Capítulo V

ANA DA LA SORPRESA

Wifredo le entregó el cubo a Ana.

—¿Quieres ver mis escarabajos? —le preguntó.

—No, gracias —rechazó Ana—. Los escarabajos no me gustan demasiado.

—Pues tienen que gustarte —insistió Wifredo—. Tengo dos preciosos. Puedes quedarte con el que más te guste. Da una sensación muy rara cuando se pasean por encima de la mano.

—No me molestan los escarabajos, pero no me apetece que se me paseen por la mano —dijo Ana, a la que no le gustaban nada los insectos—. Vete a jugar por ahí, Wifredo. Si tuvieses un poco de educación, te hubieses ofrecido para llevarme el cubo hasta la casa.

—Pero es que no tengo educación —replicó Wifredo—. Todo el mundo me lo dice. De todos modos, si tú no quieres ver mis escarabajos, yo no quiero llevarte el cubo.

—Anda, vete ya de una vez —exclamó Ana exasperada, recogiendo el cubo.

Wifredo se acercó a un pequeño arbusto y se echó sobre la hierba. Acercó la cara casi hasta el suelo, observando algo debajo del arbusto. Ana se sintió molesta. ¿Es que iba a llamar a sus escarabajos? Dejó el cubo en el suelo y esperó a ver qué sucedía.

No salió ningún escarabajo, pero sí otro animal. Se trataba de un enorme y repugnante sapo, que se quedó sentado mirando a Wifredo con cara de muy buenos amigos. Ana estaba extrañadísima. ¿Cómo sabía Wifredo que el sapo se encontraba debajo de aquel arbusto? ¿Y cómo era posible que éste saliese de su escondite para ver al niño? Se quedó mirándolos a prudente distancia, porque no le agradaban en absoluto los sapos.

«Sé que tienen unos ojos muy bonitos, que son inteligentes y que se comen todos los insectos dañinos —pensó—. Pero, a pesar de todo, no puedo soportar que se me acerquen. ¡Huy! Wifredo lo está acariciando…».

—Ven a saludar a mi sapo —le gritó Wifredo—. Si lo haces, te llevaré el cubo.

Ana recogió el cubo y se dispuso a salir disparada, temerosa de que a Wifredo se le ocurriese a continuación silbar para que acudiesen sus amigas las culebras. ¡Vaya niño! Ana sentía unas ganas tremendas de que regresasen los otros. Wifredo era capaz de tener amistad incluso con una enorme boa o con un cocodrilo… Bueno, estaba pensando tonterías. Ojalá los otros volviesen pronto.

Horrorizada, vio como el sapo se acercaba hasta Wifredo y subía a su mano, mirándole fijamente con sus bonitos ojos. Aquello fue demasiado para Ana. Volvió corriendo a la casa, tirando la mitad del agua por el camino.

«Me gustaría ser como Jorge —pensaba—. A ella no le asustaría ese sapo. Soy una tonta. No sé por qué no han de gustarme todos los animales».

De pronto vio una enorme araña en la puerta, que la miraba fijamente.

—¡Wifredo! ¡Wifredo! —gritó asustada—. Por favor, quita esta araña de aquí.

Wifredo se acercó, afortunadamente sin el sapo. Tendió su mano a la araña, emitiendo al tiempo un extraño sonido con los labios. El animal se acercó a la mano, la examinó cuidadosamente con sus antenas y subió. Ana no pudo soportar el espectáculo. Cerró los ojos. Cuando los abrió, la araña ya había desaparecido y con ella Wifredo.

«Me imagino que ahora estará enseñándola a bailar —pensó, tratando de sonreír—. No comprendo cómo todos los animales, lo mismo los insectos que los pájaros, le quieren tanto. Yo no puedo soportarle. Si fuese un conejo, un gorrión o un escarabajo, escaparía de él lo más lejos que pudiese. ¿Qué tendrá para atraer a los animales?».

Wifredo había desaparecido y Ana reemprendió los trabajos domésticos.

