WIFREDO Y LA CASA DE LA COLINA
Al día siguiente, los niños se prepararon para visitar la casita de la señora Layman.
—¿Vienes con nosotros, mamá? —preguntó Julián—. Nos gustaría saber tu opinión.
—Lo siento, pero no puedo —contestó su madre—. Tengo un montón de cosas que hacer. Además, hay una reunión en el Ayuntamiento y he prometido que asistiría.
—Siempre estás metida en jaleos, mamá —dijo Julián dándole un beso—. De acuerdo, iremos nosotros solos. En seguida nos daremos cuenta de si nos conviene o no quedarnos. Además tenemos que saber quién es ese Wifredo… Bueno. Ya son las diez menos cuarto. Jorge anda por ahí con Tim. Avisaré a los otros e iremos a buscar las bicicletas.
Pronto los cuatro pedaleaban montados en sus bicicletas, con Tim, como siempre, corriendo a su lado y ladrando alegremente. Para el perro, pasar el día entero con los niños constituía su máxima felicidad.
Siguieron la carretera que llevaba hasta lo alto de la montaña. Doblaron una curva y, de pronto, apareció a sus pies un impresionante paisaje: la bahía salpicada de blancas velas y un mar tan azul como el Mediterráneo. Ana se bajó en el acto de su bicicleta.
—Quiero disfrutar unos minutos de este paisaje —dijo—. ¡Qué maravilla! ¡Qué vista! ¡Qué mar tan azul!
Apoyó su bicicleta contra un muro y trepó a él para contemplar el panorama. Dick se unió a ella.
De repente, una voz gritó con fuerza: «Allá va». Y segundos después un objeto blanco cruzó el aire y vino a caer justo a los pies de Ana, que dio un salto a causa de la sorpresa.
—Es una pelota de golf —explicó Dick—. No, no la recojas. El que está jugando con ella tiene que venir a golpearla exactamente en el mismo punto donde ha caído. Menos mal que no te dio, Ana. No me había dado cuenta de que esta pared daba a un club de golf.
—Tendremos que dar un paseo por aquí —dijo Ana—. Mira qué plantas tan rojas. Son fantásticas. ¡Y qué flores! Azules, rojas, amarillas. ¡Qué bonito!
—Sí, desde luego. Si la casa de la señora Layman tiene una vista como ésta, seguro que me encantará quedarme —corroboró Dick—. Piensa lo fenomenal que tiene que ser levantarte por la mañana y descubrir este maravilloso paisaje a través de la ventana… La bahía… Las montañas de alrededor… El mar…
—Tú deberías dedicarte a la poesía —exclamó Ana, sorprendida.
En aquel momento llegaron los jugadores de golf y los niños contemplaron cómo uno de ellos se dirigía hacia la pelota y la golpeaba fuertemente, pero con gran facilidad. La pelota salió disparada por el aire y cayó muchos metros más lejos.
—¡Buen tiro! —exclamó el compañero del jugador. Y los dos se fueron tras la pelota.
—Qué juego tan tonto —comentó Ana—. Sólo hay que golpear una y otra vez la pelota dando la vuelta al campo.
—Pues a mí me gustaría tener un palo —dijo Dick—. Estoy seguro de que le daría a la pelota muy fuerte.
—Bueno, si la casa está cerca del campo de golf, quizá puedas venir a que te den clases —dijo Ana—. Estoy segura de que podrías lanzar la pelota tan lejos como ese señor.
Los otros les estaban gritando para que regresasen, por lo cual fueron a recoger sus bicicletas. Pronto estuvieron de nuevo en marcha.
—Hay que encontrar una puertecita blanca, con un cartel que ponga «Villa Montaña» —les recordó Jorge—. Tiene que estar en una de las laderas que miran al mar.
—Ahí está —gritó Ana—. Dejemos las bicicletas en la cuneta y vayamos hasta allí.
Así lo hicieron. Dejaron las bicicletas y pasaron por la cancela. A pocos metros se alzaba una vieja casita, orientada hacia la ladera de la montaña.
—Es como una de esas casitas de los cuentos de hadas —se entusiasmó Ana—. Tiene las chimeneas pequeñas, las paredes encorvadas, el techo ondulado cubierto de paja y las ventanas pequeñas.
