Capítulo VIII

WIFREDO PIERDE SU SILBATO

Tim aguardaba a los niños en lo alto de la colina, agitando el rabo. Al verlos llegar, cogió algo del suelo, lo tiró al aire y lo volvió a atrapar.

—¿Otra pelota de golf, Tim? —preguntó Dick, mientras el perro volvía a lanzarla al aire.

—No, es demasiado grande —replicó Jorge—. Tráela, Tim. ¿Qué has encontrado?

Tim dejó la pelota a los pies de Jorge. Era más grande que las de golf y tenía un agujero.

—¡Ah! Es una de esas pelotas que tiran al aire para ver si luego se consigue ensartarla con un palo —dijo Jorge—. Alguien debe de haberla perdido. Puedes jugar con ella, Tim.

—¡Cuidado, no vaya a ser que se la trague! —exclamó Wifredo, intranquilo—. Es lo suficientemente pequeña. Y yo una vez vi a un perro tragarse por error algo que se había arrojado al aire.

Tim es demasiado listo para tragarse una pelota —replicó Jorge—. No te preocupes por él. Además, si alguien se tiene que preocupar soy yo. Es mi perro.

—De acuerdo, de acuerdo —se burló Wifredo—. La señorita sabe cuidarse ella sólita de su perro.

Jorge lo miró con rabia y Wifredo le sacó la lengua. Luego se puso a silbar, llamando a Tim.

—Sólo yo puedo silbarle a mi perro —protestó Jorge—. Bueno, haz lo que quieras. No te hará caso. No obedecerá.

Pero, ante sus asombrados ojos, Tim se acercó a Wifredo y comenzó a saltar a su alrededor para jugar con él. Jorge lo llamó enfadada. El perro la miró sorprendido y se dirigió hacia ella. De pronto, Wifredo silbó de nuevo y Tim dio media vuelta para regresar junto a él.

Jorge lo cogió por el collar e intentó darle un puñetazo a Wifredo. Éste lo esquivó y se puso a bailar a su alrededor, burlándose de ella.

—¡Quietos los dos! —ordenó Julián, viendo la cara de enfado de Jorge—. ¡He dicho que os estéis quietos! Wifredo, sigue hacia adelante. Y tú, Jorge, no seas tonta. ¿No ves que sólo quiere bromear para hacerte perder la paciencia?

La niña no dijo nada, pero su gesto indicaba a las claras que estaba de muy mal humor.

«¡Vaya! —pensó Ana—. Ahora sí que no tendremos ni un solo momento de paz. No podrá perdonarle a Wifredo el obligar Tim a desobedecerla. Este Wifredo es a veces peor que la peste».

Todos sentían mucho apetito y estaban dispuestos a despachar todo lo que preparase Ana. Julián y Dick entraron en la casa para ayudarla, porque Jorge insistía en agarrar a Tim por el collar para que no se aproximase a Wifredo si éste lo llamaba.

—Está haciendo uno de esos sonidos tan raros —le explicó Julián a Ana—. Esos ruidos que atraen tanto a los animales. No me extraña que Jorge tenga que sostener a Tim tan fuertemente agarrado por el collar. Yo no soy ningún perro, pero los sonidos de Wifredo me parecen muy curiosos y me dan ganas de acercarme a él.

—Espero que Jorge no siga enfadada por mucho tiempo —dijo Ana—. La verdad es que Wifredo se pone pesadísimo y no hay quien lo aguante.

—Si yo fuese un perro —asintió Julián—, en lugar de dejarme atraer por él, le pegaría un mordisco. ¿He cortado ya suficiente tomate, Ana? Mira a ver: ¿qué te parece?

—¡Por Dios! —exclamó Ana—. Pero ¿cuántos piensas que nos vamos a comer? ¿Cuarenta o cincuenta? Mira. Será mejor que me abras esta lata, Julián. No me gusta nada abrir latas. Siempre me corto.

—Nunca más volverás a abrir una —replicó Julián cariñosamente—. De ahora en adelante, yo seré el abridor oficial de latas… Ana, no sé qué haríamos sin ti. Jorge tendría que ayudarte más. Es una chica y, sin embargo, nunca está dispuesta a preparar las comidas ni hacer nada de la casa. Tendré que echarle una bronca un día de éstos.

—No, no lo hagas —dijo Ana, alarmada—. Me gusta hacer las cosas sola. Jorge lo rompería todo. Cuando hay que fregar platos o colocar la mesa resulta tan patosa como un chico, a pesar del interés que pone en hacerlo bien.

—¿De modo que los chicos somos unos patosos? —dijo Dick, haciendo como que se enfadaba—. Me gustaría saber cuándo he roto yo algo. Cuando tengo algo de vajilla en las manos, ando con tanto cuidado como cualquier chica.

Nada más decir esto, el vaso que tenía en las manos resbaló de ellas, cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Ana lo miró y soltó una gran carcajada.

—¡Patoso, más que patoso! —se burló—. ¡No puedes coger un vaso sin romperlo! Anda, lleva esta fuente afuera. Y por lo que más quieras, que no se te caiga.

La comida fue estupenda. Wifredo se sentó un poco apartado de los demás, tirando migas a su alrededor mientras iba comiendo. Pronto estuvo rodeado de pájaros e incluso alguno se posó sobre sus rodillas. Un mirlo aterrizó en su hombro izquierdo. Wifredo le dio la bienvenida como si se tratase de un viejo amigo:

—Hola, Pedrito, ¿qué tal la familia? Espero que Carmen ya se haya curado de su gripe. ¿Y qué tal la patita de Pablo? ¿Y cómo va el abuelo? ¿Sigue persiguiendo a los «peques»?

