¡BAJO TIERRA!
El interior del pasadizo estaba muy oscuro. Las linternas de los niños, sin embargo, penetraban en la oscuridad y les permitían ver perfectamente el camino. Tal como había dicho Julián, un pequeño riachuelo corría por el foso, con cornisas de roca a los lados. El agua había labrado el canal durante los cientos y cientos de años que llevaba recorriendo el pasadizo.
—Debe de ser el agua que se filtra de los acantilados —dijo Julián en voz baja—. Cuidado aquí, las piedras son muy resbaladizas.
—¡Ay! —se quejó Wifredo, al resbalar y meter el pie en el agua helada.
El eco devolvió su exclamación: ¡Aaaay! ¡Aaaay! Todos sintieron un escalofrío. Ana se apretó contra Julián, que le cogió la mano para tranquilizarla.
—Siento mucho haber dicho ¡ay! —se disculpó Wifredo en voz baja.
Y el eco al instante recogió su voz y la repitió: ¡Aaay! ¡Aaay! ¡Aaay! Jorge no pudo por menos que soltar una risita, que el eco repitió a su vez decenas de veces.
—Haced el favor de callaros de una vez —les regañó Julián muy serio en voz baja—. Creo que estamos llegando a una caverna. Siento una corriente de aire sobre mi cabeza.
Sus amigos la habían notado también mientras subían por la estrecha cornisa, tratando de evitar el agua del riachuelo. Éste brillaba a la luz de las linternas y producía un murmullo muy agradable.
Julián se preguntaba cómo aquellos hombres conseguirían transportar las enormes cajas a través de una cornisa tan estrecha.
«Bueno, es posible que sea lo suficientemente ancha —se dijo—. Aunque cuando hace un recodo las cajas casi no deben de pasar. Espero que no nos encontremos de repente frente a un hombre con una de las cajas. Tiene que haber una abertura muy cerca. La corriente de aire es ahora mucho más fuerte».
—Julián —susurró Ana—. No hemos dejado de subir y, además, hemos avanzado mucho hacia el interior de la isla. Me parece recordar que el castillo estaba en esta dirección, ¿verdad?
—Sí, creo que sí —respondió Julián deteniéndose a pensar—. Quizá este pasadizo vaya a parar a las mazmorras. Un castillo como éste tenía que tener mazmorras para encerrar a los prisioneros. Sí, creo que vamos hacia el castillo. No se me había ocurrido.
—Entonces, el pozo debe de llegar hasta los cimientos del castillo —exclamó Dick en voz alta sin poder contenerse.
El eco aumentó aún más su voz, sobresaltándolos a todos.
—Haz el favor de hablar bajo, idiota —dijo Julián, enfadado—. ¡Me has dado un buen susto!
—Lo siento —se disculpó Dick.
—Creo que tienes razón. El pozo debe de llegar hasta los cimientos —murmuró Julián en voz muy baja—. No lo había pensado, pero el pozo no estaba muy lejos del castillo y éste debe de tener unos sótanos muy grandes.
—La pared en la que estaba la puertecita era muy gruesa —dijo Dick—. Apuesto a que lo que veíamos desde allí eran las mazmorras. Tenía todo un aspecto siniestro.
Aquello era muy interesante. Julián reflexionó sobre ello mientras seguían adelante. Ahora el pasadizo se mantenía horizontal, más ancho y de más fácil paso.
—Creo que este trozo es obra de hombre —dijo Julián deteniéndose—. Hasta ahora el pasadizo era natural y por eso resultaba difícil caminar por él. Pero ahora es distinto. Mirad esos viejos ladrillos. Parecen puestos para reforzar el túnel.
—Sí, sin duda era un camino secreto que unía el castillo al mar —dijo Dick entusiasmado, olvidándose casi de hablar en voz baja—. Todo esto es muy emocionante.
Todos estaban igualmente entusiasmados, excepto Tim, al que no le gustaba la oscuridad ni los pasadizos secretos. No entendía por qué Julián los llevaba a pasear por un sitio tan extraño. Durante todo el camino había marchado por el riachuelo, lo que resultaba mucho más cómodo para él que la cornisa.
La corriente era cada vez más fuerte y comenzaba a sentirse frío.
—Estamos ya cerca de la abertura por la que entra la corriente —advirtió Julián—. No hagáis ruido.
Todos se mantuvieron silenciosos, hasta que Ana creyó que ya no podría aguantar más. ¿A dónde se dirigían? De pronto Julián exclamó:
—¡Ya hemos llegado! ¡Aquí hay una puerta de hierro!
Todos se agruparon a su alrededor para verla. La puerta era muy fuerte, con gruesos barrotes de hierro. Podían ver perfectamente el interior por entre las barras, por las que pasaba la fuerte corriente de aire.
Julián enfocó su linterna, con las manos temblorosas de emoción. El haz de luz iluminó una habitación de piedra muy pequeña. Una puerta se abría en el otro extremo y, a través de ella, les llegaba la corriente de aire.