«Limpiaré primero el cuarto de los chicos. Luego fregaré la sala, haré la lista de las cosas que hay en la despensa, limpiaré esta ventana tan sucia… ¿Qué es eso?».

Era la algarabía de los gorriones piando alegremente, un sonido muy agradable. Ana se asomó a la ventana. ¡Vaya espectáculo! Wifredo estaba en el jardín con un pájaro en cada mano y otro posado sobre su cabeza. El de la cabeza cantaba tranquilamente, enredadas sus patitas entre la enmarañada cabellera del niño.

—Ven aquí y le diré a uno de mis gorriones que se pose en tu cabeza —la llamó Wifredo—. ¡Es fantástico! ¿O prefieres que haga venir a un conejito? Puedo llamarlo con mi silbato.

—No quiero ningún pájaro en la cabeza —exclamó Ana, desesperada—. Por favor, llama a un conejito. Eso sí que me gustaría.

Wifredo hizo volar los gorriones de sus manos y agitó su cabeza con fuerza para que se marchase el que estaba posado en ella. Luego se sentó y sacó su extraño silbato. Ana esperaba, fascinada, mientras aquel extraño sonido llegaba a sus oídos. Sin pensarlo, se encontró caminando hacia el jardín. ¿Era posible que aquel silbato le atrajese también a ella, como a los animalitos?

Se detuvo en el umbral de la puerta justo en el momento en que un conejo salió de entre las hierbas. Era divertido verle tan gordito, con un rabo que parecía un copo de algodón y las orejas muy tiesas. Se dirigió directamente hacia Wifredo y se sentó a su lado. El niño aproximó su rostro a él y le dijo algo en voz baja. Entonces el conejo se acercó muy despacito a Ana.

—Ahí tienes el conejito que me pediste —le dijo Wifredo—. ¿Quieres acariciarlo?

Ana se tendió despacito sobre la hierba temiendo que el conejito saliese huyendo. Wifredo se había reunido con ellos y lo estaba acariciando, mientras el animalillo lo miraba fijamente con sus ojitos azules. Ana se aproximó un poco más para acariciarlo también y el conejo salió corriendo, asustado.

—¡Qué pena! No tendría que haberme acercado —exclamó Ana, desilusionada—. Parecía tan a gusto a tu lado. ¿Cómo haces para que no te teman todos estos animales?

—No te lo diré —respondió Wifredo—. ¿Hay algo para comer en casa? Tengo hambre.

Apartó a Ana a un lado y entró en la casa. Se dirigió directamente a la despensa y cogió una lata. Dentro había un pastel y el muchacho cortó un enorme trozo de él. No se molestó en invitar a Ana.

—Podías haber cortado también un trozo para mí —dijo la niña—. Desde luego, eres muy mal educado.

—Me gusta ser mal educado —repuso Wifredo comiendo su pastel—. Sobre todo cuando viene a mi casa gente que no me gusta.

—¡No seas estúpido! —protestó Ana—. En primer lugar, ésta no es tu casa, es de tu tía. Ella nos lo dijo. Además, dijiste que podríamos quedarnos si Tim se quedaba.

—Pronto conseguiré que Tim sea mío —dijo Wifredo, dando otro mordisco al pastel—. Os lo demostraré. Pronto no querrá a esa niña y me seguirá a mí día y noche. Ya lo verás.

Ana se echó a reír. ¿Tim siguiendo a aquel mequetrefe? Eso era completamente imposible. Quería a Jorge con toda su alma perruna y nunca la abandonaría por mucho que Wifredo tocase su silbato. Estaba absolutamente segura.

—Si te ríes de mí llamaré a mi serpiente —la amenazó Wifredo—. Ya verás como entonces echas a correr.

—Me parece que el que va a correr vas a ser tú —dijo Ana.

Y, entrando a toda velocidad en la casa, cogió el cubo de agua y se lo volcó encima al sorprendido Wifredo. Sin embargo, había alguien que se sentía más sorprendido que él. Ese alguien era Julián, que acababa de llegar. Se había adelantado a los otros porque no quería dejar demasiado tiempo sola a su hermana.

