Capítulo XI

UN EXTRAÑO DESCUBRIMIENTO

Los niños estaban asombrados al ver tantas estatuas brillando en la oscuridad del bosque. Dieron vueltas a su alrededor hasta que descubrieron una gran cabaña. Entraron en ella.

—Venid aquí —exclamó Dick—. Hay unas cajas enormes. Y son muy fuertes. ¡Mirad lo que hay dentro de estas dos!

Todos se acercaron a mirar. En la primera, medio enterrada entre serrín, había una magnífica estatua que representaba a un niño. En la otra, el serrín lo cubría todo y Ana tuvo que escarbar un poquito para ver si allí había algo.

—Mirad, un ángel de piedra —exclamó, apartando el serrín que ocultaba la carita, una pequeña corona y la punta de las alas—. ¡Qué monada! ¿Por qué estarán embalando así todas estas estatuas?

—Usa un poco tu cerebro —repuso Dick—. Está claro que son obras de arte muy antiguas. Las están embalando para transportarlas a algún lugar en el que puedan venderlas por mucho dinero, América probablemente.

—¿Crees que las han sacado del castillo? —preguntó Jorge—. Está muy cerca, y me imagino que esta cabaña pertenece al castillo. Pero, ¿cómo es que la policía no las encontró cuando lo registraron? Debieron de mirar en todos los rincones. ¿Y las estatuas que hay en el bosque?

¿Por qué no las han embalado también? ¿Qué dices, Julián?

—Seguramente porque son demasiado grandes —repuso Julián—. Y demasiado pesadas. Un bote pequeño no podría llevarlas. En cambio, las pequeñas son ideales para transportarlas. No pesan tanto como las grandes y además no están dañadas ni por la lluvia ni por la nieve.

—Tienes razón —dijo Ana—. Me he fijado en que las otras tienen manchas verdes e incluso a algunas les faltan trocitos. Me gustaría meterme en el castillo y ver lo que hay allí dentro.

—El hombre del club de golf, aquél al que le llevamos las pelotas que encontró Tim, dijo algo acerca de que había en el bosque de la isla estatuas blancas como la nieve, ¿os acordáis? —preguntó Dick.

—Sí, deben de llevar aquí mucho tiempo —repuso Julián—. No creo que tengan demasiado valor: si no, las tendrían dentro del castillo. Estas estatuas pequeñitas, en cambio, deben de valer muchísimo dinero.

—¿Quién creéis que las habrá embalado? —se interesó Ana.

—Quizá los hombres que vimos en el castillo —contestó Julián—. Incluso para trasladar las estatuas pequeñas desde el castillo hasta aquí se necesita mucha fuerza. Parece que las meten en estas cajas y luego se las llevan en algún bote o en algún barco. Probablemente utilizan primero un bote que luego las lleva hasta un barco más grande que aguarda en alta mar. Pero no creo que esos guardas sean los hombres que manejan este negocio. El jefe debe de ser alguien que conoce muy bien el valor de las antigüedades. Seguramente oyó la leyenda de la isla, vino a investigar y encontró cosas muy interesantes.

—¿Dónde? —preguntó Jorge—. ¿En el castillo?

—Puede, aunque sin duda estaban muy escondidas —dijo Julián—. Por lo que sabemos, tienen que quedar aún muchas cosas escondidas allí dentro. La espada con el puño de piedras preciosas, por ejemplo. ¡Ah! Y la cama de oro macizo, y muchísimas cosas más de las cuales…

—¡Pensar que todo puede estar muy cerca de nosotros, en esta misma isla…! —interrumpió Ana—. Me encantaría poder contar que he dormido una vez en una cama de oro…

—Pues me parece que la encontrarías un poco dura —bromeó Dick.

De pronto Tim emitió un débil gemido y lamió la mano de Jorge.

—¿Qué pasa? —preguntó ésta—. ¿Qué quieres, Tim?

—A lo mejor tiene hambre —dijo Ana.

—Más bien sed —apuntó Julián—. Mira cómo le cuelga la lengua.

—¡Pobre Tim! Hace horas que no has bebido —asintió Jorge—. Bueno, a ver ahora dónde encontramos agua. Me temo que tendremos que buscar un charco o algo por el estilo. ¡Ven!

Dejaron la choza en la que estaban las estatuas y salieron al bosque. Todos tenían la boca seca. Julián se sentía preocupado.

—Dentro de poco vamos a tener una sed horrorosa —dijo—. ¿Dónde podremos encontrar un poco de agua?

—¿Será peligroso acercarnos al castillo para ver si encontramos una fuente? —preguntó Jorge, resuelta a hacer cualquier cosa con tal de encontrar agua para Tim.

—Sí, demasiado peligroso —afirmó Julián—. Más vale que no nos acerquemos mucho a esos hombres. Pueden tener orden de disparar sin avisar y no resultaría nada agradable… ¡Mirad! ¿Qué es aquello que hay allí? —añadió señalando hacia un lugar situado detrás de la choza de las estatuas.

Se dirigieron en aquella dirección y Ana adivinó en seguida de qué se trataba.

—¡Un pozo! ¡Un viejo pozo! —exclamó—. Mirad, tiene una polea y una cuerda para bajar el cubo. Espero que al menos haya algún cubo.

Tim apoyó sus patas en el borde del pozo y comenzó a olisquear. ¡Agua! ¡Con las ganas que tenía de beber! Miró a Jorge y empezó a gemir.