—Esto debe de ser una celda o algo por el estilo —dijo Julián—. ¿Estará abierta la reja? Lo probaré por si acaso.
La empujó y la puerta se abrió suavemente, como si estuviese perfectamente engrasada. Julián entró en la celda y la recorrió con el haz de su linterna.
—Esto está frío como el hielo, aunque el día ha sido caluroso —comentó—. Me gustaría saber cuántos prisioneros han sido encerrados aquí y han tenido que vivir con este frío.
—Mira, hay una argolla en la pared —advirtió Dick, examinando una anilla de hierro clavada en el muro—. Seguramente ataban a los prisioneros con cadenas, para hacer sus sufrimientos aún más grandes.
Ana sintió que un escalofrío recorría su espalda.
—¿Cómo podía la gente ser tan cruel? —exclamó viendo en su imaginación a los pobres condenados encadenados a la pared, comiendo sólo mendrugos de pan y bebiendo agua, sin más cama que el duro suelo—. A lo mejor alguno de ellos consiguió escapar por el pasadizo.
—No, lo más fácil es que este pasaje lo empleasen para librarse de ellos —replicó Dick—. Podían llevarlos hasta el agua y ahogarlos sin que nadie se enterase.
—No me hables de esas cosas —se estremeció Ana—. Me parece como si fuera a oír de un momento a otro sus quejidos y lamentos.
—Tampoco a mí me gusta este sitio. Y Tim tiene el rabo entre las patas. ¡Vámonos! —dijo Jorge.
Julián se acercó hasta la puerta del fondo de la celda. Vio un largo pasillo de piedra, a ambos lados del cual había varias celdas como la que acababan de visitar.
—Sí, éstas eran las mazmorras. Supongo que los sótanos donde guardaban los alimentos no se encontrarán muy lejos. Vayamos a explorar. No oigo nada. Esto parece estar completamente vacío.
Todos siguieron a Julián a través del estrecho pasadizo de piedra, mirando las celdas al pasar. Pobres prisioneros, pensaban todos. Al final del pasadizo había otra puerta de hierro. También estaba abierta. Pasaron a través de ella y llegaron a una enorme habitación, llena de cajas vacías, sillas rotas, papeles viejos que se convertían en polvo al pisarlos y de todos los trastos que pueden encontrarse en un sótano normal. Todo olía a vejez y a humedad, a pesar de que la corriente de aire casi barría los olores.
Llegaron a unos escalones y comenzaron a subirlos. Al final de la escalera encontraron una gran puerta, con un enorme pasador.
—Afortunadamente está de nuestro lado —dijo Julián. Trató de descorrerlo y comprobó con sorpresa que no le costaba esfuerzo alguno. Él esperaba que resultase difícil de manejar, pues lo natural hubiese sido encontrarlo oxidado por el paso de los años. Sin embargo cedió fácilmente—. Lo han engrasado hace muy poco. ¡Vaya! No hace mucho que han estado aquí y han usado esta puerta. Será mejor que vayamos con cuidado. A lo mejor nos dan un buen susto.
El corazón de Ana empezó a latir con fuerza. Ojalá que no hubiese nadie aguardándoles agazapado tras una esquina para saltar sobre ellos.
—Ve con cuidado, Julián —advirtió—. Pueden habernos oído y esperarnos emboscados y…
—Todo va bien, Ana, no te preocupes —la interrumpió Julián—. Tim nos avisaría si oyese una sola pisada.
En aquel preciso momento, Tim empezó a gruñir, dándoles un susto enorme. Dick miró al perro. Estaba mirando al suelo, con la cabeza gacha. Dick enfocó hacia allí su linterna para ver de qué se trataba, y en seguida soltó una carcajada.
—No hay por qué preocuparse —dijo—. Mirad qué es lo que hacía gruñir a Tim.
Todos miraron hacia allí y descubrieron un enorme sapo que les observaba con ojos brillantes. Cuando lo iluminó la luz de las linternas, dio unos cuantos saltos y desapareció en una grieta del muro.
—Nunca había visto un sapo tan grande en toda mi vida —dijo Ana—. Debe de tener por lo menos cien años. Tim, menudo susto me has dado gruñendo de ese modo.
El sapo se había quedado en el borde de la grieta, mirándoles con curiosidad, como burlándose de Tim.
—Ven, Tim, los sapos pueden escupir un líquido que huele muy mal —le recomendó Dick—. No se te ocurra morderle.
Julián había pasado por la puerta que se abría al final de los escalones. De pronto le oyeron exclamar algo en voz alta y todos se acercaron para saber qué era lo que había visto.
—¡Mirad! —dijo Julián, enfocando su linterna hacia la oscuridad—. Mirad a dónde hemos venido a parar. ¿Habíais visto alguna vez tantas maravillas juntas?