Capítulo II

UN INVITADO PARA EL TÉ

Cuando Julián, Dick y Ana llegaron a casa, Jorge y Tim les estaban ya esperando. Tim aguardaba en la calle, con las orejas muy tiesas y meneando alegremente el rabo. Al ver sus bicicletas pareció volverse loco de repente y galopó hacia ellos a toda velocidad, ladrando con todas sus fuerzas, ante el horrorizado asombro del chico de la panadería, el cual se llevó tal susto que penetró gritando en el jardín:

—¡Un perro furioso! ¡Un perro furioso!

Los tres niños desmontaron de sus bicicletas por miedo de atropellar a su amigo.

—Querido Tim —dijo Ana acariciando al perro—. Mete la lengua dentro de la boca. Algún día se te va a caer.

Tim fue dando vueltas alrededor de cada uno de ellos, lamiéndolos a todos, tan contento como si no los hubiese visto en todo un año.

—Bueno, ya está bien, hombre, ya está bien —dijo Dick, empujándolo y tratando una vez más de subir a su bicicleta—. Al fin y al cabo, ya nos vimos ayer, ¿no? ¿Dónde está Jorge?

Ésta había oído los ladridos de Tim y se encontraba ya en la calle. Los tres se dirigieron hacia ella, sonriendo felices.

—Hola, habéis estado de compras, por lo que veo —dijo Jorge—. Para ya de ladrar, Tim. Ladras demasiado. Siento que no hayáis podido venir a «Villa Kirrin». De todos modos, estoy muy contenta de que me hayáis invitado. Papá todavía no ha encontrado sus papeles y aquello parece una casa de locos. Todo anda revuelto, no ha quedado ni un milímetro de casa por registrar. Cuando me he ido, mamá quedaba rebuscando en el desván; aunque no entiendo cómo se le ha ocurrido a papá que pudiesen estar allí.

—¡Pobre! Ya me imagino a tu padre tirándose de los pelos y chillando cuando seguramente lo que ha hecho ha sido tirar los papeles a la papelera por despiste —se burló Dick soltando una carcajada.

—¡Oye, qué gracia! ¿Sabes que no se me había ocurrido? —exclamó Jorge—. Lo mejor será que llame a mamá y le diga que busque en la papelera. Has tenido una idea estupenda, Dick.

—Bueno, vete a telefonear mientras nosotros guardamos las bicicletas —dijo Julián—. Aparta la nariz del paquete de las salchichas, Tim. Hoy no vas a probarlas siquiera. Se sospecha que anoche te comiste demasiadas.

—Sí, me parece que se comió un montón —asintió Jorge—. Me olvidé un rato de él y creo que lo aprovechó demasiado bien. Oíd, ¿quién es esa señora Layman que viene a tomar el té? ¿Tenemos que quedarnos a tomarlo con ella? Yo pensaba que saldríamos a merendar al campo.

—¡Ni hablar del peluquín! —repuso Dick—. Parece que la señora Layman quiere decirnos algo. Por eso tenemos que estar todos en casa, manos limpias, portarnos bien y todo lo demás. Así que ándate con cuidado, Jorge.

Jorge le dio un amistoso puñetazo.

—Eso no vale —exclamó Dick—. Ya sabes que no puedo devolvértelo. ¡Uf! Tendrías que haber visto a Ana esta mañana, Jorge. Me rugió como un verdadero tigre, me enseñó los dientes y… por poco se me come. ¿No me crees?

—No seas idiota, Dick —protestó Ana—. Me llamó mosquita muerta, Jorge, y dijo que como ya teníamos un tigre, que eres tú, ya era bastante para la familia. Por eso le enseñé las uñas. Lo dejé muy sorprendido, de veras. Me lo pasé estupendamente.

—¡Vaya con Ana! —dijo Jorge, divertida—. La verdad es que tú no has nacido para ser tigre. No sabes rugir ni arañar.

—Pero podría hacerlo si fuese necesario —replicó Ana, obstinada—. Uno de estos días os daré una sorpresa. ¡Ya veréis!

—De acuerdo. Esperaremos para verlo —dijo Julián, rodeando con su brazo los hombros de su hermana—. Vamos. Será mejor que entremos las cosas antes de que Tim consiga abrir alguna de las latas. Tim, deja ya de lamer ese paquete. Vas a hacerle un agujero.

—Es que huele el pastel de cereza —explicó Ana—. ¿Le doy un trozo?

—¡No! —gritó Julián—. ¿No sabes que no le gustan las cerezas? Se come el pastel y las cerezas las escupe.