—De acuerdo, Tim, en seguida llenaremos el cubo de agua —lo calmó Jorge—. Todavía está puesto en el gancho. Julián, la manivela de la polea está muy oxidada. ¿Crees que podrás hacer bajar el cubo?

Julián la hizo girar con todas sus fuerzas y casi inmediatamente la cuerda se deslizó con tanta brusquedad que el cubo se desenganchó y cayó al fondo del pozo, produciendo un fuerte chasquido al chocar contra el agua.

—¡Mecachis, qué mala suerte! —exclamó Julián, y Tim dejó escapar un gemido lastimero. El cubo estaba llenándose de agua y parecía a punto de hundirse.

—Se hundirá en el agua —dijo Julián, como con una mueca de disgusto—. Si hubiese una escalerilla podríamos bajar y recuperar el cubo.

Pero no la había, aunque parecía que muchos años antes existió una. Aún se veían los agujeros en las paredes del pozo.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Ana—. ¿No hay manera de subir el cubo?

—No, me temo que no —dijo Dick—. Aunque… espera… Podría deslizarme por la cuerda y llegar hasta el fondo para coger el cubo. Podría subir perfectamente si Jorge y Julián dan vueltas a la manivela para ayudarme con la cuerda.

—¡Fantástico! Ya puedes empezar a bajar —dijo Julián—. La cuerda está en buenas condiciones y aguantará bien tu peso. Os subiremos perfectamente a ti y al cubo.

Dick se sentó en el borde del pozo y se asió a la cuerda, quedando colgado de ella. Permaneció así unos instantes y luego empezó a deslizarse hacia abajo, mirando hacia el negro agujero que se abría a sus pies con el agua en el fondo. Fue bajando lentamente, bien agarrado a la cuerda, soltando mano tras mano como tantas veces había hecho en la escuela, en las divertidas tablas de gimnasia.

Al llegar al final, recogió el cubo y lo llenó de agua. Estaba fría como el hielo.

—¡Todo va bien! ¡Subidme! —gritó.

Su voz resonó extrañamente en las paredes del pozo. Julián y Jorge comenzaron a dar vueltas a la manivela lentamente. Les costaba un gran esfuerzo. Dick pesaba mucho. Poco a poco, Dick se iba acercando a la boca del pozo. Estaba ya a medio camino, cuando le oyeron soltar una exclamación. Sin embargo, no lograron entender lo que decía.

Pronto apareció la cabeza de Dick, quien les entregó el cubo. Tim se arrojó sobre el agua con ladridos de excitación y empezó a beber ruidosamente.

—¿No me oísteis gritar cuando estaba a mitad de camino? —preguntó Dick, aún agarrado a la cuerda—. No soltéis la manivela, aguantad un minuto.

—¿Qué pasa? —preguntó Julián, sorprendido—. ¿Por qué nos gritabas? No hemos podido entenderte ni una sola palabra.

Dick se inclinó hacia un lado, se asió al borde del pozo y se sentó en el brocal.

—Os grité porque vi algo muy extraño mientras me estabais subiendo —dijo—. Quería que paraseis para ver qué era.

—Bueno, ¿y qué era? —preguntó Julián.

—No lo sé con seguridad, pero parecía una puerta —respondió Dick—. ¡Eh! ¡Tened cuidado! Tim va a beberse el agua. Si sigue así, va a reventar. Cuando acabe, cogeremos agua para nosotros.

—Sigue con lo que estabas diciendo —le apremió Jorge—. ¿Cómo puede haber una puerta en mitad de la pared de un pozo?

—Bueno, yo lo único que te digo es que está ahí —dijo Dick—. Tim ya ha acabado de beber. Bajaré para llenar el cubo de agua, y cuando os grite: «¡Parad!», vosotros dejad de darle a la manivela. ¿De acuerdo?

Dicho y hecho. Dick volvió a descender con el cubo y lo llenó de agua. Luego, Jorge y Julián, lo izaron dando vueltas a la manivela.

Cuando le oyeron gritar: «Parad», se detuvieron y miraron hacia el interior del pozo.

Pudieron ver que Dick examinaba cuidadosamente una de las paredes del pozo y la empujaba con una mano. Luego volvió a gritar:

—¡Vale! ¡Arriba!

Continuaron izándolo hasta que pudo sentarse de nuevo en el borde.

—Sí, hay una abertura en uno de los lados —dijo tan pronto como hubo recuperado el aliento—. Está cerrada por una puerta. No he conseguido abrirla con los dedos. Está demasiado dura. Luego bajaré con mi navaja y lo intentaré de nuevo. Creo que lo lograré.

—¡Una puerta en la pared de un pozo! —exclamó Julián, atónito—. ¿Adónde diablos conducirá?

—Eso es lo que vamos a averiguar ahora mismo —exclamó Dick, muy contento de su descubrimiento—. ¿A quién se le ocurre abrir una puerta en mitad de un pozo? Alguien tuvo que hacerlo. Pero, ¿por qué? Esto es la mar de misterioso. Me parece que voy a bajar en seguida para ver si puedo abrir esa puerta y averiguar a dónde conduce.

—¡Sí, baja, Dick, baja! —le apremió Jorge—. Si no bajas tú, lo haré yo.

—Aguantad la cuerda. Allá voy —dijo Dick.

Y otra vez empezó a descender ante los ojos del sorprendido Tim. Los niños miraban ansiosamente hacia el fondo. ¿Podría Dick abrir la puerta? ¿Qué encontraría al otro lado? Date prisa, Dick, date prisa, todos te esperan impacientes.