El mirlo ladeó la cabeza y le habló al oído en el lenguaje de los pájaros. Wifredo parecía entenderle perfectamente. Acarició al pájaro, que se apretó todavía más contra su cuello. Jorge, enfadada aún, se volvió para no verlo, pero los otros se lo estaban pasando en grande.

El mirlo puso un inesperado punto final a la conversación. Wifredo estaba a punto de introducir un trocito de tomate en su pico cuando el animalillo dobló el cuello, lo agarró y echó a volar con el tomate fuertemente agarrado, emitiendo un sonido muy semejante a una risa.

Todos se echaron a reír, excepto el sorprendido Wifredo.

—¡Se habrá ido a convidar a Carmen! —comentó Ana, riendo.

—¿Me das otro tomate, por favor? —pidió Wifredo.

—Lo siento, no has tenido suerte —contestó Dick—. Ya se han acabado.

Era magnífico permanecer sentados sobre la hierba, mirando los barcos que cruzaban la bahía y los estilizados yates impulsados por el viento. Se divisaba claramente la isla de los Susurros y los niños advirtieron que ninguna embarcación se acercaba a sus costas. Todos parecían saber que los guardas podían andar por allí en busca de intrusos a los que asustar.

—Quizás haya tejones en la isla —dijo de pronto Wifredo—. Nunca he visto uno de cerca.

—Sólo a ti podría gustarte ver de cerca a uno de esos animales —despreció Jorge—. Huelen muy mal. Aquí no hay ninguno, gracias a Dios, y no puedes llamarlos con tu silbato.

—Wifredo, por favor, toca tu silbato para que vengan otra vez los conejitos —pidió Ana—. Ahora que estamos tranquilamente sentados, no les dará miedo, ¿verdad?

—Sí, eso creo —asintió Wifredo, metiendo la mano en el bolsillo izquierdo.

Pero no estaba en su bolsillo izquierdo. Miró a continuación en el derecho y su rostro se tornó serio. Se puso en pie, tanteando toda su ropa con aire desesperado.

—Lo he perdido —exclamó de pronto mirando a los otros—. Se me debe de haber caído. Nunca tendré otro igual, nunca.

—Tiene que estar en alguno de tus bolsillos —dijo Dick, preocupado por la cara de disgusto de Wifredo—. Déjame ver.

Pero el silbato no apareció. Wifredo parecía a punto de romper a llorar. Empezó a rebuscar entre la hierba y todos lo ayudaron… Es decir, todos no. Casi todos. Jorge permanecía inmóvil y Dick la miró enfadado. Jorge se mostraba encantada de que el niño hubiese perdido su maravilloso silbato. Le tenía manía a Wifredo. Claro que era un niño que se hacía muchas veces odioso, pero, ahora, al verlo tan triste, todos lo sentían.

Jorge se levantó y recogió los restos de la comida. Llevó los platos y los vasos a la casa. Un momento después, Ana se reunió con ella.

—Lo siento por el pobre Wifredo —comentó—. ¿Tú no?

—No —repuso Jorge—. Esto le enseñará a no tratar de quitarme a Tim.

—¡No seas tonta! Sólo lo hace para divertirse —dijo Ana, sorprendida—. ¿Por qué te lo tomas tan en serio, Jorge? Sabes perfectamente que Tim te quiere más que a nadie en el mundo y que siempre te querrá igual. Es tu perro. Wifredo no hace más que tomarte el pelo cuando trata de atraerle.

—Pero Tim le hace caso —repuso Jorge desesperada—. Y no tendría que hacérselo. No, no tendría que hacérselo.

—Es que no puede evitarlo —le explicó Ana pacientemente—. Wifredo tiene una atracción especial para los animales y el sonido de ese silbato es como una llamada mágica para ellos.

—Por eso me alegro de que lo haya perdido —exclamó Jorge—. Me alegro, me alegro y me alegro.

—¿Pues sabes lo que pienso? Que eres una tonta y una antipática —dijo Ana. Y la abandonó, yéndose con los demás.

Cuando Jorge estaba de mal humor no había nada que hacer. Sin embargo, Ana se sentía preocupada. ¿Acaso sabía Jorge dónde se encontraba el silbato? No, su prima podía ponerse a veces muy antipática. Pero no era capaz de una cosa así.

Se reunió con los demás, con la idea de consolar a Wifredo, pero éste había desaparecido.

—¿Adónde se ha ido? —preguntó.

—A buscar su silbato mágico —respondió Dick—. Está realmente desesperado por su silbato. Ha dicho que recorrería el camino por el que hemos venido y todos los sitios en donde hemos estado esta mañana para buscarlo. Incluso quiere ir a la casita del campo de golf para ver si lo ha perdido allí. No creo que lo encuentre.

—¡Pobre Wifredo! —exclamó Ana, siempre bondadosa—. Si me hubiese esperado, le habría acompañado. Ahora ya no podrá llamar a los animales.

—Puede que no —dijo Dick—. Bueno… Supongo que Jorge no tendrá nada que ver con esto. A lo mejor lo ha encontrado y lo ha guardado sin decir nada para hacer rabiar a Wifredo.

—No, no creo que haya hecho una cosa así —protestó Ana—. Sería una broma demasiado pesada. Bueno, esperemos que lo encuentre. ¿Qué pensáis hacer esta tarde? No me digáis que dormir.

—Pues sí. Vamos a dormir la siesta en la hierba, tendidos al sol, hasta las tres —afirmó Dick—. Luego podríamos dar un paseo hasta la bahía. Incluso es posible que me dé un chapuzón.

—Nos bañaremos todos —decidió Julián—. ¡Ah! ¡Qué maravilla estirarse sobre la hierba, con la tripa llena y tanto sueño! Bueno, hasta luego, estoy que me caigo.