Capítulo IX

HACIA LA ISLA DE LOS SUSURROS

Los cuatro, Julián, Dick, Ana y Jorge, durmieron hasta bien pasadas las tres. Un moscardón que daba vueltas en torno a la cabeza de Ana la despertó. La niña se incorporó y consultó su reloj.

—¡Caramba! ¡Las tres y diez! —exclamó sorprendida—. ¡Despierta, Julián! ¡Arriba, Dick! ¿No queríais ir a bañaros?

Bostezando sonoramente, los muchachos se sentaron y miraron a su alrededor. Jorge seguía durmiendo y Wifredo no había regresado todavía.

—Supongo que seguirá buscando su maravilloso silbato —comentó Ana—. ¡Ánimo, chicos! Dick, como sigas ahí tendido, vas a volverte a dormir. ¿Dónde están vuestros trajes de baño? Voy a buscarlos. ¿Alguien sabe dónde hemos guardado las toallas de playa? Las necesitaremos para vestirnos y desnudarnos.

—Están en nuestra habitación, en un rincón —contestó Dick, medio dormido todavía—. He dormido como un tronco. Al despertar creí que estaba en la cama.

Ana fue a buscar las toallas y los trajes de baño. Cuando volvió, llamó de nuevo a los chicos.

—Ya lo tengo todo. Levántate ya, Julián. No te vuelvas a dormir.

—De acuerdo, ya voy —dijo Julián levantándose—. ¡Ah, qué maravilla de sol!

Empujó a Dick con el pie.

—¡Levántate de una vez! —dijo—. Si te vuelves a dormir, te dejaremos aquí. Jorge, adiós. Nos vamos.

Jorge se incorporó bostezando y Tim le lamió la mejilla. Ella lo acarició.

—Ya voy, Tim. Hace tanto calor, que tengo unas ganas locas de darme un baño. Tú también, ¿verdad, Tim?

Con todo el equipo de baño comenzaron a descender por la colina hasta llegar a la playa. Tim saltaba contento, meneando el rabo. Delante de ellos se mostraba la isla, como una gran masa verde en medio del agua, y, bordeándola, docenas de embarcaciones se dejaban arrastrar por el viento.

Los cuatro se metieron detrás de unas rocas. Tres minutos más tarde aparecieron con los trajes de baño puestos. Ana corrió hasta el agua y metió los pies en ella.

—¡Fantástico! No está nada fría. Va a ser un baño estupendo.

—¡Guau! —confirmó Tim, metiéndose a su vez en el agua.

Le encantaba el mar y era un buen nadador. Esperó a que se le acercase Jorge y salió corriendo hacia ella. Jorge se agarró a su cuello y se dejó arrastrar por él.

Lo pasaron estupendamente. Se dejaban llevar por las olas hasta la playa, chillando de alegría y tosiendo cuando les entraba agua en la boca. Era un día estupendo para bañarse.

Cuando salieron, se tendieron sobre la arena, al sol. Hacía calor. Jorge miró hacia el mar, allí donde el viento levantaba olas cada vez más grandes.

—Me gustaría tener un bote —dijo—. Si estuviésemos en casa, cogeríamos el mío y podríamos remar un rato.

Julián le señaló un cartel que había cerca de allí: «Botes para alquilar. Informes en la caseta».

—¡Estupendo! —exclamó Jorge—. Voy a preguntar. Me encantaría remar un rato.

Se enrolló la toalla de baño a la cintura y fue hasta la caseta que señalaba el letrero. Allí encontró a un muchacho de unos quince años que estaba contemplando el mar. Giró sobre sus talones al oír sus pasos.

—¿Quieres un bote? —preguntó.

—Sí, por favor. ¿Cuánto cuesta? Somos cuatro y un perro.

—Son cuarenta pesetas a la hora, ochenta al día y ciento cincuenta por semana. Si pensáis pasar unos días aquí, será mejor que lo cojáis por una semana. Os saldrá mucho más barato.

Jorge volvió a donde estaban los chicos y Ana.

—¿Alquilamos uno para toda la semana? —preguntó—. Sólo nos costará ciento cincuenta pesetas. Podremos remar todos los días y divertirnos mucho.

