UNA GRAN SORPRESA
Tan pronto como Dick gritó de nuevo: «Parad», Julián y Jorge detuvieron la manivela para que la cuerda no siguiese bajando. Dick quedó colgado justo frente a la puerta. Empezó a tantear para abrirla. Aparentemente, no tenía cerrojo alguno, pero sí un pequeño pestillo. Dick tiró de él y tras un pequeño forcejeo saltó. Estaba tan oxidado que se desprendió de la puerta y fue a parar al fondo del pozo.
Ahora, sin pestillo, la puerta parecía más asequible. Dick la empujó con las manos para abrirla, pero las bisagras estaban tan oxidadas que no se abría. Limpió la herrumbre con las manos, hasta que los dedos se le pusieron del color del óxido.
Luego dio otro empujoncito y la puerta pareció ceder algo. No obstante, pasó la navaja por las bisagras, rascando todo el orín, y usándola como palanca, trató nuevamente de abrir.
Poco a poco, chirriando lastimosamente, la puerta se abrió. No tenía más que unos cincuenta centímetros de altura por menos de anchura todavía. Dick la empujó con todas sus fuerzas para abrirla por completo, y miró hacia dentro.
No pudo ver nada, sólo una decepcionante oscuridad. Buscó en sus bolsillos para ver si llevaba su linterna. Sí, allí estaba. La enfocó hacia el agujero, con manos temblorosas. ¿Qué estaba a punto de descubrir tras la oscuridad?
Su linterna era pequeña y no demasiado potente. Su luz iluminaba un rostro de ojos muy brillantes. Dick se llevó tal susto que casi cayó al pozo. ¡Los ojos parecían estar mirándole fijamente!
Enfocó la linterna hacia otro punto y otro par de ojos aparecieron clavados en él con la misma fuerza.
«¡Qué caras más extrañas! —pensó Dick—. Completamente amarillas… ¿Amarillas? ¡Caramba! ¡Creo que son de oro…!».
Sus manos temblaban cada vez más. Sin embargo, logró enfocar su linterna primero hacia una de las caras, luego hacia la otra. Los cuerpos de las figuras eran también amarillos y sus ojos brillaban de una forma muy extraña.
«Me parece… me parece que he encontrado el escondite de las estatuas de oro —pensó—. ¡Caray! Y esos ojos tan brillantes deben de ser piedras preciosas. ¡Menudo susto me he llevado cuando las he visto! ¿Qué sitio será éste?».
—Dick, ¿qué ves? Dínoslo en seguida —gritó Julián desde arriba.
Dick casi se soltó de la cuerda cuando las palabras de su hermano resonaron en las paredes del pozo.
—Es demasiado fantástico para explicároslo a gritos —contestó—. ¡Subidme! Ya os lo contaré cuando llegue arriba.
Momentos después se había reunido con los otros, y con los ojos tan brillantes como los de las estatuas les relataba atropelladamente todo cuanto había visto.
—La puerta conduce al sitio en que está escondido todo el tesoro. Lo primero que vi fue una estatua, mirándome con unos ojos brillantes y con la cara dorada, de oro puro. Hay docenas de estatuas. ¡Qué escondite más fantástico!
—Tiene que haber otra entrada —dijo Julián, encantado al oír aquello—. Ésta debe de ser una puerta secreta. Si es tan estrecha como dices, las estatuas no hubieran pasado por ella. Sin duda las metieron por otro sitio. ¡Vaya descubrimiento, Dick!
—Bajemos todos por turno para verlo —exclamó Jorge, impaciente—. Casi no puedo creerlo. Me parece que estoy soñando. Dejadme bajar en seguida.
Uno a uno se descolgaron por la cuerda y miraron por la puerta. Ana subió muy asustada. No le había gustado en absoluto encontrarse con todas aquellas estatuas con los ojos fijos en ella.
—Ya sé que no me miraban —dijo—, pero sus ojos brillaban de una forma muy extraña. Parecía que de un momento a otro echarían a andar hacia mí y me dirían algo.
—Bueno, ahora lo que hay que hacer es entrar por esa puerta y tratar de explorar el sitio donde están enterradas las estatuas —dijo Julián—. Tenemos que encontrar la puerta por donde las metieron. Seguro que hay una al otro extremo de la habitación. ¡Qué escondite más fenomenal! No me extraña que la policía no descubriese nada por mucho que buscó.
—A lo mejor encontramos la espada con el mango de piedras preciosas —se entusiasmó Ana—. Y también la cama de oro.
Apenas había acabado de hablar cuando un fuerte ruido resonó delante de ellos. Tim comenzó a ladrar furiosamente. ¿Qué sucedía?
—¡Chiss! —le ordenó Jorge, enfadada—. Harás que te oigan los guardas, idiota. ¡Cállate!
El perro dejó de ladrar y gimió. Luego corrió hacia el bosque y empezó a menear el rabo. Parecía muy feliz.
—¿A quién diablos busca? —exclamó Jorge, sorprendida—. Tiene que ser alguien a quien conoce, a juzgar por lo contento que está.
Siguieron a Tim, que corría hacia la playa donde habían desembarcado y perdido su bote. Allí, sobre la arena, descubrieron otra embarcación. Era un bote pequeño. Y a su lado, acariciando a Tim, estaba Wifredo. ¡Vaya sorpresa!