Caminaron un rato por el estrecho sendero que conducía a la casa. Pronto llegaron a un pozo y se asomaron al brocal para ver el agua del fondo.
—¿Tendremos que beber de esta agua? —dijo Ana, arrugando la nariz con disgusto—. ¿Y habrá que bajar el cubo con esta cuerda? Por lo menos espero que sea potable.
—¡Hombre! Si tenemos en cuenta que la gente que ha vivido aquí la ha estado bebiendo durante años y años, me imagino que sí lo será —replicó Julián—. Busquemos la entrada de la casa. Es decir, si es que hay alguna.
Sí, había una puerta de madera. Estaba alabeada, torcida y tenía un llamador de bronce. Miraba hacia la colina y aparecía flanqueada por dos ventanitas, encima de las cuales se abrían otras dos. Julián las miró y pensó que las habitaciones a las que correspondían debían de ser muy pequeñas. ¿Habría sitio para todos?
Llamó a la puerta, pero nadie salió a abrirles. Llamó otra vez, buscando un timbre con la mirada. Pero no lo había.
—Parece que la puerta está abierta —dijo Ana.
Julián la empujó y la puerta se abrió inmediatamente. Daba a lo que debía ser un comedor-cocina-cuarto de estar.
—¿Hay alguien en la casa? —gritó Julián.
No hubo respuesta.
—Bueno —dijo Julián—. Puesto que ésta es la casa que nos dijeron que viniésemos a ver, lo mejor será que entremos.
La casita era muy vieja. Mucho. Y los muebles lo eran aún más. Dos lámparas de aceite constituían la única iluminación del cuarto. Un poco más allá, una pequeña cocina con un fogón de petróleo. Una escalera estrecha y retorcida conducía hasta el piso de arriba. Julián subió y se encontró en una enorme y oscura habitación con muchos desconchones en el techo, cubiertos con emplastes negros y rojos.
—Esto debe de tener cientos de años —exclamó dirigiéndose a los otros—. No creo que sea lo suficientemente grande como para que quepamos todos: nosotros, la cocinera y ese Wifredo.
Apenas había acabado de hablar cuando la puerta principal se abrió y alguien entró en la casa.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —gritó el extraño—. Ésta es mi casa.
Julián bajó rápidamente las escaleras, y allí, enfrentado a sus compañeros, encontró a un niño de unos diez años, con una terrible cara de enfado.
—Este… ¿eres tú por casualidad Wifredo? —preguntó amablemente Dick.
—Sí, soy Wifredo. Y vosotros, ¿quiénes sois? —dijo el chico—. ¿Dónde está mi tía? Ya veréis qué pronto os echa fuera.
—¿Tu tía es la señora Layman? —preguntó Julián—. Ella nos pidió que viniésemos a ver su casa para decidir si queríamos quedarnos a hacerte compañía. Nos dijo que tenía que marcharse a cuidar a un primo suyo.
—Pues yo no quiero que os quedéis —replicó el chico—. Así que ya os estáis largando. Mi tía es una pesada. Siempre anda fastidiando metiéndose en lo que no le importa.
—Nos dijo que había también una cocinera —insistió Julián—. ¿Dónde está?
—Sólo viene por las mañanas y ya le he mandado que se fuese —respondió Wifredo—. Me dejó la comida preparada. Quiero estar solo. No quiero que os quedéis aquí. Largaos.
—No seas tonto, Wifredo —le reconvino Julián—. No puedes vivir aquí tú solo. No eres más que un niño.
—No estaré solo. Tengo montones de amigos —replicó Wifredo, desafiante.
—No puedes tener un montón de amigos en un lugar tan solitario como éste, con sólo las montañas y el mar a tu alrededor —añadió Dick.
—Pues sí que los tengo —replicó Wifredo—. Aquí está uno de ellos. ¡Mirad!
Metió la mano en uno de sus bolsillos y, ante el horror de las dos niñas, sacó una culebra. Ana gritó y trató de esconderse detrás de Julián. Cuando Wifredo vio lo asustada que estaba se acercó a ella, sosteniendo la serpiente por el centro, de modo que ésta se retorcía irritada.
—No te asustes, Ana —la tranquilizó Julián—. No es más que una inofensiva culebra. Guarda ese animal en tu bolsillo y no hagas más el tonto, Wifredo. Si esa serpiente es el único amigo que tienes, te vas a sentir muy solo.