—De acuerdo —dijo Dick—. ¿Alguien de vosotros ha traído dinero?

—Tengo alguno en el bolsillo de mi pantalón —respondió Julián—. Pero me temo que no bastará. Iré a decirle que nos lo reserve para mañana y lo alquilaremos para una semana. Mañana por la mañana traeré el dinero.

El chico de los botes era muy simpático.

—Podéis llevaros el bote hoy mismo. No necesitáis esperar hasta mañana —dijo—. Estoy seguro de que mañana me lo pagaréis. Así que si queréis daros una vuelta ahora mismo, podéis hacerlo. Escoged el que más os guste, aunque son todos iguales. Si os apetece pescar por la noche también podéis hacerlo. Pero tened cuidado luego de atarlo fuerte, no vaya a ser que se lo lleve la marea.

—Así lo haremos —afirmó Julián, yendo a mirar los botes y llamando a los otros—. Podemos escoger el bote que queramos. Y nos lo dejan día y noche —les explicó—. ¿Cuál queréis? «Gaviota», «Pez espada», «Estrella del mar», «Aventura». Todos parecen estupendos.

—Yo prefiero el «Aventura» —dijo Jorge, pensando que aquél era el más limpio y el más hermoso—. Es un bonito nombre y un bonito bote que navegará muy bien.

—Además es un nombre muy apropiado para nosotros —añadió Dick empujándolo hacia el agua ayudado por Julián—. ¡Ya está! ¡A remar! Pon dentro toda nuestra ropa, Jorge. Nos vestiremos cuando sintamos frío.

Pronto estuvieron todos en el bote, remando sobre las olas. Soplaba una fuerte brisa.

—Ya no tengo ningún calor —dijo Jorge, envolviéndose en su toalla.

La marea estaba bajando y empujó el bote con fuerza mar adentro. De repente, la isla apareció mucho más cerca de ellos.

—Será mejor que nos alejemos —recomendó Jorge—. No sabemos si habrá algún guarda en la isla vigilándonos. Estamos ya muy cerca.

Pero la marea no cesaba de empujar el bote hacia la isla y unos minutos más tarde divisaban perfectamente la orilla. Dick cogió un remo, Julián el otro y trataron de remar con todas sus fuerzas contra la marea, a fin de conducir el bote hacia aguas menos peligrosas.

No lo lograron. La marea era demasiado fuerte y llevó el bote a pocos metros de la playa. De súbito, una gran ola rompió contra ellos, arrastrando el bote hasta la orilla. El bote se volcó y los niños cayeron sobre la arena.

—¡Caramba! —exclamó Julián—. ¡Vaya marea! Si lo llego a saber, no nos hubiésemos alejado tanto de la costa.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Ana asustada, mirando a su alrededor en busca de un guarda armado con fusil.

—Me imagino que tendremos que quedarnos en la isla hasta que suba la marea y entonces remar a su favor —respondió Julián—. No entiendo por qué el muchacho de los botes no nos advirtió de lo peligrosa que es aquí la marea. Aunque supongo que pensó que ya lo sabríamos.

Empujaron el bote para sacarlo por completo del agua y escondieron toda su ropa detrás de unos arbustos. Después caminaron por la playa en dirección al bosque. A medida que se acercaban, empezaron a percibir un extraño sonido.

—Es como un susurro —exclamó Jorge deteniéndose—. Son los árboles los que murmuran. ¡Escuchad! Es como si estuviesen hablando unos con otros en voz baja. No me extraña que le llamen la isla de los Susurros.

—¡No me gusta nada! —dijo Ana, asustada—. Parece como si estuviesen murmurando cosas de nosotros.

—Bueno, ¿y qué hacemos? No nos queda más remedio que esperar una o dos horas a que vuelva a bajar la marea.

—¿Exploramos un poco? —propuso Dick—. Después de todo, tenemos a Tim con nosotros. Viéndole a él nadie se atreverá a atacarnos.

—Pueden pegarle perfectamente un tiro si tienen fusiles, ¿no? —protestó Jorge—. Si se le ocurre echarse gruñendo y corriendo hacia ellos, se asustarán y le dispararán.