—¡Wifredo! ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Has alquilado ese bote? ¿Has venido solo? ¿Has…?
Wifredo sonrió encantado ante el asombro de sus compañeros. Tim le daba continuos lengüetazos, sin que ni siquiera Jorge pareciese darse cuenta.
—Bueno —dijo—. Al ver que no volvíais, pensé que algo iba mal, y cuando el chico de los botes me dijo que os había alquilado uno y que lo habían encontrado vacío a la deriva cerca de la isla, me imaginé lo que estaba ocurriendo. Entonces me dije: «¡Vaya! Seguro que a ésos se les ha olvidado atar el bote al llegar a la isla y que ahora están allí sin poder moverse…». No fue muy correcto esto de marcharos sin mí. Pero pensé que al fin y al cabo os alegraríais de verme si alquilaba un bote y venía a buscaros.
Ana estaba tan contenta que le dio un abrazo.
—Ahora podremos irnos en cuanto queramos —dijo.
—Lo malo es que en este momento no queremos —repuso Dick—. Hemos descubierto algo estupendo, Wifredo, y estamos muy contentos de que puedas compartirlo con nosotros… Oye, ¿qué tienes en el bolsillo? Veo asomar una cabeza.
—¡Ah! Es sólo un puerco espín pequeñito. Ha recibido un golpe y voy a cuidarlo durante dos o tres días —respondió empujándolo hacia el fondo de su bolsillo—. Pero, bueno… Decidme de una vez lo que habéis descubierto. No será el tesoro, ¿verdad?
—Pues sí, lo es —replicó Ana—. Lo hemos encontrado al bajar a un pozo que hay cerca del castillo.
—¡Qué gracioso! ¿Es que alguien lo tiró al agua? —preguntó Wifredo, extrañado.
—No —denegó Dick. Y le contó toda la historia.
—¡Qué estupendo el que se me haya ocurrido venir! —dijo Wifredo, entusiasmado—. Estuve a punto de no hacerlo. Pensé que a lo mejor no me queríais con vosotros y que a Jorge no le haría ninguna gracia verme a causa de Tim… Pero yo no puedo evitar que se me acerque… Y si lo rechazase, se ofendería.
Tim se acercó a él con su pelota. Quería que Wifredo la arrojase para cogerla. Pero el niño no se dio cuenta, así que se limitó a acariciarle la cabeza y siguió hablando:
—El chico de los botes no se mostró muy contento al enterarse de que el bote que os había alquilado había sido encontrado a la deriva. Dijo que no estaba nada bien eso de que lo alquilaseis por una semana y apareciese el mismo día y vacío además. Fue su primo quien lo encontró y se lo llevó. No se ha estropeado.
—Ya lo arreglaré todo cuando lo vea —repuso Julián—. Todavía no le hemos pagado el alquiler, pero ya sabe él que lo haremos. Yo no sabía que hubiese aquí tanta resaca y que el mar pudiese arrastrarlo.
—Tendríais que haberme traído con vosotros —les reprochó Wifredo.
Tim, cansado de pedirle que arrojase la pelota, se dirigió a Jorge.
Ésta la lanzó al aire y Tim la atrapó. De pronto su garganta dejó escapar un ruido horrible y rodó sobre sí mismo, gimiendo.
—¿Qué te pasa, Tim? —chilló Jorge.
El perro tosía sin cesar y los ojos casi se le salían de las órbitas.
—La pelota se le ha quedado atravesada en la garganta —gritó Wifredo—. Ya sabía yo que era peligroso. Bien te lo advertí. Tose, Tim, tose. ¡Pobre perro!
El niño se mantenía a su lado, temiendo que Tim se ahogase. Ya había visto lo mismo en otro perro. Jorge estaba aterrorizada. El pobre Tim seguía tosiendo, tratando de echar fuera la pelota.
—¡Se ahogará! —exclamó Wifredo. Éste observó la pelota atravesada en la garganta del perro. Afortunadamente el agujero había quedado a la vista. Introdujo la mano en la boca del perro y metió su dedo meñique en el agujero de la pelota. Tiró suavemente y la pelota salió enganchada en él.
Inmediatamente Tim empezó a respirar de nuevo, jadeante, mientras Jorge lo acariciaba gritando de alegría.
—No debería haberte dejado jugar con esa pelota. Es demasiado pequeña para un perro tan grande como tú y yo sabía que las tiras siempre al aire para cogerlas luego. Tim, lo siento muchísimo. ¿Te encuentras bien?
Wifredo se había alejado, pero volvió en seguida con agua del pozo. Metió la mano en el cubo y dejó caer unas gotas en la garganta de Tim. Éste las tragó con ansia. Sentía la garganta seca y el agua fría le alivió. Jorge dejaba hacer a Wifredo sin decir palabra. Estaba pálida y asustada. De no ser por Wifredo, Tim hubiese muerto.
—Gracias, Wifredo —suspiró con un hilo de voz—. Has sido muy inteligente.
—Menos mal que la pelota tenía un agujero —repuso Wifredo, rodeando con sus brazos el cuello de Tim.
El perro le lamió agradecido. Luego se volvió hacia Jorge y la lamió también.
—Dice que es de los dos —tradujo Jorge—. Lo compartiré contigo. Le has salvado la vida.
—Gracias —dijo Wifredo—. Me encanta saber que es un poquito mío. Es el mejor perro del mundo.