—¡Guau! —ladró Tim, como para mostrarse de acuerdo. Y se fue a olisquear el paquete que contenía su hueso.

—Ésa es tu merienda —dijo Ana—. Está completamente cubierto de carne. Mirad, mamá está en la ventana observándonos. Me imagino que tiene miedo por las salchichas. No, las salchichas no son para ti. ¡Lárgate! Vaya, no he conocido en mi vida un perro más glotón que tú. Cualquiera diría que lo matas de hambre, Jorge.

—Bueno, me da igual lo que piensen. Como no es verdad… —respondió Jorge—. ¡Tim, ven aquí!

El perro se acercó, aunque sin dejar de mirar los paquetes que los niños estaban sacando de sus cestas. Cruzaron el jardín y lo dejaron todo en la cocina. La cocinera abrió los paquetes sin quitar ojo a Tim.

—Será mejor que os llevéis a este perro de la cocina —dijo al fin—. Es extraordinario cómo desaparecen las salchichas cuando él anda cerca. ¡Largo, quita las patas de mi mesa!

Tim salió corriendo de la cocina, pensando que era una lástima que no les cayese en gracia a las cocineras. A él, en cambio, le gustaban muchísimo. Olían siempre a comida. ¡Y había siempre cosas tan apetitosas a su alrededor! La pena era que muy pocas veces se las daban. Bueno, se metería otra vez en la cocina tan pronto como la cocinera saliese para buscar algo. A lo mejor encontraba algunos buenos desperdicios en el suelo.

—¡Hola, Jorge, cielo! —dijo la madre de Ana. Y al ver a Tim añadió—: ¡Tim, fuera de la cocina! No quiero verte a menos de un kilómetro de las salchichas. ¡Fuera he dicho!

Tim salió disparado. Quería mucho a la madre de Ana, pero sabía que cuando ella daba una orden lo decía en serio. Se echó sobre la alfombra de la entrada con un gran suspiro, preguntándose cuánto tardarían en darle aquel hueso que olía tan bien. Apoyó la cabeza entre las patas, atento sin embargo a la llamada de Jorge.

—Bueno, ahora haced el favor de marcharos de mi cocina mientras preparo la merienda —dijo la cocinera—. Y cerrad la puerta. No quiero ver a ese perro rondando por aquí, oliéndolo todo, tratando de hacerme creer que se muere de hambre, cuando en realidad parece una bola de sebo.

—No es cierto —replicó Jorge, indignada—. Tim no ha estado gordo nunca en su vida. No es de esa clase de perros que no pueden ni andar de tan gordos como están. Nunca se harta.

—Pues será el primer perro que conozco que no se atraque de comida cuando tiene ocasión —dijo la cocinera—. No te puedes fiar de ninguno. El perro de la señora Lañe, en cuanto pescaba un azucarero, se comía todos los terrones, y el pequinés de ahí al lado tiraba las botellas que dejaba el lechero en la puerta; las tiraba aposta, y, cuando se rompían, se bebía hasta la última gota de leche. Y su dueña pretendía convencerme de que no le gustaba la leche. ¡Pues no había más que verle el morro, lleno de leche hasta los ojos!

Tim apareció junto a la puerta de la cocina con el hocico muy erguido, como si le hubiesen ofendido las palabras de la cocinera. Julián se echó a reír.

—Le ha herido usted en su amor propio —dijo a la cocinera.

—Pues lo heriré en otro sitio como vuelva a meter el hocico en la cocina —contestó ésta.

Al oír esto, Jorge se puso furiosa, pero los demás se rieron como locos.

La mañana transcurrió plácidamente. Los cinco bajaron a la playa y pasearon por los acantilados, disfrutando de la fuerte brisa que azotaba sus rostros. Tim perseguía a todas las gaviotas que encontraba posadas en la arena y se molestaba mucho al ver que, cuando ya casi estaba a punto de cogerlas, se echaban a volar.

A la hora de comer se sentían todos tan hambrientos que no sobró ni una miga. La cocinera había preparado un exquisito pastel de carne.

—Me gustaría tener una lengua tan larga como la de Tim para poder lamer toda la salsa que ha quedado en la fuente —comentó Jorge—. ¡Da tanta pena pensar que hay que tirarla!

—No creo que tengáis hambre a la hora del té —dijo su tía—. Estoy segura.

Pero cuando llegó la hora del té comprobó hasta qué punto se había equivocado. Todos esperaban impacientes que llegase la señora Layman para poder empezar.

¡El té y las pastas se mostraban tan apetecibles, bien colocaditos sobre el blanco mantel! Los niños, sentados en sus respectivos sitios, miraban fijamente los bollos. ¿Cuándo llegaría la señora Layman?

