JULIÁN TIENE UN PLAN ESTUPENDO
Los cinco chiquillos hablaron y hablaron mientras abrían varias latas y comían. Tomaron jamón, ensaladilla rusa y judías, y como postre, un terrón de azúcar. Tim, como siempre, lo engulló en un solo mordisco.
—¿Tenéis todos vuestras linternas? —preguntó Julián—. Hoy hay luna llena y se verá muy bien en el exterior. Pero seguramente tendremos que entrar en alguna cueva. Entonces las necesitaremos.
Sí, todos tenían sus respectivas linternas. Incluso Wifredo tenía dos. Cierto que eran más bien pequeñas, pero funcionaban estupendamente.
—¿Qué plan vamos a seguir, Julián? —preguntó Jorge.
Tim gimió como diciendo: «Sí, dínoslo». Estaba sentado al lado de Jorge y muy próximo a Wifredo. De vez en cuando olisqueaba el puerco espín que el niño llevaba en el bolsillo. Wifredo había estado muy ocupado capturando insectos para darle de comer.
—Propongo que vayamos a los acantilados tan pronto como llegue la noche y descendamos por ellos —dijo Julián—. Supongo que habrá algún camino que lleve hasta el agua, aunque sólo sea una senda de conejos. Yo iré delante, Ana y Wifredo seguirán detrás de mí y después Dick. Jorge y Tim irán los últimos.
—De acuerdo —dijeron todos.
—Desde luego, procuraremos hacer el menor ruido posible, y sobre todo, habrá que tratar de no desprender piedras al pisar —continuó Julián—. A lo mejor hay alguien abajo y podría vernos. Cuando lleguemos a la playa, Wifredo pasará delante. Él ha visto a los hombres y sabe poco más o menos dónde se encuentra la entrada.
Wifredo se sintió muy importante. ¡Era como planear una exploración! De pronto se acordó de algo.
—Espero que las chicas no se asustarán cuando oigan esos terribles gemidos —dijo—. Es sólo el viento que silba al chocar contra los agujeros y las aristas de las rocas.
—¿Quién se asusta del viento? —gruñó malhumorada Jorge.
—Quizá Tim —repuso Julián sonriendo—. Nosotros sabemos que se trata del viento, pero él no. Será mejor que lo sujetes por el collar cuando lo oigamos.
—No se asustará —afirmó Jorge—. Tim no se asusta de nada.
—Sí, ya lo creo que se asusta —aseguró Dick inmediatamente—. Y sé de algo que le asusta muchísimo y le hace meter el rabo entre piernas y agachar las orejas.
—No es cierto —protestó Jorge, enfadada.
—Claro que sí. ¿Es que no lo has visto nunca cuando le riñes? —dijo Dick, soltando una carcajada—. Incluso tiembla de miedo.
Todos rieron menos Jorge.
—No es verdad —dijo—. No hay nada que pueda asustar a Tim, ni siquiera yo. Cállate de una vez, Dick.
—Quizá fuese mejor que solamente uno o dos de nosotros entrasen en la cueva —aventuró Julián—. Los otros pueden esperar escondidos a que les hagamos una señal. No creo que encontremos a nadie en plena noche, pero nunca se sabe. Ojalá haya un pasadizo que nos lleve hasta el sitio donde están escondidas las estatuas de oro. Así sabremos con seguridad cómo las sacan y las meten en la isla.
—¿Meterlas? —preguntó Dick, extrañado—. Pero yo creía que hacía muchísimos años que estaban aquí y que ellos se limitaban a llevárselas.
—Bueno, creo que la cosa es más complicada de lo que parece. Esto puede ser el centro de operaciones de una banda que guarda aquí lo que ha robado. Esperan unos años a que el asunto se haya olvidado y luego sacan las cosas para venderlas.
—Pues yo sigo creyendo que alguien descubrió la habitación con los tesoros del viejo millonario y que se los está llevando poco a poco. Sea lo que sea, es la mar de interesante.
—¡Y pensar que todo empezó porque fuimos al pozo a beber agua! —dijo Ana.
—Poneos los jerseys —recomendó Julián—. Con el viento que sopla en los acantilados, sentiréis frío.
—¡Estoy muy impaciente! —aseguró Jorge—. ¡Es toda una aventura! ¿Has oído, Tim? ¡Una aventura!
—¿Algo más, Julián? —preguntó Ana, que se sentía orgullosa de su hermano. Parecía una persona mayor cuando planeaba las cosas.
—Eso es todo. Comeremos algo antes de empezar la aventura. Wifredo irá el primero hasta llegar a los acantilados. Sólo él conoce el camino. Luego pasaré yo delante. No quiero que nadie resbale y le oigan los ladrones, o los contrabandistas, o lo que sean.
—¿Has oído, Tim? —preguntó Jorge. El perro gimió y colocó una pata sobre la rodilla de su ama, como diciendo: «Es una pena que no tengáis unos pies tan seguros como los míos».
El tiempo transcurría muy despacio. Todos estaban deseando emprender la marcha y consultaban continuamente sus relojes. Comieron otra vez, pero, cosa extraña, nadie sentía el menor apetito. Estaban demasiado nerviosos. Tim era el único que parecía tranquilo. Por su parte, Jorge parecía la más nerviosa de todos.
Por fin se pusieron en marcha. Wifredo iba delante.
No se acordaba muy bien del camino, pero se guió por los gemidos distantes del aire en el acantilado.
Conforme se aproximaban a éste, el sonido iba aumentando en intensidad. Semejaba un gigantesco lamento. No era extraño que hubiesen bautizado a la isla con su nombre.
¡EEEEEH! ¡OOOOOH! ¡EEEEEH! ¡AAAAAH! ¡OOOOOH!