—Te he dicho que tengo montones de amigos —gritó Wifredo, poniendo de nuevo la serpiente en su bolsillo—. Te pegaré un puñetazo si no me crees.
—No se lo pegarás —dijo Dick—. Enséñanos a tus otros amigos. Si son niños como tú, estamos arreglados.
—¿Niños? Yo no hago amistad con niños —repuso Wifredo, burlón—. Os demostraré que estoy diciendo la verdad. Venid a la colina y veréis a mis otros amigos.
Todos salieron de la casa y se dirigieron hacia la colina, extrañados por el raro proceder de aquel niño tan agresivo. Cuando salieron al aire libre, vieron que tenía los ojos muy azules y el pelo muy rubio.
—Sentaos aquí y estaos quietos —ordenó Wifredo—. Aquí, detrás de este arbusto. Y no mováis ni un dedo. Pronto os convenceréis de que sí tengo amigos. No sé cómo os atrevéis a venir aquí y dudar de mi palabra.
Todos se sentaron obedientemente detrás del arbusto, extrañados y divertidos. El niño se sentó también y sacó algo del bolsillo. ¿Qué sería? Jorge trató de verlo, pero Wifredo lo guardaba medio escondido en una de sus manos.
De pronto se lo llevó a la boca y empezó a silbar. Era un silbido bajo, fascinante, que iba creciendo en intensidad para luego volver a descender hasta morir. No se trataba de ninguna canción, de ninguna melodía, sino de un sonido que se metía muy dentro del corazón. «Triste —pensó Ana—; como los cantos de los funerales».
Algo se movió en mitad de la colina y, de súbito, ante el asombro de todos, apareció un animal: ¡una liebre! Tenía muy tiesas las orejas y sus ojos miraban fijamente al niño. De repente la liebre se dirigió directamente hacia Wifredo y comenzó a bailar. Pronto se presentó otra, aunque ésta se limitó a mirar. La primera parecía haberse vuelto loca y daba saltos alrededor del muchacho sin mostrar el menor temor.
El silbido cambió de intensidad, lo que hizo que asomara un conejito. Luego otro y otro. Uno de ellos se acercó a los pies de Wifredo y comenzó a olisquearle, moviendo sus bigotes. Luego se echó junto al niño.
Más tarde fue un gorrión el que descendió de una rama para posarse junto al niño, mirando fascinado a la liebre. Ni se dio cuenta de la presencia de los otros niños. Todos contenían el aliento, sorprendidos y al mismo tiempo encantados ante aquel curioso y raro espectáculo.
De pronto Tim emitió un gruñido. No tenía intención de hacerlo, pero no pudo evitarlo. En un instante, la liebre, los conejos y el gorrión desaparecieron asustados.
Wifredo miró hacia ellos, con los ojos relampagueantes de rabia. Alzó la mano para pegar a Tim, pero Jorge lo detuvo agarrándole el brazo.
—Déjame —gritó Wifredo—. Este perro ha asustado a mis amigos. Cogeré un palo y le pegaré. Es el perro más malo del mundo. Es…
Y entonces ocurrió algo muy extraño. Tim se acercó tímidamente a Wifredo, se echó a su lado y apoyó su cabeza sobre las rodillas del niño. El chico, que tenía ya la mano alzada para pegarle, la bajó suavemente y comenzó a rascarle la cabeza, mientras emitía un extraño sonido.
—¡Tim! ¡Ven aquí! —ordenó Jorge.
La niña estaba enfadada y muy asombrada de que su perro, su propio perro, se sintiese tan a gusto con un niño que había estado a punto de pegarle. Tim se levantó, lamió las manos de Wifredo y volvió junto a Jorge.
El niño se quedó mirándolo y luego dijo:
—Podéis quedaros en mi casa si traéis también al perro. No hay muchos como él. Es un perro estupendo. Me gustaría que fuese uno de mis amigos.
E inmediatamente, sin decir una palabra más, echó a correr montaña arriba, dejando a los niños extrañadísimos, y a Tim gimiendo, triste, porque se iba.
—¡Vaya, vaya, Tim! Algo extraño debe de tener este niño para que te quedes mirándole, como si acabases de perder a uno de tus mejores amigos.