—Me parece que no me va a caer muy simpática esa señora Layman —dijo al fin Jorge—. No puedo aguantar estar viendo esos pastelillos de crema y no poder tocarlos, con el hambre que tengo.

De pronto sonó el timbre de la puerta. ¡Hurra! Pronto apareció una señora mayor, muy sonriente, que los saludó a todos, encantada de encontrarlos esperando su llegada.

—Ésta es la señora Layman, niños —presentó la madre de Julián—. Siéntese, señora Layman. Estamos encantados de tenerla con nosotros.

—Bueno, he venido a pedirles algo a los chicos —dijo la señora Layman—. Pero tomemos primero el té. Cuando acabemos diré lo que he venido a decir. ¡Vaya, vaya, qué té tan estupendo! Se me está abriendo el apetito sólo con verlo.

A todos les ocurría lo mismo, y pronto el pan, la mantequilla, los bocadillos, los bizcochos, los pastelillos y todo lo demás desapareció como por encanto. Tim se sentaba junto a Jorge, quien de vez en cuando le daba un trozo de pastel sin que los demás lo viesen. La señora Layman hablaba continuamente y los niños estaban entusiasmados con ella.

—Bueno —dijo cuando el té se acabó—. Estoy segura de que os sentiréis intrigados por saber por qué he venido hoy a tomar el té. Quería preguntar a vuestra madre si sería posible que vosotros tres y este otro chico… ¿cómo se llama? ¡Ah sí!, Jorge, me ayudéis a resolver un problema.

Nadie se molestó en aclarar que Jorge era una niña y no un niño y que su nombre era un diminutivo de Jorgina. Jorge, como siempre, se mostró muy satisfecha de que la tomasen por un chico. Todos escuchaban atentamente a la señora Layman.

—Veréis lo que sucede —empezó—. Tengo una casita muy mona en las montañas, mirando hacia la bahía, y vivo allí con un sobrino, Wifredo. Bueno, la cosa es que me veo obligada a marcharme para cuidar de un primo mío que está enfermo. Y no puedo dejar solo a Wifredo. Me gustaría saber si vuestra madre os permitiría compartir la casa con Wifredo y hacerle compañía mientras yo me encuentro fuera. Le asusta quedarse solo. Hay una buena mujer que nos va a hacer la comida y a limpiar. Pero Wifredo tiene mucho miedo a pasar la noche allí solo, en plena montaña.

—¿Se refiere a aquella casa tan bonita que tiene una vista preciosa? —preguntó Julián.

—Sí. Aunque está un poco anticuada. No hay agua corriente, ni tampoco electricidad. Tendríais que alumbraros con velas y una lámpara de petróleo. Puede que la cosa no suene demasiado bien, pero la vista compensa todas las molestias. ¿Qué decís, niños? ¿Quizás os gustaría ir y echar un vistazo antes de decidiros?

La señora Layman los interrogó con la mirada, pero nadie sabía qué decir. Finalmente habló la madre de Ana:

—Bueno, podemos ir a verla. Y si a los niños les gusta, tienen permiso para quedarse. Les encanta vivir sin personas mayores.

—Sí —asintió Julián—. Iremos a verla, señora Layman. Mamá se va a encontrar muy pronto demasiado ocupada estos días y casi preferirá verse libre de nosotros. Y a nosotros, desde luego, nos encantará estar solos.

La señora Layman parecía muy contenta.

—¿Mañana entonces? —preguntó—. Hacia las diez. ¿De acuerdo? Os entusiasmarán las vistas. Son maravillosas, maravillosas. Puede verse toda la bahía y kilómetros y kilómetros de mar… Bueno, tengo que irme. Le diré a Wifredo que acaso vengan unos niños a hacerle compañía. Es un niño monísimo, me ayuda todo lo que puede. Seguro que os llevaréis estupendamente.

Julián tenía sus dudas sobre el «monísimo» Wifredo. Incluso sospechó que lo que pretendía la señora Layman era librarse de él. No, no debía pensar así. Era una tontería. Bien, de todos modos, ya se verían al día siguiente.

—Será divertido estar solos otra vez —dijo Jorge cuando la señora Layman se hubo marchado—. No creo que ese tal Wifredo nos moleste demasiado. Debe de ser un niño tonto y miedoso para no quererse quedar solo en casa. Además, hay una señora que va todos los días, ¿no? Bueno, ya lo veremos mañana. Quizás el lugar compense la lata que nos pueda dar Wifredo.