LOS CINCO EN APUROS
Julián se acercó hasta la orilla y miró mar adentro tratando de descubrir el bote.
«Si lo viese, podría llegar hasta él a nado y traerlo hasta la playa —pensaba—. Bueno. No hay rastro de la embarcación. ¡Soy un estúpido!».
Dick se acercó a él, muy preocupado.
—Supongo que habrá demasiada distancia para ir nadando —dijo—. De todos modos, podría intentarlo y regresar con un bote a buscaros.
—No, está demasiado lejos —rechazó Julián—. Además, la marea es demasiado fuerte por muy buen nadador que fueses. Estamos en un verdadero apuro.
—¿No podríamos hacer señales? —preguntó Dick.
—¿Y con qué? —preguntó a su vez Julián—. Podrías estar haciendo ondear una camisa durante una hora. Te aseguro que desde la costa no la verían.
—Bueno, pues tenemos que pensar algo —dijo Dick, exasperado—. ¿Por qué no buscamos un bote aquí mismo en la isla? Esos hombres tienen que disponer de uno para ir y venir.
—¡Claro! —exclamó Julián, golpeando la espalda de Dick—. ¿Qué le pasará a mi cabeza? Parece que últimamente no funciona demasiado bien. Si encontrásemos un bote podríamos volver a tierra de noche, cuando subiese la marea. Es posible que tengan dos o tres. Deben de ir a buscar la comida a la costa. Sólo falta encontrarlos, claro.
Las dos niñas y Tim se acercaron a ellos. Tim gimió.
—No le gusta nada la isla —dijo Jorge—. Creo que presiente peligro.
—Apuesto a que sí —asintió Dick, acariciando la cabeza del perro—. Me alegro mucho de que esté con nosotros. ¿Se os ocurre algo a vosotras?
—Podríamos hacer señales —propuso Jorge.
—No, no las verían desde la costa —respondió Dick—. Ya habíamos pensado en ello.
—Bueno, si encendiésemos una hoguera por la noche en la playa, seguro que la verían.
—¡Exactamente! —exclamó Julián—. Si la encendiésemos en un punto un poco alto, como aquel promontorio de allí, seguro que la verían y vendrían a buscarnos.
—Pero ¿no la verían también los guardas? —preguntó Dick.
—Tendremos que arriesgarnos —contestó su hermano—. Sí, la encenderemos. Es una idea estupenda, Ana. Tengo un hambre horrorosa. ¿A alguien se le ha ocurrido traer algo de comer?
—Yo tengo dos barras de chocolate, aunque están un poquito blandas —dijo Jorge rebuscando en sus bolsillos.
—Y yo tengo algunos caramelos de menta —añadió Ana—. ¿Y vosotros, chicos? Tú siempre llevas terrones de azúcar, Dick. No me digas que ahora que nos hacen falta no tienes.
—No te preocupes. Llevo un paquete entero —dijo Dick—. Tomemos algunos.
Sacó el paquete del bolsillo y un minuto más tarde todos estaban chupando terrones de azúcar, incluso Tim, que se tragó el suyo en un abrir y cerrar de ojos.
—Es un despilfarro darte terrones de azúcar, Tim —le regañó Ana—. ¡Cric, crac, y adentro! Eso es todo lo que sabes hacer con un terrón de azúcar. ¿Por qué no lo chupas como nosotros? No, no te daremos ninguno más.
Tim se enfadó. Se alejó de los niños, olfateando por la playa hasta que encontró un rastro de conejo y se puso a seguirlo.
Los chicos, entretenidos hablando de la situación, no se dieron cuenta de su marcha.
No tenían bote, no tenían comida ni había forma de conseguir ayuda a no ser encendiendo una hoguera que podía ser vista por los guardas. Era un panorama muy sombrío, pensaron todos. Y de pronto, un fuerte estampido rompió el silencio: ¡BANG!
Los cuatro dieron un salto, asustados.
—Ha sido un disparo —exclamó Dick—. ¡Los guardas! ¿Contra quién estarán disparando?
—¿Dónde está Tim? —gritó de pronto Jorge, mirando a su alrededor—. ¡Tim! ¡Tim! ¿Dónde estás? ¡Tim!
Todos se miraron atemorizados. ¡Tim! No, no podían haber disparado contra él. Era imposible que los guardas quisieran hacerle daño a un perro. Jorge se sentía angustiadísima y se le saltaban las lágrimas.
—Dick, no habrán disparado contra Tim, ¿verdad? Tim, ¿dónde estás? ¡Tim! Ven aquí.
—Tranquila, Jorge, escucha —exclamó Dick, mientras se oían gritos a lo lejos—. Me parece que he oído gemir a Tim. ¿No es aquél que viene corriendo entre aquellos arbustos?
Sí, era Tim. Su cabeza apareció de pronto entre unos matorrales.
—Tim, pensaba que te habían pegado un tiro —dijo Jorge, abrazándolo—. ¿Te dispararon? ¿Estás herido?
—Apuesto a que ya sé por qué le dispararon —dijo Dick—. Mirad lo que trae en la boca, es jamón. Déjalo en el suelo, ladrón.
