Capítulo VI

LAS HISTORIAS DE LUCAS

Resultó divertido colocar en la despensa todo lo que habían comprado. Ana disfrutó más que ninguno, ya que la encantaba todo lo que se relacionase con la casa.

—Es un ama de casa estupenda —comentó Dick cuando vio lo bien ordenado y limpio que había quedado el cuarto de los chicos—. Tenemos el sitio justo para nosotros tres y el equipaje.

Ana miró orgullosa su despensa y sonrió. Ahora podría preparar unas comidas estupendas para su pequeña «familia». ¡Cuántas latas! Empezó a leer los nombres: ensalada rusa, peras en almíbar, melocotón en almíbar, sardinas, atún, jamón, foie-gras, una lata enorme de pastel que duraría por lo menos tres días, bizcochos, chocolate…

La niña se sentía muy feliz mientras lo iba colocando todo en orden. Ya no estaba apenada por haber mojado al pobre Wifredo, aunque no podía evitar una extraña sensación al recordar cómo se había transformado de repente en una especie de tigre. Era divertido ser tigre de vez en cuando. «Quizá tenga que sacar las uñas alguna que otra vez si no hay más remedio —pensaba—. Qué sorprendido parecía Wifredo. Y Julián también. Pobre Wifredo, ahora está mucho más simpático».

Ya lo creo que lo estaba. Se comportaba con mucha más amabilidad con las niñas y ya no se mostraba tan impertinente. Lo pasaban muy bien en la casa. Casi siempre comían en el jardín, sentados sobre la hierba. Ana se entretenía muchísimo preparando la comida, algunas veces con la ayuda de Jorge, y los chicos lo llevaban después todo afuera. Wifredo les ayudaba y se ponía muy contento cuando recibía una amistosa palmada en la espalda.

Era fantástico sentarse al sol en lo alto de la colina. Podían ver desde allí toda la bahía, los yates y los botecitos, y disfrutar del maravilloso paisaje.

Jorge seguía muy intrigada por la isla.

—¿Cómo se llama? —le preguntó en una ocasión a Wifredo.

Pero éste no lo sabía. En cambio conocía la extraña historia que se contaba sobre la misma.

—Al parecer perteneció a un hombre solitario —dijo—. Vivía en una gran casa en mitad del bosque. La isla se la había regalado un rey, creo que Jorge II, a su familia y él era el último heredero. Había gente que deseaba comprarla, pero él había contratado a unos guardas que no dejaban que nadie pusiese los pies en ella. Los guardas eran muy feroces e iban armados con escopetas.

—¿Y disparaban contra todo el que se acercaba? —se interesó Dick.

—Bueno, me imagino que dispararían sólo para asustarlos, no para herirlos. De todos modos, los que trataban de desembarcar se llevaban un buen susto. ¡BANG! ¡BANG! ¡Venga tiros a su alrededor! Mi tía me contó que un hombre que ella conocía y que tenía mucho dinero intentó un día desembarcar en la isla y que los guardas le hicieron volar el sombrero de un disparo.

—¿Vive ahora alguien allí? —preguntó Julián—. Supongo que aquel hombre habrá muerto ya. ¿Tenía algún heredero que se quedase con la isla?

—No lo creo —respondió Wifredo—. Ya os he dicho que no sé mucho sobre la isla. Pero conozco a alguien que sí lo sabe, uno de los empleados del campo de golf. Se llama Lucas. Hace años fue uno de los guardas que no dejaban desembarcar a nadie en la isla.

—Sería la mar de interesante poder hablar con él —dijo Dick—. Además, me gustaría dar una vuelta por el campo de golf. Papá juega muy bien y yo sé un poquito.

—Bueno, ¿y por qué no vamos ahora mismo? —propuso Jorge—. Tim está deseando dar un paseo, aunque ha venido corriendo desde el pueblo tras nuestras bicicletas. ¿Qué te parece un paseo, Tim? ¿Eh, un paseíto?

—Guau, guau —respondió Tim, saltando lleno de alegría. ¿Un paseo? Desde luego que tenía ganas de dar un paseo. Correteó alrededor de Jorge, fingiendo morderle los pies. Wifredo trató de cogerlo, aunque sin conseguirlo.

—Me gustaría que fueses mi perro —dijo—. No te dejaría nunca separarte de mi lado.

