Capítulo XIV

LA AVENTURA DE WIFREDO

—¿Y qué hacemos con Tim? Él no puede subirse a un árbol —dijo Jorge—. Y si lo ven, a lo mejor le pegan un tiro…

—Llévalo detrás de un arbusto y mándale que se siente —resolvió Julián—. Sabe perfectamente lo que quiere decir eso; corre, Jorge, de prisa.

La niña agarró a Tim por el collar y le obligó a esconderse entre un arbusto muy espeso. Tim la miró sorprendido. Se encontraba molesto entre las hojas.

—Siéntate, Tim, y quédate quieto —le ordenó su ama—. ¡Siéntate, te he dicho! ¡Siéntate! ¿Entiendes?

—¡Guau! —respondió Tim muy bajito. Y escondió la nariz de manera que no se le veía. Ahora había entendido perfectamente lo que quería decir Jorge. Era un perro muy listo.

Dick ayudó a Ana a subirse a uno de los árboles, eligiendo uno muy espeso.

—Súbete lo más arriba que puedas —le recomendó—. Y quédate ahí hasta que te llame. No tengas miedo. Tim te protegerá.

Ana le sonrió tímidamente. No era como Jorge, valiente y siempre dispuesta a meterse en aventuras. Le gustaba la tranquilidad, aunque sabía que estando los cinco juntos era imposible.

Los tres hermanos y Jorge estaban encaramados en sendos árboles, escuchando las palabras de aquellos hombres. Parecía que Wifredo no les había delatado. ¡Bien por él!

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —insistió uno de los hombres.

—En un bote —contestó Wifredo.

—¿Quién ha venido contigo? —preguntó otro.

—Nadie. He venido solo —contestó Wifredo sin titubear—. Quería visitar la isla. Me gustan mucho los animales y me habían dicho que en esta isla hay muchos.

—¡Vaya un cuento chino! —dijo una voz de hombre.

—¡Le estoy diciendo la verdad! Mire lo que tengo en el bolsillo —dijo Wifredo, enseñándole al parecer su puerco espín. Lo he encontrado herido y lo he recogido para cuidarlo.

—Muy bien. En ese caso, vuélvete a tu bote y lárgate inmediatamente. Inmediatamente. ¿Me entiendes? Y no tengas tanto miedo. No te vamos a comer. Tenemos mucho trabajo y no queremos extraños husmeando por los alrededores. Ni tampoco niños tontos con puerco espines en los bolsillos.

Wifredo se fue corriendo. Se sentía perdido. Nunca encontraría a sus amigos, ni la playa en que se encontraba el bote. ¿Por qué habría desobedecido a Julián? ¿Le habrían oído sus compañeros? No sabía qué dirección tomar. Había perdido completamente el sentido de orientación e ignoraba si tenía que ir hacia la izquierda o hacia la derecha. ¿Dónde estarían los otros? Tenía que encontrarlos. Corrió entre los árboles, deseando que Tim se encontrase a su lado. De pronto se detuvo. ¿Era aquél el camino? Dio media vuelta y corrió en la dirección opuesta. No, tampoco era por allí.

Creyó oír voces a lo lejos. Se detuvo a escuchar. ¿Serían sus amigos?… Si por lo menos Jorge enviase a Tim en su busca… Pero no, podían disparar contra él. ¡Un momento! ¿Eran voces o sólo el viento? Quizá fuesen sus compañeros que le andaban buscando. Wifredo corrió hacia donde se oía el sonido. Pero éste cesó de pronto. ¡Era el viento!

Los árboles se hacían cada vez menos densos. Por fin, Wifredo divisó el mar. ¡Estupendo! Si podía llegar hasta allí recorriendo la costa acabaría por encontrar el bote. Corrió de nuevo con todas sus fuerzas.

Trepó a toda velocidad por entre los árboles, hasta llegar a un acantilado muy alto. Sí, allí estaba el mar. Tenía que llegar al punto más alto para examinar los alrededores. Cuando lo consiguió, se asomó al borde. En el acto, se retiró asustado. ¿Qué era aquel ruido? Era como el gemido de un gigante, un gemido que iba aumentando en intensidad para morir o comenzar de nuevo cada vez más fuerte. Wifredo temblaba de miedo. No se atrevía a continuar adelante y se sentó cubriéndose los oídos con las manos para no oír aquel escalofriante gemido.

De repente, se acordó de lo que se trataba y se sintió aliviado. ¡Claro! Aquél era el sonido que originaba el viento al chocar con los acantilados. Cierto que les habían dicho que a la isla la llamaban también la isla de los Lamentos. Sí, sí, ya sabía que era el viento. ¡Pero vaya un sonido más terrible!

Siguió sentado durante un rato, ahora mucho más tranquilo, y luego se acercó al borde del acantilado. Miró hacia abajo y lo que vio le sorprendió muchísimo.

«¿Quiénes serán esos hombres? —pensó—. No puedo permitir que me vean. Deben de ser compinches de los que me cogieron. ¿Qué estarán haciendo ahí?».

Se tumbó en el suelo y les espió. Eran cuatro hombres. De repente, desaparecieron. ¿Dónde se habían metido?