—Creo que tienes razón —dijo Julián, disgustado consigo mismo por haber metido a los demás en aquel apuro—. Coge a Tim por el collar, Jorge.

—¿Sabéis lo que pienso? —dijo Dick de pronto—. Creo que deberíamos buscar a los guardas para explicarles que llegamos a la isla empujados por la marea, sin poder hacer nada para evitarlo. No somos personas mayores de las que vienen aquí a curiosear. Lo más probable es que nos crean. Así no nos perseguirán ni dispararán contra nosotros.

—Sí, es una buena idea —le apoyó Julián—. Les pediremos ayuda. Al fin y al cabo no teníamos intención de desembarcar en la isla. Fue la marea la que nos trajo aquí.

De manera que se dirigieron hacia el bosque. Ahora que se encontraban bajo los árboles, el susurro sonaba mucho más fuerte. El bosque era tan espeso que muchas veces se hacía difícil abrirse camino. Después de diez minutos de marcha, Julián se detuvo. Había visto algo entre los árboles. Se detuvo y luego avanzó con cuidado.

Los demás se acercaron a él. Julián señaló hacia delante y sus compañeros vieron un muro enorme construido en piedra.

Los árboles parecieron susurrar aún más fuerte. Los niños se acercaron hasta el muro y lo siguieron. Era un muro altísimo. Casi no alcanzaban a ver dónde acababa. Llegaron a una esquina y se detuvieron a mirar. Ante ellos se extendía un gran patio, completamente vacío.

—Será mejor que gritemos —dijo Julián. Pero antes de que pudieran hacerlo descubrieron a dos hombres gigantescos, que bajaban en aquel momento los escalones. Parecían tan malvados que Tim no pudo menos que gruñir. Los hombres se detuvieron sorprendidos.

—El ruido ha venido de allí —dijo uno de ellos, señalando a su izquierda. Y los dos hombres, con gran alivio de los muchachos, se fueron corriendo hacia el lado opuesto.

—Será mejor que volvamos a la playa —resolvió Julián—. No me ha gustado la pinta de esos dos. No hagáis ruido. Jorge, dile a Tim que no ladre.

Volvieron por el mismo camino por el que habían llegado hasta el muro y pronto estuvieron de nuevo en la playa.

—Será mejor que nos alejemos remando, como podamos —dijo Julián—. Aquí está ocurriendo algo muy extraño. Esos hombres me parecieron muy raros. Estoy seguro de que no eran los guardas.

—Julián, ¿dónde está nuestro bote? —exclamó de pronto Dick, con voz sorprendida—. No está aquí. Tenemos que habernos equivocado de playa.

Los otros le miraron atónitos. En efecto, el bote había desaparecido. Sin duda se habían extraviado al regresar.

—Pues a mí me parece que éste es el mismo sitio en que desembarcamos —opinó Jorge—. La única diferencia es que el agua ha subido más. ¿Creéis que se habrá llevado el bote? ¡Mirad cómo rompe esa ola y luego se va mar adentro, arrastrando la arena!

—¡Caramba, pues es verdad! —asintió Julián, preocupado—. Nuestro bote ha podido ser arrastrado por una ola como ésa. Mirad, ahí viene otra.

—Es el mismo sitio —afirmó al fin Ana, mirando tras uno de los arbustos—. Aquí están nuestras ropas, en el mismo sitio en que las dejamos.

—¡Cógelas, rápido! —dijo Julián, al ver que se acercaba otra ola enorme—. ¡Qué idiota he sido! Teníamos que haber dejado el bote mucho más lejos del agua.

—Tengo frío —se lamentó Ana—. Voy a vestirme. Siempre será más fácil cargar con un traje de baño que con toda la ropa.

—Es una buena idea —corroboró Julián.

Pronto estuvieron todos vestidos, sintiéndose mucho más calientes y más cómodos.

—Podemos dejar los trajes de baño escondidos en el mismo arbusto —dijo Jorge—. Por lo menos, así sabremos que éste es el sitio en que desembarcamos.

—Bueno, el problema es qué haremos ahora —dijo Julián, preocupado—. No tenemos bote para volver. ¿Por qué demonios se nos ocurrió escoger un bote que se llamaba «Aventura»? Ya podríamos haber imaginado que algo iba a suceder.