltase a la garganta de Emilio. Los dos hombres parecían sorprendidísimos al ver a los cinco niños y a Tim.
—Sujeta bien a ese perro o le suelto un tiro —dijo Carlos sacando una pistola—. ¿Quiénes sois vosotros? ¿Qué pretendéis viniendo aquí?
—Hemos venido en un bote, pero las olas se lo llevaron —contestó Julián—. No hemos tenido más remedio que acampar en la isla y nos hemos metido aquí por equivocación.
—¡Por equivocación! Pues será la equivocación más grande de vuestra vida —dijo Carlos—. Tendréis que quedaros aquí mucho tiempo. Por lo menos hasta que terminemos nuestro trabajo.
—¿Qué trabajo? —preguntó Julián, con aire inocente.
—¿Os gustaría saberlo? Muy bien. No importa que lo sepáis. Nos ocupamos en parte de guardar la isla y de alejar a los extraños. Tenemos mucho que hacer entre esta noche y mañana, así que me temo que lo vais a pasar bastante mal. Os quedaréis en esta mazmorra hasta que volvamos. Qué haremos luego con vosotros, no lo sé, porque tengo que decirle a mi jefe que os encontré espiando. No me extrañaría que os tuviese aquí encerrados un mes a pan y agua.
Tim gruñó con fiereza y luchó con fuerza para desasirse de Jorge y lanzarse contra el hombre. Ella lo sujetó con todas sus fuerzas, aunque estaba deseando soltarlo y permitir que atacase a aquel bandido.
—Será mejor que nos vayamos, Carlos, o no llegaremos al barco —dijo Emilio—. Ya nos ocuparemos luego de los críos.
Se cargó al hombro la caja en la que había colocado la estatua y se encaminó hacia la puerta. Carlos le siguió, aunque sin dar la espalda a los niños por miedo a que Jorge dejase saltar al perro contra él. Cerró dando un portazo y corrió el pasador.
—No digáis nada durante un rato por si se quedan a escuchar detrás de la puerta —murmuró Julián.
Todos se mantuvieron en silencio. Ana temblaba. ¡Qué mala suerte haberse dejado atrapar!
—Descansemos un poco —propuso luego Julián—. Estamos todos muy nerviosos y fatigados.
—No es de extrañar —replicó Dick—. No me apetece en absoluto quedarme aquí encerrado, esperando a que esos hombres se dignen volver a llevarse cosas. Imaginaos que no vuelven. Nos pudriremos aquí dentro.
—No tengas miedo, Dick. No ocurrirá nada de eso —dijo Ana. Y ante la sorpresa de todos se echó a reír—. Podemos escapar muy fácilmente.
—¿Y cómo? ¿A través de esa puerta? —preguntó Dick—. ¡Imposible!
—Te digo que podemos escapar. No hay problema —insistió Ana.
Jorge la miró, pensó unos momentos y de pronto asintió con la cabeza sonriendo.
—¡Claro que sí! No pongas esa cara. ¡Mira! —dijo.
Dick miró hacia donde señalaba su prima.
—¿Adónde tengo que mirar? ¿A las paredes?
—No. Ahí, encima de este arcón tan enorme.
—¡Pero qué idiota soy! Pues claro. La puerta que da a la pared del pozo por donde descubrimos el tesoro. Desde aquí parece un agujero para la ventilación. Y no creo que nadie sea capaz de descubrirla de no haber estado antes dentro del pozo. Ya veo lo que querías decir, Ana.
—¡Estupendo, Ana! —alabó Jorge—. Ahora sólo tenemos que llegar hasta el agujero, abrir la puerta, subir hasta la boca del pozo y ya estaremos a salvo.
—Sí, aunque es más fácil decirlo que hacerlo —intervino Julián—. Primero hay que coger la cuerda y subirla hasta arriba. No es nada fácil.
—¿Y si la cuerda está arriba, con el cubo en el gancho? —preguntó Ana—. Entonces sí que no podríamos salir…
—Ya pensaremos algo —respondió Julián—. De todos modos, es la única posibilidad que tenemos. Ahora empujemos este arcón hasta la pared, justo debajo de la puerta. Luego pondremos encima una mesa para llegar hasta la puerta. Y desde allí… ¡arriba! ¡Qué sorpresa se van a llevar Carlos y Emilio cuando vean que los pájaros han volado!