«Sin duda hay cuevas en el acantilado. Se habrán metido en alguna —pensó—. Ojalá parase este horrible sonido. Terminará por volverme loco».

Al cabo de un rato oyó voces de nuevo y se asomó para investigar. Vio que dos de los hombres salían de las rocas. ¿Qué era lo que llevaban? Una caja enorme. En seguida se acordó de lo que habían dicho sus amigos. ¡Aquellas grandes cajas eran los embalajes de las estatuas!

«¡Ajá! ¿Conque así es como las sacan de aquí? Las llevan a través de algún pasadizo que va desde el castillo a los acantilados. Allí les está esperando un barco».

Pero, ¿dónde estaba el barco? No conseguía verlo. Bueno, quizá no había llegado todavía.

Permaneció vigilando con mucho interés como los hombres sacaban una caja tras otra y las amontonaban cerca de una roca casi sumergida en unas aguas tranquilas.

«Cajas pequeñas…, cajas grandes… Están trabajando a base de bien —pensó Wifredo, deseando que los otros estuviesen con él—. Me pregunto qué habrá en su interior. La cama de oro, seguro que no. Resultaría demasiado grande para transportarla. Tendrían que desmontarla primero. ¡Otra caja! Pronto van a necesitar un transatlántico para que quepa todo eso…».

Nada más ocurrírsele esto, vio un barco que se acercaba.

«¡Vaya, no es un transatlántico, pero de todos modos es muy grande! —pensó Wifredo—. Me imagino que ahora echarán al agua un bote más pequeño y que cargarán en él las cajas».

Pero el vapor quedó inmóvil y no apareció bote alguno. Wifredo se imaginó que sin duda estaba aguardando a que subiese la marea para poder acercarse más.

«¿Qué dirán los otros cuando se lo cuente? ¡No me creerán! Bueno, así no me reñirán por haberme escapado de ellos».

Decidió volver al bosque para contarles lo que había visto. No creía que estuviesen muy lejos de donde los había dejado. De súbito, alguien saltó encima de él desde un árbol y lo derribó.

—¡Déjenme ir! ¡Déjenme ir! —gritó asustado. Pero pronto saltó de alegría al ver a Tim corriendo hacia él.

—¡Tim! ¡Sálvame!

Sin embargo, Tim no se apresuró a salvarle. Se quedó donde estaba, mirándole extrañado, mientras él se debatía desesperadamente para desasirse de los brazos que le asían.

De repente, Wifredo oyó una risa. ¿Una risa? ¿Quién podía reírse en una situación como aquélla? Volvió la cabeza y vio a Dick y a Ana haciendo esfuerzos por contener las carcajadas y a Jorge partiéndose de risa. Su captor lo soltó y rió a su vez con todas sus fuerzas. ¡Era Julián!

—¡No hay derecho! —exclamó—. Me habéis dado un susto de muerte. Esta tarde casi me han secuestrado.

—¿Dónde te has metido, Wifredo? —preguntó Julián, muy serio ahora—. Te prohibí que fueses a dar una vuelta y sin embargo lo hiciste.

—Sí, ya lo sé. Me fui y un hombre me atrapó y me metió el miedo en el cuerpo. Luego me soltó, corrí y me perdí. No pude encontraros —dijo el pobre Wifredo—. Pero he averiguado algo muy interesante.

—¿Qué es? —preguntó inmediatamente Julián.

—Será mejor que nos sentemos. Os lo contaré —dijo Wifredo—. Estoy muy nervioso. Sois unos bestias por asustarme de ese modo.

—No te preocupes, Wifredo —intervino Ana. Sentía lástima de él, pues efectivamente parecía muy asustado—. Ahora cuéntanos todo lo que ha sucedido.

Wifredo se sentó, temblando todavía. Pronto explicó a los otros todo lo que le había sucedido y lo que acababa de ver en los acantilados. Los demás le escuchaban en silencio, muy interesados.

—¿De modo que ése es el otro camino que lleva al tesoro? ¿Un pasadizo a través del acantilado? —exclamó Julián—. ¡No se me había ocurrido! Lo mejor será que vayamos a explorar los acantilados cuando no haya nadie.

—Entonces será mejor que esperemos hasta la noche —repuso Wifredo—. Podrían vernos en el acantilado cuando vayamos allí para buscar el pasadizo. Esos hombres estarán vigilando ahora que saben que hay alguien en la isla. Apuesto a que habrán adivinado que no estoy solo, aunque yo les aseguré que no me acompañaba nadie.

—¿Y por qué no comemos algo? —propuso Jorge—. Una vez que hayamos comido, veremos las cosas más claras. Hace siglos que no hemos probado bocado. Podemos abrir unas cuantas latas. Después planearemos lo que vamos a hacer esta noche. Es fantástico todo lo que está ocurriendo, ¿verdad Tim?

—¡Guau! —contestó el perro. En efecto, era fantástico, pensaba. Demasiado fantástico y demasiado peligroso para su gusto. Aquella noche no se separaría de Jorge. Permanecería lo más cerca posible de ella, y si corría peligro, él estaría a su lado para protegerla.