Tim se acercó a él y le dio un cariñoso lengüetazo. Era fantástico ver como le quería. Nadie lo entendía. Como dijo Jorge:

Tim no suele ser partidario de hacer nuevas amistades. Pero, al fin y al cabo, Wifredo está siendo ahora mucho más simpático que antes.

Los cinco, junto con Wifredo, subieron la colina, cruzaron la carretera, luego un muro y se encontraron en los terrenos del campo de golf, cerca de uno de los agujeros, junto al que había una bandera roja.

Wifredo no sabía demasiado sobre golf. Sus amigos, en cambio, habían visto muchas veces jugar a sus padres.

—Mirad, alguien va a tirar la pelota hacia ese agujero —advirtió Julián.

Todos permanecieron atentos a que el hombre golpease la pelota. Dio un fantástico golpe y la pelota cayó muy cerca del agujero, a menos de un palmo del mismo.

Tim salió corriendo hacia allí, como hacía siempre que veía correr una pelota. De repente se acordó de que estaba en un campo de golf y que le habían advertido que nunca tocase una pelota en uno de aquellos lugares. Los jugadores se acercaron y pronto desaparecieron para seguir haciendo hoyos.

—Ahora vayamos a ver si podemos encontrar a Lucas —dijo Wifredo, mirando a su alrededor—. Os gustará. Conoce a todos los animales y pájaros de esta región. ¡Es un hombre estupendo!

Wifredo subió a la parte más alta del campo de golf y buscó a Lucas con la mirada.

—Allí está —dijo por fin, señalando a un hombre que se encontraba en uno de los fosos—. Está limpiándolo de hierba con su hoz.

Los niños se dirigieron hacia allí.

—Apuesto a que aparece un montón de pelotas en ese foso —dijo Wifredo—. ¡Hola, Lucas! ¿Qué tal está usted?

—Buenas tardes —saludó el hombre volviéndose hacia ellos.

Tenía la cara muy morena y sus brazos y hombros aparecían casi negros. No llevaba camisa y sus brillantes ojos miraron a los cinco niños y al perro.

Acarició a Tim, que le lamió cariñosamente, agitó alegremente el rabo, lo olisqueó y luego se tendió a su lado, apoyando la cabeza sobre uno de los pies del hombre.

—¡Vaya! —exclamó el hombre—. ¿Crees que voy a pasarme aquí toda la tarde? Pues estás muy equivocado. Tengo mucho trabajo que hacer, así que levántate. Estás echado encima de mi pie y no me dejas mover. O es que quieres que descanse un poco, ¿eh?

—Lucas, hemos venido a preguntarle algo —dijo Wifredo—. Es sobre la isla de la bahía. ¿Cómo se llama? ¿Vive alguien allí?

—Se ve desde la casita, al otro lado de la carretera —intervino Dick—. Desde allí parece tranquila y solitaria.

—Sí, así es —confirmó Lucas.

Con mucha calma, se sentó en el suelo. Tim se echó inmediatamente a su lado, muy contento. Lucas le rodeó el cuello con uno de sus brazos y empezó a hablar, mirando ya a uno, ya a otro de los chicos. Se mostraba tan simpático y natural que los niños tuvieron la impresión de encontrarse con un viejo amigo.

—La isla siempre ha sido un lugar misterioso —empezó Lucas—. Algunos la llaman la isla de los Lamentos, debido a que el viento produce un extraño gemido al chocar contra sus acantilados. Otros la llaman la isla de los Susurros, porque está llena de árboles que murmuran bajo la fuerza del viento que siempre sopla contra la isla. Pero la mayoría de nosotros la llamamos la isla de Vete, a causa de que nadie ha sido nunca bienvenido a ella. Todo allí es hostil: los oscuros acantilados, las traidoras rocas, los bosques densos, la gente que vivía en ella…

Lucas hizo una pausa y miró los atentos rostros de los niños. Era un cuentista nato. ¡Cuántas veces había escuchado Wifredo sus historias sobre los animales y los pájaros de la isla! Lucas era una de las pocas personas a quien Wifredo admiraba y quería.

—Siga, Lucas, por favor —le urgió—. Cuéntenos algo sobre el hombre que odiaba el mundo y que compró la isla hace años.