Tim seguía con el jamón en la boca, meneando el rabo alegremente. Tenía hambre y se imaginaba que los niños también. Por eso había salido a cazar.
—¿Dónde has encontrado esto? —preguntó Julián.
Si Tim hubiese sabido hablar, le hubiese contestado: «Bueno, empecé a seguir el rastro de un conejo y llegué hasta una despensa llena de latas de conservas. Una de ellas estaba abierta, con este jamón dentro esperándome. Y aquí está». Pero como no sabía, se limitó a dejar el jamón a los pies de Jorge. Olía estupendamente.
—Bueno, de todos modos, muchas gracias —dijo Julián—. Nos vendrá estupendamente, aunque, cuando encontremos al dueño, tendremos que pagárselo.
—Julián, le han disparado —exclamó Jorge con voz temblorosa—. Mírale el rabo. Está sangrando y le han arrancado unos cuantos pelos.
—Sí, es cierto —afirmó Julián, examinando el rabo de Tim—. ¡Vaya! Esa gente no se anda con bromas. Creo que será mejor buscarlos y contárselo todo antes de que nos asen a tiros.
—Bueno, pero será mejor que vayamos todos —dijo Dick—. Seguramente pensaron que Tim era un lobo o un zorro, al verle entre los árboles. ¡Pobrecito!
Tim no parecía preocupado en absoluto. Estaba tan orgulloso de su hallazgo que hasta agitaba alegremente su herido rabo.
—Lo que ahora sabemos seguro es que los animales y los pájaros de esta isla ya no viven tranquilos —dijo Ana—. Tienen que haberse asustado cuando los guardas empezaron a disparar.
—Tienes razón —asintió Julián—. Eso me hace pensar que los hombres que hay en la isla no son simples guardas encargados de proteger la vida de los animales y alejar a los visitantes, sino guardianes muy feroces, como esos dos que hemos visto antes en el patio.
—Pero, en ese caso, ¿qué es lo que están guardando? —preguntó Jorge.
—Eso es lo que me gustaría averiguar —respondió Julián—. Y me parece que voy a curiosear un poco por ahí a ver si descubro algo. Pero no ahora. Esperaré a que oscurezca. No quisiera que me atraparan mientras investigo.
—Me gustaría no haber venido a la isla —se lamentó Ana—. Preferiría estar a salvo en la casita, con Wifredo. ¿Habrá encontrado su silbato? ¡Caramba! Parece que han pasado siglos desde que alquilamos el bote.
—¿No podríamos meternos en el bosque y explorar un poco? —preguntó Jorge—. O, por lo menos, pasear por la playa a ver si encontramos un bote. Me estoy aburriendo aquí sentada, sin hacer nada más que hablar y hablar.
—Bueno, supongo que Tim nos avisará si alguien se acerca —dijo Julián, que también se moría de ganas de estirar las piernas—. Iremos en fila, como los indios, y procuraremos hacer el menor ruido posible. Tim irá delante y así nos avisará en seguida si se acerca alguno de los guardas.
Se pusieron en pie y Tim los miró, moviendo alegremente su rabo. «No os preocupéis —parecían decir sus ojos—. Yo os cuidaré».
Avanzaron silenciosamente a través del bosque. ¡Shhh! ¡Shhh!, sonaba el viento entre las hojas, como diciéndoles que no hiciesen ruido. De pronto Tim se detuvo y gruñó suavemente en señal de advertencia. Los niños se detuvieron y esperaron en silencio, escuchando.
No lograban oír nada. Se encontraban en la parte más densa del bosque, allí donde nunca llegaba el sol y estaba siempre oscuro. ¿Por qué habría gruñido Tim? El perro dio un paso adelante, se detuvo y volvió a gruñir quedamente.
Julián se adelantó un poco, tan silenciosamente como pudo. De repente se detuvo extrañado. ¿Qué era aquella extraña figura que parecía brillar en la oscuridad? Su corazón empezó a latir más y más de prisa. La figura se mantenía inmóvil, con un brazo extendido como si estuviera señalándole.
Por un momento creyó ver que se movía y dio un paso atrás. ¿Sería un fantasma o algo por el estilo? Por de pronto, era blanquísima y brillaba de una forma muy extraña. Los otros se acercaron a Julián y se detuvieron asustados también al verla. Tim gruñó una vez más, erizado el pelo de su lomo. ¿Qué sería aquello?
Todos permanecieron quietos, sin atreverse apenas a respirar. Ana se asió a la mano de Dick, que apretó la suya con fuerza para infundirle valor. De súbito, Jorge soltó una leve risita y, ante el espanto de sus primos, dio unos cuantos pasos hacia adelante y tocó el brazo de la brillante figura.
—¿Cómo está usted? —saludó burlona—. Es un placer conocer a una estatua tan bien educada.
¡Vaya! ¿Conque una estatua? Parecía tan real y al mismo tiempo tan fantástica. Todos suspiraron aliviados y Tim corrió hacia la estatua para olería.
—Mirad a vuestro alrededor —dijo Julián—. El bosque está lleno de estatuas. ¡Son preciosas! Espero que no empiecen todas a moverse de repente. Parecen realmente vivas.