—No resulta nada agradable —comentó Ana—. Es como si alguien estuviese llorando y lamentándose.
—¡Caramba! ¡Vaya un viento! —gruñó Dick—. Menos mal que no llevo peluca. Ya se hubiese echado a volar. Agarra a Tim, Jorge, el viento podría hacerle caer. Pesa muy poco.
Jorge sujetó fuertemente a Tim. ¡Qué horrible sería que el viento lo empujase por el acantilado! Tim le lamió la mano. No le gustaba nada aquel viento. ¡Tenía un ruido tan lúgubre!
Llegaron al borde del acantilado y miraron hacia abajo para comprobar si había alguien en la playa. Pero a excepción de las gaviotas que chillaban en sus nidos no había el menor signo de vida.
—No hay ningún bote ni ningún barco —dijo Dick—. ¡Paso libre, Julián!
Julián buscó un camino para bajar por el acantilado, mas no consiguió encontrarlo. No parecía haber ninguno que llegase hasta abajo.
—Iremos hasta allí. Luego subiremos un poco y cogeremos aquel otro camino, por aquella cornisa de allá, hasta llegar hasta aquella roca blanca. ¿La veis? —resolvió al fin—. Desde allí podremos llegar fácilmente abajo.
—Será mejor que Tim se adelante —dijo Jorge—. Él escogerá el mejor camino. Corre, Tim, guíanos.
Tim la entendió en seguida, y al momento se puso en cabeza del grupo. Descendió un poco, avanzó un trecho por la cornisa que había señalado Julián y se detuvo.
Emitió un corto ladrido como diciendo: «Seguidme. Es muy fácil».
Todos obedecieron sus indicaciones, aunque unos con más cuidado que otros. Jorge y Wifredo apenas tomaban precauciones y en una ocasión Wifredo resbaló, lo que le ocasionó un largo trayecto sobre su trasero. ¡No le gustó ni pizca!
—Mira dónde pones los pies, Wifredo —advirtió Julián—. Se está haciendo de noche. Si has resbalado es porque quisiste saltar esa roca en lugar de trepar por ella con cuidado. No me apetece en absoluto tener que mandar a Tim al fondo de este precipicio para que recoja tus pedazos.
Por fin llegaron a la base del acantilado. La marea estaba baja y el agua quedaba a unos cuantos metros. Ana resbaló en una roca y cayó en una pequeña balsa de agua. Sus zapatos quedaron empapados.
—Bueno, ahora, veamos. ¿Dónde viste exactamente a esos hombres? —preguntó Julián deteniéndose.
—¿Ves aquellas rocas altas? —dijo Wifredo señalándolas—. ¿Aquélla que tiene forma de oso? Pues los hombres se metieron por detrás de ella y después desaparecieron.
—De acuerdo —dijo Julián—. Ahora, ni una palabra más. Aunque con el ruido que hace el viento no es fácil que se oiga nada. ¡Seguidme!
Se dirigieron hacia la roca con figura de oso que había señalado Wifredo. Todos estaban impacientes por llegar allí. Ana cogió la mano de Wifredo y le susurró al oído:
—Es fascinante, ¿verdad?
Wifredo asintió. Le hubiese dado miedo encontrarse solo por allí, pero, con sus amigos, aquello resultaba una aventura. ¡Una aventura estupenda!
Por fin llegaron a la roca. Cerca de la misma divisaron una zona oscura. ¿Sería el túnel?
—De ahí salieron los hombres —dijo Wifredo en voz baja—. ¿Entramos?
—Sí —respondió Julián—. Yo me meteré primero y esperaré un poco por si oigo algo en cuanto me acostumbre al ruido del mar. Si no oigo nada, silbaré. ¿De acuerdo? Entonces entraréis vosotros.
—¡De acuerdo! —dijeron todos.
Observaron como Julián se metía en la boca del túnel. El muchacho se detuvo y permaneció inmóvil. Estaba muy oscuro y cogió su linterna. La encendió, y su brillante haz iluminó el pasadizo. Vio un foso que seguía hacia adelante y a ambos lados del mismo una cornisa rocosa, no demasiado pendiente. En el foso se veía una corriente de agua que iba a parar al mar.
—Voy a penetrar un poco más a ver si puedo oír algo —dijo a los otros—. Esperadme aquí.
Julián desapareció en el interior del túnel, mientras los demás se quedaban afuera, aguardando impacientes la señal. De pronto una gaviota pasó rozando sus cabezas. Wifredo se llevó tal susto que estuvo a punto de caerse de la roca en que se encontraba y tuvo que agarrarse a Jorge. Tim gruñó mirando fieramente a la gaviota. ¡Qué pájaro tan estúpido! ¡Mira que asustarlos de aquel modo…!
En aquel instante sonó un débil silbido y Julián apareció de nuevo ante ellos, con la linterna en la mano.
—Todo va bien —dijo—. No he oído nada y el camino es fácil. Hay una corriente de agua y una cornisa de roca sobre la que se puede caminar fácilmente. Procurad no hablar. Y cuidado con susurrar. La cueva amplifica muchísimo los sonidos. Agarra a Tim, Jorge.
Tim gimió ligeramente cuando Jorge le obligó a entrar en la cueva. Al momento su gemido resonó mil veces más fuerte al rebotar en las paredes. Tim se llevó un susto tremendo.
Jorge lo agarró con firmeza.
—No te muevas de mi lado —susurró—. Y no hagas ruido. Esto es una aventura, Tim, y tú estás tan metido en ella como nosotros. ¡Venga!
Y todos se adentraron en el oscuro pasadizo. ¿Qué encontrarían? Sus corazones latían con fuerza. Tim se mantenía muy pegado a Jorge. ¿Una aventura? En ese caso debía cuidarla mucho. En una aventura puede suceder cualquier cosa.