—Os estoy contando la historia a mi manera —protestó Lucas, muy digno—. Si te pones impaciente, volveré otra vez a mi trabajo. Siéntate y quédate quieto como este perro. ¿Ves? Ni siquiera mueve un solo músculo. Bueno, vayamos al hombre rico que odiaba a todo el mundo. Tenía tanto miedo de que le robasen, que compró esa isla solitaria y se construyó un enorme castillo en la parte más espesa del bosque. Cortó unos cientos de árboles para tener espacio y se trajo de tierra firme toda la madera y las piedras que necesitaba para construirlo. ¿Visteis la vieja cantera que hay junto al campo de golf?

—Sí —confirmó Julián—. Y pensamos que al pobre que se le caiga ahí la pelota no tendrá más remedio que buscarse otra si quiere seguir jugando.

—Pues bien —continuó Lucas—. De esa cantera salieron todas las piedras que el viejo empleó para construir su castillo. Se dice que fue preciso construir barcos especiales de casco muy plano, para transportarlas hasta la isla. El camino que cruza el campo de golf lo hicieron los caballos que las arrastraban hasta el borde del agua.

—¿Había nacido usted en aquella época? —preguntó Wifredo.

—No, claro que no —respondió Lucas, con una gran carcajada—. Eso sucedió mucho antes de que yo naciese. Bueno, por fin construyó el castillo y llevó hasta allí todos sus tesoros: bellísimas estatuas, incluso algunas de ellas de oro, dicen, aunque yo no lo creo. Se cuentan muchas historias sobre la isla de los Susurros y las cosas que el viejo millonario guardaba en ella: una cama de oro macizo adornada con piedras preciosas, un collar de rubíes grandes como huevos de paloma, una espada con un puño de piedras preciosas que valían una fortuna y otras muchas cosas que no recuerdo…

Hizo una nueva pausa, que aprovechó Julián para dirigirle una rápida pregunta.

—¿Y qué pasó con el tesoro?

—Una mañana se acercó a la isla una flotilla de embarcaciones de todas clases. Aunque muchas de ellas no consiguieron llegar a tierra, puesto que chocaron con las afiladas rocas, el resto de los hombres logró desembarcar. Entraron en el castillo y mataron al viejo y a todos sus criados.

—¿Y encontraron el tesoro?

—¡Ni rastro! —afirmó Lucas—. Ni una sola moneda de oro. Muchos dicen que todo aquello no era sino una leyenda y que el viejo nunca trajo a la isla semejantes tesoros. Otros aseguran que sigue allí, escondido. En mi opinión, todo eso no es más que un cuento. Muy interesante, eso sí, pero sólo un cuento.

—¿Quién es ahora el dueño de la isla?

—Bueno, primero la alquiló o la compró un matrimonio ya mayor. Pero ellos no se preocupaban del tesoro. Sino de los animales y los pájaros. No dejaban que nadie se acercase y fueron ellos los que contrataron hombres armados para alejar a la gente. Querían paz y tranquilidad, para ellos y para los animales de la isla. Una buena idea. Cuando yo vivía allí con los otros guardianes… éramos tres… muchas veces los conejos venían a jugar a mis pies. Los pájaros estaban domesticados como canarios y hasta las serpientes se acercaban a nosotros sin miedo.

—¡Ay, cuánto me gustaría ir a la isla y jugar con los animales! —exclamó Wifredo—. ¿Se puede llegar hasta allí?

—No —respondió Lucas, levantándose—. Nadie ha vivido en el castillo desde que murió el anciano matrimonio. La isla está desierta. Ahora pertenece a su nieto, pero él nunca aparece por allí, aunque tiene un par de hombres en la isla para alejar a los visitantes. Son muy feroces… Por lo menos eso me han dicho. Bueno, pues ésta es la historia de la isla de los Susurros. Una fea historia, sí, señor. Ahora sus amos son los pájaros y los animales.

—Gracias por contárnosla —dijo Ana.

El hombre le sonrió y le dio una palmadita en la mejilla.

—Bueno, tengo que ponerme a trabajar de nuevo —dijo—. Sentir el sol en mi espalda y oír a los pájaros cantar para mí entre los arbustos. Algo suficiente para ser feliz. ¡Es una lástima que mucha gente no lo sepa!