Había llegado justo a tiempo para ver como Ana dejaba a Wifredo calado hasta los huesos. Quedó extrañadísimo. ¿Cómo era posible que Ana actuase de aquel modo? ¿Ana enfadada cuando era la más pacífica de todos? ¿Qué estaba ocurriendo allí?

—¡Ana! —gritó—. ¿Qué pasa? ¿Qué te ha hecho Wifredo?

—¡Julián! —exclamó Ana, contentísima de ver a su hermano, pero avergonzada al mismo tiempo de que hubiese llegado en aquel preciso momento.

Wifredo, mojado de pies a cabeza, permanecía inmóvil como una estatua, sin saber cómo reaccionar, aunque a punto de estallar de rabia. No podía comprender cómo Ana, que se asustaba hasta de un escarabajo, se había atrevido a ducharlo de aquel modo.

—¡Esta maldita niña! —gritó—. Esta odiosa niña me ha tirado todo el cubo de agua encima y me ha dejado hecho una sopa. No le consentiré que se quede en mi casa.

Así tan rabioso, tan chorreante de agua, el niño presentaba un aspecto tan cómico que Julián no pudo contenerse y se echó a reír con todas sus fuerzas. Se lo estaba pasando en grande. Dio una amistosa palmada en la espalda de su hermana.

—¡Vaya! ¿Conque la mosquita muerta se ha transformado en un tigre? Tenías razón al decirnos que algún día nos ibas a dar una sorpresa. Y la verdad es que no has perdido el tiempo. Déjame ver si te han salido las garras.

Tomó la mano de Ana y fingió que examinaba las uñas. Ana, medio riendo, medio llorando, retiró la mano.

—¡Dios mío, Julián! No debiera haberle mojado. Pero se ha puesto tan pelma que me he enfadado y no he podido aguantar más…

—De acuerdo, de acuerdo, no te preocupes. De vez en cuando conviene desahogarse. Apuesto a que Wifredo se lo merecía y espero que el agua estuviese bien helada. ¿Tienes ropa para cambiarte, Wifredo? Anda, ve a mudarte.

El chico seguía sin moverse, completamente calado, sin hacer caso de Julián. Éste habló de nuevo para ordenarle:

—Ya has oído lo que te he dicho, Wifredo. ¡Ve a cambiarte la ropa!

Wifredo parecía tan triste y compungido que Ana lamentó mucho el haberle mojado. Corrió hacia él y le puso una mano sobre el hombro.

—Lo siento —dijo—. De veras que lo siento. No comprendo cómo he podido ponerme tan furiosa.

—Yo también lo siento —murmuró Wifredo, sin saber si reír o llorar—. Eres muy simpática. Y tu nariz es como la de un conejito.

Corrió hacia la casa y cerró la puerta con fuerza.

—Déjalo tranquilo por el momento —aconsejó Julián, viendo que Ana trataba de salir tras él—. Esto le sentará bien. Nada mejor que un buen cubo de agua fría para hacerle ver las cosas tal como son. Casi se emocionó cuando le dijiste que lo sentías. No creo que nadie le haya pedido perdón en su vida.

—¿Y tú crees que de verdad tengo nariz de conejo? —preguntó Ana, preocupada.

—Sí, un poquito —respondió Julián, riendo—. Pero la nariz de un conejito es bonita, muy bonita. No creo que después de esto vuelvas a tener más problemas con Wifredo. Él no podía saber que además de una nariz de conejo tenías un corazón de tigre.

Wifredo salió de la casa diez minutos más tarde, cambiado y con sus ropas húmedas en la mano.

—Tenderé tu topa en un arbusto para que se seque al sol —dijo Ana sonriendo. Y se las cogió del brazo. El niño le devolvió la sonrisa.

—Gracias. No entiendo cómo se han podido mojar tanto. Debe de haber llovido a cántaros.

Julián se rió y le dio un golpecito amistoso en la espalda.

—La lluvia resulta a veces muy útil —dijo—. Bueno, Ana, te hemos traído un montón de provisiones para llenar la despensa. Ahí llegan los demás. Te lo pondremos todo en la cocina; Wifredo nos ayudará.